Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

domingo, 29 de julio de 2012

El gato y el ratón se van a vivir juntos

Un día, un gato y un ratón decidieron vivir juntos. Se traslada­ron a la bodega de la parroquia g el gato dijo:
-Pronto llegará el invierno, amigo ratoncito, y habría que pensar en reservar algunas provisiones.
El ratón salió a buscar algún alimento hasta que encontró una marmita con manteca de cerdo. Y le dijo al gato:
-Tengo una buena idea para conservar la marmita. La pon­dremos en la iglesia, bajo el altar. De allí no se la llevará nadie.
-Magnífico -aprobó el gato, muy contento porque tendrían que comer durante el próximo invierno.
Pero un día el gato le dijo al ratón:
-Mi tía me ha invitado a un bautizo y me ha pedido que sea el padrino de su hijo. El gatito nació ayer. Es muy blanco, menos la cola, que es oscura.
-Corre, corre, amigo mío -dijo el ratón, y diviértete.
Pero el gato no fue a ningún bautizo. En cambio, corrió ha­cia la iglesia y dio una lamidita a la manteca guardada bajo el al­tar. La encontró muy sabrosa y por la noche, antes de volver a casa, fue a darle otra buena lamida.
-¿Y, cómo ha estado el bautizo? -preguntó el ratón. ¿Qué nombre le habéis dado al gatito de la cola negra?
-Solunpoco -respondió el gato.
-¿Solunpoco? Bonito nombre -dijo el ratón convencido.
Poco tiempo después, el gato se dirigió de nuevo al ratón y le dijo:
-Hoy mi tío me ha invitado a otro bautizo. Su gatito nació ayer; es todo negro, menos una pequeña franja blanca alrededor del cuello.
-Corre, corre, amigo mío -dijo el ratón, y diviértete.
Pero el gato no fue en realidad al bautizo, sino que marchó hacia la iglesia y se comió la mitad de la manteca guardada en la marmita.
-Hoy la manteca está más buena que la vez anterior -pensó el gato.
Cuando volvió a casa, el ratón le preguntó:
-Dime: ¿qué nombre le habéis puesto al gatito con la franja blanca alrededor del cuello?
-Mediando -dijo el gato.
-¿Mediando? -preguntó el ratón sorprendido. Francamen­te es un nombre poco común.
Poco tiempo después, el gato se dirigió al ratón y le dijo:
Mi prima me ha invitado hoy a un bautizo. Ha tenido un gatito a rayas.
-Ve, ve, amigo mío -dijo el ratón, y diviértete.
Y el gato se fue derecho a la iglesia, donde se comió toda la manteca que quedaba. Antes de volver a casa, fue a dar un paseo por el tejado de la iglesia.
-¿Cómo habéis llamado al gatito a rayas? -le preguntó el ratón esa noche.
-Acabóse -dijo el gato.
-¿Acabóse? -rió el ratón. Francamente es un bonito nom­bre para un gato.
Llegó el invierno y un día el ratón sintió que tenía mucha hambre. Le dijo entonces al gato:
-Ven, minino. Vamos a echar un vistazo bajo el altar. Po­dríamos comer un poco de la manteca, ¿no?
-¡Claro! ¡Y qué buena debe de estar! -rió el gato.
Fueron a la iglesia, sacaron la marmita guardada bajo el al­tar y, por supuesto, la encontraron completamente vacía.
-¿Qué ha pasado? -dijo el ratón mientras el gato sonreía.
El ratón, pobrecito, comprendió finalmente que el gato lo había engañado.
-Tú te has comido toda la manteca -chilló protestando. ¡Ahora comprendo la historia de todos esos bautizos! ¡Venías a comerte la manteca y no has dejado ni siquiera un poco! -dijo el ratón.
-Claro -respondió el gato, y si no te callas te comeré tam­bién a ti.
Esto fue lo que ocurrió cuando el gato y el ratón se fueron a vivir juntos.

Fuente: Gianni Rodari

012. anonimo (alemania)

El doctor fausto y el prestamista

El doctor Fausto tuvo en una ocasión necesidad urgente de dinero y acudió a un prestamista. Éste contó los mil ducados de oro que el doctor solicitaba y dijo:
-¿Y qué me dejarás como fianza de la deuda?
-¿Fianza?
-Es la costumbre: tienes que dejarme como fianza algún objeto de valor. Cuando me devuelvas el dinero, yo te devolveré el objeto que empeñas.
El doctor Fausto se rascó la cabeza, puso la mano sobre su pierna, la desprendió del cuerpo y se la entregó.
-Empeño mi pierna -dijo.
Y se fue saltando con una pata.
El prestamista no daba crédito a sus ojos; sin embargo, cogió la pierna y la guardó en la caja fuerte.
Pasó una semana, pasaron dos. La pierna comenzaba a descomponerse, la carne se separaba de los huesos.
-¿Qué debo hacer? -se decía el prestamista. Esto huele que apesta. Y al doctor Fausto esta pierna ya no le servirá, no podrá volver a colocarla en su sitio.
Y así fue como cogió la pierna y la tiró al río. Cuando volvió a casa, encontró al doctor Fausto esperándolo. Le traía los mil ducados de oro p quería recuperar su pierna.
-Pero ¿para qué quieres la pierna? Ya estaba descompuesta y he tenido que tirarla al río.
-Ah, qué bien, ¿y qué haré yo sin pierna? De acuerdo. Como tú no me devuelves la pierna, yo no te devolveré los mil ducados de oro.
Fue así como el prestamista perdió mil ducados, pero el doctor Fausto no perdió nada, porque con un simple acto de magia se hizo crecer una pierna nueva.

012. anonimo (alemania)

El doctor fausto y el campesino

Hace muchísimos años vivía en Wittenberg, en Alemania, el famoso doctor Fausto. Había firmado un pacto con el diablo Mefistófeles en persona y, por ello, era capaz de toda clase de artes mágicas y brujerías. La gente aún se acuerda de él. Un día, el doctor Fausto se fue a dar un paseo por el campo y, en un estrecho sendero, se encontró con un campesino que llevaba un carro de heno.
-Apártate, campesino -gritó el doctor Fausto, colocándose en medio del sendero.
-¿Cómo podría apartarme, con el carro cargado de heno, con lo que pa me cuesta seguir avanzando?
-Si no te apartas, te devoraré a ti, el carro, el heno y los caballos.
El campesino se echó a reír y fustigó a los caballos.
Entonces Fausto abrió la boca y la boca se ensanchaba, se ensanchaba hasta que se hizo más grande que un portón: el doctor Fausto se tragó el carro, el heno, al campesino y los caballos. Después los escupió y retomó el paseo. El campesino estaba tan asustado que no lograba decir palabra. Los caballos se inmovilizaron y después se lanzaron a la carrera a tal velocidad que el carro volcó.
Entonces el campesino volvió en sí y pensó:
-Madre mía, habría hecho mejor en apartarme.
Volvió a cargar el heno en el carro y se fue a casa.

012. anonimo (alemania)

El campesino que se hizo comerciante

Un día, un campesino llevó su vaca al mercado y la vendió por cinco monedas de oro. Por la noche, al volver a su casa, pasó cer­ca de un estanque y oyó parpar a unos patos: «cua... cua... cua».
-Sois unos patos tontos, ¿qué estáis diciendo? No han sido «cuatro, cuatro»: ¡he vendido mi vaca por cinco monedas de oro!
Pero los patos siguieron parpando:
-Cua, cua, cua...
-A ver -se irritó el campesino: ¿por qué seguís diciendo «cuatro, cuatro»? Os he dicho que me han pagado cinco mone­das de oro por mi vaca: ¡cinco!
Pero los patos siguieron parpando y el campesino montó en cólera:
-Sé mucho mejor que vosotros cuánto me han pagado. ¡Si no me creéis, ahí están las monedas! ¡Contadlas!
Y, sacándolas del bolsillo, arrojó las monedas de oro al estan­que. Pero los patos, para nada convencidos, siguieron diciendo:
-Cua, cua, cua...
-¡Cabezotas, testarudos! No tengo nada que hablar con vo­sotros. No sois capaces siquiera de contar hasta cinco.
Poco tiempo después, el campesino mató una segunda vaca y llevó la carne a la ciudad para vendérsela al carnicero. El perro del carnicero avanzó hacia la puerta de entrada ladrando:
-Guau, guau, guau...
-¿Qué dices? -preguntó el campesino, y se puso a hablar con el perro. ¿Qué quieres? No pensarás robarme la carne, ¿no?
El perro continuaba:
-Guau, guau, guau...
-Que no, que no es guanaco, es carne de vaca. Imagino que no querrás robármela. Sería una grosería... Pero ¡vaya, si tú eres el perro del carnicero! ¿Quieres llevarle la carne a tu amo?
Y el perro seguía ladrando.
-¡Ah! Ahora comprendo qué quieres decir. Vale, vale, te en­tregaré la carne. Pero escúchame bien: dentro de tres días debes traerme el dinero; si no, tendrás que vértelas conmigo.
El perro insistió:
-Guau, guau, guau...
-Vale, vale, me fío de ti -exclamó el campesino, cogió la car­ne del carrito, se la dejó al perro y volvió a su casa.
Tres días después, el campesino le dijo a su mujer:
-Hoy podremos gastar algo de dinero: el perro del carnicero debe traerme lo que me debe.
Pero el perro no se dejó ver. El campesino, fuera de sí, fue a la ciudad a hablar con el carnicero. Cuando estuvo frente a él, se quejó por no haber recibido el importe de la carne que le había dejado al perro. Al principio, el carnicero pensó que se trataba de una broma, pero después se puso nervioso, dijo que proba­blemente el perro se había comido la carne y que no le daría un céntimo de su bolsillo. Y echó al campesino de la carnicería.
-¿Qué hago ahora? -se dijo el campesino para sus adentros.
Decidió ir a palacio y denunciar en presencia del rey a los patos y al perro del carnicero. El rey estaba sentado en su trono. Junto a él se encontraba su hija, una princesa muy triste que no había reído nunca en su vida.
El campesino se quitó el sombrero, se inclinó ante el rey y le contó las dificultades que había tenido con los patos y con el pe­rro del carnicero, y cómo esos animales lo habían engañado. La princesa, al escuchar esa historia, estalló en una sonora carcaja­da y se siguió riendo hasta que comenzaron a caer lágrimas por sus mejillas.
-¡Bravo! -dijo el rey. Has logrado serenar a mi hija, que ja­más se había reído en toda su vida. Te mereces un premio. ¡Si quieres, puedes casarte con ella!
-Por favor -respondió el campesino. Ya tengo una mujer en casa y con ella me basta.
El rey se ofendió y dijo:
-Vale, entonces vuelve dentro de tres días y haré que te den veinticinco.
El campesino le dio las gracias y prometió volver.
En la puerta de entrada, estaba de guardia un soldado que interrogó al campesino sobre la recompensa que el rey le había concedido.
-¿Cuánto ha prometido darte el rey por haber hecho reír a la princesa? -preguntó el guardián.
-Veinticinco.
-¿Veinticinco? ¿Y qué harás con tanto dinero? Al menos po­drías darme cinco a mí.
-¿Y por qué no? -exclamó el campesino. Ve a ver al rey y dile que te los dé. Aclárale que go te los he prometido.
En ese momento, un banquero se acercó al campesino y le dijo:
-Aún te quedan veinte ducados. Si quieres, te los cambio en monedas.
-¿Por qué no? -respondió el campesino. Entrégame tú el cambio y, dentro de tres días, ve a hablar con el rey en mi nom­bre para que te dé el dinero.
El banquero contó el valor de quince ducados en monedas y lo engañó quedándose con cinco a su favor. Pero el campesino no se dio cuenta de nada y volvió a su casa muy contento. Se de­cía a sí mismo: «Los patos me han engañado, el perro del carni­cero me ha robado, el rey se ha ofendido conmigo. Le he dado al guardián cinco ducados sin ningún motivo y, probablemente, también me ha engañado el banquero. A pesar de todo, tengo en mi poder un buen talego lleno de monedas».
A los tres días, el soldado y el banquero fueron a ver al rey y le pidieron el pago de los famosos «veinticinco». Pero el rey ordenó que les diesen veinticinco azotes: cinco al soldado y veinte al banquero.
-Ay, ay -gritaban ellos, ¡qué duros ducados regala Su Ma­jestad!

012. anonimo (alemania)

El barón de münchhausen va a rusia

Cuando el barón de Münchhausen contaba las anécdotas de su vida, la gente, después de escucharlo con la boca abierta, se que­daba perpleja. ¿Eran verdaderas o inventadas aquellas anécdo­tas? Juzgad por vosotros mismos.
«-Una vez -contaba el barón de Münchhausen, tuve que ir a Rusia. Sabéis que me encanta cabalgar y que ni el calor ni el frío, ni la lluvia ni la tormenta me asustan. Por ello decidí ir a ca­ballo. En determinado momento se puso a nevar y la nieve era tan espesa que no se veía casi nada. Caía la noche y no paraba de nevar. No podía encontrar ni un pueblo ni una casa para pasar la noche. Pero mi ánimo no decayó por eso. Me apeé del caballo, lo até a una pequeña cruz que asomaba por encima de la nieve, me envolví en mi capa p me dormí profundamente.
»A la mañana siguiente, desperté y miré a mi alrededor. No podía creer que estuviese realmente despierto. En efecto, me en­contraba tendido en un charco, en medio de la plaza principal de la ciudad, rodeado por una multitud de personas que miraban hacia arriba. Miré yo también hacia lo alto ¿y qué creéis que vi? A mi caballo, sobre el campanario, amarrado con las riendas a la cruz. El pobre coceaba en el vacío y estaba a punto de morir estrangulado. Desenfundé rápidamente mi pistola, la cargué, afiné la puntería y disparé. La bala cortó las riendas, el caballo aterrizó en la plaza de cuatro patas, como un gato. Monté en él sin esperar un segundo, lo espoleé y continué mi viaje. Durante el camino, sin embargo, me preguntaba cómo diablos, habién­dome dormido en la nieve en pleno campo, podía haber apareci­do en medio de aquella plaza y cómo mi caballo había estado a punto de ahorcarse amarrado a la cruz del campanario. Yo ha­bía atado a mi caballo a aquella cruz. Durante la noche, no obs­tante, se había producido el deshielo, la nieve se había derretido lentamente y, una vez disuelta, yo había bajado con ella hasta encontrarme tendido en aquel charco en la plaza principal de la ciudad. El pobre caballo, en cambio, al estar amarrado a la cruz del campanario, se había quedado en lo alto con el deshielo.
»Sin embargo, el tiempo se descompuso de nuevo. La nieve volvió a caer y cubrió todas las cosas. Decidí seguir la costumbre rusa, así que me compré un trineo, enganché el caballo a ese ve­hículo y emprendí camino hacia San Petersburgo. Sólo me daba miedo pensar en que, durante el trayecto, pudiesen atacarme los lobos. En Rusia, en efecto, los lobos son tan numerosos como los pájaros entre nosotros.
»De pronto, apareció un lobo que salió del bosque y se me tiró encima. No tuve tiempo siquiera de echar mano a la pistola. El lobo se lanzó sobre la grupa del caballo y comenzó a comér­selo, bocado a bocado.
»El pobre animal relinchaba de dolor y espanto, y corría con todas sus fuerzas, pero no lograba sacarse al lobo de encima. Muy pronto, el lobo acabó de comerle el lomo y siguió después con su barriga en su afán de devorarlo.
»¿Qué hacer? Podría haber matado al lobo, pero tampoco habría podido salvar al caballo, me habría quedado solo en el bosque, en mi trineo, entre un caballo muerto y un lobo faméli­co. Por suerte, se me ocurrió una idea. Agarré la fusta y comen­cé a fustigar al lobo, hasta tal punto que llegué a arrancarle jiro­nes de piel. Tal como había supuesto, el lobo acabó de comerse al caballo con la mayor prisa posible y se echó a correr para es­capar a los golpes de mi fusta. Pero yo no le daba tregua. El lobo acabó ocupando el puesto del caballo ¡y cómo galopaba, amigos míos! Me llevó hasta San Petersburgo a una velocidad pasmosa. En esta ciudad, me recibió una multitud inmensa: todos querían ver cómo hacía correr al lobo enganchado a mi trineo. Me reci­bieron con tales manifestaciones de júbilo que el zar en persona sintió una gran envidia ante mi destreza.»

012. anonimo (alemania)

El abogado sabelotodo

Hace mucho, mucho tiempo, un campesino unció sus bueyes al carro y se fue a la ciudad, por la mañana temprano, a vender leña. Se la vendió a un abogado por dos táleros. En ese momen­to el abogado estaba almorzando y el campesino no podía dejar de mirar los manjares que había en aquella mesa. Por eso deci­dió en el acto que él también sería abogado.
-Es muy fácil -le dijo el abogado. Vendes el carro y los bue­yes, y te compras un silabario y ropa como la mía. Después po­nes en la puerta de tu casa una placa que diga: «Abogado Sabe­lotodo».
El campesino hizo lo que le había dicho el abogado.
Justamente por aquellos días, en el castillo de un conde, ha­bían robado mil ducados y no lograban descubrir a los ladrones. Alguien le informó al conde que en el pueblo había un tal Abo­gado Sabelotodo, que tal vez también sabía quién había robado el dinero. El conde lo mandó llamar enseguida.
-Iré, sin duda -respondió el campesino, pero necesito que venga conmigo Greta, mi mujer.
Llevaron al campesino y a su mujer al castillo y, como la mesa estaba preparada para el almuerzo, lo invitaron a al­morzar.
-Con mucho gusto -respondió, pero debe venir también mi mujer Greta.
Los dos se sentaron a la mesa y el campesino se puso a con­tar los platos. Entró un criado y sirvió la sopa.
-Éste es el primero -exclamó el campesino dirigiéndose a su mujer. Y quería decir: «Éste es el primer plato».
Pero el criado palideció y desapareció deprisa. Era precisa­mente uno de los que habían robado el dinero y, creyendo que el Abogado Sabelotodo lo sabía todo de verdad, pensó que el hués­ped había querido decirle a su mujer: « Éste es el primer ladrón».
Entró después un segundo criado con un plato de carne asa­da y el campesino exclamó de nuevo, dirigiéndose a su mujer:
-¡Y éste es el segundo!
«Esto se está poniendo feo», pensó el criado, creyendo que el Abogado Sabelotodo había hablado del segundo ladrón.
Lo mismo ocurrió con los cinco platos siguientes.
Acabado el almuerzo, los cinco sirvientes fueron a hablar con el campesino y le prometieron que, si no los denunciaba, lo compensarían con creces y le revelarían el lugar donde estaba es­condido el dinero. El campesino aceptó los cincuenta táleros que le ofrecían y, además, le confesaron que el dinero robado estaba en un saco detrás de la estufa.
Finalmente llegó el conde, quien le pidió al abogado que le demostrase lo que era capaz de hacer.
El campesino cogió el silabario y simuló leer. Pero, como no sabía leer, comenzó a pasar las páginas al revés.
-Pero usted, señor abogado -observó el conde, lee el libro comenzando por el final.
-Si quiere que le devuelvan su dinero -replicó el campesino, yo debo leer este libro al revés.
El conde meneó dubitativo la cabeza pero, cuando el campe­sino dijo que el dinero estaba escondido en un saco detrás de la estufa y el dinero apareció allí de verdad, se puso tan contento que le dio al campesino una recompensa de cien táleros.
El Abogado Sabelotodo se hizo muy famoso en toda la re­gión. Es verdad que ya no volvió a descubrir ninguna otra cosa importante, pero siguió disfrutando del respeto de todos y vivió bien hasta el fin de sus días.

012. anonimo (alemania)

Caperucita roja .012

Había una vez una niña tan encantadora que todos la querían. Pero quien la quería más que nadie era su abuela, que un día le regaló una hermosa caperucita de terciopelo rojo. A la niña le gustaba tanto esa caperucita que siempre quería llevarla pues­ta, por lo que todo el mundo comenzó a llamarla Caperucita Roja.
-Caperucita Roja -le dijo un día su madre, aquí tienes una hogaza y una botella de vino para que se las lleves a tu abuela. Está débil y enferma y estos presentes la ayudarán a sentirse me­jor. Presta atención y no corras; y cuando llegues a casa de la abuela, no te olvides de saludarla de mi parte.
Caperucita cogió el cestito con la botella de vino y la hoga­za y se puso en marcha. La abuela vivía al otro lado del bosque y en el camino la niña se encontró con un lobo.
-Buenos días, Caperucita Roja -dijo el lobo.
-Buenos días, lobo -respondió Caperucita Roja.
-¿Adónde vas, Caperucita Roja?
-A casa de mi abuela.
-¿Y qué llevas en el cestito?
-Vino y una hogaza que hicimos ayer. Ayudarán a la abue­la, que está débil y enferma, a sentirse mejor.
-¿Y dónde está tu abuela, Caperucita Roja?
-Justo en la linde del bosque; hay tres tilos cerca de su casi­ta y, alrededor, varios avellanos.
El lobo, rascándose la cabeza, observó:
-¿Ves, Caperucita Roja, cuántas flores bonitas hay por aquí? ¿Por qué no recoges algunas para tu abuela?
Caperucita Roja pensó que a su abuela la haría muy feliz un ramito de aquellas flores y comenzó a cogerlas.
Mientras tanto, el lobo corrió hacia la casita de la abuela y llamó a la puerta:
-¿Quién es?
-Soy yo, Caperucita Roja -respondió el lobo. Te he traído vino y una hogaza. Ábreme la puerta, abuela.
-No tienes más que descorrer el cerrojo -respondió la vie­ja. Me siento demasiado débil para levantarme de la cama.
El lobo descorrió el cerrojo, abrió la puerta, se introdujo en la casa y devoró a la abuela. Luego se puso sus ropas y se caló su gorro de dormir.
Cuando Caperucita Roja llegó, se sorprendió mucho al ver la puerta de la casa abierta. Entró y dijo:
-Buenos días, abuela.
Nadie respondió. Pero, al acercarse a la cama, ¿qué fue lo que vio la niña? Vio a la abuela con su gorro de dormir calado sobre los ojos que la miraba de una manera extraña.
-¡Qué ojos tan grandes tienes, abuela! -exclamó Caperuci­ta Roja.
-¡Para verte mejor, querida!
-¡Qué orejas tan largas tienes, abuela!
-¡Para oírte mejor, querida!
-¡Qué manos tan peludas, abuela!
-¡Para abrazarte mejor, querida!
-¡Qué boca tan grande tienes, abuela!
-¡Para comerte mejor!
Y el lobo salió de la cama y devoró a Caperucita Roja, la hogaza, las flores y se bebió el vino. Luego volvió a acostarse y comenzó a roncar tan fuerte que hizo vibrar las ventanas.
Justo en ese momento pasó un cazador que, extrañado por oír roncar a la abuela de ese modo, entró en la casa y vio al lobo en la cama. Adivinó inmediatamente lo que había sucedido: que el lobo había devorado a la pobre vieja. Cogió un cuchillo y abrió el cuerpo del lobo en canal. Primero salió Caperucita Roja con la hogaza, el vino y las flores, y por último la abuela.
-Oh, qué miedo -dijo Caperucita Roja, estaba tan oscuro en la panza del lobo...
La abuela le ofreció al cazador la hogaza de pan y vino y puso las flores en un florero. Caperucita Roja fue después a buscar una piedra grande, que la abuela cosió en la panza del lobo. Arrastraron al animal fuera de casa y, cuando se despertó, sintiendo mucha sed, se acercó al torrente a beber: pero la piedra era tan pesada que el lobo, al inclinarse, perdió el equilibrio, cayó en el agua y se ahogó.

Fuente: Gianni Rodari

012. anonimo (alemania)

Blancanieves y los siete enanitos

Una vez, una reina estaba sentada junto a la ventana cosiendo mientras fuera caía lentamente la nieve. De repente, la reina se pinchó con una aguja y tres gotas de sangre tiñeron la nieve que cubría el alféizar de madera de ébano. La reina suspiró:
-¡Ah, si pudiese tener una hija blanca como la nieve recién caída, roja como la sangre y con los cabellos negros como la ma­dera de ébano!
Antes de que pasase un año, la reina dio a luz una niña que era precisamente blanca como la nieve recién caída, roja como la sangre y con los cabellos negros como el ébano. La niña recibió el nombre de Blancanieves. El mismo día en que nació la niña, murió su madre.
Un tiempo después, el rey se casó de nuevo. Esta reina era muy hermosa, pero altanera y dura de corazón. Ella se creía la mujer más bella del mundo. Tenía un espejo mágico al que le preguntaba:

Espejo, espejo profundo,
¿quién es la más bella del mundo?

Y el espejo le respondía:
-Eres tú, reina mía.
Así, la reina estaba contenta.
Pero Blancanieves creció y se convirtió en una muchacha tan bella como la luz del día, más bella incluso que la reina. Una vez, la reina le preguntó a su espejo mágico:

Espejo, espejo profundo,
¿quién es ahora la más bella del mundo?

Pero esta vez el espejo le mostró la imagen de Blancanieves y respondió:
-¡Es Blancanieves, reina mía!
La reina se enfureció, hizo llamar a su guardia personal y le ordenó:
-Coge inmediatamente a Blancanieves, llévala al bosque y abandónala donde esté muy oscuro. Así podrán comérsela las fieras.
El servidor llevó a Blancanieves al bosque y la abandonó. La pobre muchacha vagaba de un lado para el otro llorando y la­mentándose, pero los animales feroces no le tocaron un pelo.
Al caer la noche, Blancanieves vio una lucecita, caminó en esa dirección y fue a parar a una pequeña cabaña. Dentro no ha­bía nadie. Blancanieves entró y vio una sala pequeñísima y, en la sala, una mesita puesta con un mantelito blanco, y alrededor de la mesa, siete sillas muy pequeñas. Encima del mantel había sie­te platos diminutos llenos de sopa y, junto a cada plato, una cu­chara, una barrita de pan y un vasito lleno de vino. Junto a la pared, había alineadas siete camas también muy pequeñas. Blan­canieves estaba cansada y tenía hambre. Se sentó a la mesa, se tomó un plato de sopa, comió una barrita de pan y bebió un vaso de vino. Finalmente, como le dio sueño, se tumbó en una de las camas y se durmió.
Poco después se abrió la puerta y entraron en la sala siete enanos. Cada uno se sentó en su puesto alrededor de la mesa y, de repente, el primero dijo:
-Alguien ha estado aquí y ha ensuciado el mantel. El segundo dijo:
-Alguien se ha sentado en mi sillita.
El tercero dijo:
-Alguien ha usado mi cuchara.
El cuarto se enfadó:
-Y se ha tomado mi sopa.
El quinto refunfuñó:
-Y se ha comido mi barrita de pan.
El sexto se lamentó:
-Y se ha bebido mi vino.
El séptimo enanito se volvió hacia la pared, miró su cama y exclamó:
-Se ha acostado en mi cama.
Los enanos corrieron a ver quién era y comprobaron con gran alegría que era una joven hermosa.
Por no entrar en más detalles, digamos que Blancanieves se quedó con los siete enanos. Por el día, ellos extraían oro y plata de las rocas y, mientras tanto, Blancanieves se ocupaba de la casa, lavaba la ropa y preparaba la cena. Cuando los enanos vol vían de su trabajo, todo estaba listo y no debían preocuparse por nada. La vida en la casita de los siete enanos era serena y alegre.
Pero un día, la malvada reina volvió a reflejarse en el espejo mágico y le preguntó:

Espejo, espejo profundo,
¿quién es la más bella del mundo?

Y el espejo respondió:
-¡Es Blancanieves, reina mía!
Cuando la reina comprendió que ninguna fiera del bosque había devorado a Blancanieves, tuvo un acceso de rabia. Se dis­frazó de viejecita, cogió una cesta en la que puso cintas, cordon­cillos y todas esas cosas que les gustan mucho a las jóvenes, y se fue al bosque.
Blancanieves estaba asomada a la ventana cuando llegó la viejecita y la saludó:
-Buenos días, hermosa joven.
-Buenos días, señora -respondió.
-¿Quieres comprar una bonita cinta? Seguro que te quedará muy bien.
-La compraría con mucho gusto, señora, pero ahora no ten­go dinero.
-Entonces go te regalaré una.
Y, dicho esto, la reina le colocó en el cuello una cinta y la anudó con tanta fuerza que a Blancanieves le faltó la respiración y cayó desmayada al suelo. La reina lanzó una carcajada pareci­da al croar de una rana y se alejó. Cuando los enanos volvieron esa noche, encontraron a Blancanieves muerta y se pusieron a llorar. Pero el enanito más pequeño se dio cuenta de que Blan­canieves tenía una cinta nueva en el cuello, demasiado ajustada. Desató la cinta y Blancanieves volvió a la vida en el acto.
Al día siguiente, la malvada reina se reflejó en su espejo má­gico y le preguntó:

Espejo, espejo profundo,
¿quién es la más bella del mundo?

El espejo respondió:
-¡Aún es Blancanieves, reina mía!
La reina, fuera de sí de la rabia porque Blancanieves no ha­bía muerto, se disfrazó nuevamente de viejecita, puso en una caja peines, alfileres y pendientes, y se fue al bosque. Blancanie­ves estaba en el umbral de la casita cuando la reina disfrazada fue a su encuentro diciendo:

-Buenos días, hermosa joven.
-Buenos días, señora.
-¿Quieres comprarte un bonito peine o un bonito alfiler? Seguro que te quedarán bien.
-Me compraría algo con mucho gusto, señora, pero no ten­go dinero.
-Entonces te regalaré este alfiler para sujetarte el cabello -dijo la reina.
Pero, mientras le colocaba el alfiler, la pinchó con tanta fuerza que Blancanieves caljó al suelo sin vida. La reina lanzó una carcajada que parecía la voz de una lechuza y se fue. Cuan­do por la noche los enanos volvieron a casa, encontraron a Blan­canieves muerta y lloraron y lloraron sin parar. Pero el más pe­queño de ellos se dio cuenta de que Blancanieves tenía entre los cabellos un alfiler nuevo, se lo quitó y Blancanieves volvió a es­tar viva y despierta como antes.
Al día siguiente, la reina volvió a mirarse en su espejo mági­co y le preguntó:

Espejo, espejo profundo,
¿quién es la más bella del mundo?

El espejo respondió:
-¡Es Blancanieves, reina mía!
La reina montó en cólera, se disfrazó por tercera vez de vie­jecita, puso en una cesta tres manzanas rojas envenenadas y se fue al bosque. Blancanieves salía de la casa cuando la reina dis­frazada fue a su encuentro y la saludó:
-Buenos días, hermosa joven.
-Buenos días, señora.
-¿Quieres comprarme una manzana? Mira qué buenas están.
-Con mucho gusto, señora, pero no tengo dinero.
-Entonces te la regalaré yo -dijo la reina, y le entregó a Blancanieves una manzana envenenada.
Blancanieves le dio las gracias, mordió la manzana y en el acto capó al suelo sin vida. La reina se rió como una corneja y se fue. Cuando los enanos volvieron a casa aquella noche, encon­traron a Blancanieves muerta y comenzaron a llorar desconsola­damente, pero todo fue inútil, porque no sabían cómo hacerla volver a la vida.
La reina, en su palacio, le preguntó al espejo mágico:

Espejo, espejo profundo,
¿quién es la más bella del mundo?

Y el espejo esta vez respondió:
-¡Eres tú, reina mía!
La reina no cabía en sí de contento. Mientras tanto, los ena­nitos habían preparado un ataúd de cristal. Colocaron en él a Blancanieves y la llevaron a la parte más alta de las rocas para enterrarla.
Precisamente aquel día, sin embargo, el príncipe del reino vecino se había perdido en el bosque. Cabalgaba de un lado para el otro, buscando en vano el camino para volver a casa. De re­pente, se cruzó con el extraño cortejo funeral. Siete enanos lle­vaban un ataúd de cristal q, en el ataúd, yacía una muchacha blanca como la nieve recién caída, roja como la sangre y con los cabellos negros como el ébano.
-¿Quién es esta joven tan hermosa? -preguntó el príncipe.
-Es Blancanieves. Era toda nuestra alegría, pero ahora está muerta y la llevamos a enterrar.
El príncipe no podía apartar los ojos de tanta belleza y les suplicó a los enanos:
-Dejad un momento el ataúd en el suelo y dejadme ver una vez más a la hermosa Blancanieves.
Los enanos, no obstante, no quisieron saber nada y retoma­ron el camino. Pero el primer enano tropezó, dejó caer el ataúd, el cristal se rompió y Blancanieves cayó a tierra.
Los enanos se enfadaron:
-¡Ha sido por tu culpa, príncipe!
Pero pronto su ira se mudó en alegría. En efecto, cuando Blancanieves cayó del ataúd, el trocito de manzana envenenada salió expulsado de su garganta, abrió los ojos y volvió a estar sana y viva como antes.
Los enanos estaban felices y le permitieron al príncipe, sin vacilar, casarse con Blancanieves. También ellos fueron a la fies­ta de bodas llevándole a Blancanieves sus gorros llenos de oro, plata y piedras preciosas que habían extraído de la roca.
Y fue así como la malvada reina volvió a mirarse en su espe­jo mágico:

Espejo, espejo profundo,
¿quién es la más bella del mundo?

Y el espejo respondió:
-¡La más bella es Blancanieves!
Esta vez la reina no esperó siquiera que el espejo acabase de hablar: lo tiró al suelo y lo rompió en mil pedazos.

012. anonimo (alemania)

Tío conejo y tía boa .010

Pues estaba ya muy preocupado tío conejo porque, por tercera vez, había estado a punto de ser tragado por tía boa de un bocado. Se la había encontrado hecha una espiral entre el zacatito [1] verde donde acostumbraba cenar y, pensando que estaba dormida y no le haría caso, empezó a comer.
Pero en un santiamén, la boa se desenroscó como si tuviera un resorte y, de no ser porque tío conejo tenía buenas piernas y era buen corredor, se lo hubiera tragado.
Así que estaba pensando qué hacer para librarse de ella, pero nada se le ocurría, porque tía boa era tan larga y tan gruesa que de solo verla le temblaba el cuerpo. Al fin le vino una idea. Tomó un saco grande de tela gruesa y se encaminó hacia la casa de tía boa. Ella vivía en el tronco seco de un viejo espabel [2] que daba sombra a un manantial. Se acercó al árbol y comenzó a hablar, como si estuviera acompañado de alguien. Cambiaba la voz cada vez.
-¡A que alcanza!
-¡A que no alcanza!
-¡A que alcanza!
-¡A que no alcanza!
-¿A que sí?
-¿A que no?
-¡Qué te apuestas a que sí!
-¡Qué te apuestas a que no!
-¡Pero claro que alcanza!
-¡Pero no seas bruto, hombre, no ves que tía boa es más larga que un camino y más gruesa que ese tronco! Yo apostaría mi cabeza a que no alcanza.
-¡Pues yo te digo que sí alcanza!
Después de esta frase, tía boa, que estaba durmiendo, se despertó por las voces. Por fortuna, estaba de buen humor, pues tenía en su panza un roedor, que se había acercado al manantial a beber, y todavía estaba haciendo la digestión. Asomó su cabeza por el tronco y, al ver a tío conejo, le preguntó:
-Pero, hombre, ¿qué es este escándalo que traes que me ha despertado?
-Pues, señora, imagínese que este bobo de hermano que tengo
-y diciendo esto, señaló la parte de atrás del árbol, como si allí estuviera el hermano- apuesta que usted no cabe en este saco -y se lo mostró. Y yo digo que sí que alcanza.
-A ver, abre la boca del saco -dijo tía boa- para que me meta dentro, así se convencerá ese tonto y tú ganarás la apuesta.
Tío conejo, que estaba temblando de miedo, decía para sí: «Ay, María Santísima, que no le entren ganas de comerme».
Se serenó y abrió el saco, donde tía boa se metió perfectamente. Sin perder un segundo, tomó tío conejo una cuerda que llevaba en el bolsillo, ató con un gran nudo la boca del saco y de un empujón lo echó al río.
Y desde entonces, tío conejo y otros animales que gustaban de beber en el manantial, vivieron un tiempo sin preocupaciones.

010. anonimo (centroamerica)


[1] Zacate: arbusto gramíneo pequeño.
[2] Espabel: árbol de grandes dimensiones típico de Costa Rica.

La historia del hijo que dejo perdido el rey

Cuento popular

Ocurrió un día que, habiendo salido el rey a pasear por tierras lejanas, se le perdió el hijo pequeño que llevaba con él. Como le urgía regresar, recomendó a una anciana campesina que lo buscara y que, si aparecía, le diera una cajita que le entregó. Con ese objeto le sería fácil llegar hasta donde su padre. Pero eso sí, nadie tenía permiso más que el hijo de abrir la cajita, bajo pena de morir ahorcado, pues él era el dueño.
Al cabo de algunos años, el príncipe ya era un gallardo mozo de dieciocho años y se le apareció por casualidad a la campesina, a quien le dijo que tenía el propósito de ir a buscar a su padre, pues era cosa triste tener uno y vivir alejado de él.
-¡Ay, niño! Será imposible que lo encuentres, pues tu padre está a muchos días de viaje de aquí -dijo la campesina.
Y luego agregó:
-Y, aunque lo encuentres, ¿cómo te reconocerá?
-Aunque tenga que cruzar ríos y atravesar montañas, voy a ir en su busca -dijo el joven.
Viéndolo tan decidido, la señora le dijo:
-Toma, aquí te dejó tu padre esto. Él me aseguró que si viajas con lo que está en la caja, fácilmente lo encontrarás.
El joven no esperó ni un segundo más y, tomando la caja, partió al instante sin destino fijo. Camina que caminarás llegó a un llano y, como no llevaba agua, estaba casi muerto de sed. Un poco más allá, vio a un hombre con un cántaro y le pidió de beber, pero el hombre se lo negó. Como el joven insistió, el hombre le dijo que solamente le diera el agua a cambio de la cajita, pues pensaba que estaría llena de dinero.
-Eso es imposible, buen hombre -replicó el joven-, porque sin ella jamás encontraré a mi padre.
-¿Y quién es tu padre? -preguntó el hombre.
-¡Ah, dicen que es un gran rey...!
El joven no pudo decir nada más, porque la lengua se le pegaba al paladar. Finalmente, cambió la cajita por un poco de agua. Luego, preguntó al hombre si quedaba muy lejos la capital del reino. Este le señaló el camino más largo que conocía: por lo menos tardaría una semana en llegar. El príncipe, de bueno que era, tomó esa dirección.
En cambio, el hombre tomó el camino más corto, para llegar enseguida y presentarse al rey como su propio hijo. Y de veras llegó a la ciudad, se presentó al palacio mostrando la cajita y diciendo que él era el hijo perdido del rey. Nadie le quería creer, pero como llevaba la cajita y dentro estaba una carta manuscrita del rey diciendo que se le había perdido el hijo y que quien presentara esa carta fuera reconocido como tal, pues no les quedó más remedio que aceptarlo con grandes honores.
Mientras tanto, el verdadero hijo del rey caminaba y caminaba, y aquel camino parecía no tener fin. Otra vez volvió a tener mucha sed y, por casualidad, encontró un pozo, pero no tenía nada con qué sacar el agua. Finalmente, se le ocurrió poner unos palos y bajar por ellos.
Cuando terminó de beber y se disponía a salir, vio a un mono en el borde del pozo que le pedía agua.
-¡Ay, monito, qué cara es aquí el agua y no tengo vaso para dártela! Pero tengamos paciencia y te la iré subiendo trago a trago en el hueco de mi mano.
Y así el joven bajó y subió un sinnúmero de veces, hasta que el mono dejó de tener sed. Cuando se despedían, el mono, agradecido, le dio un pelo, diciéndole que cuando se le ofreciera algo dijera: «Dios y mi amigo mono», y que al instante él estaría a sus pies.
Siguió el príncipe su marcha y no había caminado mucho cuando sacó el pelo y dijo:
-Dios y mi amigo mono.
Y al instante estaba el mono a sus pies, diciéndole:
-¿Qué me quieres?
-Nada -le dijo el príncipe-, era por probar.
Llegó por fin a la ciudad y buscó trabajo. Lo encontró con una señora que tenía un huerto y él le vendía las hortalizas y verduras. Pasaba cada día ante el palacio del rey. Las princesas le llamaban y le compraban casi todo, diciéndose en voz baja una a la otra: «¡Qué muchacho tan parecido a papá cuando era joven!». Y lo convencían para que fuera a trabajar como jardinero al palacio.
Finalmente, un día aceptó. Y el mismo día que comenzó, el hombre que se había quedado con su cajita lo reconoció y empezó a pensar en un plan para matarlo.
En el palacio había una mula tan salvaje que nadie se había atrevido a amansarla, aunque hubieran ofrecido todo el dinero del mundo. Así que el hombre fue al rey y le dijo:
-Papá, dice el jardinero que él es capaz de montar a la mula sin caerse.
-¿Es posible, muchacho? -contestó su majestad. Pues que venga el jardinero y me lo diga él mismo.
El pobre, por más que aseguró que él no había dicho nada, tuvo que obedecer al rey, que le obligó a montar en la mula y juró matarlo si no lo hacía. Se acordó entonces del monito y, metiéndose en su cuarto, sacó el pelo y dijo:
-Dios y mi amigo mono.
Al instante lo tenía a sus pies, preguntándole:
-¿Qué me quieres?
-Amigo mono, tengo un problema -y le contó lo que pasaba.
-No te preocupes -agregó el mono; toma esta pistola y estos algodones; dale un balazo en el pecho a la mula, y así que se desangre un poco la montas. No te pasará nada, te lo aseguro. Caminas sobre ella y, al llegar al palco real, tomas a una de las princesas y la montas para pasearla por la plaza.
Más bien resultó como una gran fiesta, en la que el joven fue aplaudido y el hombre envidioso se mordía los labios. Así que se inventó otra. Le dijo al rey que decía el joven que a él lo podían echar en una caldera de agua hirviendo y nada le pasaría.
El rey ordenó al punto colocar una gran caldera en medio de la plaza y, llamando al joven, le dijo que hiciera allí la prueba. El muchacho se entristeció mucho y llamó a escondidas al mono.
-No te preocupes -dijo este, dale otro balazo a la mula, úntate la sangre en toditito el cuerpo y te metes sin miedo en la caldera.
Así sucedió, y lo más prodigioso no fue esto sino que, cuando salió de la caldera, ¡aún era más bello!
Al hombre se le retorcía la culebra del odio en el corazón y se inventó otra mentira. Le dijo al rey que el joven le había asegurado que podía traerle la hija perdida que un dragón se había robado. Para llegar a la guarida de ese dragón, había que atravesar el mar y pasar muchas dificultades. El rey le ordenó hacerlo, y nuevamente el joven llamó al mono.
-Ya sé para qué me has llamado -le dijo, pero no te aflijas, que mi amistad te salvará. Pídele al rey un novillo, mucha provisión y un buque de cuatro palos.
Al momento estuvo todo listo, y el joven marchó en compañía del mono y sus amigos, que eran: el tigre, el león, el coyote y el águila.
Atravesaron los mares y llegaron al país de los dragones. Tuvieron mucha suerte, porque era la hora de la siesta y dormían.
El águila voló muy cerca del suelo y, viendo dónde estaba la princesa, la tomó en sus garras y la elevó hasta llevarla al buque. El tigre, el león y el coyote salieron para defender el barco y, finalmente, embarcaron todos y salieron.
Cuando llegaron al reino, se despidieron del joven, y el amigo mono le dijo:
-Ya no me necesitarás más, porque de hoy en adelante serás feliz. No le ocultes al rey quién eres.
Y desapareció.
El joven fue a entregar a la princesa a su padre, quien se quedó asombrado del valor y la astucia del muchacho. En agradecimiento por lo que había hecho, le ofreció la mano de una de sus hijas, pero el joven le contestó:
-No puedo aceptar como esposa a mi misma hermana.
Y el muchacho le contó su historia hasta que llegó al palacio como jardinero. El rey comprendió que decía la verdad y, lleno de cólera por el engaño, mandó capturar al hombre que se había hecho pasar por su hijo y expulsarlo para siempre del reino.
Al príncipe le dio la corona de su reino como premio a su honestidad y valor.
Y como empezó, pues se acabó.

010. anonimo (centroamerica)