Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 22 de julio de 2012

Canillo el pescador y canillo el chico

de Barandiaran

Como muchos otros en el mundo, en un pueblo vivía un pescador que tenía por nombre Canillo.
Un día que pescaba en el mar sacó un besugo.
El besugo le dijo que le dejase en libertad. Pero Canillo no lo quería soltar.
Entonces el besugo le dijo:
-Si me dejas libre, te enriqueceré.
Echó de nuevo al mar a ese besugo. Y después se hizo muy rico.
Pero luego consumió todos los bienes y se vio precisa­do a dedicarse de nuevo a la pesca.
Otra vez sacó el besugo anterior. Y ese besugo le dijo:
-Si me das el primer ser que te salga al camino cuan­do estés hoy de vuelta a casa, te enriqueceré mucho.
Todos los días le salía al camino un perrito, y [juzgan­do] que, de todos modos, no era gran cosa, se lo pro­metió.
Aquel día se le hizo más tarde que otras veces, y aun en casa habían notado la tardanza.
Por eso, en lugar de salirle el perro, le salió su hijo Ca­nillo el Chico.
Luego se enriqueció Canillo, pero tuvo que enviar para siempre a su hijo a una casa negra que había allá en una lejana orilla marítima, pues aquella casa era la casa del besugo. En aquella casa vivía un diablo que se apareció a Canillo en figura de besugo.
Allí se quedó Canillo el Chico, bajo el dominio del dia­blo, resignado a no tener jamás derecho a salir de allí.
Una noche, yendo a su camastro, metió, sin duda, más ruido de lo calculado, y el diablo le dijo a gritos que, si otra vez no se estaba quieto, lo lanzaría al mar.
Y así lo hizo. Otra noche en que [Canillo el Chico] pro­dujo con la puerta u [otro objeto] algo de ruido, ese diablo lo cogió y lo lanzó lejos al mar.
Nadando, nadando, arribó afortunadamente a la costa hacia el amanecer.
Allá vio un león, una paloma y una hormiga, que te­nían delante una yegua muerta.
En cuanto vieron a Canillo el Chico se le dirigieron los tres a gritos:
-¡Hombre, hombre! Ven acá.
Se les acercó, pues, y les preguntó qué necesitaban.
-Hace tres días que andamos aquí sin poder partir en­tre nosotros, de modo equitativo, esta yegua vieja, y a ver si tú nos la partes -le contestaron.
-Tanto como eso os lo haré cuando menos.
Y al león le adjudicó todas las carnes; a la paloma, a su vez, las entrañas; y a la hormiga, los huesos con su médula. Los tres quedaron muy satisfechos, y Canillo el Chico se separó luego.
De allí a poco se les ocurrió a los tres que, habiéndoles hecho aquel hombre tan satisfactoria partición, ellos no le habían dado nada.
-¡Hombre, hombre! Ven acá -le gritaron.
Otra vez se les acercó Canillo el Chico a ver qué tenían, y el león le dijo:
-Nos has hecho tan buena partición y nosotros no te hemos dado nada. Por lo tanto yo te daré una cosa. He aquí: cada vez que digas LEGOI, te convertirás en león.
Entonces le dijo la paloma:
-Cada vez que digas USO [paloma], te convertirás en paloma.
También la hormiga le dijo:
-Cada vez que digas TXINGURRI [hormiga], te converti­rás en hormiga; mas para eso me has de arrancar un frag­mento de mi espalda.
Le arrancó, pues, a la hormiga ese fragmento, y ha­biendo dado las gracias a los tres, se marchó Canillo el Chico. Y después, habiendo dicho «Uso» [paloma], se fue, convertido en paloma, al nogal próximo a aquella casa ne­gra del diablo.
Sentado delante de su casa, se hallaba tomando sol el diablo. Y la criada le estaba aseando y peinando la cabeza.
Al ver la paloma, le dijo la criada:
-¡Qué hermosa paloma!
-Como tú -le contestó el diablo.
-Tú pareces inmortal. ¿Cómo podrías tú perder la vida?
-En Iparâremendi [monte de Iparrarre] vive mi her­mano. En su vientre hay una liebre; en el vientre de esta liebre, una paloma; y en el vientre de esta paloma, un hue­vo. El que me haya de matar a mí, debería herirme en la frente con ese huevo.
Al oír esto, Canillo el Chico voló a Iparrarremendi.
En las proximidades de aquella montaña vio una casa, y habiendo llamado en ella, preguntó si le recibirían de criado.
Le contestaron que sí, se quedara, pues necesitaban a uno para pastoreo de ovejas.
A la mañana siguiente el amo le envió de pastor de ove­jas. Pero le advirtió no llevase oveja a Iparrarremendi, pues de otro modo un diablo de allí mataría todas las ovejas.
Con todo, Canillo el Chico se fue a Iparrarremendi con sus ovejas.
A eso de las once, el diablo se presentó en figura de hombre.
Diciendo «legoi» [león], se convirtió en león Canillo el Chico, y empezó a luchar con el diablo.
Ni uno ni otro conseguía vencer.
-¡Ah, si estuviera aquí mi hermano! -decía el diablo.
-¡Ah, si tuviera en la boca el panecillo que cuecen en mí casa a las once de la mañana! -exclamó Canillo el Chico.
Cuando se hubieron cansado de luchar, cada uno se marchó por su lado.
Las ovejas comieron más que nunca; pues, como no iba allá nunca ninguna oveja, había pasto abundante y sabroso.
El amo se extrañó mucho al ver las ovejas tan re­pletas.
En el segundo día Canillo el Chico se dirigió también con sus ovejas a Iparrarremendi.
La criada de casa iba más atrás a observarle, querien­do averiguar, sin duda, qué hacía Canillo el Chico.
A eso de las once apareció el diablo.
En diciendo «legoi» [león] y convertido en león, Canillo el Chico arremetió a ese diablo.
No se vencían.
-¡Ah, si estuviera aquí mi hermano! -decía el diablo.
-¡Ah, si tuviera en la boca el panecillo que cuecen en mí casa a las once de la mañana! -decía Canillo el Chico.
Como la criada estaba atisbándoles por detrás de un zarzal próximo, les oyó lo que decían.
Cuando se hubieron cansado, se desasieron, y cada cual se fue por su lado.
También en el tercer día Canillo el Chico llevó sus ove­jas a Iparrarremendi.
También la criada, como en la vez anterior, seguía de­trás. Y llevaba un panecillo, por si era preciso.
A las once apareció el diablo.
Le arremetió Canillo el Chico convertido en león.
Mas tampoco entonces vencía ninguno.
-¡Ah, si estuviera aquí mi hermano! -exclamaba el diablo.
-¡Ah, si tuviera en la boca el panecillo que cuecen en mi casa a las once de la mañana! -[decía] el otro.
Entonces la criada le lanzó el panecillo desde el sitio en que se hallaba tras el zarzal.
Con aquel panecillo se reanimó mucho Canillo el Chi­co, y luego derribando al suelo al diablo, lo venció.
También le quitó la vida y le abrió el vientre. Allí estaba la liebre. Abrióle también a ella el vientre, y allí apareció la paloma. También a la paloma le registró el interior. Y allí encontró un huevo pequeño.
Cuando tomó ese huevo, se fue, convertido en paloma al nogal próximo a la casa del diablo del mar. Allí, trans­formado en hormiga, se puso a aguardar.
De allí a poco salió de casa el diablo. Y echado a la sombra del nogal se puso a dormir. .
Entonces Canillo el Chico descendió y, convertido en hombre, apedreó con el huevo al diablo en el centro de la frente.
El diablo quedó muerto.
Cuando Canillo el Chico se vio libre, se marchó presto de allí.
Yendo a su pueblo, preguntó dónde vivía Canillo el Pescador.
Le contestaron que vivía en tal casa; pero que no le lla­mase Canillo, porque, desde que se hizo rico, no gustaba de ese nombre.
Se dirige, pues, a esa casa, llama a la puerta, y le sale el mismo Canillo.
-¿Eres tú Canillo? -le preguntó.
Cuando oyó tal nombre, Canillo le presentó frente os­cura y no le contestó palabra.
-¿No te acuerdas de cómo me enviaste a la casa negra del diablo?
Entonces Canillo reconoció a su hijo y le recibió gozo­so en casa.
En adelante vivieron bien.
Si eso ocurrió así, métase en calabaza.

Fuente: Joxemartin Apalategui

108. anonimo (pais vasco)

martes, 29 de mayo de 2012

Los dos jorobados y las brujas

En los alrededores de San Juan de Pie de Puerto vivía un muchacho que tenía la desgracia de ser jorobado. A causa de ese defecto físico sufría muchas burlas de gentes poco caritativas, y su carácter se había hecho hosco y huraño. Nunca esperaba encontrar una mujer que lo quisiera, y por esto fue grande su sorpresa cuando una de las jóve­nes más bellas de la región empezó a mirarle amablemente, a buscar su compañía y a tratarle con tal cariño que se enamoró de ella. La muchacha, lejos de rechazarlo, lo aceptó como novio, ante la sor­presa y la envidia de todos, que no podían com­prender cómo una joven tan bella y que podía aspirar a ser mujer de los más ricos de la comarca, había elegido al giboso.
El muchacho estaba lleno de alegría. Sin embar­go, una cosa turbaba su contento. Era que su novia nunca consentía en acudir a las citas del sábado por la noche. Y es sabido que en aquella región es el día en que se encuentran los enamorados, y por eso se llama nechkegeguna (día de las jóvenes). Todos los ruegos y preguntas del jorobado se veían sin respuesta, hasta que un viernes, cuando se des­pedían, ella le dijo:
-Si quieres que nos veamos mañana por la noche, ven a buscar-me. Pero has de venir sin tener miedo de lo que suceda, y sin contar a nadie nada de lo que veas u oigas.
El jorobado, lleno de curiosidad, se presentó el sábado en casa de su novia. Era ya de noche cuan­do la muchacha cogió a su enamorado del brazo y le dijo:
-Has de saber que soy bruja y que los sábados voy al aquelarre. Esta noche vas a venir conmigo.
El jorobado, medio muerto de espanto, quiso huir; pero la bella bruja le cogió, y subiéndolo en su escoba, se elevó con él por el aire. Iban hacia Zugarramundi, en donde se celebraban los aque­larres. El jorobado veía pasar debajo de él los cam­pos iluminados por la luna creciente. Pasaban entre nubes, y pronto vieron que cerca de ellos cabalga­ban otras brujas.
La joven le dijo a su novio:
-Cuando lleguemos al aquelarre y oigas que decimos esto:

Lunes, uno;
martes, dos;
miércoles, tres;
jueves, cuatro;
viernes, cinco;
sábado, seis...

cuida de repetir exactamente la lista, sin nombrar el día que sigue al sábado.
El jorobado apenas pudo contestar con la cabe­za que así lo haría, pues estaba mudo de miedo.
Llegaron por fin al aquelarre. En medio de las sombras, veíanse las brujas amontonadas, con sus caras agitadas. En medio, el macho cabrío, al que adoraban. Y comenzaron, una por una, a repetir el versillo de los días. Le llegó el turno al jorobado, y apenas pudo hablar. La novia le dio un golpe, y él dijo:

Lunes, uno;
martes, dos;
miércoles, tres;
jueves, cuatro;
viernes, cinco;
sábado, seis...

Y, sin caer en la cuenta, terminó:

domingo, siete.

Al oír el nombre del día del Señor, las brujas estallaron en una algarabía infernal de denuestos y maldiciones. Empezaron a preguntar:
-¿Quién ha sido? ¿Quién ha sido?
Y las más cercanas al jorobado lo señalaban. El desdichado creía que iba a perecer de espanto. Veíase ya despedazado por las brujas. Pero la novia intercedió por él, y las brujas decidieron arrancarle la joroba. Y así lo hicieron. Regresaron el jorobado y su novia a casa. A la mañana siguien­te él quiso marcharse del pueblo; pero no lo pudo hacer, porque la desaparición de su joroba había sido el acontecimiento del día. Todos le felicitaban y querían saber los medios de que el jorobado se había valido para deshacerse de su giba. Las pre­guntas más insistentes venían de otro jorobado que deseaba saber el medio de curarse su deformidad. Al fin lo supo, y el primer sábado que vino se diri­gió al monte. Al sonar las once, oyó los gritos de las brujas, y al pasar una de ellas cerca de donde estaba, se cogió a sus faldas y fue arrastrado por el aire.
Llegaron al aquelarre. Comenzó la fiesta, y cuando le tocó el momento de decir los versos de los días, exclamó al final:
-¡Domingo, siete!
Las brujas comenzaron a gritar de nuevo y a preguntar por el autor de la terrible falta, y cuando lo descubrieron, lejos de quitarle la joroba le pusieron encima la que le habían arrancado al pri­mer jorobado. Y así, el giboso volvió al pueblo con dos jorobas en vez de una.

108. Anónimo (pais vasco)

La pastora y la música

En una pequeña aldea vasca vivía una mucha­cha, huérfana de padre y madre, que tenía que ganarse la vida pastoreando el ganado. Muy de mañana recogía los rebaños y marchaba con ellos al monte; allí elegía una verde pradera para que pastaran, mientras ella, sentada en la hierba, se entretenía en fabricar, con cañas o trozos de boj, encina u otra madera, algún instrumento musical, como flautas o silbatos, con los que luego tocaba bellas melodías, pues sentía una gran afición por la música. Imitaba con sus sones el canto de los pá­jaros, que acudían en torno de ella y le contestaban con sus gorjeos, tomándola por un ave canora.
Era esta zagala muy devota; rezaba el rosario a María Santísima todos los días, mientras estaba en la pradera cuidando los rebaños, y no dejaba de invocar con un Avemaría a la Virgen cada vez que llegaba hasta ella el sonido de las campanadas de la lejana iglesia.
Estando un día rezando, se le apareció la Virgen, y con dulce voz le dijo:
-Hija mía, pídeme lo que quieras y te será con­cedido.
La pastorcita contestó:
-Yo quisiera, Madre mía, un silbato, con el que hiciera bailar a todo el que lo oyera.
La Virgen le entregó lo que le pedía, y desapare­ció al momento. Llena de júbilo, comenzó a tocarlo, y todas las ovejas y corderos del rebaño empezaron a bailar al oírlo, y ello hizo la felicidad de la pastora, que los contemplaba extasiada.
Ocurrió que el cura de la aldea había salido a cazar por aquellos montes y estaba oculto en una choza que se había hecho con zarzas y ramaje, para acechar desde allí el paso de las liebres. El sacerdote, al oír aquella música, sin poder resistir, comenzó a bailar, y continuaba bailando, aunque sus fuerzas estaban ya agotadas, sus vestidos ras­gados y su piel con heridas y sangrando por las espinas de las zarzas; sentía ya grandes dolores, y no podía pararse, a pesar de todos sus esfuerzos por estarse quieto, y así continuó hasta que la pas­tora dejó de tocar su silbato.
Cuando terminó, salió furioso y fue corriendo al pueblo para denunciarla, diciendo que era una bruja.
Fue detenida, llevada ante el Tribunal de la Inquisición y condenada a muerte por brujería. Al día siguiente, al amanecer, iba a cumplirse la sen­tencia; la sacaron de la prisión y, seguida de todo el pueblo, fue llevada hasta el patíbulo, donde la subieron. Allí le dijeron que podía pedir una última gracia. La pastora pidió que le desatasen las manos, porque las tenía doloridas por los cordeles. Le fue concedido en el acto lo que pedía.
El sacerdote, al verla con las manos libres, pidió que le ataran bien fuerte a él, al eje de un martinete. La pastora sacó rápidamente el silbato de su faltri­quera y se puso a tocarlo sin tregua, y todos los espectadores se pusieron a bailar al son de aquella música, y hasta los verdugos y el mismo sacerdote, a pesar de estar atado, bailaban y se reían a carca­jadas. Cuando la pastora dejó de tocar, todos los vecinos del pueblo, entusiasmados con aquella mú­sica dulce y agradable, fueron a pedir el indulto de la pastora, que fue concedido.
Y desde entonces la zagala les amenizaba todas sus fiestas y solem-nidades con la música celestial de su silbato.

108. Anónimo (pais vasco)

Hernando el halconero

Vivía Hernando, el Halconero, junto a la torre de Gartéiz. Era uno de los más diestros cazadores con arte de altanería y estaba reputado así entre todos los compañeros como el más entendido en su oficio. Hernando consiguió enseñar a un halcón, que era su preferido, al que cuidaba con más amor, y el que, en compensación, le traía las mejores pie­zas, las aves más montesinas, las que más difícil­mente podrían derribar otros halcones. Negro, con ojos brillantes, el halcón iba erguido en el guante de Hernando, y al solo movimiento del brazo de éste se lanzaba como una flecha de basalto contra las aves que vanamente querían huir de él. Y así, entre Hernando y su halcón llegó a haber una relación íntima, un afecto casi humano.
Una tarde, la cacería había sido larga, y Hernan­do estaba cansado y sediento. Bajaba de un alto monte, a cuya cumbre había llegado después de penosa ascensión. El halconero buscaba con gran ansiedad una fuente en que refrescar su sedienta boca. Al fin, junto a una pequeña arboleda, vio con gran alegría una fuente que brillaba al sol del atar­decer.
-¡Agua! -exclamó.
Bajó del caballo y se echó de rodillas, para beber. El halcón volaba por encima de él. De pron­to, cuando el halconero iba a aproximar a sus labios las manos, en que había recogido un poco de agua, la soltó con un grito de dolor. Había sentido un tremendo picotazo en el cuello. Se volvió, irrita­do, y vio con extrañeza que había sido su propio halcón el que le atacara. Quiso atraerlo, para suje­tarlo en el guante; pero fue inútil: el halcón siguió volando. Y cada vez que el halconero quiso beber, el halcón lo impedía, lanzándose feroz contra su dueño. Hasta que éste, lleno de ira y desasosiego, puso una saeta en su ballesta y lanzándola contra el ave, la derribó, muerta en tierra. Mas cuando el cazador iba a recoger el cuerpo traspasado del que hasta entonces había sido su fiel compañero, vio con espanto que en el nacimiento de la fuente una enorme culebra había metido su cabeza y que, cer­ca, unas aves que habían bebido estaban muertas. El halconero comprendió, con gran dolor y confu­sión, que su halcón, con el inexplicable ataque, lo había salvado de una muerte cierta. Y entonces co­gió el cuerpo del ave, que aún latía, y lo besó. Des­pués le dio sepultura, ahuyentó a la culebra y alzó allí una fuente. La fuente se encuentra cerca de la ermita de Santa Águeda, y cuenta la tradición que quien beba de esas aguas el 5 de febrero, fecha en que se celebra la romería, no tendrá mal alguno el resto del año.


108. Anónimo (pais vasco)

lunes, 14 de mayo de 2012

La cueva de los ladrones

Vivían una vez, en un pueblecito, dos hermanos. No te­nían ni padres ni más hermanos. Se arreglaban como po­dían para seguir viviendo.
Al mayor de los hermanos le encantaba cazar. Cierta vez que salió a cazar, sin que se diera cuenta anocheció, se perdió y tuvo que quedarse en el monte. Pensando que, por si le atacaba alguna fiera, mejor que en el suelo esta­ría en un árbol, se subió a uno con la intención de dormir un poco.
Cuando estaba durmiéndose, oyó un murmullo de vo­ces. Eran unos ladrones que salían de la cueva donde guardaban los tesoros robados, y que estaba justo bajo el árbol en el que se encontraba.
Desde el árbol, el joven les oyó que decían al salir:
-iAbrite portas, klis, klas...! -y salió un grupo de gente. Cuando salieron todos:
-iZerrate portas, klis, klas...! -dijeron, y las puertas con grandes chirridos se cerraron.
Esa noche había entre los ladrones uno que era nuevo, y por ello le preguntó a otro:
-Con lo fáciles que son de abrir estas puertas, ¿no crees que, si alguien nos oye las contraseñas, nos puede robar todo lo que tenemos?
-Sí, algunos ya han entrado -le contestó el otro-, pero los que comen de la olla pequeña, que tan buen olor desprende, la cual se encuentra en la cocina, no vuelven a salir, puesto que al probar esa carne hace que se les olvi­den las contraseñas. Solamente consiguen salir los que comen de la olla grande; pero hasta ahora eso no ha ocu­rrido nunca.
Todos los ladrones se fueron marchando, conversando entre ellos. El joven que estaba encaramado al árbol gra­bó muy bien en su mente todo lo oído. Esperó un rato más, y cuando creyó que los ladrones ya se habrían aleja­do, bajándose del árbol se acercó a la entrada de la cueva.
-iAbrite portas, klis, klas...! -gritó, y las puertas se abrieron. Cuando entró volvió a decir:
-iZerrate portas, klis, klas...! -y se cerraron.
Dentro de la cueva había mucha claridad, y el joven quedó perplejo de toda la riqueza que allí se acumulaba, parecía un palacio.
Recorrió toda la cueva, y en todos los rincones había oro y plata y muchas joyas más de gran valor. Pensó que para llevarse esa noche tendría bastante con un saco de oro, lo cogió y adentrándose en el establo se hizo con el caballo más hermoso de cuantos había, al cual le cargó el saco de oro. Llegó hasta la puerta, pero se dio cuenta que tenía hambre y se dirigió a la cocina a comer algo. Como lo dijeron los ladrones allí estaban sobre el fogón las dos ollas, la una grande y la otra pequeña. La olla pequeña desprendía un grato olor, y el joven estuvo dudando de si comer de ella o no; pero al final se decidió a comer de la olla grande, que por cierto estaba muy buena... ¡Gracias a ello!, que si no se hubiera tenido que quedar allí. En la olla grande había carne de ternera mientras que en la pe­queña, carne de cristiano. Después el muchacho regresó a la puerta de salida donde le esperaba el caballo cargado, y dijo:
-iAbrite portas, klis, klas...! -y éstas se abrieron al mo­mento. En cuanto salió volvió a decir:
-iZerrate portas, klis, klas...! -y las puertas quedaron cerradas.
El muchacho, como pudo, por unos caminos descono­cidos, volvió a su casa. Cuando los ladrones volvieron a la cueva, al momento se dieron cuenta que allí había estado alguien. Notaban olor a hombre. Fueron a la cocina, pero toda la carne de la olla pequeña estaba intacta, mientras que la de la grande faltaba la mitad.
-El que ha estado aquí, ya sabía nuestro secreto -dijo el jefe de los ladrones.
Después comprobaron que faltaba bastante oro y el mejor caballo del establo.
-Si cae en nuestras manos, no saldrá con vida -dije­ron los ladrones.
Mientras, el joven escondió tanto el oro como el caba­llo en un lugar muy seguro.
El hermano menor se empeñó en que, por si algún día se enfadaba con el mayor, él también necesitaba oro y un caballo, para no quedarse sin nada. Por ello no dejaba a su hermano mayor en paz, para que le dijera de dónde los había traído, pero éste le decía siempre:
-En balde me das la lata, no te lo diré. Con esto ya te­nemos suficiente para los dos, y si no, quédate con todo para ti.
Pero el hermano menor no se contentaba. Todo el día se pasaba amenazándole:
-Dímelo, si no... me tiraré al río o haré cualquier cosa semejante.
Al final, el hermano mayor, temiendo enloquecer con tanta insistencia, tuvo que decirle dónde había encontrado el oro. Pero, ¡cuidado!, si quieres salir de la cueva, recuer­da que no debes comer de la olla pequeña.
-Ya me las compondré -le contestó el menor.
Por la tarde, haciendo como que iba de caza, llegó has­ta la cueva de los ladrones. Una vez allí se subió al árbol y esperó a que aparecieran los ladrones.
Cuando anocheció, los ladrones empezaron a salir en grupos de dos y tres personas.
-iAbrite portas, klis, klas...!
-iZerrate portas, klis, klas...! -y las puertas se abrían y cerraban cada vez que salía un grupo.
Cuando pensó que todos los ladrones habían salido, bajó del árbol, y acercándose a la puerta de la cueva, dijo:
-iAbrite portas, klis, klas...!
Las puertas se abrieron y el muchacho entró. Y, sin pérdida de tiempo, empezó a escudriñar todos los rinco­nes. Cuando llegó al rincón de los tesoros, comenzó a me­ter en los sacos todo lo que podía. Quería ser más rico que su hermano. Cuando llenó una buena cantidad de sa­cos, preparó cuatro o cinco caballos con sus riendas y al­forjas para poder llevar el botín. Después de cargar los animales quedó muy cansado por el esfuerzo.
Queriendo recuperar las fuerzas perdidas, se acercó a la cocina con la pretensión de comer algo, y así poder marcharse. Las ollas, la una grande y la otra chica, allí estaban en el fuego hirviendo. El muchacho destapó la grande, que desprendía un vapor con buen aroma. Luego destapó la pequeña, y de ella también se desprendía un agradable olor, y... se puso a pensar que, por qué le habría dicho su hermano que no comiera carne de la olla peque­ña si desprendía tan agradable aroma... Quizá porque lo odiaba y no quería que fuera más rico que él... Fuera lo que fuera, se dijo, probaré de las dos y así sabré qué es lo que me sucede después. Primeramente se comió un buen trozo de la carne de la olla grande, luego, otro de la pequeña. Cuando comió suficiente y se sentía repleto, se fue donde estaban los caballos cargados, y cogiéndolos se dirigió a la puerta de salida.
Comenzó a- recitar las palabras propicias para que la puerta se abriera, pero éstas le salían al revés.
-iZerrate portas, klis, klas...? -y, claro, las puertas con­tinuaban cerradas. Volvía a repetirlas con más fuerza, y sucedía lo mismo. No podía acertar el decir: «¡Abrite por­ tas, klis, klas...!».
En balde miró si la puerta tenía alguna tranca, pestillo o llave, no encontró nada. Al final, se dio por vencido, se convenció de que no podría salir. Descargó los caballos, y los volvió al establo. Todo el oro lo volvió a dejar donde lo había cogido, y él se fue a esconderse en algún rincón de la cueva. Después de recorrer toda la cueva buscando un escondrijo, se encontró con un agujero repleto de cadáve­res. Al ver esto le inundó un sudor frío, pero al no encon­trar un rincón más seguro, decidió adentrarse en él. Se desnudó, y se tumbó entre los cadáveres como si fuera otro más.
Cuando llegaron los ladrones a la cueva, al momento se dieron cuenta que alguien había andado allí.
-Huele a hombre -dijo el jefe de los ladrones-, vayamos a la cocina a ver si ha comido de la olla pe­queña.
Se fueron todos a la cocina y el jefe, levantando la ta­padera de la olla pequeña, dijo:
-Aquí falta carne. El que ha comido ese trozo debe de estar escondido por aquí. ¡Hoy no se nos escapará!
Todos los ladrones se pusieron a registrar la cueva, de cabo a rabo. A cada rato, se reunían para saber cómo iba la búsqueda.
-Pues aquí debe de estar en algún lado, yo huelo a hombre -les decía el jefe.
Como dos o tres veces se acercaron al agujero de los cadáveres, pero tampoco allí encontraron nada. Al final, cuando casi desistían ya de continuar la búsqueda, uno de ellos dijo:
-iY si está escondido entre los cadáveres!
Volvieron otra vez al agujero, y uno dejos ladrones con un atizador comenzó a atravesar los cuerpos allí despa­rramados. El muchacho cuando notó que era su turno, puesto que no quería morir, se levantó. Al principio los la­drones al verlo levantarse se quedaron sorprendidos, pero reaccionando se avalanzaron sobre él, con la intención de acabar con él.
Entonces el joven arrodillándose delante de ellos les dijo:
-¡No me matéis! Yo os diré quién es el que me ha in­dicado el camino de la cueva, que es el que se llevó parte del tesoro y uno de los caballos.
-Está bien -le contestó el jefe de los ladrones-. Si nos lo dices, hoy no te mataremos, pero no esperes esca­parte de nuestras manos.
Los ladrones pensaron que aprovechándose de este muchacho, debían de apresar al que sabía cómo entrar en la cueva, puesto que había el peligro de que mucha más gente se pudiera enterar.
El muchacho se volvió a vestir y se quedó con los ladrones hasta el alba. Por la mañana, les dijo a los la­drones que era su hermano el que había robado el oro y el caballo, y que si querían los conduciría hasta su casa.
Los ladrones, acompañados del joven, se dirigieron ha­cia el pueblo, pero antes de llegar a él, pensaron que no les convenía aparecer ante todos por allí de día, y que irían de noche. Mientras esperaban el anochecer el mu­chacho les dijo a los ladrones:
-Dejadme ir a casa, y cuando vosotros vengáis os abri­ré la puerta.
Los ladrones asintieron, y le dejaron marcharse a su casa. En cuanto llegó a su casa le dijo a su hermano:
-Después de comer la carne de la olla pequeña y no poder salir, me tuve que esconder entre los cadáveres, y cuando me descubrieron, para que no me mataran les dije que fuiste tú el que robó el oro y el caballo. Los la­drones han quedado en venir por la noche, ahora están cerca del pueblo. Tendremos que pensar lo que hacemos ahora.
La primera reacción del hermano mayor fue enfadarse y pensar en marcharse, dejando a su hermano que se las arreglara solo. Pero luego, pensando que también le in­cumbía, se quedó para buscar una solución. Después de mucho pensar, decidieron traer todo el aceite que pudie­ron, y hacerse con un gran caldero. Al atardecer encendie­ron un gran fuego, y pusieron el caldero de aceite a calen­tar, con la intención de quemar en él a todos los la­drones.
A medianoche, cuando todo el pueblo estaba en silen­cio, los ladrones llegaron a la casa de los dos hermanos, y tocaron la puerta.
El hermano menor salió a una ventana, y los ladrones al verlo le preguntaron:
-¿Por dónde entramos, por la puerta o por la chi­menea?
-Por la chimenea -contestó el muchacho.
Nunca habían entrado por puerta alguna, sino siempre por el tejado o la chimenea. Subieron rápidamente al teja­do, y al mirar por la chimenea vieron allí abajo algo que parecía oro.
-¿Qué hay ahí, tú?
-Vuestro oro.
Los ladrones comenzaron a bajar de uno en uno por la chimenea, y todos ellos se fueron quemando en el aceite hirviendo.
Al día siguiente, los dos hermanos abrieron una zanja muy grande en el huerto, y enterraron en ella a todos los ladrones.
Más tarde se fueron a la cueva, y adueñándose de todo el tesoro, se lo llevaron a casa.
Desde entonces, los dos hermanos, enriquecidos, vivie­ron sin tener que volver a trabajar.

Fuente: Joxemartin Apalategui

108. Anónimo (pais vasco)







El viejo diablo y el león del monte

de Arratibel

Dícese que una vez vivía en un pueblo una familia muy pobre. Sólo eran el padre, la madre y el hijo. Tenían pocas tierras, y por esto vivían a duras penas.

Criado

El chico se aburrió con este modo de vida, y decidió marcharse a alguna otra parte. Y en efecto, se marchó.
Una mañana, sin decir nada a nadie, cogió un envolto­rio donde llevaba la ropa más indispensable, y camino adelante echó a andar o se puso en marcha, no sabiendo siquiera a dónde se dirigía. Al momento de salir de casa le dijo a la madre:
-Me marcho de aquí, madre.
-¿A dónde, mi pequeño niño? -le respondió la madre medio llorando.
-No lo sé, pero como quiera que sea espero encon­trarme mejor que aquí. Creo que pronto apareceré de nuevo.
-Que sea así -le respondió la madre. Y de este modo se separaron el uno del otro.
El chico fue de pueblo en pueblo durante mucho tiem­po, pues en ninguna parte había trabajo para él. Pero te­nía que vivir, y si quería comer algo, a veces se veía obliga­do a hacer trabajos duros. Cuántas clases de trabajo pro­bó, conoció: el de pastor, yuntero, carbonero, cantero y otros más, pero nunca ninguno que fuera de su gusto. En todos ellos se aburría enseguida.
Por fin, supo que en un monte había un caserío donde el padre y una hija vivían solos, y pensó marcharse allí mismo para ver lo que sucedía.
-¿Qué necesitas, qué buscas aquí? -le preguntó el dueño de aquella casa tan pronto como se acercó el chico. Ese dueño era bastante viejo y muy feo, y además bruto, aparentemente al menos.
-He venido a ver si aquí tienen trabajo para mí -le respondió el chico, bajando la cabeza.
-Aquí lo que sobra es trabajo y no otra cosa -le res­pondió el dueño-. ¿Y tú en qué sabes trabajar?
-Yoo... -le respondió el chico-, eso me lo dirá des­pués de que lo haya probado.
-Está bien, tú. Yy... cuánto sueldo pides -le preguntó aquel hombre bruto.
-Pues no lo sé... Eso lo dirá el trabajo, ¿no? -le res­pondió el chico, levantando la cabeza hacia arriba.
A aquel hombre bruto le agradó el chico, y habiendo estado un poquito como si lo estuviera pensando, le res­pondió así:
-Está bien, tú, está bien, tú, quédate aquí, yyy... no te faltará trabajo y comida.
Y desde aquella misma hora, aquel chico se quedó en aquella casa, como criado. La hija de aquel hombre bruto no era parecida a su padre. Era una muchacha hermosa y dulce e inteligente, que sabía vislumbrar pronto las cosas. El criado y ella se avinieron enseguida. Aquella última temporada el criado estaba acostumbrado a trabajos du­ros, y no le parecía nada difícil la vida de aquella casa. Además, dentro de él estaba naciendo el amor hacia aque­lla hija.
El dueño de la casa, aquel hombre bruto, era totalmen­te malo, además listo, no se le pasaba nada, ya que aquel hombre era el viejo diablo. La hija sabía eso, y le odiaba enormemente a pesar de ser su propio padre.
El viejo diablo, cuando descubrió que el criado y su hija se avenían bien,, decidió echar de casa al criado, a pe­sar de que era buen trabajador y necesario.
Una vez a la hija le habló así:
-Antes también vivimos sin criado, y creo que de nue­vo podríamos vivir de ese modo.
-¿Pero por qué? -le respondió la hija.
-Pues no lo sé... es buen chico y trabajador, pero... pero esta casa no tiene lo suficiente para pagarle a ese...
La hija no le respondió nada, conocía de sobra a su pa­dre, y sabía bien que habría que hacer lo que él quisiera.
La hija se fue a donde el criado lo más pronto que pudo, y le contó todo lo que sucedía, y aunque hasta en­tonces lo había tenido en secreto, entonces le mostró que su padre era un viejo diablo. Entre ambos decidieron ma­tar a aquel viejo diablo, así o asá. ¿Pero cómo matarlo siendo un viejo diablo? No sería nada fácil.
De cuando en cuando la hija le había oído hablar a su padre, cuando estaba de buen humor, que él no moriría y que nadie tampoco lo podría matar, si antes no ocurriría esto y aquello. La hija nunca le prestó gran caso, pero ahora comenzó a pensar en lo que querría decir su padre y en que tenía que arrancársele, así o asá, lo que sobre la muerte le refería. El criado y ella se pusieron de común acuerdo para en adelante portarse lo mejor que podían, sin enfadar al viejo diablo, ya que de ese modo le habían de arrancar cómo habría que matarlo.
Y llegó ese momento. En aquel entonces el viejo diablo se mostraba más bueno y más suave que nunca. Durante el verano solían hacer su pequeña siesta sentados en un banco de la parte delantera de la casa, a la sombra de una higuera.
Una vez, la hija le dijo al chico:
-Hoy, después de la comida, súbete a la higuera, y ponte allí, bien escondido. Yo trataré de hacerle hablar al padre, mientras esté sentado en el banco de debajo. Vere­mos si se le escapa algo.
Hicieron como lo dijeron. Nada más acabar la comida, el chico subió a la higuera, y se puso allí, bien escondido. También el viejo diablo y su hija vinieron a sentarse en el banco. Cuando se sentaron, la hija le preguntó al padre:
-¿Desea que le limpie un poco la cabeza y le peine esos pelos?
-Sí, como tú gustes, chica -le respondió el viejo diablo.
La hija comenzó a limpiarle y peinarle los pelos, y mientras le hablaba sin parar, preguntándole sobre esto y aquello:
-Padre, ¿cuántos años tiene? ¿El abuelo de tal sitio es más joven que usted?, ¿Conoció a los que vivieron en la vieja casa de al lado?
Por fin le preguntó:
-Padre, ¿al menos una vez ha pensado usted que po­dría morir?
-Ja, ja... -le respondió el padre, riéndose-, sí criatu­ra, sí, y además lo he pensado más de una vez. Pero es muy difícil que yo me muera.
-¿Eso por qué, pues? -le preguntó la hija.
Mientras, allí estaba el criado subido a la higuera oyen­do todo.
-Antes también te he dicho algo -comenzó a decirle el viejo diablo-. Yo tengo un hermano en tal monte, que anda en forma de león. Dentro de ese león hay una liebre, y dentro de esa liebre hay una paloma. Esa paloma tiene dentro de sí un huevo, y si alguien no revienta ese huevo aquí -dijo llevándose la mano a la frente- yo no mo­riré.
»Piensa ahora a qué puedo tener yo miedo para morir. Aunque maten al león, saldrá la liebre, y aunque maten a la liebre, saldrá la paloma. Y aunque maten aquella palo­ma, ¿quién sabe que el huevo que lleva dentro de sí me lo tiene que reventar en esta frente mía? Aún no ha nacido quien pueda hacerme eso.
Cuando llegó el otoño, el viejo diablo veía cómo la chi­ca y el chico se entendían bien, y siempre estaba pensando en el momento en que iba a echar de casa al criado.
Así, un día, ya que se habían acabado los trabajos más impor-tantes... le dijo al criado:
-Veo que aquí te necesitamos siempre, pero los traba­jos más importantes de este año los tendremos ya realiza­dos y creo que de aquí en adelante mi hija y yo nos arre­glaremos. Será mejor para ti marcharte a alguna otra par­te donde ganes más que aquí...
-Está bien -le respondió el chico-, yo aquí estaba muy contento, pero ya que así lo desea... mañana mismo me marcharé.
-Cuando tú mismo lo desees -le respondió el viejo diablo, a punto de reventarse de alegría, porque no creía que echaría tan fácilmente a aquel criado.
Tampoco se enfadó el criado. Ya que desde hacía tiem­po estaba esperando a ver cuándo lo despediría aquel vie­jo diablo. No quería marcharse por su propia cuenta, para que aquél no pudiera pensar mal de él. Por eso la chica y él se habían puesto de acuerdo para que fuera el propio diablo quien le dijera que se marchara. También para que luego el chico se marchara a aquel monte donde vivía el león; para que matara al león, a la liebre y a la paloma; y para que, por fin, muriera el viejo diablo, y así casarse los dos... No sería nada fácil hacer todo eso, pero al menos no quedarían sin hacer lo que podían.

El león del monte

Como se ha dicho, a la mañana siguiente el chico salió de aquella casa, aparentemente como si hubiera recibido una gran pena, y como si no supiera a dónde dirigirse, pero estando contento en su interior y habiendo decidido bien a dónde dirigirse.
Aquel monte en el que vivía el león era grande y allí vi­vía poca gente, a excepción de algunos pastores.
Había una casa que tenía un rebaño, y porque el padre era recién muerto, la madre y una hija habían quedado las dos sólo. La hija era una chica mayor y ella misma an­daba pastoreando y haciendo otros trabajos, y tenían la intención de vender el rebaño, al menos que apareciera al­gún buen criado... Estando en eso apareció el chico pi­diendo trabajo... Contentas lo acogieron en casa, y le dije­ron que tendría que pastorear. El chico no deseaba otra cosa.
Desde el día siguiente el nuevo criado empezó a llevar al monte las ovejas. Los primeros días, la chica misma le ayudó para enseñarle a dónde llevar el rebaño y dónde es­taban los lugares de pasto.
-Este monte es grande -le dijo la chica al criado-, pero no podemos llevar el rebaño al lugar donde hay el más abundante pasto. Allí hay un gran león, y deja despe­dazadas todas las ovejas que allí aparecen.
El chico se alegró mucho al oír todas esas cosas, y a continuación le hizo muchas preguntas sobre cuándo más o menos aparecía ese león, sobre lo que opinaban los otros pastores..., y por fin le dijo que él solo bastaba para guardar las ovejas y que, de allí en adelante, se quedara en casa ayudando a la madre y que hiciera aquellos dulces bollos que sólo ella sabía hacer... La chica tenía buena mano para eso, y le prometió que no le faltarían bollos.
Al día siguiente, el chico puso el rebaño por delante y lo condujo a aquel hermoso pastizal donde solía andar el león. Pronto se oyó el rugido del león, semejante al produ­cido por el desenraizamiento de todo el monte. Las ovejas comenzaron a huir, pero el chico las obligó a quedarse. Allí apareció el león como si fuera a despedazar y comer todos los rincones. Pero el chico sabía quién era, y no se asustó. El león se adelantó vivamente enfadado, y, puesto sobre dos patas, se dejó caer sobre el chico. Los dos, mu­tuamente agarrados, empezaron una lucha fuerte, pero ninguno podía someter al otro. Muy cansados, cuando es­tuvieron ya a punto de reventarse, el león dijo:
-iAh..., si aquí yo tuviera una mirada de mi hermano que vive en tal sitio, no tendría miedo de ti...!
-¡Tampoco yo de ti, si tuviera un bollo hecho por la hija de la casa donde ahora vivo yo, y un beso suyo...! -le respondió el chico.
En eso se quedó la lucha de aquel día. El león se mar­chó monte adelante, y el chico, en cambio, cogió las ove­jas y volvió a casa.
La madre y la hija se extrañaron mucho cuando vieron que había traído a casa tan temprano a las ovjeas. Ésas parecían estar alimentadas suficientemente, y el chico en cambio tenía aspecto de muy cansado.
Los días siguientes sucedió igual. Tan pronto como el chico adentraba a las ovejas en el terreno del león, éste aparecía allí lanzando enormes rugidos, y los dos pasaban mucho tiempo luchan-do. El león le repetía lo mismo to­dos los días:
-¡Ah, si aquí yo tuviera una miraba de mi herniano que vive en tal sitio, no tendría miedo de ti!
=iTampoco yo, si tuviera un bollo hecho por la hija de la casa donde ahora vivo y un beso suyo! -le respondió al chico.
El chico traía temprano a las ovejas todos los días, pero suficientemente alimentadas, y la leche también les aumentó. Madre e hija hacían con él todo lo posible que­riendo saber lo que sucedía, pero era inútil, el criado no les decía nada.
Una mañana la hija tomó la decisión de marcharse al monte, sin decir nada a nadie para ver por sí misma lo que allí sucedía. Salió de casa un poco después que el criado con su rebaño, y siempre detrás de él se fue hasta el monte. Se quedó de piedra cuando el criado adentró al rebaño en el terreno del león, y aún más cuando apareció el león y empezó a luchar con el chi­co. La chica no sabía qué hacer, estaba totalmente asus­tada.
El león, como siempre, exclamó después de luchar un rato:
-iAh..., si aquí yo tuviera una mirada de mi hermano que vive en tal sitio, no tendría miedo de ti!
-¡Tampoco yo, si tuviera un bollo hecho por la hija de la casa donde ahora vivo y un beso suyo! -le respondió el chico.
El león se marchó monte adelante, y el chico cogió las ovejas para volver a casa. La chica, en cambio, habiendo visto aquella lucha y habiendo oído aquellas palabras, vino a casa deprisa, pero a nadie dijo nada, ni a la madre ni al chico.
Al día siguiente, el chico como siempre subió al monte habiendo cogido el rebaño, y también la chica detrás de él habiendo cogido el bollo.
Como cada día, después que el león y el chico lucha­ron un rato, el león dijo:
-¡Ah..., si aquí yo tuviera una mirada de mi hermano que vive en tal sitio, no tendría miedo de ti!
-¡Tampoco yo de ti, si tuviera un bollo hecho por la hija de la casa donde ahora vivo y un beso suyo! -le res­pondió el chico. La chica estaba escondida detrás de una roca de los al­rededores, y cuando oyó esas palabras salió deprisa:
-Toma el bollo y toma un beso -diciéndole al chico.
El chico cogió el bollo, le dio a la chica un beso y, lue­go, golpeó con aquel bollo al león, y... allí mismo lo tiró al suelo, muerto... El chico le abrió la tripa, y una hermosa liebre salió de allí mismo y se marchó huyendo deprisa. También el chico se transformó en liebre, y en seguida la alcanzó. También a la liebre le sacó las tripas, y salió una hermosa paloma y se marchó volando, volando. Pero tam­bién el chico se transformó en paloma, y habiéndose mar­chado detrás suyo durante un tiempo, la alcanzó. Cuando mató a la paloma, en su interior había un huevo. El chico cogió aquel huevo, y lo metió en una pequeña caja para que no se rompiera. Luego volvió al lugar donde se había quedado la chica y el rebaño. La chica y él reunieron las ovejas y regresaron a casa contándose cosas mutua­mente.
La hija refirió a la madre todos los acontecimientos y al día siguiente a los pastores de los alrededores también, y todos asom-brados, quedaron contentos cuando supie­ron que estaba muerto aquel viejo león. No sabían cómo dar las gracias a aquel criado simpático. Todos sintieron gran pena, sobre todo la madre y la hija cuando aquel chi­co les dijo que había cumplido con su quehacer y que te­nía que marcharse de allí. Todo lo posible hiciéronle para que se quedara allí, pero fue en balde, el chico les decía que tenía quehaceres más grandes que realizar.
De allí a algunos días, habiendo dejado el rebaño y aquel monte, se fue a casa del viejo diablo con la excusa de comprobar si estaban bien. El viejo diablo, y sobre todo su hija, le acogieron bien diciéndole que durante algunos días estuviese con ellos.
El chico y la chica se hablaron entre ellos mucho, di­ciendo uno al otro lo que les había sucedido y lo que te­nían que hacer. Por fin, pensaron hacer como la vez ante­rior. El chico se escondería en la higuera y, cuando el viejo diablo se durmiera en el banco de abajo, le reventa­ría el huevo en la frente... y lo mataría.
Al día siguiente la hija puso una comida un poco mejor porque el chico estaba allí... Después de haber comido y bebido bien, el chico se levantó de la mesa diciendo que se marchaba a descansar un poco..., pero se subió a la hi­guera del portal y se escondió allí. También el viejo diablo y la hija salieron y se pusieron sentados en el banco de de­bajo la higuera. Después de haber estado un ratito hablan­do, el viejo diablo se quedó dormido.
Entonces el chico se bajó de la higuera callando ca­llandito, cogió en la mano el huevo de la paloma y izas...!, se lo reventó en la frente al viejo diablo. Éste no se desper­tó más. Tal y como él había dicho antes, se quedó muerto.
De allí a un tiempo sucedió que la chica y el chico se casaron. También al padre y a la madre trajeron a ese ca­serío... desde entonces dícese que vivieron muy bien.

Fuente: Joxemartin Apalategui

108. Anónimo (pais vasco)