Smolicek era un niño muy
pequeño. Vivía con un ciervo que tenía los cuernos de oro. El ciervo solía ir
al prado y, cuando salía, le recomendaba a Smolicek que cerrara bien la puerta y
que no dejase entrar a nadie. Smolicek siempre cumplía con ese consejo y,
durante mucho tiempo, nadie fue a llamar a su puerta. Pero un buen día alguien
apareció, golpeó la puerta y, cuando Smolicek preguntó quién era, oyó vocecitas
que susurraban suavemente:
¡Smolicek, Smolicek, chiquitín,
ábrenos la puerta sólo un pelín!
¡Ningún daño a ti te haremos,
un poco nos calentaremos
y después en paz nos iremos!
Pero Smolicek no quiso
abrir. Las voces le suplicaron desde fuera aún más suavemente. Smolicek habría
querido abrir pero, recordando la advertencia del ciervo, dijo que nunca jamás
abriría la puerta. Y, en efecto, no la abrió. Cuando el ciervo volvió a casa,
Smolicek le contó que alguien había llamado a la puerta y le había rogado con
voz amable que le abriese, pero que él no la había abierto.
-Has hecho muy bien,
Smolicek -dijo el ciervo. Eran unos duendes y, si hubieses abierto, te habrían
llevado con ellos.
Smolicek estaba contento y,
al día siguiente, cuando el ciervo se fue de nuevo al prado, cerró la puerta
con una tranca.
Pasados unos minutos, oyó
las mismas voces del día anterior que esta vez le suplicaban de manera aún más
suave:
¡Smolicek, Smolicek, chiquitín,
ábrenos la puerta sólo un pelín!
¡Ningún daño a ti te haremos,
un poco nos calentaremos
y después en paz nos iremos!
Pero de nuevo Smolicek
dijo que no abriría. ¡Le habría gustado tanto abrir la puerta sólo un momento
para ver a los duendes! Y al final, cuando los duendes comenzaron a temblar
por el frío y a llorar, a Smolicek le dio pena y abrió la puerta, pero sólo un
poquito, justo lo suficiente para que cupiese un dedo. Los duendes se lo agradecieron
y de inmediato pusieron un dedo, luego otro, después todo el brazo hasta que de
repente se instalaron en la sala. Entonces cogieron a Smolicek y hugeron con
él. Y Smolicek comenzó a gritar:
¡Ciervo querido, ven en mi ayuda,
tú que siempre me comprendes;
tuve un momento de duda
y me han atrapado los duendes!
El ciervo, que estaba
pastando no muy lejos de allí, oyó la voz de Smolicek, acudió a la carrera y lo
liberó de manos de los duendes.
En casa, el ciervo
reprendió a Smolicek y le advirtió de que nunca más abriese la puerta a nadie.
Y Smolicek se propuso seriamente no abrirla, por más súplicas que le hiciesen
los duendes. Durante un tiempo, no apareció por allí ni un alma. Pero un buen
día, de nuevo sonaron las voces susurrando suavemente:
¡Smolicek, Smolicek, chiquitín,
ábrenos la puerta sólo un pelín!
¡Ningún daño a ti te haremos,
un poco nos calentaremos
y después en paz nos iremos!
Pero Smolicek hizo oídos
sordos. Y cuando los duendes comenzaron a temblar por el frío y a rogarle que
abriese la puerta sólo un poquito para que pudiesen entrar en calor, dijo que
no abriría porque se lo llevarían con ellos otra vez.
-No te llevaremos con
nosotros -protestaron los duendes. Y, aunque lo hiciésemos, no tendrías nada
que temer. Estarías mejor con nosotros que con el ciervo. Tendrás todo lo que
desees y jugaremos siempre contigo.
Smolicek abrió la puerta
sólo un poco, y en un santiamén los duendes se instalaron en la sala. Lo
cogieron y se escaparon con él. Y Smolicek gritó de nuevo:
¡Ciervo querido, ven en mi ayuda,
tú que siempre me comprendes;
tuve un momento de duda
y me han atrapado los duendes!
Pero esta vez sus gritos
de auxilio fueron en vano. El ciervo estaba pastando lejos de allí y no lo ogó.
Y así los duendes se lo llevaron a su refugio.
A decir verdad, Smolicek
no se lo pasaba nada mal con los duendes, porque éstos lo alimentaban siempre
con golosinas, pero, claro, ¡lo hacían para que se pusiese bien gordo y poder
comérselo después!
Smolicek estaba encerrado
en una especie de jaula y nadie jugaba con él. Después de comer dulces en
abundancia, ya muy gordo, los duendes le ordenaron que les mostrase el dedo
meñique. El niño obedeció y los duendes lo palparon para ver si ya estaba tan
gordo como ellos querían. Consideraron que estaba en su punto, lo cargaron en
una enorme pala y lo llevaron al horno. Smolicek estaba aterrorizado y les
suplicó que cambiasen de idea, pero ellos no le hacían caso. Entonces el niño
comenzó a llorar y a gritar una vez más:
¡Ciervo querido, ven en mi ayuda,
tú que siempre me comprendes;
tuve un momento de duda
y me han atrapado los duendes!
En un instante se oyó el
ruido de los cascos del ciervo que llegaba a la carrera. Cogió a Smolicek, lo
hizo montar sujetándose a sus cuernos y lo llevó raudamente a casa. En cuanto
llegaron, Smolicek prometió que nunca le abriría la puerta a nadie.
Y realmente no lo hizo,
ni siquiera lo poquito que era necesario para que cupiese un dedo.
Fuente: Gianni Rodari
144. anonimo (eslovaquia)
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