Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 13 de junio de 2012

La enseñanza de la abuela

Li Bai, el poeta más consagrado de China, tiene mucho que agradecer a una anciana analfabeta.
Cuando era niño no le gustaba ir al colegio. Mu­chas veces se detenía en el camino observando con curiosidad cualquier cosa, y no llegaba nunca a su destino. Sentía miedo y a la vez odio hacia el profe­sor severo, que castigaba a los alumnos por cualquier travesura o negligencia. Le aburrían los libros escri­tos en lenguaje clásico. Le parecía que nunca iba a aprender de memoria las dificiles reglas gramaticales y las pesadas enseñanzas de los filósofos antiguos. Para él era mucho más divertido observar el movi­miento de las hormigas o el trabajo del herrero que forjaba herramientas y armas.
Un día, camino del colegio, se distrajo viendo a una señora de avanzada edad trabajando a la orilla del río. La mujer afilaba afanosamente una barra de hierro en una rústica piedra.
-¿Qué está haciendo? -preguntó el infante lleno de curiosidad.
La anciana, sin levantar la cabeza, le contestó amablemente mientras seguía puliendo la barra me­tálica:
-Mi querido hijo, quiero hacer una aguja de coser.
El joven quedó totalmente desconcertado:
-Pero, abuela, ¿cómo es posible hacer de una barra de este grosor una aguja tan pequeña?
-Sí, pequeño. Siempre he hecho agujas con es­tas barras de hierro. Son mejores que las que hay en el mercado.
La abuela le contestó como si fuera lo más natu­ral del mundo, pero el niño quedó totalmente des­concertado.
-¿No se impacienta por lo penoso del trabajo?
-La constancia hace milagros. Si un día no es suficiente, podré dedicar diez o cien. Pero tendré que transformarla en una aguja de coser. Tarde o temprano, lo conseguiré.
A partir de ese día, Li Bai siempre pasaba por la orilla del río camino del colegio. Durante varios me­ses encontró a la abuela trabajando constante-mente con su barra de hierro, que se empequeñecía, se afi­laba y se convertía en una diminuta aguja. Mientras tanto se formaba buenos hábitos en el colegio y llegó al ser el alumno más aplicado de la clase.
Treinta años más tarde, entró en el Palacio Impe­rial con todos los honores de un poeta consagrado.

005. anonimo (china)

La diosa de la luna

Antes de convertirse en la Diosa de la Luna y su­frir la eterna soledad lunar, la bella inmortal Chang E vivía en la Tierra con su marido, el héroe enviado por el Dios del Cielo que derribó nueve soles y aniquiló los demonios del mundo. Aunque el pueblo lo admi­raba profundamente por sus abnegadas proezas, su mujer se quejaba de la constante soledad, ya que su marido siempre andaba fuera de casa batallando con los malos espíritus. Además, le horrorizaba la idea de envejecer y morir como cualquier mujer mundana.
Para acabar con la amargura de su mujer, el ma­rido salió un día en busca de la Diosa de las Monta­ñas para que le diera el elixir de la inmortalidad. Conmovida por la abnegada labor que desarrollaba el desinteresado hombre, la diosa le concedió una hierba mágica, advirtiéndole que la tendrían que to­mar los dos al mismo tiempo, Si no, no respondería de las consecuencias. El hombre volvió contento con la hierba providencial y pidió a su mujer guardarla en sitio secreto para tomarla juntos algún día que no tu­viera que salir a luchar contra los demonios.
Su mujer estaba muy resentida debido a la peno­sa soledad a la que la tenía sometida su cónyuge, y no quería sufrir eternamente el melancólico abando­no. Una noche, movida por un impulso de desespe­ración, sacó el remedio providencial y se lo tomó to­do. Enseguida experimentó algo raro en su cuerpo, una sensación de evaporación o de vacío. Se hacía más y más ligera, empezaba a flotar y a volar por el cielo estrellado. Quería bajar, pero la Tierra no la atraía. Parece que había una enorme fuerza que la succionaba desde lo alto del firmamento. Se alejaba cada vez más de la Tierra, acercándose a la Luna. Y desde lo alto del cielo, ya vislumbraba el desértico paisaje lunar. Se arrepintió de su necedad y empezó a echar de menos todo aquello que acababa de aban­donar. Sentía vergüenza de volver a encontrarse con los suyos. Decidió quedarse en la Luna para estar cerca de la Tierra y pagar, desde aquel destierro frío e inhóspito, su conducta indigna.
Unos dicen que la apenada dama se convirtió en un sapo de repugnante apariencia, y otros dicen que sigue tan hermosa como siempre, pero más sola y melancólica. En los días de luna redonda, puedes contemplar la Luna y la podrías encontrar debajo de un árbol de laurel, acompañada de un conejo blan­co, sufriendo la eterna soledad.

 005. anonimo (china)

La diferencia

Si no hay preguntas, no hay respuestas, reza el antiguo adagio. Pero, a menudo, el maestro respon­de de un modo inesperado para el discípulo, rom­piendo así sus viejos patrones y esquemas.
Maestro y discípulo estaban reunidos. El discípulo estaba anhelante por obtener alguna instrucción muy especial, fuera de lo corriente, tal vez algún método secreto o alguna clave iniciática. Pero los maestros de la tradición chan no se pierden en abstracciones.
-¿Qué es la verdad, maestro?
-La vida de cada día.
-En la vida de cada día -protestó desilusiona­do el discípulo- sólo se aprecia eso: la vida vulgar y corriente de cada día, pero la verdad no se ve por ningún lado.
-Ahí está la diferencia -replicó el maestro-, en que unos la ven y otros no.

005. anonimo (china)

La condena que absolvió al reo

El rey Chi era un verdadero amante de la caza. Tenía unos halcones expertos en atrapar presas. Tal cariño sentía hacia sus aves de rapiña, que encargó a un cortesano la misión especial de cuidarlos y prepa­rarlos para las frecuentes cacerías. Pero un buen día, por descuido del cuidador, se escapó un halcón y el pobre encargado fue condenado a muerte por el fu­rioso monarca.
Antes de la ejecución se presentó el consejero es­tatal ante el rey, a quien le dijo en un sereno tono de lealtad:
-Majestad, el condenado ha cometido tres gran­des crímenes para merecer con creces la pena capital. Además, creo que convendría hacer pública su culpa­bilidad para que el pueblo lo repudie sin contempla­ciones.
El monarca lo consintió, conmovido con tan evidente muestra de solidaridad. Entonces, el conse­jero se dirigió al condenado con elocuente indig­nacion:
-¿Sabes lo imperdonable de tu delito? Siendo encargado del halcón real lo has dejado escapar por negligencia. Y lo más grave es que tu culpabilidad ha movido a Su Majestad a ordenar tu muerte por la desaparición de su animal favorito. Y la peor conse­cuencia de todo esto es la crítica que podría provo­car tu condena en los demás reinos contra nuestro soberano. Sería culpa tuya si se desprestigiara a Su Majestad por las calumnias de que aprecia más un animal que a un cortesano. ¡Tendrás que pagar con la muerte todas estas consecuencias nefastas!
Al acabar su airado discurso, se volvió al rey pi­diendo la ejecución inmediata. Mas el monarca le dijo con una sonrisa indulgente:
-Gracias por tu intervención, mi fiel consejero. He decidido perdonarle la vida. Tu condena lo ha absuelto.

005. anonimo (china)

La colera de un particular

El Rey de T’sin mandó decir al Príncipe de Ngan-ling:
-A cambio de tu tierra quiero darte otra diez veces más grande. Te ruego que accedas a mi demanda.
El Príncipe contestó:
-El Rey me hace un gran honor y una oferta ventajosa. Pero he recibido mi tierra de mis antepasados príncipes y desearía conservarla hasta el fin. No puedo consentir en ese cambio.
El Rey se enojó mucho, y el Príncipe le mandó a T’ang Tsu de embajador. El Rey le dijo:
-El Príncipe no ha querido cambiar su tierra por otra diez veces más grande. Si tu amo conserva su pequeño feudo, cuando yo he destruido a grandes países, es porque hasta ahora lo he considerado un hombre venerable y no me he ocupado de él. Pero si ahora rechaza su propia conveniencia, realmente se burla de mí.
T'ang Tsu respondió:
-No es eso. El Príncipe quiere conservar la heredad de sus abuelos. Así le ofrecieras un territorio veinte veces, y no diez veces más grande, igualmente se negaría.
El Rey se enfureció y dijo a T’ang Tsu:
-¿Sabes lo que es la cólera de un rey?
-No -dijo T’ang Tsu.
-Son millones de cadáveres y la sangre que corre como un río en mil leguas a la redonda -dijo el Rey.
T’ang Tsu preguntó entonces:
-¿Sabe Vuestra Majestad lo que es la cólera de un simple particular?
Dijo el Rey:
-¿La cólera de un particular? Es perder las insignias de su dignidad y marchar descalzo golpeando el suelo con la cabeza.
-No -dijo T'ang Tsu- esa es la cólera de un hombre mediocre, no la de un hombre de valor. Cuando un hombre de valor se ve obligado a encolerizarse, como cadáveres aquí no hay más que dos, la sangre corre apenas a cinco pasos. Y, sin embargo, China entera se viste de luto. Hoy es ese día.
Y se levantó, desenvainando la espada.
El Rey se demudó, saludó humildemente y dijo:
-Maestro, vuelve a sentarte. ¿Para qué llegar a esto? He comprendido.

005. anonimo (china)

La carpa que no podía esperar

Era un laborioso campesino. Las cosechas habían sido muy malas ese año y el campesino apenas podía darle algo de comer a su mujer e hijos. Tan desespe­rada era su situación que no le quedó más remedio que recurrir a un noble y rogarle:
-Señor, por favor te lo pido, préstame un poco de grano porque si no no podremos sobrevivir.
-Está bien, está bien -dijo el potentado. Haré más que eso. Te prestaré una suma en monedas de oro, pero naturalmente tienes que esperar unos me­ses a que recaude los impuestos. ¿Estás de acuerdo?
He aquí la respuesta del campesino:
-Cuando venía hacia acá, de repente escuché una voz que pedía auxilio. Al acudir a la llamada de socorro, descubrí que se trataba de una carpa en la­mentable situación. Estaba arrojada en medio del ca­mino, bajo un sol abrasador. «¿Qué te pasa, compa­ñera!», le pregunté. Contestó entre estertores: «Soy del Mar del Este y me estoy muriendo en este desier­to. Por favor, por favor, ¿no dispone usted de un cu­bo de agua en el que poder sumergirme?» Y yo le di­je: «Está bien, está bien. Haré más que eso, te traeré un barreño grande, pero tendrás que esperar a que visite el sur y traiga agua de un río de allí.» Entonces la carpa alegó: «Me haces promesas, pero no me fa­cilitas lo único que me salvaría: el cubo de agua. Cuando me traigas el barreño, no me busques aquí, sino en la pescadería.»

005. anonimo (china)

La calabaza mágica

Vivió hace mucho un niño llamado Zhangbao que, siendo hijo de padres ricos, en edad de ir a la escuela, sólo hacía novillos.
Cuando se hizo mozo, Zhangbao no hacía otra cosa que cabalgar por todas partes acompañado de su perro.
Además, era glotón y amante de los placeres.
Al morir su padre, se extinguió también la fuente que le daba dinero para sus vanidades.
Para satisfacer sus desenfrenos vendió las cosas heredadas de su padre hasta que se vio obligado a vender la casa.
Así, Zhangbao llegó a ser mendigo y no tuvo otro lugar para dormir más que las ruinas de un templo.
Cierto día se presentó un anciano maestro con una calabaza a cuestas. Al ver la miseria de Zhangbao, el abuelo decidió enseñarle a sembrar calabazas.
Los alumnos del anciano escuchaban con avidez sus lecciones pero Zhangbao lo hacía con gran apatía.
La falta de vigor caracterizó a Zhangbao durante las labores de roturación de la tierra y la siembra.
A las horas de comida, el anciano daba una palmada a su calabaza gigante y los alimentos salían de ella.
-De este tipo son las calabazas que hemos sembrado - les explicaba.
Zhangbao tampoco ponía sus energías al regar los retoños.
Mientras los otros alumnos aprendían los cuidados que había que tener con las plantas, Zhangbao tomaba fresco en el quiosco.
Al llegar el momento de escardar, él dormía bajo los el árboles
Por fin, las calabazas florecieron y dieron frutos.
A la hora de cosechar, todos recogieron sus propios frutos.
Los compañeros de Zhangbao golpearon sus calabazas y fueron recompen-sados con exquisitos platos.
Mas de la suya, pese al palmoteo, nada salió.

005. anonimo (china)

La bordadora

La esposa del guerrero está sentada cerca de la ventana y suspira mientras sus ágiles dedos bordan sobre la fina seda de un almohadón una rosa blanca. ¡Ay, cuándo dejarán las tártaros de re­belarse, cuándo llegará a tener fin esta horrible guerra que ensangrienta conti­nuamente el país! De pronto la borda­dora siente un agudo dolor en el dedo, la sangre gota a gota va cayendo sobre la rosa de seda de inmaculada blancu­ra: ya no es una rosa blanca, los pétalos de la linda flor son ahora de un rojo en­cendido, de un rojo tan vivo tal vez -piensa la hermosa- como la sangre de su amado, que poco a poco va cayen­do sobre la nieve de las lejanas colinas donde la guerra prosigue sin fin... ¡No! ¡Así no será! Trata de apartar aquel lú­gubre pensamiento que entúrbia su mente; su amado no morirá, tiene que volver, tiene que regresar a esa casa donde le esperan sus hijos, su esposa y su jardín; la felicidad algún día tiene que volver a reinar en la morada del guerrero; ¡ojalá pueda volver -sigue pensando la dulce esposa- antes de que su cabello negro como ala de cuervo se torne blanco como los copos de nieve del helado invierno que se avecina!
El viento del este sopla con fuerza y hace crujir las ramas del sauce que cre­ce junto a la ventana. La bordadora se estremece y escucha una vez más aquel rumor del aire que le es tan familiar. De pronto a lo lejos se oye el galopar de un caballo. No hay duda: no es el viento, ni el ruido de las aguas del río deslizándose entre el roquedal. Es el rítmico trote de un caballo que se acer­ca rápido hacia la casa. La esposa del guerrero se levanta presurosa, aparta la estera y se asoma a mirar por la ven­tana, pero nada ve: sólo el viento del este sigue agitando las ramas del sauce bajo la caricia suave de los últimos ra­yos del sol...
Una vez más el loco palpitar de su corazón le ha engañado, nadie se acerca a su triste morada, no hay jinete ni hay corcel, sólo su loca fantasía galopa siempre sin cesar arrastrando todos sus pensa-mientos... Todo ha sido en vano: ilusión, deseo, amor...
Sobre el almohadón llora la hermo­sa. Una guirnalda de perlas de plata rodea ahora la linda rosa blanca del cojín de fina seda...

005. anonimo (china)

La adquisición de la generosidad

El señor Meng Chang heredó de su padre el car­go de ministro y varios miles de funcionarios a su servicio. El rico patrimonio que le dejó el difundo noble incluía también un feudo extenso de decenas de miles de hectáreas. Los habitantes en estos luga­res cultivaban sus tierras en arriendo y tenían que pa­garle atributos anuales.
Cierto año, cuando llegó el tiempo de recaudar las contribuciones, Meng preguntó a los funciona­rios si alguien podía ayudarle en ese diñcil trabajo. Se ofreció un voluntario llamado Feng Huan, a quien le encargó dicha tarea.
Al día siguiente Feng montó en el carruaje que le había preparado el ministro, y antes de partir pre­guntó a su amo:
-Cuando termine de recaudar el dinero, ¿quie­re su excelencia que le compre algo?
Al ministro no se le ocurrió nada en ese mo­mento, pero le dijo:
-Si ves que hay algo que falte en esta casa, cómpralo sin más.
-Sí, mi señor -contestó, arrancando el carrua­je el encargado de la recaudación.
Al llegar a los feudos, Feng recaudó más de cien mil monedas como pago de los tributos. Pero había un buen número de arrendatarios pobres que no podían pagar la deuda. La mala cosecha durante va­rios años consecutivos los había empobrecido, lle­vándolos casi al borde de la indigencia. Era impres­cindible hacer algo para sacar a esa gente de la mise­ria. Consciente de eso, el encargado de la recaudación convocó a todos los arrendatarios en la plaza del pueblo, pidiéndoles que trajeran los títulos de la deuda.
Acudieron todos los convocados sin saber qué les iba a pasar, agobiados por su pésima situación económica. Estaban decididos a morir antes de ser despojados de sus últimos recursos. Cuando empezó a hablar el enviado del propietario, tenían la sensa­ción de que iban a enfrentarse a una gran tragedia.
-En nombre de Su Excelencia el ministro Meng, les pido que saquen sus títulos y comprueben conmigo las cantidades que deben a mi señor.
Los arrendatarios estaban tristes y preocupados por lo que les pudiera pasar. Sin embargo, cuando terminaron de comprobar sus obligaciones y espera­ban que les anunciara una medida drástica de coac­ción, se sorprendieron enormemente con lo que oyeron:
-En vista de las dificultades reales que os aco­san, el señor ministro ha decidido eximiros del pago de todos vuestras deudas, como manifestación de su gran generosidad y del cariño que siente por todos vosotros. Ahora, ante la presencia de todos, voy a quemar los títulos de deuda para liberaros del pago de ellas.
Al principio nadie podía creer sus palabras. Ano­nadados, no comprendían lo que significaba tal deci­sión. Pero al instante, cuando vieron que se levanta­ba una llama azulada del montón de documentos que les habían sometido durante muchos años al martirio económico, reaccionaron con grandes y emotivas exclamaciones entre lágrimas y reverencias.
Feng volvió contento a la residencia del ministro, quien se sorprendió de la brevedad de su viaje:
-¿Tan pronto has podido terminar la recauda­ción? Cuéntame, ¿qué tal te ha ido?
-Muy bien, señor. Además, le he adquirido al­go que no tenía en casa.
El ministro se mostró muy interesado y le pre­guntó:
-¿Dime qué has comprado?
Huan le explicó:
-Como su noble familia es muy rica en joyas, caballos y bellas mujeres, no se me ocurrió comprar­ le nada de eso. Sin embargo, pensé que había algo que indudablemente faltaba en su familia desde tiempos atrás, que es la generosidad. Eso es lo que escaseaba en sus ricas posesiones. Por lo tanto, pensé que si pudiera gastar algún dinero para adquirir esa gran virtud, su noble familia se vería enriquecida de forma inimaginable.
Feng le explicó detalladamente lo ocurrido. Cuando terminó, notó que la cara de su amo se había congestionado por el disgusto, la desesperación y una inexplicable amargura. Abandonó rápidamente la casa, mientras el ministro le decía con una voz seca:
-¡Vete, inmediatamente! Menudo favor me has hecho. Quítate de mi vista antes de que me arrepienta.
Al año siguiente, por una intriga de palacio, el ministro perdió el cargo y fue desterrado. Abandonó la capital lleno de tristeza. Se encaminó hacia su feu­do, frustrado y abatido por la desgracia. Se sentía solo y abandonado. Todos los amigos se alejaron de él y su carrera política se apagó irremediablemente.
Cuando se aproximaba hacia sus tierras, notó que salían las gentes a recibirle con los brazos abiertos, haciendo reverencia, en señal de respeto y admira­ción. Experimentó algo inusual en su triste corazón. Al principio, se quedó totalmente desconcertado. Pe­ro, de repente, recordó lo que hizo el recaudador de deudas el año anterior. Sus ojos se inundaron de lá­grimas y dijo:
-Ahora comprendo lo útil de lo que hizo al comprar la generosidad que faltaba en mi casa.

005. anonimo (china)

Itinerario a través de una almohada

El viento de otoño soplaba suavemente sobre las colinas y levantaba una leve nubecilla de polvo en el camino por donde se había adentrado el bonzo Lu; estaba cansado de tanto andar y desea­ba guarecerse pronto en aquella posada, que se divisaba a través de los árboles. Lu franqueó el umbral de la casa y dio un suspiro de alivio cuando se sentó en una esterilla que había junto a la puerta. Estaba terriblemente fatigado, le dolía todo el cuerpo. Tras él, casi inmediatamente, entró un joven vestido al modo campesino. Debía ser algún aldeano de aquellos lugares. Saludó re­verentemente al bonzo y le pidió per­miso para sentarse a su lado en la este­rilla. El anciano accedió amable-mente, se apartó un poco y dejó sentar al re­cién llegado. Pronto el bonzo y el mu­chacho entablaron una animada con­versación. El aldeano viendo que aquel anciano le escuchaba con tanta aten­ción empezó a formular sus quejas. No cesaba de decir:
-¡Ahimé! (ay de mí), triste es mi destino, soy un hombre honrado, pero la suerte no me favorece nada. Siempre seré un simple cam-pesino.
-Pero ¿de qué te quejas tanto? -le dijo el anciano bonzo-; eres joven, tie­nes salud, no eres mal parecido y tu pobreza no es tanta que te veas en la miseria. ¿Todo esto no te basta para ser feliz?
-No, honorable bonzo, no me.basta. Considero que un hombre no puede sen­tirse satisfecho si no logra prosperar y alcanzar un alto puesto, bien sea en el ejército o en la administración del imperio. Yo me he esforzado todo cuan­to he podido en estudiar muchas cosas.
Creía que me iban a ser útiles pero aho­ra veo que todo ha sido inútil. Nunca seré más que un pobre aldeano con es­casos bienes.
El muchacho cuando acabó de decir esto se quedó medio dormido. Había trabajado durante toda la jornada y sus párpados se cerraban casi incons­cientemente.
El muchacho oyó de pronto que el bonzo le decía:
-Creo que puedo remediar tus ma­les y dar fiel cumplimiento a tus deseos. Veo que tienes sueño, échate sobre la esterilla, apoya tu cabeza sobre esa al­mohada que te ofrezco y alcanzarás lo que tanto deseas.
Lou, tal era el nombre del aldeano, hizo lo que el bonzo le decía. Apoyó su cabeza sobre la almohadilla y de pron­to le pareció que penetraba dentro de ella. Al cabo de unos instantes se en­contró en su propia casa: tenía la im­presión de que todo acababa de suceder del modo más natural.
Lou se encontraba en su casa. Le pareció que ya hacía algunos meses que había vuelto a ella. Sus actividades se desarrollaban como de costumbre, pero un buen día decidió tomar por esposa a una muchacha del país de Tang-ho. La joven era hermosísima y Lou tuvo tan buena suerte con las cosechas que pronto empezó a enrique-cerse. El cam­pesino estaba contento. Vestía ya como un gran señor, su mujer era hermosa y buena y su hacienda crecía de día en día; pero como siempre había sido un muchacho estudioso deseaba hacerse un hombre, anhelaba llegar a ser un digna­tario importante de la corte. Estudió con ahínco y se presentó a un concurso que se había convocado en la ciudad. Salió premiado y alcanzó aquel puesto, y no contento con ello se presentó tam­bién a otro certamen que en aquellos días tenía lugar en la corte imperial para otorgar el cargo de subprefecto. Superó brillantemente los exámenes y alcanzó también aquella colocación.
La carrera de Lou era vertiginosa. Al cabo de poco tiempo fue nombrado cen­sor, y luego mayordomo del rey. Conti­nuamente tenía que promulgar edictos. Después fue nombrado prefecto y envia­do a las provincias. Allí, una de sus primeras preocupaciones fue la de abrir un largo canal. Los habitantes de aquel territorio agradecidos le erigieron un monumento.
Poco tiempo después las tribus re­beldes amenazaron el imperio por el oeste. El emperador empezó a buscar un hombre inteligente, fuerte y valero­so que fuera capaz de conseguir detener aquella inva-sión. Inmediatamente pen­só en Lou y le nombró gobernador mili­tar de aquella zona. Éste, al frente de un poderoso ejército, consiguió tras ímprobos esfuerzos rechazar a los rebeldes y anexionar a su país parte del territorio de los insurrectos con lo que el imperio quedó engrandecido.
El emperador celebró los éxitos de Lou colmándole de honores. Le nom­bró ministro de Gobernación y Hacien­da; pero en ese momento la envidia hizo su aparición. El primer ministro, temeroso de que el recién llegado lle­gara a quitarle sus prerrogativas, no paró de intrigar hasta que consiguió que su rival fuera desterrado y degra­dado. Lou fue a parar a una lejana re­gión y sólo conservó el título de pre­fecto.
Al cabo de algunos años, el primer ministro cayó en desgracia y Lou fue llamado otra vez a la corte. De nuevo fue uno de los hombres más importan­tes del imperio. Tanta fama llegó a alcanzar que otra vez la insidiosa envi­dia de los cortesanos urdió un complot contra él para aniquilarle. Fue acusado de rebeldía: se le acusó de haber prepa­rado una insurrección junto con el ge­neral en jefe de una zona fronteriza. El emperador, enfurecido por lo que él creía un abuso de confianza, ordenó que fuera encarcelado como un vulgar delincuente.
Lou fue encerrado en una tenebrosa mazmorra. Allí tuvo tiempo sobrado de meditar y de lamentarse de su trágico destino. «¡Cuánto mejor le habría sido quedarse en sus tierras como un simple aldeano, alejado de todas las preocupa­ciones que ahora le atormentaban!», pensaba el ex ministro.

Los años fueron pasando, y con el tiempo se descubrieron las argucias de aquellos cortesanos de alma ruin, y los culpables fueron severamente castiga­dos. El emperador mandó poner en li­bertad al ex ministro de Gobernación y Hacienda. Inmediatamente reclamó de nuevo su presencia en la corte y le colmó otra vez de honores.
A partir de este momento la vida para Lou fue placentera y dulce. Nada empañaba su felicidad, pero era viejo, muy viejo; ochenta veces habían flore­cido los árboles en primavera desde que él estaba en el mundo. Lou se daba cuenta de que su vida se iba apagando lentamente como una llama. Se sentía morir a pesar de los amorosos cuida­dos de su esposa y de sus cinco hijos. Los más grandes médicos del imperio le habían visitado, pero todos sus me­dicamentos se habían revelado inefica­ces para detener el curso de su fatídi­ca enfermedad.
Había un pensamiento que día y noche torturaba a Lou y no era preci­samente el de su próxima muerte, sino el pensar si su dilatada vida había sido lo suficiente útil al emperador y al im­perio. Decidió escribir una larga nota al soberano preguntándoselo. En ella le decía que a la hora de la muerte le seguía atormentando un pensamiento que a lo largo de toda su vida jamás había dejado de turbarle.
El emperador leyó con verdadera emoción aquel mensaje póstumo de su fiel ministro. Rápidamente redactó una nota de contestación a aquel mensaje y la mandó por mediación de un alto dignatario a la mansión de Lou. El emperador, con su propio pincel, le decía a su fiel colaborador que sus des­velos por el Estado habían sido su­mamente útiles y le aseguraba que sus grandes virtudes jamás serían olvida­das ni por él ni por su pueblo. Final­mente se lamentaba de que la muerte rondara ya el lecho de su fiel ministro y hacía votos para que lograra vencer la enfermedad y recuperar la salud. Ésta era la agradecida respuesta del so­berano.
Pero pese a los buenos deseos del emperador celeste, Lou no pudo res­tablecerse. Murió durante la noche de aquel mismo día...
Lou despertó sobresaltado.
El bonzo se lo quedó mirando fija­mente sin decir nada.
-Maestro, ¿ha sido todo un sueño?
-Sí, hijo mío. El sueño de la vida.
Ambos permanecieron unos mo­mentos callados. Luego, el aldeano le­vantándose hizo una profunda reveren­cia al bonzo y dijo:
-Gracias, honorable maestro. Aho­ra lo comprendo todo. El camino de la prosperidad está erizado de dificul­tades y no pequeñas; la fortuna y la miseria a menudo andan por el mismo camino. Recor-daré durante toda mi vida tu sublime iección... Te estoy muy agra-decido.
Se inclinó de nuevo profundamente repetidas veces, salió de la posada y se alejó por el polvoriento sendero...

005. anonimo (china)

Interpretar el sueño

El rey Qi Jing estaba enfermo. No había podido levantarse de la cama desde hacía un mes. El médico del palacio hizo lo imposible para curarlo. Pero el rey no respondió positivamente al tratamiento. Se sentía pesimista y desesperado. Tenía terror a la muerte y se aferraba a la vida por todos los medios.
Una noche tuvo una pesadilla. Soñó que luchaba contra dos soles. Fue derrotado y quemado por unas bolas enormes de fuego. Las llamas al rojo vivo lo abrasaban despiadadamente. Despertó gritando en su delirio, bañado en sudor frío. No puedo volver a conciliar el sueño. Aguantó hasta el amanecer, hasta que vino el consejero, a quien le dijo en un tono casi agonizante:
-Ya no puedo vivir mucho tiempo. Anoche so­ñé que luchaba contra dos soles. Me derrotaron y me quemaron hasta la muerte. Eso supondrá el fin de mi vida.
Su inteligente consejero trató de consolarlo:
-No se desespere. Voy a llamar al adivino de los sueños para que le dé su explicación.
Envió un carruaje para traer al adivino ensegui­da. Lo esperó en la antesala. Al cabo de un momen­to, llegó el vidente y preguntó al consejero:
-¿Me llamaba para algo? Aquí me tiene a su en­tera disposición.
-Mire -empezó a ponerlo en antecedentes-, anoche Su Majestad tuvo una pesadilla en la que soñó que luchaba contra dos soles. Lo quemaron hasta la muerte. Este sueño le ha causado gran ma­lestar y miedo. Por eso lo hemos convocado para darle una explicación adecuada.
-Para eso necesito consultar el libro de los sueños -dijo el adivino mientras abría el grueso manual.
-No es necesario -se lo impidió el consejero-, porque la enfermedad que padece nuestro rey es del yin, mientras que el sol es el yang. El hecho de que el yin haya sido derrotado por dos yang supone que su enfermedad será curada. Por eso el sueño es un buen augurio. Vaya a interpretar su pesadilla en estos términos.
Cuando entró el mago en el dormitorio real, el monarca se sintió tan próximo a la muerte que casi ni tuvo fuerzas para contarle su pesadilla. Terminó con los ojos cerrados, agónico.
El mago ya tenía su versión preparada. Le dijo con un tono lleno de júbilo:
-Majestad, permítame felicitarlo.
-¿Por qué me felicita? -el monarca abrió ense­guida los ojos.
-Porque este sueño significa que se va a mejo­rar inmediatamente. El mal que padece es el yin, el sol es el yang. El hecho de que el yin haya sido de­rrotado por el yang significa que pronto mejorará sustancialmente su salud.
El rey se incorporó de la cama con ánimo. Sintió que su espíritu, agobiado por el pesimismo, se alivia­ba, y se impregnó de una inaudita vitalidad.
Al tercer día se recuperó totalmente. Para cele­brar su repentino restable-cimiento se entrevistó con el mago que le pronosticó el cambio en la evolución de su enfermedad:
-Realmente estoy muy agradecido. Tú fuiste la persona que me dio ánimo y vitalidad cuando me encontraba en estado crítico. Dime si quieres una re­compensa en dinero o en algún puesto público.
El mago no pudo más que decir la verdad:
-Majestad, fue su consejero personal quien me dio las directrices para la interpretación de su pesadilla.
El rey convocó a su consejero para manifestar su gratitud. Éste le dijo:
-Lo que hice fue disipar las excesivas preocupa­ciones que le agobiaban y le causaban pesadez espiri­tual. Pero si se lo hubiera dicho yo no me hubiera creído. Por eso, el mérito ha sido del intérprete de sueños.
A pesar de la modestia de su consejero, el rey de­cidió premiar generosa-mente a los dos.

005. anonimo (china)

Interpretando a su manera

Nos hallamos en el estado de Sung. Allí vivía un hombre llamado Ting. Aunque era un hombre que disponía de medios, no tenía pozo. Por eso, todos los días uno de sus criados tenía que perder varias horas en traer la cantidad suficiente de agua para el servicio de la casa. De hecho, el agua que había que ir a buscar se hallaba muy lejos y se perdía casi toda la jornada en esta labor. Ello animó a Ting a cavar un pozo en su propio patio.
Cuando el pozo se hubo cavado y dio el agua suficiente, Ting le comentó a un buen amigo.
-Estoy muy satisfecho, porque con el pozo he ganado un hombre.
El amigo le contó el suceso a otro amigo, y éste otro amigo a otro, y así sucesivamente. La noticia se propagó rápidamente por el pueblo, se comentaba: «El señor Ting, al cavar un pozo en su patio, en­contró un hombre.» De tal manera se difundió la noticia por todo el reino, que el propio rey escuchó de uno de sus consejeros: «Un hombre llamado Ting, al cavar un pozo, halló en él a un hombre.»
¿Quién sería el hombre encontrado en el pozo?, se preguntó el monarca, como ya lo habían hecho tantas otras personas. ¿Se conocía su identidad? ¿Por que había ido a dar al pozo? ¿Lo habían asesinado o se había ahogado? ¿Cómo pudo aparecer bajo tierra?
El monarca hizo llamar al tal Ting y le pidió una explicación. El hombre, estrañado, se limitó a ex­plicar:
-Majestad, todo lo que hice fue cavar un pozo en mi patio y así poder evitar que uno de mis criados perdiese toda la jornada acarreando agua. Eso me permitió contar con dos brazos más para las labores de mi casa y así ganarme un hombre.

005. anonimo (china)

Imitación contraproducente

Había en el reino Wu una mujer bellísima, llama­da Xi Shi. Antes de que fuera elegida como Primera Dama del Reino, vivía en una calle céntrica de la ca­pital. Cuando salía a lavar en el riachuelo, deslum­braba a la gente con su gracia y su encanto. Las chi­cas de la ciudad sentían admiración y envidia a la par de su extraordinaria y cautivadora belleza. Todo lo que llevaba se convertía en moda a los pocos días. Su gracioso andar era copiado por las doncellas, que la imitaban incluso cuando se secaba el sudor de la frente.
Un día, la bella mujer sintió dolor de estómago cuando caminaba por la calle. Tenía las cejas frunci­das por las continuas molestias abdominales. En eso, la vio una muchachita gorda y fea. Su ancha cara se iluminó, creyendo haber visto la clave de la belleza de la graciosa Xi Shi.
Desde aquel día, andaba siempre con las cejas fruncidas y una expresión de angustia. Pero le ex­trañaba que la gente, en vez de mirarla con simpatía, huía de ella más que nunca.

005. anonimo (china)

Houan-niang


Wenn Jou-tch'ouen o Wenn, el joven, era un hijo de muy buena familia, originario del Chèn-si. Tenía tal afición por la música, que aprovechaba todos los momentos libres para dedicarse a ella y jamás abandonaba su laúd, ni siquiera cuando había de emprender al­gún viaje.
En cierta ocasión tuvo que dirigirse a la provincia vecina de Chan-si y, en el curso de su marcha, pasó a muy corta distancia de un templo antiguo. Como la tarde estaba ya muy avanzada y no creyó poder llegar antes de anochecer al pueblo inmediato, decidió dete­nerse allí para pasar la noche. Después que hubo dejado su caballo en la parte exterior, entró en el edificio y, con gran sorpresa por su parte, dióse cuenta de que, aquel lugar, estaba ya ocupado. En efecto, vio a un taoís­ta, vestido con el traje propio de su secta, el cual estaba sentado sobre sus talones, según la costumbre de su religión. A su lado, y en el suelo, veíase una pequeña cítara con su percutor de bambú y, apoyado en la pared, el estuche de un laúd, ricamente adornado.
Esos detalles interesaron grandemente a Wenn y, llevado por su afición, no pudo abs­tenerse de preguntar al desconocido si sabía tocar el laúd.
-Bastante mal -contestó el otro-. Por esta razón me seria muy agradable aprender algo si quisierais hacerme la merced de to­car el laúd.
Al tiempo que decía estas palabras, sacó el instrumento del estuche y se lo ofreció.
Wenn lo examinó como conocedor que era de tales instrumentos. Hizo vibrar las cuer­das y pudo observar que el acorde era admi­rable. Feliz en extremo, empezó a tocar una cancioncita que el taoísta escuchó sonriendo y como si quisiera dar a entender que no ha­bría esperado tal cosa. Y cuando Wenn hubo terminado, sonrió nuevamente, y dijo:
—¡Muy bien! ¡Muy bien! Sin embargo, debo confesaros que no me sería posible con­sideraros mi maestro.
Algo picado, Wenn le rogó entonces que, a su vez, diese muestra de su arte. El taoísta tomó el instrumento, lo puso sobre sus rodi­llas, y empezó un preludio. Inmediatamente sopló una brisa suave. Continuó tocando y entonces se vio cómo los pájaros descendían del Cielo y cubrían los arbustos del patio. Wenn, en el colmo de la sorpresa, quiso aprender de memoria aquella música extraor­dinaria, y como no lo lograse la primera vez, rogó a su compañero que la repitiese, cosa que él hizo de muy buena gana. Aun toco aquella pieza por tercera vez y Wenn escu­chaba con toda su alma, con la mayor aten­ción. Poco a poco pudo darse cuenta del ritmo y de la melodía. Su benévolo maestro le hizo tocar aquella pieza musical, corrigiéndole al mismo tiempo las faltas y enseñándole cuá lera el compás a que debía atenerse.
-Desde luego -añadió-, esta pieza mu­sical no tiene semejante en este mundo.
A la mañana siguiente Wenn, después de haber dormido apaciblemente, en compañía del taoísta, se despidió de él, agradeciéndole la lección que, amablemente, le había dado y prosiguió su viaje.
Al regreso, cuando se hallaba todavía a muchas leguas de distancia de su casa, Wenn fué sorprendido, al caer la tarde, por una vio­lentísima tempestad. Cerca del camino pudo divisar una cabaña y, sin pérdida de momen­to, se encaminó a ella. Por suerte encontró la puerta entre abierta y, después de dejar a su caballo al abrigo del viento y de la lluvia, pe­netró en la primera estancia. Pudo ver que estaba desocupada, pero un instante después se levantó una cortina y apareció una joven­cita. Apenas tendría dieciocho años y poseía una gracia verdaderamente sobrenatural. Al levantar la cabeza descubrió al forastero y, asustada, huyó. Pero, a los pocos instantes, se presento una anciana para observar cuál había sido el motivo del susto de la jovencita. Wenn le explicó lo ocurrido, le dio cuenta de su situación y terminó pidiéndole que le con­cediese hospitalidad por aquella noche.
-No tengo ningún inconveniente -con­testó la anciana-, pero estamos muy mal de camas. Sin embargo, si queréis, podremos proporcionaros un poco de paja y os acosta­réis en ella.
En tanto que un criadito, que se presentó provisto de una antorcha, se ocupaba en echar un poco de paja al suelo, Wenn, muy satisfecho de la acogida, se permitió hacer algunas preguntas a la dueña de la casa. Ésta le explicó que la jovencita era su sobri­na y que se llamaba Houan-Niang. Wenn era todavía soltero y poseía grandes bienes de fortuna. Y se dijo que en aquella casa, tan pobre, había encontrado a la mujer soñada. Luego, dió cuenta de sus impresiones a la an­ciana y ésta pareció quedar muy apurada.
-Tengo que comunicaros –replicó -que nunca podría dar mi consentimiento aque se realizase este, proyecto.
-¿Por qué razón?
-Es muy difícil de explicar.
Y se sumió en un mutismo huraño, para salir, casi inmediata-mente, sin añadir otra palabra.
Despechado, Wenn no quiso tenderse sobre la paja que estaba algo húmeda. En cambio, pasó la noche sentado y tocando el laúd, para entretener el tiempo. Y en cuanto disminuyó la intensidad de la lluvia, salió para conti­nuar su viaje.
Entre sus numerosos amigos contaba con un secretario del Tribunal llamado Ho, hom­bre en extremo aficionado a las letras y a las artes. Una de las primeras visitas que hizo a su regreso fue dedicada a dicho personaje, pues tenía el mayor interés en hacerle oír la pieza musical que le enseñara el taoísta.
En efecto, se dirigió a su casa, provisto del laúd y, mientras tocaba el instrumento, ma­ravillando a su amigo, creyó advertir un li­gero movimiento en la cortina que había en el fondo de la estancia. Un soplo de brisa la levantó de repente, dejando al descubierto a una jovencita, de rara belleza, que, muy con­fusa, se apresuró a emprender la fuga.
Era la hija de Ho, a la que Wenn no había visto nunca. Llamábase Leang-koung; era una jovencita muy instruida y no carecía de talento para la poesía. La música del laúd la había atraído a la sala irresistiblemente.
Wenn, que estaba deseoso de casarse, sin­tióse conmovido ante aquel encuentro, y ha­bló a su madre acerca del particular. Tuvo la satisfacción de ver que la buena señora estaba de acuerdo con él; y se encargó de vi­sitar a Ho para pedirle la mano de su hija.
Pero Ho era hombre de principios y consi­deró que un joven que no tenía profesión al­guna, como Wenn, no ofrecía las garantías suficientes. Por esta razón y, aun sintiéndolo mucho, contestó con una negativa.
Wenn quedó muy apesadumbrado y resen­tido, y, a partir de aquel día, dejó de frecuen­tar la casa de su amigo.
Pero la jovencita no había oído impune­mente aquella encantadora pieza musical; conmovióse su corazón y, como no la habían puesto al corriente de lo ocurrido, todos los días esperaba el regreso de aquel músico tan hábil y no cesaba de pensar en él.
Un día, mientras se paseaba sola por su jardín, sentóse, final-mente, a la sombra de unos árboles y, bajo una mata, encontró una hoja de papel. Era un poema titulado: Año­ranza de la inútil Primavera y decía así:
"Mé obsesiona el pesar -revolviendo los mismos pensamientos - y, de día en día, me consume el amor. -Los melocotones difun­den su perfume embriaga-dor; los sauces evo­can una primavera dolorosa- y siempre, en mi corazón, hay el mismo pesar. -Mi dolor se renueva sin cesar -semejante a la hier­ba cortada por la hoz y que renace. -¿Bajo qué cielo vive él ahora? -¿Y cuántos días y noches habrán de pasar aún? -¿Cuántas primaveras en la montaña? -¿Cuántos oto­ños en las desbordadas aguas? -Despiérta­me de repente el ruido de la clepsidra. -Qui­siera dormir, pero ¿cómo? -Dícese que una noche de soledad vale por un año. -Me pa­rece que eso es muy poco -y que cada noche es mucho más larga que un año. -Ved, pues, cómo voy a envejecer."
Leang-koung sintió tanto más la poesía de estos versos cuanto que los hallaba en estre­cha analogía con sus sentimientos. Los leyó en alta voz, varias veces y, de regreso a su habitación, ocultó aquella hoja de papel en la cubierta de un libro, que había sobre la mesa. Pocos días después buscó la poesía y ya no pudo encontrarla. Creyó, por consi­guiente, que el libro debió de abrirse y que el viento se llevó la hoja de papel.
En efecto, había ocurrido así y el padre de la joven, al pasar por delante de la es­tancia de ella, encontró, en el suelo, la hoja de papel. A su vez, leyó el poema y, como es natural, se figuró que su hija era la autora. El ardor de los sentimientos allí manifesta­dos le disgustó. Arrojó pues, al fuego, aque­llos versos, para él desagradables, y convino que debía casar, cuanto antes, a su hija.
Dio la casualidad que, pocos días después, recibió la petición de la mano de su hija por parte del hijo de un alto magistrado de la ciudad, llamado Liou. Tal petición le produjo el mayor placer. Sin embargo, ateniéndose a su habitual prudencia, antes de dar su con­sentimiento quiso ver y conocer al preten­diente, y así lo manifestó a la persona que le transmitiera sus deseos.
No se hizo de rogar el joven Liou, pue sacudió inmediatamente a casa de Ho. Éste quedó muy complacido de su buen aspecto y de sus maneras elegantes. La conversación fue muy cordial y se prolongó bastante.
Mas llegó el momento en que el joven Liou se despidió. Y una vez hubo salido de la es­tancia, Ho, con la mayor sorpresa e indigna­ción, encontró en el sillón que acababa de dejar desocupado. una carta, de la que se de­ducía que el joven tenía otra novia.
Indignóse Ho ante aquella falta de forma­lidad y de respeto, y aun se escandalizó de la desvergüenza de que aquel muchacho acababa de dar muestras. Por esta razón y, a     pesar de su próposito de casar cuanto antes a Leang-koung, se apresuró a contestar a Liou, valiéndose del intermediario que dió a conocer sus intenciones, que no comprendía sus deseos de pedir la mano de una joven honesta, cuando llevaba consigo pruebas de que sostenía relaciones con otra muchacha. Inútil fué que Liou protestara, alegando que allí había un error y que él no era culpable de lo que se le acusaba, porque Ho, muy apegado a todo cuanto fuese moralidad y buenas cos­tumbres, se mostró inflexible.
En el jardín de Ho había unos crisantemos azules de los que su dueño estaba muy orgu­lloso, porque tal color y, en tales flores, equi­vale casi siempre a un verdadero prodigio. Por esta causa no daba esquejes ni semillas a nadie. Únicamente su hija había obtenido el permiso de sembrar algunas semillas en su propia habitación.
Ahora bien, Wenn, al pie de la ventana de su cuarto de trabajo, tenía un jardincillo, que cultivaba con sus propias manos y también unos crisantemos, aunque pertenecientes a las variedades corrientes. Por esta razón que­dóse muy asombrado, una mañana, al ver que habían nacido dos crisantemos con flores de color azul. Se apresuró a bajar al jardín con objeto de cerciorarse de la realidad de este fenómeno. En el sendero inmediato en­contró una hoja de papel que recogió. Era el mismo poema que encontrara Leang-koung, en su propio jardín, titulado, como se recor­dará: Añoranza de la inútil Primavera.
Wenn no podía explicarse el origen de aquel poema, que le intrigó en extremo. Su­bió a su cuarto de trabajo, dejó la hoja de papel sobre la mesa y, luego, en tono ligero, trazó en la parte superior del papel algunas palabras a guisa de comentario.
Mientras tanto, entre los vecinos y los afi­cionados a la floricultura de la población, ha­bía circulado el rumor de aquella floración inesperada. Los curiosos empezaron a acudir al jardín de Wenn. Y aunque sus relaciones amistosas se habían enfriado bastante, Ho, a quien el acontecimiento le interesaba mu­cho más, no pudo contenerse y fué también a visitar el jardín. Wenn lo recibió con la ma­yor cortesía y le hizo entrar en el cuarto de trabajo. La primera cosa que vio el visitante fue la hoja de papel extendida sobre la mesa. Wenn, que había seguido la dirección de su mirada, quiso ocultar con la mano las líneas escritas por él mismo, y se esforzó en borrar­las, frotando el papel, porque ello le avergon­zaba en presencia de aquel grave personaje.
Mas, por rápido que fuese su gesto, Ho tuvo tiempo de leer y reconocer los primeros versos del poema. No dudó, pues, de que su hija, Leang-koung, lo había regalado a Wenn y que, también, sin duda, le dio algunas se­millas de los crisantemos azules. Abrevió, pues, su visita y, enfurecido, emprendió el camino de regreso a su casa.
Una vez en ella llamó a su esposa, le refirió lo ocurrido y ambos se pusieron de acuerdo para hacer comparecer a la jovencita a su presencia. Pero, a todas las preguntas que le hicieron, ella se limitó a contestar con un torrente de lágrimas. Fue completamente im­posible poner en claro el asunto. Los padres, finalmente, pensaron que si acorralaban de­masiado a su hija tal vez se pondrían en pe­ligro de originar un escándalo mucho mayor. ¿No valdría más consentir en que se casara con el hombre a quien amaba? La esposa adu­jo estas razones y Ho, que quería tiernamente a su hija, consintió, al fin, de todo corazón.
Así, pues, los padres cuidaron de hacer avisar a Wenn, quien quedó en extremo sor­prendido y se sentía muy feliz al notar aquel cambio inesperado. Y llegó un momento en que fué preciso fijar el día de la boda.
Por la tarde del mismo día en que recibió aquella buena noticia, Wenn daba una fiesta, en unión de algunos buenos amigos, para ce­lebrar la floración de los crisantemos azules. Estaban todos muy alegres y la diversión se prolongó hasta hora avanzada, entre las nu­bes de incienso y los acordes del laúd que Wenn tocaba con mayor sentimiento que nunca.
Cuando hubo salido el último invitado y Wenn se retiró al cuerpo principal de su vi­vienda, para ir a dormir, el criadito que es­taba encargado del pabellón oyó que el laúd tocaba solo. De momento se figuró que ello se debería a la diversión de algún criado, pero,muy pronto, pudo darse cuenta de que aque­llos extraños sonidos no eran producidos por una criatura humana. Fue, pues, a avisar a su amo, quien se apresuró a abandonar el lecho para darse cuenta por sí mismo de aquel extraño suceso. En efecto, oyó los sonidos del laúd que seguía tocando. Producía unas notas duras e indebidamente desligadas entre sí, como los ocurre a los principiantes que aun no son dueños de su instrumento.
Encendió Wenn una antorcha y, con la ma­yor rapidez, entró en el gabinete de trabajo. De una ojeada pudo convencerse de que, allí, no había nadie. Se llevó el laúd, y así el si­lencio ya no fue turbado en toda la noche.
Wenn se figuró que ello se debería a alguna ogresa, de las que gustan de visitar las mo­radas humanas. Todas las noches, a apartir de aquélla, se dedicó a tocar el laúd, pero cui­dando de templarlo y de mostrar los acordes, como hacen los maestros para que aprendan sus discípulos. Luego, unas noches después, se puso a escuchar a la puerta. Tras de haber dado así seis o siete lecciones, tuvo la satis­facción de oír aquella piececita ya tocada de un modo aceptable.
Mientras tanto se celebró el matrimonio. Los nuevos esposos se refirieron mutuamente los sucesos sorprendentes que precedieron a su unión, y no tardaron en reconocer que habían sido objeto de una benevolencia especial, aunque no les fue posible averiguar a quién debían atribuirla. Leang-koung, fué a escu­char, a su vez, los sonidos del laúd y también observó que el instrumento tenía un sonido raro. Y, después de prestar atención, dijo:
-No lo toca ninguna ogresa. Ese acento melancólico revela un alma en pena.
Pero Wenn se mostraba incrédulo.
-En casa de mi padre -añadió la jo­ven- hay un espejo mágico, que obliga a los fantasmas a hacerse visibles. Mañana mismo lo pediré.
En efecto, al día siguiente, la recién casada hizo pedir a casa de su padre el espejo en cuestión y, llegada la noche, cuando el laúd empezó a tocar, marido y mujer penetraron en la estancia. Él empuñaba una antorcha y la joven el espejo mágico. Entonces se les apareció una forma femenina, que corría de uno a otro rincón de la estancia, buscando, en vano, un lugar en que ocultarse.
Wenn se acercó a ella, la examinó y pudo reconocerla. Era la sobrina de la anciana, en cuya casa recibiera hospitalidad una no­che tempestuosa. Era la jovencita Houan-Niang. Muy conmovido, quiso interrogarla, pero ella se echó a llorar, exclamando:
-Yo soy la autora de vuestro casamiento. ¿No es ésta una buena acción? ¿Por qué me atormentáis así?
Wenn rogó a su esposa que retirase el es­pejo y luego prometió a la joven que, si no se marchaba, el espejo sería nuevamente guardado en su estuche. Entonces ella se tranquilizó, tomó asiento a corta distancia de los esposos y refirió su historia.
-Soy la hija de un gobernador de provin­cia y han transcurrido cien años desde la fe­cha de mi muerte. En mi primera juventud me gustaba mucho tocar el laúd y la cítara. Llegué a tocar muy bien este último instru­mento, pero cuando llegó la hora de mi muer­te, mi madre no había podido enseñarme bas­tante bien a tocar el laúd. Lo he sentido mu­cho en el País de las Fuentes Subterráneas. Cuando tuve el honor de llamar vuestra aten­ción, os había ya oído tocar una tonada mara­villosa y mi corazón se sentía atraído por vos, pero mi condición de alma desencarnada no me permitía convertirme, como hubiese deseado, en vuestra servidora. Entonces re­solví procuraros un matrimonio feliz para recompensar los buenos sentimientos que de­mostrasteis sentir por mí. La carta que se encontró en el sillón ocupado por el joven Liou, el poema de la Añoranza de la inútil Primavera... yo hice todo eso. ¿No os parece que he pagado bien a mi profesor de laúd?
Los recién casados se confundían en ex­presiones de gratitud ante su bienhechora, pero ella los interrumpió, diciéndoles:
-Conozco casi por completo las notas de esa pieza musical, pero no he conseguido ad­quirir aún el sentimiento y la entonación que se le ha de dar. ¿Tendríais inconveniente en tocarlo una vez más, para que lo oiga?
Wenn, muy conmovido, tomó el laúd y, mientras tocaba, le explicó los matices.
-Ya lo comprendo -dijo ella, sonriente.
Y se puso en pie para retirarse. Pero Leang-koung, menos impresionada que su marido, la retuvo.
-Yo soy muy aficionada a tocar la cítara -le dijo-. ¿No querríais hacerme el favor de tocar algunas piezas en mi obsequio?
Houan-Niang consintió de buena gana. Y la gama de las melodías no se parecía en nada a lo que suele oírse en la tierra. Leang-koung escuchaba marcando el compás con uno de sus pies. Luego quiso aprender la melodía y Houan-Niang, complaciente, le indicó las no­tas, una por una, para que las escribiese.
Mas, al fin, llegó la hora de partir. Marido y mujer estrecharon sus manos, rogándole que no se marchara, pero ella les contestó con acento de tristeza:
-Vuestra unión es perfecta y vuestro amor profundo. Esta es una felicidad prohi­bida a las víctimas de una muerte prematura. Si la suerte lo decide así, ya nos encontrare­mos en otra existencia.
Luego, entrego a Wenn un rollo de tela.
-Aquí está pintado mi retrato -dijo-. Si no olvidáis a la autora de vuestro matri­monio, colgad este retrato en vuestra estan­cia. Y cuando seáis felices quemad un baston­cillo de incienso y tocad ante la imagen alguna pieza musical con el laúd. La música y el perfume llegarán hasta mí.
Y, dicho esto, partió para no volver.

005. anonimo (china)