Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 26 de mayo de 2012

Jack y la mata de habas

Hubo en otro tiempo una pobre mujer viuda que tenía un solo hijo varón. Era un muchacho llamado Jack y, a pesar de que ya contaba dieciséis años, siempre se mostró perezoso, aturdido y de tal modo distraído que jamás se podía obtener cosa alguna de él. Todo lo que le mandaban lo hacía al revés o no lo llevaba a cabo, según el humor de aquel momento, y así su pobre madre estaba desesperada y no sabía qué hacer con él. Era tan pobre la madre de Jack que, con su hijo, sólo se mantenía gracias a una vaca que poseía y cuya leche iba a vender todos los días al mercado. Pero, un buen día, la vaca no le dio leche y, entonces, en aquella pobre casa empezó a conocerse la verdadera miseria. Desesperada la madre al ver a su hijo tan holgazán, empezó a dirigirle amargas reconvenciones y fuertes reprensiones. Él se defendió lo mejor que pudo y supo y como, en definitiva, no era tonto, encontró, en el acto, el modo de salir de sus apuros inmediatos, aunque, para ello, se comprometiese el porvenir suyo y de su propia madre y aconsejó a esta última que se resolviese a vender la vaca en el mercado, en la certeza de que así obtendría una buena cantidad que les permitiría salir de sus dificultades.
La madre no quiso hablar siquiera de eso, porque se dio cuenta de las consecuencias. Pero como la vaca siguiera sin dar leche y aumentara el hambre que sentían madre e hijo, al fin no tuvo más remedio que aceptar el consejo de Jack, porque, en realidad, no les quedaba otro recurso.
Así, pues, encargó a su hijo que tomara el animal y lo llevase al mercado, advirtiéndole también que se esforzara en obtener por la vaca el precio más alto posible, porque de este modo, podrían vivir unos días más.
Prometió Jack vender muy bien la vaca y emprendió el camino con ella en dirección al pueblo donde se celebraba el mercado.
Cuando llevaba ya una hora de camino, el muchacho encontró a un viejo buhonero, el cual le preguntó adónde llevaba la vaca. Jack le contestó que se proponía venderla en el mercado.
Los dos iban andando uno al lado del otro y, mientras charlaban para entretener la monotonía del camino, el buhonero mostró a Jack unas habas que llevaba en un pote de vidrio y que tenían la particularidad de ser muy brillantes y de distintos colores. A Jack le llamaron la atención de tal manera que su compañero de viaje creyó que aquel interés le ofrecía la posibilidad de hacer un buen negocio. Por consiguiente se dirigió al muchacho y le propuso cederle aquellas habas a cambio de la vaca que llevaba al mercado.
Jack tuvo en cuenta lo que ocurriría cuando llegara a su casa y mostrase a su madre las habas que le ofrecía el buhonero. Pero estaba tan deseoso de poseerlas que, sin hacer caso de nada más, aceptó el cambio y por la vaca recibió el pote de vidrio que contenía aquellas habas maravillosas. Y, persuadido de que había hecho un buen negocio, se despidió del buhonero y emprendió el regreso a su morada.
A medida que estaba más cerca de ella disminuía la rapidez de su paso, por temor de lo que pudiera decirle su madre, pero, al fin, se resolvió a entrar en la vivienda y cuando la pobre mujer, extrañada de su rápido regreso, le preguntó qué precio había obtenido por la venta de la vaca, él le mostró el pote de vidrio donde estaban encerradas aquellas habas maravillosas.
Excusado es decir cuál fué el disgusto y la cólera de la pobre mujer que de tal manera veía frustradas las esperanzas que pusiera en la venta de la vaca. Luego se dejó arrebatar por la cólera y, arrebatando el pote de vidrio que tenía su hijo en la mano lo arrojó al huerto a través de la ventana, al mismo tiempo que exclamaba:
-¡Maldito seas tú y las habas! Con tu estupidez y tu pereza serás la causa de mi muerte.
Y se cubrió la cara con el delantal, para ocultar su amargo llanto.
Jack estaba muy apenado y empezaba a creer que, en resumidas cuentas, había hecho un mal negocio. Se acercó a su madre para consolarla y la pobre mujer, haciendo un esfuerzo sobre sí misma, acabó serenándose, persuadida de que Dios no los abandonaría. Pero, sin embargo, aquella noche los dos tuvieron que acostarse sin cenar.
Es de advertir que cuando la madre arrojó al huerto el pote de vidrio que contenía las habas, se rompió el recipiente y éstas quedaron diseminadas por el suelo. Y, así, cuando, a la mañana siguiente, se despertó Jack, pudo notar que había algo ante la ventana de su cuarto que interceptaba el paso de la luz. Era algo verde que no pudo distinguir muy bien. Después de vestirse rápidamente, bajó al huerto y, una vez allí, vio que algunas de las habas habían germinado echando raíces y desarrollando un tallo, pero éste era de proporciones fenomenales, porque no solamente su grueso era muy superior a cuanto se había visto en el mundo, sino que su altura no se podía juzgar, porque el extremo superior llegaba a perderse en las nubes.
A Jack le molestaba mucho el trabajo regular y metódico. Pero, en cambio, era muy aficionado a las aventuras y a realizar enormes esfuerzos cuando se lo aconsejaba su capricho. Así, pues, se le ocurrió la idea de encaramarse por aquel tallo de la mata de habas para llegar a su parte superior. Desde luego era verosímil que allí no tuviera nada que hacer y que su ascensión no le sirviera de nada, pero no se entretuvo reflexionando de este modo y empezó a encaramarse. La ascensión duró algunas horas y el muchacho empezaba a estar fatigado, pero, como ya había empezado a subir, creyó que valdría la pena de alcanzar la parte superior. Continuó, pues, su esfuerzo, subiendo más y más, y, por último, llegó a la parte superior del tallo ya sin fuerzas. Se asió con todo su vigor para no caerse, diciéndose que las consecuencias podrían ser trágicas y dirigió una mirada a su alrededor, figurándose que se vería entre las nubes, pero, con gran sorpresa por su parte, pudo observar que se encontraba en un país desconocido y, al parecer, absolutamente desierto.
Aquello era maravilloso e inexplicable a la vez. Pero Jack no se entretuvo en imaginar cómo podía haber ocurrido aquel suceso tan raro. Observando que tenía manera fácil de saltar a tierra firme, soltó el tallo de la mata de habas y empezó a andar sin dirección fija y con la esperanza de encontrar algún lugar donde pudiera comer y beber algo, porque el hambre y la sed le molestaban en extremo. Pero aquel país parecía desierto en absoluto, de modo que el muchacho anduvo toda la mañana y durante toda la tarde hasta que empezó a obscurecer. Entonces, y cuando ya no tenía esperanzas de que tal cosa ocurriese, descubrió una casa muy grande. A la puerta vio a una mujer de aspecto bondadoso. Animado por su aspecto se acercó a ella y, con humildes palabras, le pidió que le diese algo de comer y le permitiese pasar la noche en su casa, porque había estado andando todo el día sin probar bocado. Ella le contestó que le parecía extraordinario el hecho de que un ser humano se hallara en las cercanías de su casa, porque, como sabía muy bien todo el mundo, su marido era un gigante enorme que tenía la mala costumbre de alimentarse de carne humana. Para satisfacer ese vicio todos los días había de caminar cincuenta millas y sólo volvía al anochecer después de haber terminado su cacería.
Jack se quedó asustadísimo al oír tales palabras, pero había llegado realmente al límite de sus fuerzas y su cansancio le hizo abrigar la esperanza de que podría pasar inadvertido a los ojos del gigante. Suplicó, pues, a la buena mujer que le permitiese entrar en la casa y ocultarse en cualquier rincón. Y ella, que era muy bondadosa, se compadeció del muchacho y consintió en acceder a su petición.
Hizo entrar a Jack y le dio de comer en abundancia. El muchacho satisfizo el hambre enorme que sentía y empezó a decirse que los peligros anunciados por la dueña de la casa serían tal vez exagerados, cuando, de repente, oyó un golpe espantoso en la puerta y pudo notar que todas las paredes retem-blaban.
-Ya está aquí mi marido -exclamó la dueña de la casa muy asustada. Si te ve nos devorará a los dos. ¿Qué haremos, Dios mío?
-Escondedme en el horno -contestó Jack.
Y él mismo se apresuró a ocultarse allí y desde aquel lugar, pudo oír perfectamente la sonora voz del gigante y sus fuertes pasos cuando entraba en la casa preguntando:
-¿Quién está aquí, mujer? Siento perfectamente olor de carne humana. Y, si no me engaño...
-No digas tonterías -contestó ella. Aquí no hay nadie ni ha venido nadie en todo el día. Sin duda el hambre te hace imaginar cosas raras.
El gigante dio unos gruñidos, sin acabar de convencerse de que fuese verdad lo que le decía su mujer y Jack, desde su escondrijo, y gracias a una rendija que había en la puerta del horno, pudo contemplar al gigante y fue testigo de la enorme cantidad de carne que devoraba.
Después de haber comido, el gigante llamó a su mujer y le ordenó que le llevase su gallina. Obedeció la esposa y a los pocos instantes dejó sobre la mesa una hermosa gallina. El gigante la acarició con una mano y luego le ordenó que pusiera un huevo.
En el acto la gallina puso un huevo de oro macizo. Lo examinó el gigante muy complacido y luego le ordenó que pusiera otro. Continuó de esta manera hasta que la gallina hubo puesto seis huevos de oro. Luego, y tal vez porque sentía sueño, ordenó a su mujer que se acostara, llevándose antes la gallina y él se apoyó sobre la mesa y empezó a dormir y a roncar.
Jack, desde su escondrijo, observaba la escena y, cuando vio que el gigante estaba profundamente dormido, salió, se apoderó de la gallina, porque ya se había fijado en el lugar en que la dejara la dueña de la casa., y emprendió la fuga con el volátil. Una vez en el exterior siguió a la inversa el camino que llevara el día anterior y descubriendo, al fin, el extremo superior de la mata de habas, emprendió el descenso que fue más rápido que la subida, sin que le ocurriese ningún percance.
Su madre lo recibió con el mayor afecto, porque había estado muy alarmada a causa de su ausencia inexplicable. El muchacho le dio cuenta rápidamente de sus aventuras y, mostrándole la gallina que llevaba, exclamó:
-Ya se ha acabado nuestra pobreza, madre. En adelante no tendremos más apuros. Mira.
Y, acariciando la gallina, le ordenó que pusiera un huevo. Con grande admiración de la pobre mujer obedeció el volátil poniendo un huevo de oro y el muchacho repitió la orden hasta que hubo puesto una docena en conjunto. Era una gallina maravillosa y, verdaderamente, ponía unos huevos macizos de oro puro magníficos.
Como ya se puede imaginar, la venta de aquellos huevos proporcionó a la madre y al hijo toda clase de comodidades, de modo que transcurrieron varios meses de vida grata y apacible, porque no carecían de nada. Pero Jack no estaba contento. Sentía el impulso incontenible de subir otra vez por la mata de habas y volver a casa del gigante, con objeto de quitarle alguna cosa más de las que tuviera. No sentía ningún remordimiento, porque aquel ser fabuloso era malvado y aun merecía el calificativo de asesino. Pero se abstuvo de comunicar su deseo a su madre, con objeto de que ella no le impidiera realizarlo.
Así, algún tiempo después, sin decir nada a su madre, se preparó para la aventura que iba a intentar y emprendió de nuevo la ascensión de la mata de habas, que, mientras tanto, se había desarrollado mucho más todavía. El muchacho se había provisto de un traje especial para disfrazarse y también llevaba consigo un pote de color que le permitiría cambiar el de la tez de su rostro. Y tenía la seguridad de que, así disfrazado, nadie lo reconocería.
Como la primera vez, la ascensión le pareció muy larga y penosa. Al llegar al extremo superior estaba fatigadísimo. Sin embargo, no se detuvo un instante para descansar y emprendió la marcha en dirección a la casa del gigante.
Como la primera vez llegó cuando el sol estaba a punto de ponerse, y también como entonces vio a la puerta de la casa a la mujer del gigante, y seguro de que no podría reconocerlo, se dirigió a ella, rogándole que le diese algo para calmar el hambre y le permitiera guarecerse en aquella casa hasta la mañana siguiente.
Ella no reconoció a Jack. Lo tomó por un desconocido y le dijo, según el muchacho sabía muy bien, que su marido era un terrible gigante que se alimentaba de carne humana. Además le contó que hacía algún tiempo tuvo la debilidad de admitir en su casa a un muchacho hambriento y fatigado, y que le dio de comer y el permiso de pasar la noche en la casa, pero él, en agradecimiento, robó uno de los tesoros más preciados del gigante. Y este suceso fue la causa de que su marido se mostrara desde entonces más cruel y más huraño que nunca. Por esta razón no se atrevía a acceder a lo que solicitaba el muchacho. Pero Jack no se dio por vencido y suplicó una y otra vez, con tanto ahínco que, al cabo, consiguió convencer a la dueña de la casa. Ella, dando un suspiro de resignación, lo dejó entrar, lo llevó a la cocina y le dio de comer y de beber en abundancia. En cuanto el muchacho hubo satisfecho el hambre y la sed, la dueña de la casa lo ocultó en una habitación de la planta baja, donde se guardaban algunos trastos viejos.
Apenas lo hubo hecho cuando se oyeron en el exterior los pasos del gigante que se aproximaba rápidamente, haciendo retemblar el suelo y luego resonó en la puerta un enorme aldabonazo. La mujer fue a abrir y, unos momentos después, entraba el dueño de la casa haciendo estremecer todo el edificio con el peso de su cuerpo. Se sentó al lado del fuego y, como la vez primera, exclamó:
-¿Quién ha venido aquí? Siento intenso olor de carne humana. ¿Qué es eso, mujer? ¿Dónde esta escondido ese hombre?
La mujer le contestó que se engañaba. Sólo obedecía a que, pocas horas antes, pasaron unos cuervos volando por encima de la casa y dejaron caer sobre el tejado un pedazo de carroña. Y aseguró a su marido que no había ido nadie durante todo el día y que, si persistía en asegurar que olía a carne humana, se engañaba con toda seguridad.
Mientras hablaba así se ocupaba en preparar la cena. El gigante se sentó a la mesa, gruñendo malhumorado. Y, de vez en cuando, dirigía reconvenciones a su mujer, porque aún no tema preparada la cena.
Ella lo calmó lo mejor que pudo y, por fin, empezó a servirle los platos que le había preparado. El gigante comía a toda prisa y con extraordinaria voracidad. Pero, como todo acaba en este mundo, también él satisfizo por fin el hambre que sentía y, rechazando el plato, dio un puñetazo sobre la mesa, ordenando al mismo tiempo:
-Tráeme las talegas del dinero.
Su mujer se las entregó y, a juzgar por su actitud, bien se veía que pesaban mucho. Eran dos. Una de ellas estaba llena de libras esterlinas y la otra de chelines de plata. La mujer vació las dos talegas sobre la mesa y el gigante, en extremo complacido, empezó a contar las monedas, después de haber ordenado a su mujer que se acostara.
Ella obedeció sin rechistar y Jack, desde su escondite, fue testigo de cómo el gigante se ocupaba en contar una enorme cantidad de monedas. Le pareció que sería muy conveniente apoderarse de ellas, porque, de esta manera, ya no habría de molestarse yendo con frecuencia al mercado a vender los huevos de oro. El gigante, que no sospechaba la presencia del muchacho, contó varias veces las monedas de oro y de plata y las guardó luego en sus talegas respectivas. Y, una vez las hubo atado, las dejó a los pies de la poltrona que ocupaba y al lado de un perrito, cuya misión consistía en guardarlas.
El gigante apoyó la cabeza en la mesa, se durmió y empezó a roncar de un modo espantoso. Aquel ruido era más que suficiente para que no se pudiera oír el que hiciese Jack al salir de su escondrijo. Así lo hizo el muchacho, deseoso de apoderarse de las dos talegas de dinero. Pero apenas había dirigido las manos a ella cuando el perrito, que él no había visto y que se hallaba debajo de la silla de su amo, salió para ladrar, muy irritado. Jack se asustó de tal manera que ni siquiera se le ocurrió emprender la fuga; se quedó inmóvil y persuadido de que el gigante iba a despertar de un momento a otro.
Pero no ocurrió así, porque el gigante continuaba dormido sin que fuesen los ladridos del perro capaces de despertarlo.
Jack vio entonces que en uno de los platos que estaba sobre la mesa había quedado un pedazo de carne. Lo tomó y se lo arrojó al perro, el cual interrumpió sus ladridos y empezó a comer.
Jack, mientras tanto, tomó las talegas y salió de la casa. Luego echó a correr hasta que hubo llegado hasta el extremo superior de la mata de habas por la que se deslizó rápidamente. Y, al llegar al pie, encontró a su madre que, muy inquieta, lo estaba aguardando y que manifestó la mayor alegría al verlo. Él le dio cuenta, de las aventuras que había corrido y le mostró las dos talegas llenas de dinero.
Durante largo tiempo no tuvo Jack ninguna necesidad ni sintió el capricho de encaramarse de nuevo por la mata de habas. Pero, en cuanto hubo transcurrido un año, tuvo otra vez el deseo de volver a la casa del gigante, para ver si aún podría quitarle algo más. Durante algún tiempo se contuvo, pero, de día en día, sintió aumentar la intensidad de aquel capricho y, por último, comprendió que no tendría más remedio que cumplirlo. Hizo, pues, los preparativos y se procuró un nuevo disfraz para no ser reconocido.
En cuanto lo tuvo todo preparado, se levantó una mañana muy temprano y empezó a subir por la mata de habas. Cuando el sol iba a ponerse, llegó a la casa del gigante y, como en las dos ocasiones anteriores, encontró a la dueña, de la casa en la puerta. Pero él iba tan bien disfrazado que la esposa del gigante no pudo reconocerlo. Él le suplicó que le diese de comer y le concediera albergue en la casa y, por respuesta, su interlocutora le dio cuenta de lo que había ocurrido en dos ocasiones anteriores, en las que se compadeció de dos muchachos que llegaron también hambrientos y fatigados. Después de haberlos acogido y alimentado, ellos le pagaron con la mayor ingratitud y arrebataron al gigante dos de sus más preciados tesoros. Pero Jack insistió tanto y tan bien que, al cabo, la dueña de la casa, que era una mujer muy buena, acabó accediendo.
Y sucedió lo mismo que las dos veces anteriores. Llegó el gigante, preguntó si había algún forastero en la casa, y su mujer le aseguró que no. Luego él pidió la cena, se hartó y, después de haber calmado el hambre, mandó a su mujer que le llevase el arpa.
Jack se había ocultado dentro de un caldero muy grande y, levantando ligeramente la tapa podía observar lo que ocurría en la estancia, Vio, pues, cómo la dueña de la casa ponía un arpa en las manos del gigante. Éste la dejó sobre la mesa, le ordenó que tocara y, en el acto, se oyó una música dulcísima y en extremo agradable.
Al oír aquellos acordes, el gigante se quedó dormido. Jack esperó un rato y, en cuanto creyó que no había peligro, levantó la tapa del caldero, salió, se apoderó del arpa y echó a correr. Pero no contó con que el arpa era un instrumento encantado, de manera que, al sentir el contacto de unas manos extrañas, empezó a gritar, pidiendo socorro, como si fuese una persona.
El gigante se despertó y se puso en pie de un salto. Al ver a Jack que emprendía la fuga, empezó a gritar insultándole y echó a correr tras él.
-¡Sinvergüenza! ¡Granuja! -exclamaba-. Vas a ver, si te cojo, cuál será tu fin.
Pero Jack seguía corriendo y pudo notar, con satisfacción, que su agilidad era mucho mayor que la del gigante. A todo correr llegó hasta el extremo superior de la mata de habas y se deslizó por el tallo, en tanto que el arpa seguía pidiendo socorro a su amo.
Jack bajaba a toda prisa y el gigante no titubeó un momento en seguirlo por el mismo camino, pero sus movimientos eran mucho más torpes y lentos y, así, el muchacho consiguió llegar al suelo cuando el otro apenas se hallaba a la mitad de su descenso.
-¡Madre, madre! -exclamó el muchacho en cuanto hubo tocado el suelo con sus pies-. Tráeme un hacha, ¡de prisa!
Desde luego no había tiempo que perder. La madre, que adivinó lo que estaba sucediendo, se apresuró a ir en busca del hacha y la entregó a su hijo. Éste empuñó el instrumento y empezó a atacar la base del tallo de la mata de habas, de modo que, a los pocos instantes, cayó derribada la planta, arrastrando consigo al gigante, que aún se hallaba a gran altura sobre el suelo y se destrozó al chocar contra él, de modo que su muerte fue instantánea.
A partir de aquel momento la madre y el hijo pudieron vivir contentos y satisfechos y sin que les faltase nada para llevar una existencia cómoda y agradable. Jack, que disfrutaba ya de una posición económica envidiable, contrajo al poco tiempo matrimonio con una rica heredera de las cercanías y debemos añadir, en su honor, que, en adelante, fue un buen hijo y un buen esposo. Tuvo muchos hijos y fue siempre muy apreciado.
En cuanto a la mata de habas, al ser cortada, se secó por completo, se estropearon sus frutos y no fue posible conservar una sola simiente. Y esto es una lástima, porque quién sabe si, gracias a una de ellas, habríamos podido emprender la ascensión hasta la casa del gigante, donde quizá queden todavía algunos tesoros maravillosos.

021. anonimo (gran bretaña)

El príncipe rana

En época muy remota hubo un rey que tenía cinco hijas, cada una de ellas más her­mosa que las demás; pero, sin embargo, tal vez, después de haberlas examinado deteni­damente, pudiera considerarse más bella a la menor. La joven princesa, que tenía pocos años, se pasaba casi todo el día jugando en los jardines de palacio, a no ser que el tiempo fuese muy malo. Y, así, cierto día muy calu­roso, la niña, deseosa de encontrar algún sitio en que el ambiente fuese más agradable, se internó por un bosque sombrío que había casi al lado de los jardines y empezó a corre­tear por allí, de un lado a otro.
Pero, al cabo de un rato, sintió cierto can­sancio y como encontrara una fuente, cuyas cristalinas aguas formaban un diminuto es­tanque, fué a sentarse allí para gozar de la frescura y de la apacibilidad que allí reina­ban. La princesita gustaba mucho de jugar a la pelota; pero, claro está, dada su condi­ción, no podía usar pelotas corrientes, sino que le habían preparado una de oro puro que ella se divertía en arrojar al aire, para reco­gerla con las manos. Mientras estaba senta­da al lado de la fuente, se entregó a aquel entretenimiento, que tan de su gusto era y en el que tenía una práctica extraordinaria, de modo que muy raras veces se le caía al suelo la bola de oro. Pero, de pronto, tuvo la desgracia de que al caer, le resbalara por entre las manos y se sumergiera en el agua hasta llegar al fondo del estanque.
Al verlo, la princesita se echó a llorar. Aunque lo hubiese intentado, no habría po­dido llegar con su mano al fondo de aquel de­pósito de agua y se echó a llorar, lamentando la pérdida de su bola de oro. Cuando más apenada estaba oyó una voz a sus pies, áspe­ra y cascada, que exclamó:
-¿Qué te pasa?
La princesita, muy extrañada, inclinó la cabeza al suelo y pudo ver una rana de gran tamaño que le dirigía la palabra.
-¿Has hablado tú, ranita? -preguntó la niña. Y en vista de que el anfibio inclinaba la cabeza para contestar afirmativamente, añadió: 
-Pues mira, se me ha caído la bola de oro al fondo del estanque.
-¿Qué me darás si voy a buscarla y te la devuelvo? -preguntó la rana.
-Desde luego, todo lo que quieras -con­testó la joven-. Puedes pedir sin reparo al­guno. Por ejemplo, escoge entre mi collar, mi traje más hermoso o la corona de oro que me ponen cuando, en palacio, se celebra alguna ceremonia importante.
-Nada de eso me conviene -contestó la rana. No sabría qué hacer con ninguna de esas cosas. En cambio, me contentaría con que me prometieses ser mi compañera de jue­gos y me dejaras entrar en tu palacio. Una vez allí me sentaría en tu silla, comería a tu lado y bebería en tu copa. Y, por la noche, me dejarías subir a tu cama, para dormir a tus pies.
-Desde luego lo que quieras -exclamó la princesita, que sólo pensaba en recobrar su bola de oro.
Además, se dijo que lo que acababa de pe­dir la rana era imposible y que ella misma lo comprendería al fin, porque no podría vi­vir al lado de la princesa tomando parte en sus juegos, en sus comidas y en su sueño. Más le gustaría, sin duda alguna, vivir al lado del estanque.
La rana, escuchó complacida aquella pro­mesa. Y, en el acto, se arrojó al agua, se hundió en ella, hasta llegar al fondo y, poco después, se asomó a la superficie, llevando en la boca la bola de oro que se le cayera a la princesa.
-¡Oh, muchas gracias! -exclamó ésta.
Tomó la bola de oro y echó a correr ve­lozmente, en dirección al palacio, sin hacer caso de la rana que exclamaba:
-¡Espérame! No vayas tan de prisa. Re­cuerda que no puedo seguirte a este paso.
La princesa fingió que no oía aquellas ex­clamaciones y apresuró aún más su carrera. En cuanto se vio en palacio y en sus habita­ciones olvidó por completo a la rana y más aun lo que le había prometido a cambio de la bola de oro.
Pasó aquel día sin que sucediese nada de particular, pero a la mañana siguiente, cuan­do la princesita se había sentado a la mesa, en compañía de su padre y de sus hermanas y se dispuso a comer en su plato de oro las exquisitas cosas que le habían servido, se oyó un ruido muy raro, como si un ser muy pe­queño subiera a saltos los escalones de már­mol del palacio. Pocos segundos después re­sonó una llamada a la puerta y luego se hizo oír una voz cascada que exclamó:
-Ábreme, hermosa princesita.
La niña, extrañada y sin sospechar la ver­dad, se puso en pie y se dirigió a la puerta. Ignoraba en absoluto quién acababa de lla­marla. Pero, en cuanto vio a la rana que el día anterior le devolvió la bola de oro que había perdido, se apresuró a cerrar otra vez la hoja de madera, para impedir que entrase en el comedor aquel bicho repugnante. Vol­vió a su sitio, pero estaba tan avergonzada y ruborizada que su padre lo notó.
-¿Ha venido a buscarte algún gigante? -preguntó en tono irónico.
-No, papá -le contestó la princesa­ sólo se trata de una rana asquerosa que vive en un diminuto estanque del bosque. Ayer se sumergió en el agua, para recoger mi bola de oro que se había caído allí.
-¿Y qué quiere ahora? -preguntó el rey-. Dime la verdad, sin mentir.
La niña se echó a llorar y luego, obedeciendo a la orden de su padre, le refirió, entre sollozos, todo lo que había ocurrido y además, le dio cuenta de lo que prometiera a la rana.
El rey se quedó muy serio y preocupado. Luego, tomando la palabra, observó:
-Ten en cuenta, hija mía, que todo el mundo ha de cumplir la palabra que da pero una princesa está más obligada toda­vía a obrar así. Por consiguiente, ya sabes lo que has de hacer. Ve a abrir la puerta para que entre la rana.
-Princesita -exclamaba el anfibio des­de el otro lado de la puerta, ábreme re­cordando la promesa que ayer me hiciste al lado de la fuente.
La niña no tuvo más remedio que obede­cer a su padre. Abrió la puerta y la rana, dando saltitos, penetró en el comedor, y fue a sentarse en la silla que ocupara la joven­cita.
-Acerca tu plato de oro para que tam­bién pueda comer yo -dijo la rana a la joven princesa.
Ésta se disponía a contestar con una ne­gativa, seca y aun insultante quizá, pero su padre, el rey, le dirigió tan severa mirada, que no se atrevió a negarse al ruego de la rana, la cual empezó a comer y a beber y luego secó en el mantel sus viscosos dedos.
La niña no comía, porque le daba asco hacerlo del mismo plato que la rana. Sentía crecer el impulso de aplastar a aquel animal inmundo, pero no se atrevió a dejarse arras­trar por sus impulsos, temerosa del castigo que podría imponerle su padre.
-Ahora -dijo la rana en cuanto hubo terminado de comer-, llévame a tu cama, porque estoy muy fatigada y quiero dormir.
-¡No te tocaré siquiera! -exclamó la princesita, estremeciéndose a causa de la re­pugnancia que le daba aquella idea.
Pero el rey le ordenó que llevase la rana a la cama y, así, la princesita tuvo que obe­decer. Tomó la rana sosteniéndola con las puntas de sus dedos y la alejó de su cuerpo cuanto le era posible. De este modo la llevó a su habitación y, después de tirarla a un rincón, se acostó a su vez.
Pero, en cuanto la princesa estuvo cubier­ta por las sábanas y la colcha, abandonó la rana el rincón en que se hallaba y, acercán­dose a la cama, exclamó:
-Súbeme a la cama para que pueda dor­mir, princesa.
El primer impulso de ésta fue aplastar a aquel bicho asqueroso, pero se contuvo a tiempo y recordó que su padre le había di­cho que cualquier persona, y más especial­mente una princesa, había de cumplir siem­pre su palabra. Por eso hizo un esfuerzo so­bre sí misma y, tomando al anfibio, lo dejó sobre la colcha.
En el mismo instante en que el cuerpo de la rana se puso en contacto con la tela de seda del cobertor, sucedió una cosa mara­villosa, porque, en el acto, se transformó en un joven y apuesto príncipe que, con ojos llenos de gratitud, contemplaba a la prince­sita.
-Muchas gracias, hermosa princesa -le dijo-. Gracias a ti me veo libre del encan­tamiento a que estaba condenado.
Entonces refirió detalladamente que, en otro tiempo, una bruja lo había convertido en rana y lo condenó a continuar en aquel aspecto hasta que una princesa lo aceptara como su compañero de juego y le permitiera comer y beber en su plato y en su copa, para tenderlo luego en su propia cama.
Después de pasado el primer susto y la sorpresa consiguiente, la princesa se alegró muchísimo de no haberse dejado llevar por sus impulsos y de no haber causado ningún daño a la rana, porque, de este modo había conquistado un compañero de juegos extre­madamente simpático.
Los dos charlaron durante largo rato, para comunicarse sus impresiones respectivas y, por último, el príncipe exclamó:
-Ahora no tengo más remedio que regre­sar a mi reino, pero debo confesar que, des­pués de haberte conocido, hermosa y querida princesita, ya no me sentiría feliz si me vie­se obligado a volver solo al lado de mis pa­dres. Por lo tanto, si quieres aceptarme por esposo, haremos juntos el viaje.
En cuanto el rey se enteró de lo ocurri­do y de que la rana no era, en realidad, un animal sino un príncipe encantado, se ale­gró muchísimo y más aun de que el desen­cantamiento se hubiese realizado gracias a la intervención de su hija. Además se dio la feliz coincidencia de que el príncipe era hijo de un rey vecino con quien el padre de la joven mantenía una estrecha y cordial alianza y amistad. Por lo tanto, cuando el monarca creyó comprender los proyectos de los dos jóvenes se apresuró a darles su apro­bación y, en el acto, fué a ordenar que se hi­ciesen los preparativos necesarios para la ce­lebración de una fastuosa boda.
La ceremonia se llevó a cabo unos días más tarde. Diéronse grandes y espléndidos festejos populares y los habitantes de la ca­pital del reino estaban locos de júbilo des­pués de haberse enterado de lo ocurrido. Y el príncipe conquistó la simpatía de todo el mundo, porque, realmente, era un joven muy agradable.
En cuanto los recién casados hubieron pa­sado algunos días en la corte y al lado del padre de la princesa, se dispusieron a em­prender el viaje hacia el reino del novio.
Se les preparó una carroza de oro, que arrastraban diez caballos blancos como la nieve, lujosamente enjaezados y empenacha­dos con plumas de avestruz. Los frenos eran de oro puro y las riendas de color escarlata.
Los viajeros se encaminaron, en primer lugar, al estanque donde se conocieron, sin que ni uno ni otro pudieran adivinar lo que había de ocurrir después. Se apearon al lado del estanque y se entregaron a sus recuerdos. Aquel lugar les parecía encantador y convi­nieron en que lo harían rodear de una valla infranqueable con objeto de que nadie pudie­ra cambiar en lo más mínimo el aspecto de aquel sitio, que despertaba en ellos ideas en extremo agradables.
Un arroyuelo que iba a derramar sus aguas en el pequeño estanque saltaba ale­gremente por encima de las piedras que ha­bía en su curso y, como si hablara consigo mismo, parecía murmurar lisonjeras frases dirigidas a los dos novios. Ellos, por lo me­nos lo creyeron así. Miráronse, felices y di­chosos y luego subieron otra vez a la carro­za para continuar el viaje.
Algunos años después reinaban sobre los dos países, por la muerte de sus respectivos padres. Tuvieron muchos hijos, se hicieron adorar por sus súbditos y jamás tuvieron ocasión de arrepentirse de haber unido sus vidas.
Y la bola de oro fué, para los dos, la más preciada de sus joyas.
021. anonimo (gran bretaña)

El lobo y los siete cabritos

Hubo una vez una cabra viuda, que tenía siete hijos y vivía con ellos en una casita muy linda, que se alzaba a corta distancia de una colina. La cabra era muy hacendosa y, gracias a su trabajo, conseguía ganar lo suficiente para mantener a los siete cabri­tos. Éstos, a su vez, correspondían a los es­fuerzos de la madre, pues se mostraban con ella muy buenos y muy obedientes. La vida de aquella familia habría sido, pues, feliz en extremo, mas, por desgracia, estaban todos constantemente inquietos porque, en las cer­canías, habitaba el Lobo, de modo que la po­bre madre, especialmente, vivía siempre su­mida en el temor y en el desasosiego.
La Cabra iba todos los días al mercado a vender leche y, antes de salir de su casa, lla­maba a su hijo mayor para recomendarle que no abriese la puerta a nadie durante su ausencia.
-A lo mejor se presenta el Lobo -le de­cía, de modo que es preciso tener mucho cuidado.
-Nada temas, mamá -contestaba el cabrito-. Lo conozco muy bien y, si acaso vi­niese, no lo dejaría entrar.
-No te confíes demasiado -le replicaba la madre-. Es muy astuto y quizá consiga un día convenceros de que no es él, sino otro. Pero recuerda siempre que, a pesar de todos sus esfuerzos, nunca puede disimular su voz áspera y ronca y tampoco cambiar el color de sus patas, que son negras. Por lo tanto, ten muchísimo cuidado. Piensa que, si llega­ra a entrar en esta casa, no os dejaría con vida a ninguno de vosotros.
Los cabritos le prometieron tener mucho cuidado y cuando la madre hubo emprendi­do la marcha se asomaron a la ventana para saludarla hasta que se perdió de vista.
El viejo Lobo estaba al acecho. Hacía ya mucho tiempo que sentía el deseo de pe­netrar en la casa y devorar a los siete cabri­tos. Por eso, al ver que se alejaba la Cabra, creyó que había llegado la ocasión tan espe­rada. Así, pues, se dirigió a la puerta, llamó y, con objeto de engañar a los cabritos, dijo:
-Soy vuestra madre, hijos míos. Os trai­go un pastel cubierto de una gruesa capa de azúcar.
Los cabritos más pequeños se pusieron a saltar de contento en cuanto oyeron mencio­nar el pastel y Pituso le dijo a su hermano Rubio:
-Abre la puerta para que pueda entrar mamá.
Rubio era su hermano mayor y el más prudente de todos. Por esto, recordando las advertencias de su madre, se fijó en que la voz que acababa de oír no era de ella, por­ que sonó muy ronca. Abrió, pues, el ventani­llo y pudo ver que era el Lobo.
-¡Vete! -exclamó-. Ya te he conocido por la voz, porque es muy desagra-dable.
Chasqueado, el Lobo se alejó con el rabo entre piernas. Más no por eso desistió de su empeño de comerse, por lo menos, tres o cua­tro cabritos. Rumió acerca de lo que podría hacer y, por último, se le ocurrió una buena idea.
Tomó el trote en dirección al pueblo vecino y en línea recta se encaminó a la farmacia, donde pidió unas pastillas, apropiadas para suavizar la voz, porque, según dijo, había pi­llado un fuerte resfriado.
El farmacéutico le entregó algunas pasti­llas y el Lobo se las tragó. Mas, como no le hicieran el efecto deseado, se quejó de ello y el farmacéutico le dio entonces un pedazo de cal viva, diciéndole que se lo tragara de un solo bocado, después de haber recorrido un espacio de, más o menos, una legua. El Lobo, muy satisfecho, emprendió la marcha al galope y cuando juzgó que había recorrido una legua, se tragó el pedazo de cal. En efec­to, pudo notar que se le suavizaba la voz y, animado por la esperanza, se dirigió otra vez a la casa habitada por los cabritos.
Llamó a la puerta y, con su voz suave, ex­clamó:
-Abrid la puerta, hijitos. ¡Si vierais que hermosos trajes traigo para todos!
Mientras hablaba así apoyó las patas de­lanteras en el antepecho de la ventana. Su voz era ya capaz de engañar a los cabritos, pero, como estaban muy recelosos, ninguno quiso abrir sin haberse asegurado antes de que no corrían peligro. Por esto fueron a mi­rar primero por los vidrios de la ventana y, en el acto, vieron la cabeza y las negras patas del Lobo.
-¡Es el Lobo! -exclamaron asustados-. No abramos.
El Lobo se irritó mucho al observar que, por segunda vez, lo habían reconocido. Se alejó de nuevo mientras imaginaba un pro­yecto tras otro para lograr su deseo y, por último, se le ocurrió una buena idea.
Otra vez emprendió el camino hacia el pueblo, se dirigió a la tahona y, apoyando las patas en el mostrador, dijo al panadero:
-Me he quemado las patas, señor pana­dero y os agradecería mucho que me las es­polvoreaseis con un poco de harina, porque me han dicho que eso es muy bueno para las quemaduras.
El panadero no tuvo inconveniente en com­placerlo, de modo que las patas anteriores del Lobo quedaron blancas como la nieve. El, muy satisfecho, y pisando con todo el cuida­do posible para que no se le cayera la harina, se dirigió nuevamente a la casa de los cabri­tos. Llamó a la puerta y, con voz suave, dijo:
-Soy, mamá, hijitos, abrid.­
-Antes queremos ver tus patas -con­testaron ellos. El Lobo metió una de las patas por debajo de la puerta y los cabritos, al ob­servar que era blanca ya no tuvieron ningún recelo. El mayor de ellos abrió la puerta y, en el acto, se les apareció el Lobo. ¡Qué susto tuvieron!
Gritando y aterrados, todos huyeron en distintas direcciones para evitar el ataque de la fiera. Guareciéronse debajo de la cama, dentro del aparador, debajo del lavade­ro, dentro del horno y uno se metió en la caja del reloj, pero el Lobo los persiguió, uno a uno, los obligó a salir de sus escondrijos respectivos y se los tragó a todos de un solo bocado, exceptuando al menor de los cabri­tos, que se había escondido en la caja del re­loj, porque a la fiera no se le ocurrió buscar allí. Luego, fatigado por lo que había corrido aquella mañana, en sus viajes hacia el pue­blo, y ahito por lo que acababa de tragar, sa­lió pesadamente de la casa y se tendió a dormir a la sombra de un árbol que había cerca de ella.
Poco después, la Cabra llegó a su casa y ya se puede imaginar qué terrible cuadro se ofreció a sus miradas. Encontró la puerta abierta, los muebles revueltos y tirados por el suelo, las sábanas arrugadas o rotas y el lavadero destrozado. Pero lo más terrible era que por ninguna parte pudo ver un solo ca­brito.
Los llamó a todos por sus nombres respec­tivos y, al pronunciar el nombre del más pequeño, oyó su voz que le contestaba desde el interior de la caja del reloj.
-Estoy escondido aquí, mamá. ¿Se ha marchado ya el Lobo? -preguntó muy asustado.
La cabra sacó a su hijo del escondrijo y el pequeñuelo le refirió lo ocurrido.
¡Cuan triste parecía entonces la casa! La Cabra creyó que no podría continuar en ella, porque todo le recordaba a sus pobres hijitos. Así, se puso el chal y, después de abrigar a su hijo con una bufanda, emprendieron la marcha.
Fuera brillaba alegremente el sol y gor­jeaban los pájaros, pero, aquel espectáculo, lejos de dar ánimo a la madre y al hijo, con­tribuyó a aumentar la tristeza que sentían. De repente vieron al Lobo dormido a la sombra de un árbol. Roncaba con tanta fuerza que las ranas se estremecían. Y el Lobo dormía como si no hubiese cometido jamás ninguna mala acción. En su rostro había una sonrisa de inocencia, de tal modo que nadie habría podido sospechar que, poco antes, de­voró a seis cabritos.
Indignada la Cabra, se aproximó al Lobo con el propósito de matarlo. Eso le habría sido muy fácil, porque la fiera estaba dormi­da, pero, cuando se aproximó más, pudo ver que la piel del vientre se movía como si la empujase algún ser vivo. Eso comunicó a la pobre madre la esperanza de que, dentro del vientre de la fiera, estuviese aún vivo alguno de sus hijos.
Con objeto de asegurarse de ello volvió presurosa a la casa y tomó unas tijeras, hilo y una aguja. En cuanto estuvo otra vez al lado de la fiera, con extraordinaria habilidad y delicadeza, le abrió el vientre con las tije­ras. Apareció entonces un cabrito y, en breve, fue seguido por los demás, todos vivos y sanos, porque el Lobo, a causa de su extraordi­naria voracidad, se los había tragado enteros, sin causarles el menor daño.
Disponíanse los cabritos a manifestar su alegría con sus balidos, pero la Cabra hizo un gesto para ordenarles que guardasen silencio. No deseaba que despertasen al Lobo. Y, en voz baja, les encargó que fuesen en bus­ca de algunas piedras grandes porque las necesitaba para el fin que había imaginado. Obedecieron sus hijos y en cuanto la Cabra tuvo a su disposición las piedras que necesi­taba, las metió en el vientre de la fiera y lue­go cosió la piel con el mayor cuidado.
Fueron tan hábiles los movimientos de la Cabra que el Lobo no despertó siquiera. Lue­go, la madre y sus hijos se apresuraron a volver a su casa y la fiera continuó roncando y quizá sumida en dulces y agradables sue­ños. Pero, al poco rato, despertó, sintiendo un peso extraordinario en el estómago.
-Siempre me dejo arrastrar por la gula -dijo. He comido demasiado y eso no me sienta bien. Convendrá beber unos cuantos tragos de agua, para ver si se activa la di­gestión.
Se puso en pie, pero en cuanto empezó a andar, las piedras chocaban unas con otras. El Lobo, asustado, observó aquel raro fenó­meno y, creyendo que sería obra de los ca­britos, exclamó:
-¡Compadeceos de mí, queridos cabritos! Pesáis como piedras y, con tanto movimien­to, vais a lograr que se me estropee el estó­mago.
Como pudo, y luchando con grandes difi­cultades, se dirigió al río. Una vez en la orilla se inclinó para beber; pero, de repente, per­dió el equilibrio, se cayó al fondo del río y aún cuando hizo esfuerzos desesperados por salir a flote, no pudo conseguirlo y así murió ahogado.
Tal fue el fin del Lobo, que recibió el cas­tigo de sus malas costumbres, de su cruel­dad y de su voracidad. Y, en adelante, ya nada ni nadie fue a turbar la paz y la tran­quilidad de que gozaban la Cabra y sus hijos, los siete cabritos.

021. anonimo (gran bretaña)

martes, 15 de mayo de 2012

El gnomo hilador

Hubo una vez una pobre viuda que tenía una sola hija, muy bonita, agradable y simpática, pero la dominaba una pereza tal que nunca su madre podía conseguir que se dedicara a los trabajos de la casa. En cambio, se pasaba largos ratos ante el espejo probándose cintas, cuellos y adornos de mil clases que preparaba ella misma con los retazos que encontraba en la casa. Y, cuando le parecía estar adornada y a su gusto, se asomaba a la puerta de la casa y tomaba el huso como si se dispusiera a hilar; pero, en realidad, no hacía nada mas que esperar el paso de alguna amiga o conocida que pudiera verla muy bien ataviada o para darle envidia, y tampoco veía con malos ojos la aproximación de algún joven conocido suyo que le dirigiera algunas palabras amables. Y así, a veces, se entablaba alguna conversación muy grata para aquel y la muchacha; pero muy molesta para su madre, porque veía como su hija pasaba largas horas sin hacer nada y ella en cambio, había de cargar con todo el trabajo de la casa.
De día en día estaba más colérica la pobre mujer contra la invencible pereza de su hija. En vano le reconvenía por ella y aun a veces, la castigaba, no dejándola salir de su cuarto con la esperanza de que así, pudiera corregirse un tanto. Pero todos sus esfuerzos fueron vanos, porque Alicia, pues tal era el nombre de su hija, parecía ser cada vez más perezosa, a medida que transcurría el tiempo.
La buena mujer estaba desesperada. En cierta ocasión le habría convenido que su hija hilase algunos copos de lino que tenía para ir a vender el hilo al mercado y obtener una suma de dinero que buena falta le hacía, pero Alicia apenas había iniciado aquel trabajo.
Cuando llevaba diez minutos ocupada en él se le ocurrió ponerse una cinta de color azul en torno de su cabello y ni corta ni perezosa, puesto que se trataba de su propio adorno, dejó el huso a un lado y pasó largo rato ante el espejo, probándose una y otra vez aquella cinta que anudaba de mil maneras, haciendo diversos lazos hasta que por último quedó satisfecha. Y entonces, sin acordarse ya más de lo que le había encargado su madre, se apoyó en el antepecho de la ventana asomando la cabeza para mirar quien pasaba por delante de la casa.
Así transcurrió un buen rato, hasta que la madre quiso ver que hacía su hija. Y, al darse cuenta de que no había hecho nada y de que seguía entregada a la pereza, ya no pudo contener su pena y su dolor y volvió a la planta baja, derramando abundantes lágrimas.
Sin dejar de llorar, salió a barrer el umbral de la puerta. Y de pronto, agobiada por la pena, se sentó en el poyo que había a un lado e inclinó la cabeza, sumida en intensa tristeza.
En aquel momento acertó a pasar la carroza real. Dentro iba el monarca. Era muy joven todavía, guapo, apuesto y elegante. Y no había contraído matrimonio porque deseaba determinadas condiciones en la que había de ser su mujer, eran tales que, con toda seguridad, ninguna de las princesas que se hallaban en estado de merecer las reunía ni por asomo. Y, al ver a la pobre y humilde mujer que estaba con la cabeza tristemente inclinada sobre el pecho, mandó detener la carroza se asomó a la ventanilla y la interpeló diciendo:
-¿Qué os pasa, buena mujer?
Levantó la cuitada la cabeza y al darse cuenta de la calidad del personaje que la interpelaba, se puso presurosa en pié y de momento, no supo que contestar. Luego le dió vergüenza decir la verdad confesando que tenía una hija aquejada de una pereza invencible. E impulsada por el amor de madre, se decidió a mentir para decir lo contrario.
-iDios mío, señor! -exclamó. Tengo una hija que no para de hilar. Ha acabado ya con todos los copos de lino que teníamos en casa. Y ahora me pide más, pero no puedo dárselos porque somos muy pobres.
-¡Caramba! -exclamó el Rey muy interesado. No sabéis cuanto me gusta oír eso. Hacedme el favor, os lo ruego de llamar a vuestra hija. Quisiera verla.
No costó gran cosa lograr que Alicia obedeciese aquella vez a su madre. Ya había notado el paso de la carroza y disimuladamente, la estaba observando al amparo de los vidrios de la ventana. Y como siempre iba muy limpia y lo mejor adornada posible y además, era hermosa y simpática, cuando hizo una reverencia al Rey, éste quedó prendado de su gentileza y de su hermosura.
Había tenido ocasión la madre de advertir a la muchacha de la respuesta que había dado al Rey y así, cuando éste interpeló a Alicia preguntándole si, en efecto, tenía tanta afición a hilar como aseguraba la madre, la joven contestó afirmativamente, sonrojándose de vergüenza por la mentira que estaban contando al Rey. Pero a él le dio la impresión de que aquel rubor, era simplemente, hijo de su cortedad.
-Pues, mira -añadió- precisamente yo no me he casado todavía porque quiero una mujer hacendosa. Veo que eres bonita y pareces buena. De modo que, si quieres y en el caso de que tu madre consienta, te tomaré por esposa.
Las dos mujeres se quedaron atónitas al oír aquellas palabras. De momento no se atrevieron a creer lo que estaban oyendo; pero luego, se rehicieron comprendiendo que el monarca había hablado en serio. Y, como es natural, se apresuraron a aceptar.
Poco después habían subido las dos a la carroza y se dirigían a palacio en compañía del Rey. Este se iba enamorando por momentos de la hermosa Alicia y le dirigía miradas llenas de amor a las que ella correspondía con otras tímidas, al mismo tiempo que sonreía dulcemente.
Cumplió el Rey su palabra porque, pocos días más tarde, celebró su boda con Alicia, entre grandes festejos en los que tomaron parte todos los cortesanos y también los súbditos del monarca, porque la nueva reina había conquistado la simpatía y aun el afecto de todo el mundo.
La madre quedó alojada en una serie de habitaciones de palacio, rodeada de toda clase de comodidades y de cuanto pudiera antojársele, de modo que la buena mujer bendecía al Cielo por haberle proporcionado aquella ocasión de terminar su vida sin pensar ya más en los agobios de la pobreza y en las privaciones a que siempre se viera sujeta.
Transcurrieron algunos días en que los recién casados acudieron a todos los bailes, fiestas y banquetes que se dieron y de igual modo pasearon por toda la capital del reino en una carroza magnífica, de oro puro, y tirada por ocho caballos ricamente enjaezados. El paso de los reyes suscitaba el entusiasmo popular y Alicia llegó a creer que nunca había sido una muchacha pobre y que la suerte inmensa que le correspondiera era algo natural y muy razonable. Su marido la trataba con bondad y afecto y podía considerarse feliz.
Pero todo acaba en este mundo y la dicha más pronto que otra cosa cualquiera. La reina continuaba viéndose rodeada de toda clase de atenciones y de comodidades, pero, una tarde aciaga, su marido la tomó de la mano y la condujo a una vasta estancia, cuyas paredes estaban ocultas por una cantidad enorme de copos de lino. Al ver aquello la joven reina se echó a temblar, porque adivinó lo que sucedería. Y, en efecto, no se engañó, porque el rey le dijo:
-Mira, querida mía, ya sabes que, ante todo, decidí tomarte por esposa a causa de tu laboriosidad. Aquí tienes todos esos copos de lino y un torno de hilar. Quédate, pues, en esta habitación, empieza a trabajar y procura que, mañana por la mañana, a las nueve, esté todo concluído. En caso de que no sea así, me veré obligado a condenarte a muerte.
La expresión de su rostro indicaba claramente que estaba dispuesto a cumplir aquella terrible amenaza. Y, sin decir una palabra más, dio media vuelta, salió y corrió el cerrojo exterior de la puerta.
La reina continuaba en el centro de la estancia, inmóvil, como si se hubiera convertido en una estatua. Estaba anonadada. Luego, comprendiendo que su muerte era inevitable, se dejó caer sobre un escabel y empezó a llorar amargamente. .
Los sollozos agitaban su cuerpo y eran tan abundantes sus lágrimas que llegaron a formar un charquito en el suelo. Lloraba ya su propia muerte, que juzgaba inevitable y no podía hallar consuelo, porque, en efecto, no lo tenía.
Cuando más sumida estaba en su pena horrenda, se abrió la ventana de la habitación, se oyó el ruido de algo que caía al suelo y ella, asustada, levantó la cabeza. Vio a un gnomo extravagante y de feo aspecto. El recién llegado se volvió a ella y, con voz áspera y ronca, le preguntó cuál era el motivo de su llanto.
No tuvo la reina el menor inconveniente en confesárselo. Se lo refirió todo, sin omitir ningún detalle y terminó diciendo que estaba segura de su muerte al día siguiente y que, por lo tanto, no podía consolarse. El gnomo la escuchó con la mayor atención y, cuando ella hubo terminado de hablar, le dijo:
-Mira, yo puedo sacarte del apuro. Mañana, antes de las nueve, estarán hilados todos esos copos de lino, pero, a cambio de eso, es preciso que me hagas una promesa.
-¿Cuál?
-La de entregarme el primer hijo que tengas, al día siguiente de su nacimiento.
Alicia no contestó en seguida, pero luego se dijo que tal vez no tendría ningún hijo y, por otra parte, tuvo en cuenta que, aun en caso contrario, eso tardaría bastante en ocurrir y que, por lo tanto, quizá se presentase el medio de eludir aquella promesa. Además, estaba tan desesperada y segura de su muerte, que se resolvió a acceder y así se lo manifestó al gnomo.
-Está bien -contestó él-. Ahora siéntate y no te acuerdes ya más de ese peligro de muerte.
A su vez tomó asiento delante del torno, apoyó el pie en el pedal y la rueda empezó a girar rápidamente. Él, sin cesar, tomaba un copo tras otro y lo hilaba en un santiamén. Y así continuó durante toda la noche, con tal prisa y diligencia que no parecía sino que, por arte de magia, disminuyera el número de los copos y aumentase, en cambio, proporcionalmente, la cantidad de hilo producido.
Alicia, durante algunas horas, contempló, embelesada, aquel trabajo tan rápido y maravilloso, pero luego, vencida por el cansancio, se sumió en el sueño.
A la mañana siguiente, al despertar, ya no estaba el gnomo. Habían desaparecido también todos los copos de lino y, en cambio, vio gran número de ovillos de hilo blanco, perfecto y cuyo aspecto no podía ser mejor.
A las nueve en punto entró el rey en la estancia. Y al ver que, efectivamente, estaba hilado todo el lino que el día anterior llenaba la habitación, no pudo contener el contento que experimentaba. Se acercó a la reina, le dio un cariñoso abrazo y le dirigió grandes alabanzas por la agilidad de que había dado muestras.
-Bien veo que no me engañé -exclamó. Eres una mujer ideal y la perla de todas las hilanderas del mundo.
Alicia quedó muy satisfecha de lo ocurrido, porque no solamente se libró del peligro de muerte que la amenazaba, sino que, además, el rey quedó muy complacido y la trataba mejor que nunca. Creyó, pues, que aquella prueba de su laboriosidad sería más que suficiente y ya no se acordó de los terrores que experimentara.
Pero, un mes más tarde, y cuando ya no sospechaba nada en absoluto, el rey volvió a encerrarla en la misma estancia que estaba nuevamente llena de copos de lino y la conminó que se dedicara a hilarlo antes de las nueve de la mañana siguiente, advirtiéndole al mismo tiempo que, si no terminaba aquel trabajo, sería condenada a muerte.
Tuvo Alicia el mayor desengaño de su vida, pues, como ya se ha dicho, confiaba en que bastaría la primera prueba. Por eso se echó a llorar con más desconsuelo que la primera vez, y también, cuando menos lo esperaba, se presentó aquel extraño gnomo ofreciéndose a llevar a cabo el pesado trabajo.
Aceptó Alicia, dirigiéndole numerosas expresiones de agradecimiento. Él, en tono gruñón, replicó que únicamente deseaba la recompensa prometida, es decir, el primer hijo que tuviera la reina.
Y sucedió lo mismo que la primera vez, de modo que, a la mañana siguiente, estaba todo el trabajo listo y el rey quedó complacido a más no poder.
A partir de entonces, todos los meses veíase Alicia condenada a llevar a cabo aquel trabajo. Y, cada vez que ocurría eso, se presentaba el gnomo para llevarlo a cabo, marchándose luego sin que la joven reina lo viese, porque estaba profundamente dormida.
Así continuaron las cosas durante algún tiempo. Por fin la reina comprendió que, en breve, tendría un hijo y, entonces, pensó en la promesa que había hecho, y se arrepintió de ella, porque, aun antes de nacer, quería ya entrañablemente a su hijo.
Cuando hubo nacido, la madre, orgullosa y feliz, estaba acariciándolo y, en un momento determinado, sus camaristas y damas de compañía la dejaron sola con el pequeñín. En aquel momento, y sin que supiera de dónde hablo salido, se presentó el gnomo provisto de una manta, porque, a pesar de su fea catadura, tenía muy buenos sentimientos y, dirigiéndose a la reina, le exigió el cumplimiento de la promesa que le hiciera.
En vano fué que la pobre madre le dirigiera toda suerte de súplicas para que desistiera de su petición. El gnomo, duro y despiadado, se negó a ello. Más tantas fueron las insistencias de la madre que, al fin, acabó diciendo:
-Mira, voy a darte una oportunidad para que sigas conservando a tu hijo. Si, en el plazo de tres días, consigues saber cómo me llamo, podrás quedarte con él y nunca más te lo reclamaré.
Dicho esto, dió un salto, atravesó la ventana y desapareció.
La reina reflexionó largo rato y luego llamó a una de sus damas y le dió el encargo de que mandase numerosos mensajeros en todas direcciones con objeto de averiguar cuáles eran los nombres más raros que se conocían en el reino. Por la noche volvieron los emisarios con largas listas que fueron a parar a manos de Alicia. Y, así, cuando al día siguiente compareció de nuevo el gnomo, ella leyó aquellos extraños nombres con la esperanza de que uno de ellos fuese el de tan extraño ser. Pero, a cada uno de los que pronunciaba, el gnomo daba un salto de alegría exclamando:
-No, no me llamo así. No lo adivinas.
Y se terminó la lista sin que la reina hubiese alcanzado el éxito que deseaba.
Aquel mismo día salieron otra vez los mensajeros en busca de nombres raros. También por la noche presentaron una larga lista a la soberana. Había allí unos nombres verdaderamente desconocidos y raros, y la reina no dudó de que alguno de ellos pertenecería al gnomo, pero cuando llegó éste al día siguiente, se repitió la escena del día anterior y, cuando se hubo marchado aquel ser diminuto y feo, la reina se quedó apenadísima y se entregó al llanto, mientras acariciaba a su hijito, que estaba muy ajeno a la mala suerte que lo amenazaba.
Los emisarios de la reina se dirigieron aquel día a puntos mucho más lejanos que los anteriores. Por la noche regresaron con unas listas de nombres más extraños y desconocidos aún. Pero uno de los enviados solicitó hablar con la reina y en cuanto estuvo en su presencia, después de haberla saludado con el mayor respeto, dijo:
-Esta tarde, señora, recorría un bosque situado a varias leguas de la capital cuando pude ver a lo lejos una casita de rojo tejado, muy linda. Me acerqué y pude ver que, ante la puerta, había un hombrecillo muy feo, barbudo y que daba grandes saltos de alegría en torno de una hoguera. Y al mismo tiempo, cantaba muy satisfecho:
Desde mañana no estaré solo:
Tendré conmigo al Principito,
Porque jamás sabrá la Reina
Que me llamo el Gnomo Garapito.
-¡Oh, gracias, muchas gracias! -exclamó Alicia llena de felicidad.
Y, para manifestar su gratitud, ordenó que dieran a aquel hombre una talega de monedas de oro.
A la mañana siguiente se presentó el gnomo muy satisfecho y provisto de su manta. Se dirigió a la reina, confiado, y exclamó:
-¿Ya sabes cómo me llamo?
-Vamos a ver si lo acierto -contestó Alicia fingiendo que dudaba. ¿Te llamas Atanasio?
-¡No, no! -contestó el gnomo saltando de alegría.
-¿Te llamarás, pues, Atenodoro?
-¡Tampoco, tampoco! -contestó el gnomo empezando a girar sobre sí mismo y haciendo algunas piruetas.
-Curiambro -aventuró la reina.
-No -replicó él iniciando un paso de baile y con los ojos chispeantes de alegría.
-En tal caso no tienes más remedio que llamarte el Gnomo Garapito -dijo Alicia.
Interrumpió el gnomo su bailoteo y dió una patada en el suelo, tan fuerte, que se le hundió el pie en el entarimado. Lo sacó a duras penas, no sin lastimarse, y luego gritó, enfurecido:
-¡Sin duda te lo han dicho las brujas! ¡Malas pécoras! ¡Ya las arreglaré!
Y, sin pronunciar una palabra más, quiso arrojarse hacia la ventana, pero estaba tan ciego de cólera que dio contra el muro. Y era tanto el empuje que llevaba que lo atravesó de parte a parte, dejando un agujero que reproducía fielmente su silueta.
La reina era tan feliz y estaba tan contenta que, al ver aquello, se echó a reír y profirió unas carcajadas interminables, hasta que se llenaron de lágrimas sus ojos. Luego recordó lo que le había comunicado su mensajero. Comprendió que aquel gnomo no era un malvado, sino un pobre solitario que deseaba compañía, porque tal vez vivía demasiado solo. Y sintió el deseo de ayudarlo. Así, pues, al día siguiente volvió a llamar al mensajero que le revelara el nombre del gnomo y le entregó un lindo perrito acabado de nacer, la cosa más mona que se pueda imaginar, con el encargo de que fuese a llevarlo a la casita del gnomo.
Así lo hizo el enviado. Encontró al Gnomo Garapito sentado, con la cabeza apoyada en una mano y, al parecer, muy triste. Pero cuando vio el obsequio que le enviaba la reina y contempló el lindísimo perrito, olvidó todo su disgusto y, tomándolo en sus brazos, empezó a hacerle caricias.
Y ya nunca más volvió a ser desgraciado. Vivía muy satisfecho en compañía de su perro y, con frecuencia, iba a visitar a la reina y al principito. Así, entre los tres, llegó a reinar una sincera amistad. Y, en adelante, todos fueron felices.

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