Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 28 de mayo de 2012

San jorge y el dragón

Hace muchos siglos había en una ciudad catala­na un poderoso Rey, bueno y justo. Su amurallada ciudad resultaba inexpugnable, cuando mandaba cerrar sus puertas, y no había memoria que enemi­go alguno hubiese rendido el valor de los habitan­tes.
Plácido y alegre vivía aquel pueblo entre las bon­dades de su Rey, alabando la singular belleza de la princesa.
En la fortificada ciudad entraban sin cesar, caballeros y mercade-res, aventureros, peregrinos y mendigos, muchas personas de varias razas y len­guas entraban y salían desde el amanecer hasta el anochecido. A todos se les permitía entablar tratos con los habitantes, pero era severamente expulsado el que intentaba engañar, encarcelándole antes, o quitándole los bienes, si era del país.
Muchas veces paseaba el Rey sin escolta por su ciudad. Montado en blanco caballo, seguido de la yegua negra en que iba su bellísima hija. El fuerte y valiente Monarca no quería que le guardase nadie; muchas veces había dicho a sus capitanes, rehusan­do la escolta que intentaban darle:
-Un Rey ha de ser Rey y pueblo a la vez para que ni el Rey tema al pueblo ni el pueblo tema a su Rey.
-Pero, señor -replicó un cortesano-, hay otros peligros mayores.
-Pues en ese caso el Rey es un hombre como cualquiera de sus vasallos...
Y por esto, y otras cosas, sus súbditos tenían por él gran admira-ción y respeto y le aclamaban en cuanto le veían pasar.
Siempre en compañía de su hija, a la que quería mucho, salía por la puerta de las murallas y galo­paba hacia los próximos bosques hasta llegar a un fresco río, donde descabalgaban para charlar mien­tras los caballos pacían tranquilos. La princesa, sentada a la orilla, gozaba viendo cómo se reflejaba el azul del cielo en las límpidas aguas y preguntaba a su padre:
-Decid, padre mío, ¿por qué aman los hombres la guerra?
-Porque no saben gozar de lo que tienen, sino ambicionar lo quejes falta.
-¿Debemos entonces conformarnos con lo que tenemos?
-Lo que debemos hacer es adorar a Dios que nos lo da y resignar-nos con los males que nos envía, para que nuestra paciencia se con-vierta en virtud.
Un día en que padre e hija regresaban a la ciu­dad al paso, vio la princesa un pajarillo muerto a la orilla del camino.
-¡Qué triste es la muerte, padre mío!
-No es triste, hija mía. Sólo perecen los malos, para los buenos la muerte es la continuación de la vida. Ya ves que decimos que el río muere en el mar..., mas sus aguas siguen viviendo en el inmenso, océano.
-Pero queda el dolor como el que sentiré cuan­do la muerte os arranque de mi lado.
-Piensa entonces que seguiré estando contigo, pues si Dios perdona mis muchas faltas, Él y yo estaremos junto a ti.
Un día, ya anochecido, cuando el toque de clari­nes anunciaba el cierre de las puertas de la ciudad, apareció un jinete corriendo al galope y agitando la diestra casi con desesperación. Diéronle paso y entró como una chispa y, dejando el caballo a unos cien pasos de la entrada, se acercó dando traspiés al puesto de guardia de las murallas, donde si no le sostienen dos soldados hubiera rodado por el suelo.
Le sentaron en un banco y al punto se acercó el jefe de las fuerzas preguntando:
-¿Qué os pasa, caballero?
Mas al ver el estado en que se encontraba le levantó la cabeza. El rostro del recién llegado aparecía pálido, tenía revueltos los cabellos bajo el birrete de cuero. El jefe le reconoció, era un rico mercader que iba por los pueblos de las cercanías vendiendo sus mercaderías.
-¿Qué tenéis? -le preguntó después de haberle hecho beber un cordial.
-¡El dragón...! ¡el dragón...! -tartamudeó-. Aseguro que me atacó un dragón, devoró las caballerías y siguió tras de mí... ¡Cerrad las puer­tas!
La noticia se extendió con rapidez y algunos sol­dados curiosos subieron a las murallas para otear el camino, y el oficial ayudó mientras tanto a otros a encajar las pesadas puertas.
-¡Ahí llega! -gritó uno de los que estaban en las murallas.
Inmediatamente cerraron la otra puerta y el cla­mor de miedo corrió por la ciudad. Un capitán lle­gó hasta las puertas, y, desmontando, subió rápido a las murallas. Desde ellas vio la verdad: un terrible dragón, despidiendo llamas por las fauces y nari­ces, se acercaba despacio, ágil a pesar de su enor­me tamaño y de la tremenda cola, que derribaba los árboles que se interponían en su camino.
Cuando sólo le separaban de la muralla unos quinientos pasos se dio cuenta de la presencia de los soldados y lanzó terrible silbido que hizo estre­mecerse de miedo a todos los presentes. A una señal del capitán habían acudido los soldados con las ballestas y esperaban la orden de disparar. El dragón levantó las pesadas alas y dio un salto de trescientos metros lanzando altas llamaradas; des­pués avanzó rastreando como inmenso saurio, rugiendo sin cesar. Cuando estaba a pocos pasos de la fortaleza dispararon los soldados las ballestas a una orden del capitán, pero todas las flechas rebotaron en la dura piel del monstruo que, con un tremendo salto, embistió las puertas con tal fuerza que la fortaleza entera se tambaleó.
Llenos de pánico y confusión estaban los solda­dos, mientras temblaban puertas y crujían los tra­vesaños ante la furia del dragón, que, convencido de que no podía destrozarlas, se alejó rugiendo.
El dragón se refugió en el bosque, pero todos los días intentaba asaltar la ciudad y, como estaba por los alrededores, los habitantes no se atrevían a abrir las puertas, con lo que iban faltando los ví­veres, que todos los días entraban en ella.
Los soldados y los nobles caballeros se reu­nieron con el Rey para determinar lo que podían hacer.
-Caballeros nobles -dijo el Rey-, es preciso echar a suertes para que uno de nosotros salga a entretener al dragón y, mientras tanto, puedan entrar en la ciudad los trajinantes y mercaderes que nos traen los víveres necesarios para la vida. El que vaya no ha de presentar batalla hasta que llegue la noche. Si no ha regresado para la hora de queda, será señal de que ha perecido. Lo haremos así todos los días hasta que el elegido por Dios acabe con el monstruo.
Todos aceptaron con entusiasmo con la sola condición de que el Monarca no tomara parte en el sorteo, pues por su mucha sabiduría y bondad le consideraban necesario para el gobierno del pue­blo.
Y el Rey, aunque a regañadientes, aceptó en bien de todos. Al día siguiente se abrieron las puertas y un valiente caballero salió, lanza en ristre, despedi­do con los mayores honores; pocas fueron las  entradas y salidas de la gente, pero nada turbó la paz de la ciudad, que esperó en vano al audaz caballero.
Al llegar la hora de queda sonaron los clarines y, mientras se cerraban las fuertes puertas, de todos los corazones salió una oración por el que no había podido escapar del furor del monstruoso dragón... Y así, uno tras otro, en los siguientes días, los valientes caballeros perdieron la vida en la empre­sa. El entusiasmo de los primeros días se fue ami­norando, tanto más cuanto que ya habían perecido los mejores guerreros y el sacrificio debilitaba al reino, sin que por ello terminase la empresa.
Otra vez se reunió el Consejo de nobles y ancia­nos con el Rey para deliberar y, al final, leyeron al pueblo lo acordado:
«En vista de que el dragón, en cuanto no sale nadie a entretenerle, se presenta a las puertas de la ciudad con riesgo de entrar algún día en ella, hemos resuelto que se proceda a sortear la salida entre los habitantes, sin distinción, jóvenes o viejos, hombres o mujeres, pues estamos convencidos de que hay que saciar su ferocidad con una víctima diaria. Es una prueba terrible y estoy dispuesto a pagar mi tributo en ella, así como mi hija la prince­sa: correremos la misma suerte que todos. ¡Espere­mos en la ayuda de Dios!».
Silenciosamente se aceptó esta decisión y un día llegó la terrible prueba para el Rey, pues la suerte designó como víctima a su hija.
Padre e hija se despidieron sin demostrar vacila­ción, pero con la emoción más desgarradora pinta­da en los pálidos rostros:
-¡Valor y resignación, hija mía! -murmuró el triste Rey mientras la ayudaba a montar en la yegua negra, con la que tanto habían paseado por aquellos contornos.
-¡Padre! -contestó valerosa-, ahora la resigna­ción se convierte en virtud y la muerte en vida, ¿no es cierto?
-Cierto es, hija mía..., haces bien en darlo...
Y mientras los clarines tocaban silencio en honor de la hija amada del Rey, contempló el pueblo tris­temente cómo se alejaba la rubia princesa, con las trenzas deshechas sobre la blancura del traje, y ancha cruz de oro en el pecho. Al atravesar las puertas se volvió con intensa mirada al padre y a los vasallos, y dijo con firme voz:
-¡Siempre estaré con vosotros!
Y, poniendo la yegua al galope, se perdió como un rayo de luz en la verde espesura del bosque.
Cuando la princesa se vio en el interior de la sel­va sintió que su valor desaparecía pensando en el monstruo, pero el recordar las palabras de su padre le dio nuevas energías para proseguir la marcha.
Anduvo más de una legua hasta llegar a un bello paraje; a lo lejos un alegre torrente dejaba llegar hasta allí su murmullo; al otro lado del monte le pareció ver una especie de caverna rocosa. En aquel momento la yegua empezó a inquietarse y la doncella sintió el temor de la proximidad de la fiera, que sólo había visto una vez desde las murallas.
Pero recorrió todo el claro sin encontrar nada extraño; se detuvo entonces entre dos inmensas rocas, que parecían dar entrada a un gran círculo rodeado de montes. Dudó en penetrar en él, pues sabía que hasta el atardecer no debía enfrentarse con el dragón, dejando que durante el día pudieran entrar y salir en la ciudad los que porta-ban los ví­veres.
La yegua permanecía tranquila y nada hacía pensar en la fiera. ¿Se habría equivocado acaso? Decidió ver lo que había al otro lado del pasadizo y lo franqueó al trote, encontrándose en seguida ante la negra boca de una gran caverna. Si la fiera se encontraba dentro de ella, aún tenía tiempo de escapar, pero ella no sabía de los ardides de los aguerridos caballeros; sólo pensaba aterrada en todos los que habían perecido de la misma manera que iba a perecer ella, llena de juventud y de vida, y embargada en sus pensamientos, no se dio cuenta de la súbita inquietud de su montura.
Antes de que pudiera pensar en huir sintió un fuerte resoplido a su espalda y, al girar la yegua, vio al dragón, que le cerraba el paso. La montura dio un respingo que la dejó en el suelo, y libre de la carga corrió enloquecida intentando atravesar el pasadizo, pero un terrible coletazo del dragón la dejó al punto tendida sin vida.
La infeliz doncella retrocedió unos pasos; por su imaginación pasaron en atropellado desfile todas las cosas bellas y buenas que abandonaba para siempre. Cerró los bellos ojos murmurando una oración, pero cuando volvió a abrirlos algo sor­prendente y extraordinario apareció ante su vista.
Frente a ella, entre las rocas que había atravesa­do un momento antes, estaba un caballero montan­do blanco caballo, cubierto de resplandeciente armadura, al viento el airón de su cimera. Con la visera del yelmo levantada la miraba con serenos ojos que infundían valor y confianza. Su guantelete empuñaba recia lanza y el brazo sostenía rico y pesado escudo, con una hermosa cruz grabada en él.
Con dulce sonrisa saludó a la princesa mientras el dragón, en el centro del círculo, lanzaba tremen­das llamaradas y densa humareda por boca y nariz.
-¡Aparta, doncella! -clamó con voz varonil y vibrante...- ¡Te protejo en nombre de Dios!
Y al mismo tiempo dejó caer la visera y se apres­tó al combate. La princesa subió a la roca mirando asombrada ante sí. Al oír la sonora voz del paladín el monstruo lanzó un fuerte rugido y dio una rápida vuelta sobre sí mismo, mientras el caballero, con el trote de su caballo, se guardaba de ser alcanzado por la cola del monstruo dando pruebas de una destreza y serenidad milagrosas. La fiera rugía haciendo remolinos, levantando las alas, pero sin poder alcanzar al atrevido jinete.
El dragón huyó impotente, abriendo las tremen­das fauces en agudo silbido y el caballero aprove­chó el momento para hundir velozmente en la gar­ganta del monstruo la aguda y pesada lanza. El animal retrocedió arrojando bocanadas de sangre por la nariz y por la boca. Entonces el caballero desmontó, arrojó lejos la lanza y, sacando un enor­me y reluciente sable, acuchilló los ojos de la fiera, que retrocedía con rugidos poderosos levantando la cabeza para librarse de los tremendos golpes de su enemigo; esto era lo que sin duda esperaba el va­liente caballero, porque al ver descubierto el rugoso cuello lo degolló de un solo y certero tajo. Cayó el monstruo a tierra, dando con la enorme cola pos­treras sacudidas en el aire y quedó muerto.
La princesa, que había seguido angustiada las fases del combate, vio acercarse al gentil caballero y, con asombro, vio que tenía la espada limpia como si no la hubiera empleado. El héroe la metió en la vaina diciendo con voz armoniosa y nunca oí­da:
-¡Bella princesa, permitid que os acompañe has­ta las puertas de la ciudad!
La princesa le miró; era bello y viril como un San Miguel, y había en su mirada una seguridad de protección y confianza.
-Mi vida os pertenece, caballero -murmuró-. ¿Cómo agradecer lo que por mi habéis hecho?
-Nuestra vida pertenece únicamente a Dios, señora. A Él debemos toda gratitud y sacrificios...
-Veo que me conocéis, pues me habéis llamado princesa. ¿De dónde venís, y cómo sabíais que me encontraba aquí?
-En todo el reino de vuestro padre se sabía que hoy iba a ofrecer su vida al monstruo la más bella y buena de todas las princesas.
-Sois muy generoso, caballero, al juzgarme y en obrar como habéis hecho. Podemos partir cuando os parezca.
El caballero se inclinó y montó luego en su caballo, apoyando la lanza en el suelo, en un solo salto de maravillosa agilidad. También tenía la lan­za limpia y brillante, sin que gota de sangre empa­ñara sus destellos, y la princesa tuvo la intuición de que aquel héroe original era un enviado del cielo.
El caballero se acercó a ella y unas manos sua­ves e invisibles la ayudaron a sentarse a la grupa de su corcel.
Notó el suave balanceo como si el caballo se meciera en el aire, y le pareció que volaba. El valiente paladín iba en silencio y ella, al volver la cabeza para admirar su gallardía, vio su rostro reflejado en el reluciente espaldarón de su arma­dura, como si fuera en claro espejo. Un rayo de luz hirió sus pupilas; era el rayo de oro de la cruz que llevaba en el pecho, al reflejarse en la espalda del guerrero. Recordó entonces a su padre.
-¡Es triste morir! ¿verdad? -susurró su pensa­miento.
-¡Sólo mueren los malos! -contestó el misterio­so caballero, como si hubiera leído en su mente-. Cuando tenemos tranquila la conciencia, porque hemos realizado nuestra misión, la muerte es conti­nuación de la vida.
La princesa permaneció muda de asombro por­que eran las mismas palabras que le había dicho su padre. No tenía ya duda de que estaba con ella un enviado de Dios. Y pudo verlo otra vez cuando lle­garon a las puertas de la ciudad.
El jinete la depositó suavemente en el suelo di­ciendo:
-Estáis en vuestro pequeño reino, princesa; no olvidéis el gran Reino de Dios.
La multitud, que los había visto acercarse, los contemplaba extrañada. La princesa apoyó su me­nuda mano en el guantelete de acero del ca­ballero y le preguntó:
-¿No vais a decirme quién sois?
-Mirad la cruz de mi escudo -contestó besán­dole la mano-. ¡Yo estaré siempre con vosotros!
Dicho esto partió veloz como el viento, y se esfu­mó en la espesura del bosque.
-¡San Jorge...! ¡Es San Jorge! -exclamaron muchas voces.
Y en acción de gracias por tan extraordinario hecho milagroso fue venerado San Jorge desde entonces como Patrón de Cataluña.

103. anonimo (cataluña)

Las cuatro barras catalanas

Reinaba en Francia Carlos I cuando invadieron el país los normandos.
El Emperador envió a su sobrino Wifredo el Velloso, conde de Barcelona, una carta, en la que le pedía que acudiera en su ayuda con sus guerreros.
El Conde se puso en camino inmediatamente con sus mesnadas y entró en la batalla, batiendo a los normandos, que se retiraron vencidos.
Una flecha se hincó en el pecho de Wifredo, jun­to al corazón. Fue retirado a una tienda, donde le visitó el Emperador.
Quiso el tío recompensar al sobrino por su haza­ña dándole riquezas y bienes. Éste rehusó toda recompensa, doliéndose únicamente de que, a pesar de las muchas victorias que había obtenido en las diversas batallas en que había tomado parte, su escudo de armas era liso: campo de oro, sin insig­nia alguna que revelara sus muchas gestas.
El emperador Carlos, entonces, mojó en la heri­da de Wifredo los cuatro dedos de su mano derecha y los pasó de arriba abajo por el escudo, marcando en él las cuatro barras de sangre que adornan el escudo de Cataluña, Valencia y Aragón.

103. anonimo (cataluña)

La torre de los encantados

Una de las leyendas que se cuentan de la Torre de los Encantados, de Caldas de Estrach, es la de una mujer de agua, que habitó la torre, según los naturales del país, durante muchos años.
Todas las noches, los habitantes del pueblo y sus alrededores veían a la mujer de agua pasearse por las almenas de la torre, cubierta con un manto blanco.
Otros aseguraban que la habían visto bajar, al amanecer, hasta la orilla del mar, donde se bañaba largo rato en sus olas.
Era creencia popular que la mujer traía suerte al pueblo, y todos la respetaban y veneraban. No obs­tante, de pronto sobrevino en toda la comarca una temporada de malas cosechas, que arruinaron al pueblo y a los caseríos de sus contornos.
Apurados los payeses y pescadores, convocaron al pueblo, por medio del signo clásico, o sea con un especial repique de campanas. Una vez reunidos, discutieron el sistema de reparar el mal que les había caído encima.
Un anciano dijo que él estaba convencido de que todo el daño venia ahora de la mujer de agua que vivía en la Torre de los Encantados. Ella era la que tenía la culpa de que las cosas anduvieran mal.
Después de discutirlo mucho, se decidió ir a visi­tar a la mujer de agua y pedirle por favor que se marchara a otro sitio, para ver si así tenían mejor suerte.
Nombraron una comisión, y aquella misma tar­de se presentaron en la Torre de los Encantados y hablaron con su fantástica habitante.
Ésta les dijo que podía demostrarles que no les quería ningún mal. Al día siguiente podían es­perarla, a las doce del mediodía, en la plaza Mayor.
Todo el pueblo se congregó allí a la hora indica­da. Y, puntual a la cita que ella misma había dado, apareció la mujer de agua; que llevaba en la mano una varita de fresno.
Todos esperaban sus palabras, y ella, colocándo­se en el centro del círculo que el pueblo había for­mado, dijo que debajo del suelo tenían una mina de plata. Ella les descubriría el filón, y ya, desde entonces, no tendrían por qué temer las malas cose­chas ni la escasez de pesca.
Sin añadir una palabra más, acercóse a una peña cercana, y, cual nuevo Moisés, tocó la roca con su varita de fresno. Inmediatamente se hizo en la peña un agujero y brotó de él el manantial de agua salu­tífera que ha dado a Caldetas la fortuna y la fama de que goza.

103. anonimo (cataluña)

La espada de san martín

El conde de Besalú era un valiente que había triunfado de los moros en muchas y varias batallas.
Allí donde había peligro acudía el Conde con sus mesnadas.
Un día, estando en su castillo, vino uno de sus guardas a decirle que sabía de buena fuente que los moros subían por Banyolas hacia la plana de Santa Pau.
Inmediatamente reunió el Conde a sus leales y salió para enfrentarse con los moros e impedirles el paso.
Los encontró, y en el acto arremetió contra ellos con el empuje que era peculiar en él.
En pleno combate se le rompió la espada. No era el Conde hombre para conformarse viendo pelear a sus soldados. Mas no le era posible seguir luchando desarmado.
Recordó entonces que muy cerca del lugar en que sé encontraban había una ermita dedicada a San Martín.
Abandonó el combate unos momentos para diri­girse a la ermita. Una vez allí, se arrodilló a los pies del Santo y le pidió, con todo el fervor de que era capaz, que le sacara de aquel apuro.
Estaba arrodillado, absorto en la contemplación del Santo, cuando vio que éste se quitaba la espada del cinto y se la ofrecía.
Levantóse el Conde, loco de júbilo, y creyendo ser víctima de una alucinación, alargó la mano para convencerse de que, en efecto, el Santo le ofre­cía su espada. Con mano temblorosa, la cogió, y después de dar gracias a Dios de todo corazón, salió corriendo en auxilio de sus hombres, que esta­ban perdiendo terreno.
Empezó a repartir golpes con su espada a diestra y siniestra. Sus hombres recobraron el valor que habían perdido momentáneamente, y redoblaron su esfuerzo.
A las pocas horas yacían muertos todos los moros que habían iniciado el combate, en el llano llamado de Santa Fe.
Los cristianos subieron entonces hacia Besalú. Cuando llegaron a Collsatrapa, sentáronse para descansar mientras contemplaban el panorama de Mirana y el Mor.
Sus soldados elogiaron entonces al Conde el valor que había demostrado en la batalla y la extraordinaria fuerza de su brazo. Contestóles éste que ello se debía a que San Martín le había presta­do su espada.
Parecióle al Conde que sus hombres dudaban, y para demostrar la incomparable fuerza de aquella espada que había pertenecido al Santo, dio un fuer­te golpe a una enorme piedra que allí había, y la partió en dos.
La piedra existe todavía y es conocida con el nombre de Piedracortada (Pedratallada).

103. anonimo (cataluña)

La cueva del dragón

En la altísima montaña de San Lorenzo del Munt, cerca de Tarrasa, existe la llamada Cova del Drac.
En esta cueva vivía, en el siglo IX, un terrible dragón, del que se servían los moros para impedir el paso a los cristianos por aquellos cerros.
Dice la leyenda que desde la. cueva hasta el río Llobregat habían colocado una fuerte cadena de hierro, cuyo vigilante era este dragón.
Todos cuantos caballeros habían intentado lu­char con el monstruo habían perecido en la con­tienda.
El dragón asolaba la comarca y era el terror de Cataluña toda.
Para aliviar el terror que dominaba aquellas tierras, y después de una matanza atroz, ejecutada por la fiera, apareció un día un caballero vestido con una cota de malla blanca y resplandeciente. Todo en él era luz.
Montaba un caballo blanco, que vino volando por la cumbre de la montaña, y presenió lucha al dragón.
Cuando éste salió de la cueva, el caballero enar­boló un roble que había arrancado de cuajo y lo rompió contra la cabeza de la fiera.
Lo atravesó después con la lanza, como si hubiera sido a un pájaro con un dardo. Y caballo y caballero, con el dragón atravesado, llevándolo en una sola mano, desaparecieron por los aires, libran­do a la montaña de San Lorenzo del monstruo y del dominio de los moros, que huyeron despavori­dos.

103. anonimo (cataluña)



La cruz de fuego

El emperador Carlomagno había pasado los montes para librar a la ciudad de Gerona de la dominación árabe. Al frente de un aguerrido ejérci­to, llegó hasta los muros de la ciudad y le. puso apretado cerco; pero sin lograr rendir a los moros, que ejercían cruel tiranía contra los cristianos de Gerona. Cada día tenían lugar comba-tes en los que de una parte y otra se hacían prodigios de valor. Y cada tarde, el ejército cristiano, arrodillado, oraba, pidiendo al Altísimo ayuda para salir con bien de su empresa.
Una de estas tardes, el Emperador, arrodillado y apoyado en su espada, rezaba con gran fervor. El tiempo estaba tormentoso, y de pronto una centella rasgó las nubes, iluminando vivamente la gris oscuridad del crepúsculo. Y pudieron todos con­templar una inmensa cruz de fuego que, alzada en el cielo, estaba sobre la ciudad, precisamente enci­ma del lugar en que se erguía el alcázar moro. Todos los guerreros cayeron de rodillas, adorando la santa aparición. Gotas de sangre caían de ésta, y al llegar al suelo convertíanse en crucecitas rojas.
Al fin, el Emperador, levantándose ordenó a todos que tomasen las armas, pues sin duda aquel prodigio indicaba claramente que la voluntad divi­na estaba dispuesta en su favor. Y así, se pre­pararon todos para el combate. Avanzaron contra la ciudad y cayeron sobre ella por sorpresa.
Dentro del cerco, los cristianos también, cono­ciendo que era llegada la hora suprema de librarse de sus tiranos, se alzaron, y con armas improvisa­das contribuyeron a aumentar la confusión de los sarracenos. Éstos fueron, por fin, vencidos aquella misma noche, y Gerona fue cristiana.
De padres a hijos se transmitió la historia de la aparición de la cruz de fuego y de la victoria del emperador de la barba florida, el gran rey Carlo­magno.

103. anonimo (cataluña)

Novia del sol

¡Machaho!

Había una vez un rey que tenía sólo un hijo. El joven príncipe era gran aficionado a la caza y a hacer largas cabalgadas por el bosque. Cada vez que salía, los habitantes debían apartarse, porque su fogoso caballo cruzaba las calles de la ciudad como una tromba, sin respetar personas a su paso ni temer obs­táculos.
Un día en que obligaba a su caballo a ir a todo lo que daba de sí, impaciente por llegar al bosque, se topó con una anciana que no se ha­bía retirado a tiempo del camino y estuvo a punto de atropellarla.
-Quítate de mi camino, vieja bruja -dijo él fustigando a su caballo.
La mujer se incorporó y le gritó desde lejos:
-Faltó poco para que me atropellaras por­que eres el hijo del rey. ¿Qué pasaría si hubie­ses desposado a Novia del Sol?
El príncipe hizo en seguida dar media vuelta a su caballo, volvió al palacio y, pretextando que estaba enfermo, se metió en cama. Llama­ron a su cabecera a los médicos más renombra­dos del reino. Lo auscultaron larga-mente y no pudieron encontrar la causa ni el remedio de su dolencia. Como el príncipe continuaba lan­guideciendo, le propusieron llamar a especia­listas extranjeros.
-¡Es inútil! -dijo el príncipe-. Ellos no son más hábiles que vosotros.
-Nosotros hemos agotado todos los recur­sos de la ciencia.
-Es que la ciencia no puede hacer nada... ¡No! Sólo un ser en el mundo puede curarme.
-¿Quién? -preguntó su madre.
-La bruja de la ciudad.
El rey hizo traer a la anciana inmediatamen­te. En cuanto ella estuvo frente al príncipe, el joven reconoció que no tenía nada, pero le ordenó que le dijese en qué lugar del mundo vivía Novia del Sol, pues no hallaría reposo mientras no llegase hasta ella.
-Novia del Sol -dijo la bruja- es ahora la mujer del rey de los Negros.
-No importa -dijo el príncipe-, iré allí. 
-Su marido la vigila celosamente.
-¿Dónde?
-En la comarca de Hautmont.
-¿Y dónde se encuentra Hautmont?
-Por allá -dijo la bruja extendiendo el brazo hacia un punto del horizonte.
-¿A qué distancia?
-Con tu caballo y tus camellos te hará falta un mes.
El príncipe en seguida se declaró curado. Le pidió a su padre, el rey, autorización para ini­ciar un largo viaje, cargó en varios camellos talegos llenos de monedas de oro y de plata y, montado en su caballo, marchó en la dirección que la anciana le había indicado.
Al cabo de unos días, dejó el reino de su padre y entró en una región que no conocía. No había andado mucho cuando, del otro lado del camino, vio venir a un hombre encadenado que unos caballeros obligaban a caminar:
-¿Adónde lleváis a ese hombre? -pre­guntó.
-Al suplicio -dijo el jefe de los guardias.
-¿Por qué crimen?
-Ya ha matado y robado varias veces, pero, como siempre prometía no volver a ha­cerlo, la justicia del rey acababa perdonándo­lo. Ha reincidido hace poco y esta vez el juez lo ha condenado a muerte.
El hijo del rey pensó que un hombre tan em­pecinado podría serle muy útil en la peligrosa búsqueda que había emprendido y que, proba­blemente, apenas comenzaba.
-Si vosotros lo soltáis -dijo-, os pagaré su peso en oro.
El jefe de los guardas estaba muy sorpren­dido de que quisiesen pagar el peso en oro de un salteador de caminos. Pero no podía dejarlo ir sin antes decírselo al rey. Envió a uno de sus hombres, que pronto volvió y dijo:
-El rey consiente en soltar al prisionero, pero por su peso en oro multiplicado por cuatro.
El príncipe, habiendo aceptado esta condi­ción, entregó la suma solicitada y el prisionero se reunió con la caravana.
-¿Cómo te llamas? -le preguntó.
-Alí Demmo; todo el mundo en la región conoce mi nombre.
Primero hizo que contase su historia, que fue larga. Luego el hombre se volvió al prín­cipe:
-Cuando me encontrasteis, no estaba sólo en la recta final de mis aven-turas, sino también de mi vida. Pero vos me habéis salvado. Así que ahora estoy a vuestro servicio. Todo lo que queráis exigir de mí, os lo conseguiré.
-¿Aunque fuese a Novia del Sol?
-¡Aunque fuese ella!
-Es a ella a quien busco.
-Pues bien, la buscaré con vos.
La caravana reinició la marcha. Delante iba el príncipe sobre su caballo. Detrás de él, Alí Demmo guiaba a los camellos cargados de oro y de plata. Pronto entraron en el país de los Negros, marcharon durante varios días por el desierto y una noche, finalmente, vieron perfi­larse a lo lejos una alta montaña que dominaba toda la llanura circundante. Los viandan­tes que encontraron les dijeron que era Hautmont, que allí residía el rey del país de los Negros, rey que, no obstante, era blan­co. Por lo demás, el rey salía poco de su pala­cio, porque la belleza de su esposa, Novia del Sol, suscitaba gran codicia y él se sentía muy celoso por ello: un cuerpo de guardianes vigilaba día y noche en todas las puertas del palacio.
Por la noche, antes de dormir, el rey y la reina ataban sus pies a la misma anilla de plata, ceñían un mismo cinturón de brocado a sus cinturas, y anudaban el mismo pañuelo de seda a sus cuellos, de modo que, si alguien viniese a llevarse a su esposa mientras dormían, el rey también se despertaría.
En la noche de su llegada, mientras el prínci­pe cansado dormía en la casa que habían alqui­lado, Alí Demmo salió sigiloso para no desper­tarlo. Recorrió la ciudad, llegó frente al pala­cio y averiguó cuál era la habitación donde el rey y la reina solían pasar la noche.
Hizo lo mismo al día siguiente pero, provisto esta vez de una escala de seda, subió hasta la habitación que le habían indicado y miró por la ventana: vio el pie del rey y el de la reina suje­tos por la misma anilla, sus cinturas ceñidas con el mismo cinturón, sus cuellos rodeados por el mismo pañuelo.
En la tercera noche, Alí Demmo llevó consi­go la escala de seda, un puñal, y subió hasta el dormitorio, donde se introdujo sin hacer rui­do. Deshizo el nudo de la anilla de plata, cortó el cinturón de brocado y estaba a punto de qui­tar también el pañuelo de seda cuando... el rey se despertó. Alí Demmo le clavó en seguida el puñal en el pecho y acabó de desatar el pa­ñuelo.
La reina, asustada, quiso gritar. Alí Demmo le tapó la boca con la mano.
-No gritéis -le dijo-, y nada temáis. He venido a salvaros. Decidme sola-mente cómo podremos salir, vos y yo, de este palacio.
Novia del Sol miró a Alí Demmo. No pare­cía haber en él mala voluntad, a pesar del pu­ñal, y de todas maneras valía la pena correr el riesgo, porque la tiranía del rey se hacía cada vez más pesada.
-Toma -dijo ella-, ésta es la ropa del rey: póntela y salvémonos. Cuando lleguemos a las puertas, seré yo quien hable a los guar­dias. Procura situarte en la sombra y te toma­rán por mi marido.
Alí Demmo se vistió con la ropa del rey y salió con la reina. Al llegar a las puertas, Novia del Sol dijo a los jefes de los guardias:
-¡Abrid las puertas! El rey desea ir a tomar el fresco al campo.
Los guardias les abrieron las puertas. Salie­ron. Cuando entraron en la casa, encontraron al príncipe aún dormido. Alí Demo lo des­pertó.
-¡Ésta es la mujer por la que hemos mar­chado treinta días y treinta noches a través del desierto!
El hijo del rey miró a la princesa y se quedó deslumbrado.
Luego Alí Demmo se volvió hacia Novia del Sol:
-Éste es el príncipe por quien yo os he li­brado del rey de Hautmont.
-Muchas gracias -le dijo ella al príncipe-, me habéis librado de una odiosa tiranía.
El príncipe iba a responder.
-Hablaréis en otro momento -interrum­pió Alí Demmo-, porque conviene que salga­mos de este país antes de que descubran la muerte del rey.
-Vayámonos inmediatamente -dijo el príncipe.
-Pero antes -dijo Alí-, hay que encon­trar un baúl.
-¿Para qué?
-Para encerrar a la príncesa, porque todo el mundo la conoce y muy pronto nos descubri­rían.
El dueño de la casa les vendió un baúl, don­de se escondió Novia del Sol. Alí Demmo se vistió con ropa de viaje y se pusieron en cami­no sin demora.
Retomaron el camino que habían hecho de ida, marcharon mucho tiempo y llegaron a un río, junto al cual se detuvieron:
-Aquí acaba el país de los Negros -dijo Alí Demmo-. Del otro lado del río comienza el reino del Genio Raptor de Novias. Durante todo el tiempo que estemos allí, Novia del Sol deberá permanecer encerrada en el baúl. Bajo ningún pretexto habrá que levantar la tapa, porque basta con abrir sólo un poco...
Al día siguiente tuvieron que atravesar un desierto sin agua. Cuando se agotaron sus pro­visiones, una intensa sed se apoderó de ellos. Hicieron un alto de nuevo por la noche y Alí Demmo le dijo al príncipe:
-Saldré a buscar una fuente de agua a los alrededores. Mientras tanto, montad guar­dia pero atención: en ningún caso abráis el baúl.
Alí Demmo se fue, el príncipe se acordó de la belleza de Novia del Sol, que apenas había entrevisto, y un violento deseo de volver a ver­la se apoderó de él.
-Es de noche -se dijo-, y estamos en ple­no desierto: nadie la verá.
Se acercó al baúl, manipuló la cerradura, le­vantó la tapa y... apenas le dio tiempo a entre­ver el rostro de la princesa cuando el Genio Raptor de Novias cayó sobre ella y se la llevó. El príncipe, en cuando se dio cuenta de lo ocu­rrido, se lanzó con su sable tras él. Buscó un buen rato por todos lados, pero no encontró nada y volvió desesperado al lugar donde acampaban.
Cuando Alí Demmo, al volver, lo vio lloran­do, cerca del baúl abierto y vacío... comprendió.
-Os lo había advertido -le dijo.
-Sólo levanté la tapa.
-Ya no sirve de nada discutir. Lo que hace falta ahora es recuperar a la princesa, doquiera que esté, bajo tierra, en el cielo o hasta en el interior de una caña, en una prisión más segura que aquella de donde la hemos sacado.
Volvieron a caminar por el desierto y una noche llegaron a orillas de un lago, cerca del cual un pastor apacentaba unos corderos.
Alí Demmo se dirigió a él.
-Véndenos uno de tus corderos y leche de tus ovejas: hace tiempo que no comemos carne ni tomamos leche.
-Podéis beber cuanta leche os plazca -dijo el pastor-, pero mi amo lleva la cuenta de los corderos.
-¿Quién es tu amo? -preguntó Demmo.
-El Genio Raptor de Novias
El príncipe y Alí Demmo se quedaron estu­pefactos. Pero el azar estaba a su favor y se dieron prisa en acercarse.
-¿Cuántas mujeres tiene tu amo?
-Un montón. La última la trajo hace muy pocos días.
Alí y el príncipe se miraron: estaban seguros de que era Novia del Sol.
-¿Cómo es ella? -preguntó el príncipe.
-Si la vieseis de día, soñaríais con ella por la noche, porque es la más hermosa de las mu­jeres... Es la más hermosa, pero no la más feliz.
-¿Por qué?
-No para de llorar desde que llegó y, por la noche, se oyen los gritos del rey, porque se pa­san el tiempo discutiendo.
Alí miró a su alrededor: la llanura estaba de­sierta y el lago se extendía azul hasta el hori­zonte.
-Pero... ¿dónde vive tu amo? -preguntó.
-En la otra margen del lago.
-¿Cómo se llega hasta allí?
-¿Ves allá abajo aquel cordero negro?
-Sí.
-En cuanto llega la noche, yo monto en él y él cruza el lago y me conduce hasta la casa de mi amo. Los otros corderos lo siguen detrás.
-Escucha -dijo Alí-: tú me darás tu ropa y tu cordero. Yo montaré en él para atra­vesar el lago y llegar junto a tu amo. Duran­te ese tiempo, te quedarás con mi amigo y lo cuidarás. Él te recompensará en cuanto yo vuelva.
El pastor al principio tuvo miedo: no sa­bía por qué Alí Demmo quería llegar hasta su amo.
-La última mujer que tu amo ha traído es la novia de mi amigo: tenemos que liberarla.
-En ese caso -dijo el pastor-, te diré lo que debes hacer. En cuanto el rebaño haya vuelto, una de las mujeres del Genio irá a ordeñarlo. Hoy justamente le toca a la recién llegada. Así que cuando todo el rebaño esté en el corral, tú gritarás: ¿a quién le toca ordeñar hoy? Y saldrá ella.
Alí se disfrazó por segunda vez. Se puso la ropa del pastor, a quien le dio la suya, montó en el cordero negro y comenzó a surcar las olas del lago. Los demás corderos se echaron al agua tras él, y pronto el rebaño entero estuvo en la otra margen, en el corral del Genio Raptor.
Alí llamó en voz alta:
-Las ovejas han vuelto. ¿A quién le toca ordeñar hoy?
Desde una de las habitaciones del palacio, una mujer dijo:
-¡Ya bajo!
Alí reconoció la voz de Novia del Sol.
Él debía llevarle las ovejas una a una y soste­nerlas mientras ella las ordeñaba. Pero, en lu­gar de colocar las ubres de la primera a la altu­ra de las manos de la joven, puso su cabeza. Ella exclamó indignada:
-¿Desde cuándo se ordeña a las ovejas por delante pastor de los nuevos tiempos? ¿Se tra­ta acaso de una nueva moda?
-Desde que las mujeres a las que se salva abandonan a su salva-dor para seguir al prime­ro que llega.
Novia del Sol reconoció la voz de Demmo:
-¿Cómo? ¿Eres tú? -dijo.
-¿Y quién quieres que sea? Te has querido escapar de mi amo, después de que él te liberó de la tiranía del rey de Hautmont, pero le he prometido que te llevaré ante él dondequiera que estés.
-No soy yo quien quiso abandonar a tu amigo; fue él quien abrió el baúl.
-¡Bien! Ahora te corresponde a ti encon­trar un medio de sacarte de este lugar.
-Esta noche -dijo-, vete a dormir, por­que pronto llegará el Genio y no debe encon­trarte aquí. Mañana vuelve a verme en cuanto él se haya ido.
Alí Demmo se fue a dormir y el Genio Rap­tor no tardó en volver.
-Hoy vas a dormir conmigo -le dijo a la Novia del Sol.
-¡No! -dijo ella.
-¿Y por qué?
-¿Cómo voy a dormir contigo si antes no sé dónde está tu aliento vital y si tú no sabes dón­de se encuentra el mío? Cuando cada uno sepa dónde está el aliento del otro, podremos unir­los y dormir juntos.
-Mi aliento vital está en mí.
-No es posible -dijo ella-. Tienes dema­siadas mujeres. Tu aliento está con la que quieres más de todas ellas.
Genio Raptor desconfiaba pero, por otra parte, deseaba mucho a Novia del Sol y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ella.
-Es a ti a quien quiero más entre todas mis mujeres.
-Si soy yo, dime dónde se encuentra tu aliento vital.
-Pues bien, ya que así lo deseas, te lo diré. ¿Ves ese lago? En el centro hay una roca, den­tro de la roca una paloma, en la paloma un huevo y en el huevo un cabello muy fino. En ese cabello está suspendido el aliento de mi vida.
Al día siguiente, en cuanto el Genio hubo salido, Alí Demmo fue al encuentro de Novia del Sol.
-¿Has encontrado algún medio? -le pre­guntó.
-Mira -dijo-: el aliento vital del Genio Raptor está en un cabello muy fino, el cabello en un huevo, el huevo en un paloma, la palo­ma en una roca y la roca en medio del lago. Si puedes llegar hasta el cabello...
-Muy bien -dijo-: a mí me toca actuar ahora.
Sacó el rebaño, montó en el cordero negro y entró en el lago, en dirección a la roca que se elevaba en medio de las aguas. Bajó, se dispu­so a buscar la paloma y pronto la vio revolo­tear frente a él de árbol en árbol. Se dedicó a seguirla por todas partes. Por la noche el ave se recogió en un hueco de la roca para dormir. Alí Demmo se acercó despacio, se apoderó de la paloma, la mató, le extrajo un huevo, lo en­volvió cuidadosamente en unas hojas y se lo llevó consigo.
Novia del Sol estaba rebosante de alegría pues, aun sin haber visto a Alí Demmo, seguía cada una de sus acciones a través del Genio Raptor: cuando el cordero llegó a la roca, el monstruo cayó enfermo de golpe; cuando Alí cogió la paloma, lo abatió una fiebre intensa y tuvo que acostarse; cuando murió el ave, Ge­nio Raptor, sintiéndose desfallecer, se desplo­mó en su lecho: era incapaz de hacer un gesto o siquiera de abrir los ojos; un débil aliento hacía subir y bajar todavía su pecho, pero esta­ba claro que su vida pendía de un hilo muy débil.
Por la mañana, Novia del Sol, que desde el alba acechaba la línea azul del lago, vio surgir allí a Alí Demmo montado en el cordero ne­gro; el rebaño lo seguía a distancia.
Alí llegó muy pronto. Encontró al Genio Raptor moribundo, tendido en su cama como si fuese ya un cadáver. Le mostró el huevo de lejos:
-Estás moribundo -le dijo-, pero tienes to­davía buenos ojos para ver lo que tengo en la mano.
Genio Raptor retomó un poco de energía para lamentarse ruidosamente:
-¡Piedad! No lo rompas. No me mates y llé­vate a la mujer que más te guste o si no... llé­valas a todas, llévate todo lo que quieras. Pero no casques el huevo.
-¿Para que sigas raptando a las jóvenes no­vias? -dijo Alí y dejó caer el huevo.
El Genio Raptor cerró de inmediato los ojos. Comenzó a jadear. Alí Demmo sacó del huevo un cabello tan fino que se distinguía apenas. Lo cortó. El Genio Raptor lanzó un grito espantoso, intentó incorporarse y... cayó muerto en su lecho.
Alí Demmo montó junto con Novia del Sol en el cordero negro y huyeron hacia el lago. Cuando llegaron, el príncipe estuvo a punto de llorar de alegría.
-Ya no os esperaba -dijo.
-Recordad mis palabras -dijo Alí-: ¡sean cuales fueren los obstáculos!
El príncipe se precipitó sobre el baúl para abrirlo y encerrar a Novia del Sol:
-Ya no hace falta -dijo Alí-, porque el Genio Raptor ha muerto.
Sólo les quedaban por cubrir todavía algu­nas jornadas de desierto. El príncipe, rebosan­te de alegría de tener de nuevo a Novia del Sol, sólo pensaba en la fiesta que darían cuando lle­gasen. Pero Alí Demmo estaba vigilante. Por la noche, mientras el príncipe y la princesa dormían, él se quedaba con los ojos abiertos hasta muy tarde, acechando el menor ruido.
Una tarde en que habían acampado al pie de un árbol, oyó que salían unas voces de las ra­mas altas por encima de su cabeza: eran los pájaros que hablaban entre sí.
-Qué desdichado es el hombre que monta guardia al pie de este árbol -dijo uno-. No sabe que esta noche vendrá una serpiente, lo soplará en su rostro y lo convertirá en piedra.
-Lo peor es que, para hacerlo resucitar -dijo el otro pájaro-, su amigo tendrá que matar a su hijo y deberá frotar la estatua de piedra con la sangre que él mismo habrá hecho correr.
Alí Demmo estaba espantado y no sabía qué hacer: ¿despertar al príncipe y a la princesa y contarles todo? ¿Y para qué si, de todas mane­ras, ellos no podrían hacer nada por él? ¿De­jarlos dormir? ¡Cuál sería su angustia cuando, al despertar, no lo encontrasen!
Alí decidió despertar sólo al príncipe. Éste empuñó su sable en seguida.
-¿Qué hay? ¿Qué pasa?
-Por el momento, nada -dijo Demmo.
-¿Cómo por el momento? ¿Por qué me has despertado?
Alí Demmo le contó la escena que acababa de observar y le repitió las extrañas palabras que había oído.
-Pues bien -dijo el príncipe-: montare­mos guardia los dos hasta la mañana y, si viene la serpiente, la mataremos.
Se pusieron a mirar hacia todos lados por­que no sabían de dónde podía salir la serpien­te. Se quedaron así un buen rato, escrutando todos los puntos, atentos a todos los ruidos, hasta que al fin, molidos de cansancio, los ganó el sueño. En seguida se acercó la serpien­te, se deslizó suavemente hacia ellos, sopló en el rostro y los miembros de Alí Demmo... y Alí Demmo se convirtió en piedra.
Cuando el príncipe despertó, era demasiado tarde. Comenzó a desesperarse porque sabía el precio que tendría que pagar por el retorno de su compañero a la vida. Poco después también despertó Novia del Sol y, no viendo a Alí Demmo, preguntó dónde estaba.
-Nos ha abandonado -dijo simplemente el príncipe.
-¿Y por qué? No había que dejarlo irse. Era tu fiel compañero; habríamos pasado toda la vida juntos. Tal vez aún haya tiempo de re­cuperarlo. ¿Qué dirección tomó?
El príncipe se vio obligado a revelarle la ver­dad a Novia del Sol.
-No creía que el sueño nos ganaría a los dos. Cuando me desperté, Alí Demmo ya no estaba. En su lugar había esta estatua de piedra.
Novia del Sol miró la imagen y reconoció los rasgos de Alí. Retrocedió horrorizada.
-Hay que consultar a un brujo para que re­sucite... No está muerto...
-Los pájaros también hablaron de un me­dio para que Demmo vuelva a la vida.
-¿Cuál? -gritó Novia del Sol-. Hay que ponerlo en práctica en seguida.
El príncipe recurrió a toda clase de rodeos para revelar el medio indicado por los pájaros. Novia del Sol cayó desvanecida y luego dijo gritando:
-¡Nunca! Nunca podría sacrificar a mi hijo.
Sé que tú quieres a Alí como a ti mismo, pero yo no podría.
Siguieron tristemente su viaje de retorno y pronto llegaron a la comarca del príncipe. La alegría del rey y de la reina no tuvo límites cuan­do vieron que reaparecía el hijo que desde hacía tiempo ya no esperaban. Se maravillaron ante la belleza de la novia que había llevado y no tardaron en celebrar sus bodas. Diero una fiesta espléndida, que duró siete días y siete noches, y a la que asistieron innumerables personas llega­das del reino y de las comarcas vecinas. Pero el rey y la reina no comprendían por qué, en me­dio de la alga-rabía general, el príncipe y su her­mosa prometida se mantenían tristes.

Pasaron los días y los meses, hasta que un día Novia del Sol trajo al mundo un niño casi tan hermoso como ella. El rey estaba complacido al ver que su sucesión estaba asegurada. Pero la reina encontró a su nuera bañada en lágrimas junto a la cuna, que le habían acercado para que viese a su hijo. Lo atribuyó a la fatiga y les pidió a las mujeres de palacio que siguiesen muy de cerca el estado de salud de la joven madre.
El chico, mientras tanto, crecía. Novia del Sol lo cuidaba con des-velo. Sobre todo no per­mitía que se quedase solo con su padre, con el pretexto de que era demasiado joven todavía. Pero un día en que estaba con sus damas en una de las cámaras altas de palacio, divisó por la ventana al príncipe que, montado a caballo con su pequeño hijo delante, se dirigía al desierto y... comprendió. Se precipitó afuera, enloque­cida y todas sus criadas tras ella, pero, cuando llegó a la puerta ya era demasiado tarde: el ca­ballo que llevaba a su marido y a su hijo había desaparecido en el horizonte. Volvió espantada al palacio, donde se puso a contar las horas y los días sin poder comer ni dormir.
El príncipe llegó unos días después al sitio donde había dejado a Alí Demmo petrificado. La estatua seguía allí, en parte cubierta de are­na. La mano del príncipe temblaba y sus ojos estaban extraviados cuando descargó la mano sobre su hijo. La estatua de piedra pronto co­menzó a cobrar vida: primero la cabeza, luego los brazos, el pecho, las piernas. En seguida Alí se irguió vivo frente al príncipe, como si sólo despertase del sueño de una noche. Su lengua y sus ojos volvieron a ser lo que eran, pero Alí Demmo miró al príncipe, lo vio abati­do y ahogado en llanto y de golpe le sobrevino el recuerdo. Iba a decir: «No debías» cuando oyó la voz de los pájaros que de nuevo surgían de las ramas altas del árbol:
-El príncipe no ha olvidado a su amigo -dijo uno.
-Pero está muy desesperado -dijo otro.
-Está desesperado porque no sabe que hay un medio de devolverle la vida a su hijo.
-Si comprendiese -dijo el primero-, le diríamos...
-Le diríamos que basta con tomar uno de nuestros huevos y cascarlo sobre el cuerpo del niño.
Pero Alí Demmo había comprendido y se acercó al príncipe:
-Tú has dado la vida de tu hijo por mí.
-Tú has dado la tuya varias veces por mí -dijo el príncipe.
-Yo voy a devolverle la vida.
El príncipe no daba crédito a lo que había oído, pero Alí ya había realizado muchos mila­gros. Así que no se sorprendió al verlo trepar al árbol y volver poco después con un huevo, que cascó sobre el pequeño cuerpo extendido. El niño en seguida comenzó a moverse y pron­to recobró su vida enteramente. Quería subir de nuevo al caballo y comenzó a gritar, porque no se había dado cuenta de nada.
El príncipe, su hijo y Alí Demmo regresaron por el mismo camino. Novia del Sol, desde la ventana de una de las cámaras altas del pala­cio, los miraba avanzar y su corazón primero se heló de espanto, pues de lejos sólo veía a dos personas adultas pero no distinguía a su hijo. Pero, cuando se acercaron, creyó percibir que el príncipe llevaba a un niño delante de sí en el caballo. Por fin ella lo oyó gritar -no estaba muerto, pues-, y cayó desmayada.
Contaron al rey y a la reina todo lo que ha­bía ocurrido desde que el príncipe y Novia del Sol llegaran por primera vez del país de los Ne­gros. Compren-dieron así por qué tanto uno como el otro estaban tan tristes. Dieron una nueva fiesta, aún más esplendorosa que la pri­mera. Desde ese día, el príncipe y Alí Demmo no volvieron a separarse: iban juntos a cazar al bosque y juntos daban grandes paseos por el desierto. Más tarde el rey, ya viejo, murió. El príncipe, convertido en rey en su lugar, desig­nó a Alí Demmo como su primer ministro y Novia del Sol, la buena y hermosa reina, le dio muchos hijos.

¡Machaho!

Fuente: Mouloud mammeri


109. anonimo (bereber)