Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 24 de agosto de 2012

La princesa arminda

Arminda era una Princesa que no se quería casar y como su padre el Rey quería que encontrase novio, ella pedía:
‑Me casaré sólo con el que pase una noche entera con mi oso en la cuadra. Sino no me casaré nunca.
Estaba clara su intención; ningún pretendiente quería morir, así que nadie lo intentaba siquiera. Pero un día llegó a la Corte un joven que quiso pasar una noche con el oso, y eso hizo. A la mañana siguiente salió de la cuadra tan campante y la Princesa tuvo que cumplir su palabra y casarse con él. Y después le preguntó cómo lo había conseguido.
‑Muy fácil ‑dijo el joven; me puse a comer nueces, y cuando el oso me pidió unas pocas, le di Piedras, con las que se le rompieron los dientes. Luego toqué el violín, y cuando me dijo que le enseñase antes de matarme, le dije que antes debía cortarse las uñas para aprender. Fue tan tonto que me dejó cortárselas. Sin uñas y sin dientes, nada me podía hacer, así que dormí tranquilamente hasta la mañana.
‑¡Mereces ser mi marido! ‑reconoció la Princesa, y fueron muy felices durante toda su larga vida.

999. Anonimo,

La primera aventura de buffalo bill

En los tiempos duros de la colonización americana, los niños se veían obligados a trabajar como hombres, para poder sobrevivir.
La familia Cody tenía un único hijo va­rón, B¡ll, el que más tarde sería conocido por Buffalo Bill, que ya a los once años empuñaba el hacha con fuerza. Por aque­llos días, Isaac Cody, el padre, preguntó al muchacho:
-Tengo que ausentarme durante unos días. ¿Serás capaz de encargarte de la vi­gilancia del rancho y del cuidado de tu madre y tus dos hermanas en mi ausencia?
-Puedes irte tranquilo -dijo serena­mente el muchacho.
Al amanecer del siguiente día, un piel roja se aproximó a la cerca con idea de robar un caballo. Bill, que adivinó su in­tención desde su puesto de vigilante jun­to a la ventana, apareció en la explana­da, rifle en mano, gritando:
-¡Deja ahora mismo ese caballo!
Y para reforzar la orden disparó y su ba­la pasó tan cerca de la cabeza del ladrón que éste, asustado, se apresuró a huir a toda velocidad, sin intentar llevarse el caballo:
Ya conocéis la primera de las proezas el que llegaría a ser un héroe fabuloso.

999. Anonimo,

La primavera sucede al invierno

Fuera, soplaba el viento y caía la nieve y dentro de la cabaña, un anciano se moría, viendo llorar a sus hijas, a sus hijos, a los maridos de sus hijas y a las mujeres de sus hijos; el anciano habló así:
-¿Por qué lloráis? A la muerte sucede la vida y un nuevo ser viene a sustituir al que ha desaparecido. El invierno, con su capa de nieve, no hace sino dar vida a la tierra, que surge más espléndida al apuntar la primavera. De los árboles resecos surgen nuevos brotes, y su vida nueva es mejor. Así ocurrirá conmigo.
Aquella noche el anciano murió y en la misma cabaña nació un nieto del anciano fallecido. Una vida joven y prometedora iniciaba su andadura. Y el llanto M pequeñuelo fue consuelo para los que allí moraban, y encendió su fe en el futuro.
Todos arrodillados junto al féretro y la cuna, dieron gracias al Creador, que en su infinita sabiduría aliviaba las desventuras con el bálsamo de la esperanza.

999. Anonimo,

La planta viva

Del diario de Eloisa P. encontrado por inspectores de la policía en su domicilio:

29 de enero de 19..
Mi marido durante toda su vida ha estado dedicado a las cosas más extrañas que imaginarse pueda. Pasó una gran temporada en la que su afición por las ciencias denominadas ocultas ocupó gran parte de su tiempo. Libros sobre astrología, hipnosis, espiritismo y todo lo relacionado con la parapsicología llenaban los estantes de la biblioteca y el despacho. Desanimado por los resultados obtenidos en la mayoría de los casos, fue abandonando poco a poco este tema para dedicarse al estudio de las plantas.
Así, y desde hace unos días, todos estos libros han ido amontonándose por los rincones del despacho, para dejar su sitio a multitud de diferentes plantas y macetas que han hecho de esta habitación un pequeño invernadero.

12 de febrero de 19...
En estos días pasados las plantas han seguido llegando continuamente. Ante la incapacidad material de meterlas todas en el pequeño despacho, mi marido ha habilitado uno de los cuartos contiguos al que por nada del mundo me deja pasar. Sólo él y su nuevo ayudante, Rafael, tienen libre acceso a esta dependencia.

15 de febrero de 19..
Hoy ha llegado Rafael con varios aparatos extrañísimos, que ha metido con celeridad en el «laboratorio» -así es como llaman ahora a su lugar de trabajo-. Ante mis preguntas de qué significaban todos aquellos artilugios, me contestaron evasivamente y lo único que  pude sacar en claro era que debía callarme y no hacer preguntas hasta que ellos quisieran darme una explicación.
De todas maneras, el asunto de las plantas está comenzando a preocuparme: mi marido apenas sale del laboratorio para nada e incluso me ha pedido que la comida se la lleve allí. La mayoría de los días al ir a retirar la bandeja me la he llevado casi con los platos intactos. Esto no puede continuar así.


24 de febrero de 19..
He entrado en el laboratorio y a empujones y con grandes protestas por parte de los dos investigadores he conseguido sacarles del laboratorio y sentarles en la mesa del comedor. En la sobremesa, y mientras tomábamos una taza de café, Miguel, mi esposo, decidió revelarme algunos datos de las investigaciones que estaba llevando a cabo.
«Tú sabes Eloisa -comenzó diciendo-, y está totalmente demostrado, que las plantas si «oyen» música agradable, crecen mucho más deprisa. Efectivamente, después de estas semanas de estudios hemos comprobado la veracidad de este fenómeno. Cultivamos dos cóleos en crecimiento con las mismas condiciones de temperatura, agua, recipiente, etc., excepto en una cosa: a uno de ellos por medio de unos auriculares especiales le aplicábamos cada día sesiones de dos horas de duración con música clásica: Beethoven, Bach, Mozart, etc. Mientras que a la planta tratada por el método típico ha seguido un crecimiento normal, el cóleo sometido a las sesiones musicales se ha desarrollado de una manera espectacular: sus colores son más vivos, sus tallos más fuertes y de sus ramas han nacido multitud de hojas».
«Esta demostración nos ha hecho continuar nuestros experimentos y llevarlos, si es posible, hasta las teorías  de un profesor americano que está convencido de que las plantas no solo sienten, sino que en determinadas circunstancias incluso podrían llegar a captar nuestro pensamiento».
Al terminar mi marido esta frase no pude aguantarme y prorrumpí en una gran carcajada. Miguel se levantó de la silla como impulsado  por un resorte; su semblante había cambiado instantánea-mente, apareciendo serio; sus ojos me dirigieron una mirada fría, intensa, cargada de odio ante mi incredulidad. Sin decir una palabra más se dirigió hacia su laboratorio y se encerró allí. Su ayudante, Rafael, le siguió inmediatamente.

2 de marzo de 19..
No he vuelto a ver a mi marido desde el pasado incidente de mis risas burlonas. No sale para nada de su lugar de trabajo y cuando voy a llevar la comida es Rafael quien la recoge cerrando en seguida la puerta.

8 de marzo de 19..
Después de muchos ruegos  lamentaciones he conseguido que saliesen del maldito laboratorio y que olvidasen las pequeñas disputas conmigo. Hemos comido los tres juntos y a la hora del café, Rafael se ha quedado haciendo la sobremesa conmigo; mi marido nos ha abandonado en seguida pidiéndonos perdón, pero tenía un trabajo a medio realizar y no podía dejarlo por más tiempo.
Rafael, sin darme tiempo a que le preguntase nada, comenzó diciéndome:
«No debería haberse reído usted como lo hizo la otra tarde. El trabajo que realizamos ahí dentro es muy serio y sobre todo para su marido. Yo al principio dudaba como usted de los resultados y  de las cosas que me refería Miguel. Pero he constatado personalmente que acariciando a las plantas estas pueden llegar a reconocernos; un hombre a kilómetros de distancia de una planta, puede enviarle mensajes telepáticos que la planta recibe puntual-mente» me decía.
«Por medio de un experimento realizado la semana pasada -continuó- cualquier duda que todavía quedase en mí, ha sido apartada de mi mente. Me acerqué con un mechero encendido a una de las plantas y pude comprobar cómo la planta ante la cercanía de la llama se alteraba, en sus constantes vitales aparecía algo así como un desmayo. Esto sucedió varias veces hasta que la planta comprendió que no le iba a hacer daño, que se trataba tan sólo de una prueba. Pero todavía se altera cuando me ve acercarme con fuego en la mano».
En aquel momento Rafael fue reclamado desde el laboratorio y me dejó sola. No podía creer en nada de lo que me había dicho. Empecé a temerme que a mi marido le comenzara a faltar la razón y había contagiado en su locura al pobre Rafael.

23 de marzo de 19..
En estos días pasados todo ha transcurrido con normalidad. Comemos y cenamos los tres juntos, pero ni ellos hablan de la marcha de su experimen-tos, ni yo he querido preguntarles hasta ahora. Pero la curiosidad pudo más que la decisión y hoy me he decidido hacerles una visita en el laboratorio.
Me abrió la puerta mi marido y pude ver que su cara rebosaba de felicidad. Sin dejarme hablar comenzó a decir:
«Después de estos meses de trabajo puedo decir muy ufanamente que hemos encontrado mucho más de lo que esperábamos. La conclusión a que hemos llegado en estos momentos es que las plantas no solo perciben nuestro pensamiento, sino que son capaces de comunicarse entre ellas. Las plantas  hablan, y en este momento Rafael las está escuchando».
Salí de aquel laboratorio completamente aterrada. Por un lado en mi cabeza bullía cada vez con más fuerza la terrible idea de que la locura se había apoderado de aquellas dos mentes investigadoras y ya empezaban a desvariar de una forma casi total. Pero por otro lado había algo en aquel laboratorio que no me gustaba, algo extraño, indefinido, que me hacía repeler todos aquellos experimentos; una especie de sexto sentido que e avisaba de un posible próximo peligro.

20 de mayo de 19..
Mi marido y su ayudante han estado trabajando febrilmente durante estos dos meses. Se acuestan a altas horas de la noche y al poco de salir el sol y están dedicados otra vez a su actividad. He comenzado a llevarles otra vez la comida al laboratorio y no puede evitar un escalofrío cada vez que me acerco a aquella puerta.

27 de mayo de 19..
Esta mañana Miguel ha reclamado mi presencia en el laboratorio; quería que comprobase el resultado de uno de sus experimentos. Cuando traspasé aquella puerta la extraña sensación que había sentido en otras ocasiones se apoderó de mí intensamente, y se hizo más notoria cuando me dirigieron hacia la pequeña habitación contigua en la que hasta el momento había sido prohibida mi entrada.
Mientras el cuarto que antes había servido de despacho estaba repleto de plantas que se amontonaban por todos los lugares, en la habitación prohibida solamente un ficus significaba la presencia del reino vegetal allí. Todo lo demás eran extrañas máquinas y aparatos que de ninguna de las maneras podía adivinar su utilidad. De uno de esos rarísimos aparatos salían unos pequeños auriculares por medio de unos finos cables al tallo del ficus.
Sin poder dar crédito a lo que veía y todavía absorta en la planta, mi marido comenzó a decirme:
«Ya no nos queda ninguna duda de que las plantas emiten sonidos. Igual que los delfines tienen un lenguaje que no podemos escuchar porque está compuesto de ultrasonidos, las plantas también se comunican por medio de estos imperceptibles ruidos, pero en otra frecuencia. Después de ímprobos esfuerzos hemos conseguido conocer la frecuencia exacta, y por medio de esa extraña máquina que tienes a tu izquierda y un complicado circuito programado, nuestra palabra sufre una conversión a ultrasonidos y la planta, de esta manera, nos entiende. Pero la más fantástico es que este mismo aparato convierte los ultrasonidos de la planta en palabras, y así podemos hablar con ella».
«Debido a tu manifiesta incredulidad, he querido que seas tú misma quien compruebes la veracidad de mis palabras. Coge esos auriculares, póntelos en lo oídos y habla a la planta».
Cuando cogí los auriculares mis manos temblaban y un sudor frío invadió todo mi cuerpo. Aquello era absurdo, yo no podía hablar a una planta; si ellos estaban rematadamente locos que siguiesen con sus manías, pero mi lógica humana me impedía hacerlo. Volví la cabeza para decirle a mi marido que me negaba a realizar el experimento, pero al observar la adusta mirada de Miguel decidí que lo mejor que podía hacer era seguirles el juego. Con voz entrecortada y casi como un suspiro, pues las palabras se negaban a salir de mi garganta, me dirigí a la planta:
-¿Me... me escuchas?
-Sí, perfectamente... Tú... eres... Eloisa...
La voz era susurrante y llegaba a mis oídos como si viniese de muy lejos; en mi cerebro sonó como una voz del más allá. Y sentí repentinamente miedo, un terror inimaginable se apoderó de todo mi cuerpo. Todavía en estos momentos no sé cómo lo hice, estaba estremecida, aterrada, pero volví a interrogar a la planta:
-¿Me comprendes?
-Comprendo tus palabras, pero no puedo comprender el mundo en que vives... ¡Es tan diferente del nuestro!... Nosotras las plantas estamos en otra dimensión distinta a la vuestra... Pensamos, sufrimos o somos felices, vivimos en una palabra... Sí, ya sé que os humanos pensáis que somos seres inferiores, pero estáis equivocados... Las plantas somos los seres más antiguos de la tierra y somos superiores a todos vosotros, somos más inteligentes... El mundo acabará muy pronto para los humanos... Con los deshechos de las fábricas estáis contaminando el agua; los coches y las explosiones nucleares hacen que el aire sea ya casi irrespirable, y hasta la tierra llena de basuras y productos químicos se está pudriendo... Hasta este momento os hemos dejado hacer, pero las plantas ya hemos tomado una decisión: os destruiremos...
La voz era ahora más fuerte, más segura de sí misma que antes. Intenté quitarme los auriculares, pero una fuerza extraña me lo impidió y seguí escuchando absorta a la planta.
-Tienes que comprenderlo... No nos habéis dejado otra opción... Si no os destruimos, acaba-remos pereciendo con vosotros en alguna de las estúpidas guerras que los humanos fomentáis para destruiros unos a otros, y esto a nosotras no nos importa, pero sí el que la desaparición de la humanidad traiga consigo la aniquilación total del reino vegetal... Por eso precisamente, todos moriréis...
Un grito desgarrador salió de mi garganta -¡No podréis!- y caí desvanecida al suelo.

28 de mayo de 19..
He despertado sobrecogida en la cama de mi dormitorio. Todo mi cuerpo estaba bañado por un sudor frío, respiraba agitadamente y me sentía terriblemente cansada después de una insoportable noche de espantosas pesadillas. Soñaba que las plantas de todos los lugares de la tierra podían caminar y se dirigían contra los hombres. A medida que avanzaban iban dejando una estela de muerte y desolación por todos los lugares que pasaban; pero sólo asesinaban humanos, los animales eran respetados por estos sanguinarios seres. Al final del sueño la tierra estaba poblada únicamente por las plantas y los animales irracionales. La humanidad había perdido su última gran batalla. Aunque sé que sólo ha sido un sueño, no puedo evitar un estremecimiento cuando pienso en ello.
Pese a que tanto Miguel como Rafael me han pedido insistentemente que les relatase qué me había manifestado la planta el día anterior, he decidido guardar silencio. Tampoco les hablaré de mis sueños.

1 de julio de 19..
Durante todo este mes, lo mismo Miguel que su ayudante han estado trabajando muy duro. Todas las conversaciones con la planta las grababan en cinta magnetofónica y tenían la idea de escribir un libro sobre el tema una vez acabado el experimento.
Yo, por mi parte, he resuelto no volver a aparecer por ese condenado laboratorio. Sólo de pensar en la experiencia sufrida el último día que estuve allí me pongo a temblar.

5 de julio de 19..
Esta mañana tanto Miguel como Rafael han amanecido enfermos. Los dos decían tener los mismos síntomas: se encontraban decaídos, sin fuerzas y los músculos parecían que se negaban a aceptar las órdenes de su cerebro.
No le di demasiada importancia achacándolo todo al agotamiento físico producido por el duro trabajo de los últimos meses. Les he dejado dormir durante todo el día y mañana despertarán frescos y con ganas de volver a su tarea.

6 de julio de 19...
La lividez del rostro de Miguel me ha aconsejado llamar al médico. Después de una completa exploración, el doctor no ha sabido darme un diagnóstico y me ha recomendado internarles en una clínica para hacerles unas pruebas completas. Esta misma tarde han ingresado los dos en el Hospital Provincial.

12 de julio de 19...
Después de una semana trágica y dolorosa, de pruebas y más pruebas sin llegar a ninguna conclusión, mi marido y Rafael han fallecido. Lo único extraño que han encontrado los médicos, han sido unos pequeños corpúsculos repartidos por todo su cuerpo que de alguna manera parecen ser esporas vegetales.
Cuando oí aquellas palabras me dirigí a toda prisa hacia mi casa. Entré en el laboratorio con miedo, casi con terror. Al abrir la puerta de la pequeña habitación me pareció que el ficus había crecido. Su aspecto altivo, casi desafiante, me aterrorizó una vez más.
Poniéndome los auriculares me dirigí hacia él  y con una voz gutural, que ni yo misma reconocería, producida por el miedo, le dije:
-¿Has sido tú...?
-Sí. Hemos sido nosotras... -contestó después de unos minutos de silencio.
Su voz ahora autoritaria, como la de un triunfador.
-Otros hombres están muriendo en estos momentos -continuó la planta- en todos los lugares de la tierra... Y vuestros médicos e investigadores nada podrán hacer por evitarlo... Nuestra venganza ha comenzado y nada puede pararla... Tardaremos cientos de años en destruiros, pues nuestros movi-mientos son muy lentos, pero al final lo conseguiremos... El planeta es nuestro, estábamos aquí mucho tiempo antes que vosotros... Para salvarnos las plantas debéis de perecer la humanidad entera... Absolutamente toda...
Una ira tremenda se apoderó de mí. Tiré los auriculares con rabia al suelo e hice pedazos aquel maldito ficus. Mientras la estaba pisando me pareció oír todavía una risita proveniente de aquella maldita planta.

* * *
...Empiezo a estar cansada, muy cansada. Ya casi no puedo seguir escribiendo; mi mano se niega a obedecer los impulsos de mi cerebro. Pero, créanme, destruyan inmediatamente sus plantas. El futuro de la humanidad está en peligro.

* * *
El inspector González esbozó una sonrisa y cerró el manuscrito. Luego llevó el diario a la comisaría por si pudiese constituir una prueba en las averiguaciones de su extraña muerte.
Sánchez -ordenó, archívelo en la sección correspondiente. Seguramente se trata del caso de una pobre demente.
Mecánicamente el agente tomó el legajo y lo depositó sobre un inmenso montón de informes apilados en aquella sección que habían llegado en los últimos días casi inundando la comisaría. Cuando lo hubo dejado encima se alarmó al recordar que todos aquellos escritos trataban sobre el mismo tema. Un escalofrío recorrió su cuerpo al mismo tiempo que dirigió una temblorosa mirada a la maceta que adornaba la oficina...

999. Anonimo,

La piedra de toque

Se cuenta de un hombre al que un anciano sabio reveló un secreto fabuloso llamado "la piedra de toque". Se trataba de hallar dicho talismán tras lo cual estaría a su alcance todo aquello que deseara. La Piedra de Toque podría encontrarse, según le informó el sabio, entre los guijarros de una playa. Todo cuanto debía hacer era pasear por la orilla e ir recogiendo guijarros. Si una de esas piedras la sentía tibia al tacto, cosa contraria a lo que suele suceder con los guijarros, habría encontrado la Piedra de Toque.
El hombre se marchó inmediatamente a su casa y decidió dedicar una hora cada día a la búsqueda de tal tesoro. Y cada mañana al amanecer recogía piedras en la playa. Cuando agarraba un guijarro que sentía frío, lo tiraba al mar. Esta práctica continuó hora tras hora, día tas día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año. Cada guijarro se sentía frío. Cada guijarro era inmediatamente lanzado al mar. Sin embargo, se consolaba pensando que aquella práctica resultaba sana y agradable. De hecho, pasados los años, casi había olvidado la razón de sus paseos matinales por la playa, disfrutaba mirando el mar, observando el oleaje, escuchando a las gaviotas y recoger y tirar los guijarros pasó a ser casi un juego divertido, un hábito.
Pero entonces, tarde en una mañana, sucedió que tomó un guijarro que sintió tibio, a diferencia de los demás. El hombre, cuya conciencia apenas percibió la diferencia, lo lanzó al mar. Ni siquiera se dio cuenta que había tirado La Piedra de Toque. El tesoro cuya búsqueda había comenzado hace tantos años.

999. Anonimo,

La pastora misteriosa

Llegó a Palacio una joven y pidió trabajo. El Rey, que era muy bondadoso, la envió a cuidar patos con su pastor.
Llegaron al campo y ella se soltó el pelo para peinarse. Era tan bello y dorado que el pastor quiso tocarlo, pero entonces la pastora dijo:
«¡Vuela!», y el sombrero del pastor salió volando, y él tuvo que correr para no perderlo. Cuando volvió ella había recogido ya su pelo.
Esto mismo le hizo por tres días y el muchacho se enfadó.
‑¡Es medio maga! ‑protestó al Rey, y le contó lo sucedido.
Entonces el Rey decidió vigilarla, y eso hizo.
Pero sucedió que al ver su pelo él mismo se enamoró perdidamente de la pastora y la pidió que se casase con él.
‑Sólo quiero que cumplas una condición: ¡que nunca hagas volar mi corona, pues mis súbditos se reirían de mí! ‑le dijo.
La pastora se echó a reír, aceptó la condición y se casó con el Rey.
¡Como me lo contaron, lo cuento, pues se lo oí a María Sarmiento!

999. Anonimo,

La pareja de enamorados

Todas las noches, al llegar las doce, los juguetes del cuarto de los niños cobraban vida y entraban en actividad.
-Organicemos un baile -dijo una linda pelotita de brillantes colores.
-¡Oh, sí, bailemos! -aceptó el trompo, avanzando hacia ella, pues se enamoró nada más conocerla.
-¿Contigo, Trompo? ¡Jamás! Yo selecciono mis amistades.
Al día siguiente, la niña tomó su pelotita y se fue con ella a jugar. Pero, se le cayó y rodó por la pendiente hasta ir a parar a un cubo de basura. La niña sintió asco de introducir su mano en lugar tan sucio y la olvidó.
Al rato, la encontraron unos pilletes. Empezaron a jugar con ella ante la casa de la niña y, de pronto, rompieron un cristal y la pelota antes tan orgullosa se encontró junto a sus compañeros.
-¡Uf, cómo apestas a sardina! -le dijo una elegante muñequita.
-Antes eras muy linda -alegó un clown vestido de raso. Pero has perdido tus colores y ya no vales nada.
Una voz dijo entonces a espaldas de la pelota:
-¿Me concede este baile?
La pelotita, emocionada, descubrió que quien hacía la solicitud era el Trompo, su antiguo enamorado. La quería de verdad y el aspecto de la Pelota no tenía importancia para él.
Ella aceptó y juntos bailaron durante mucho tiempo. La lección había aprovechado a la vanidosa, que ya no despreció a nadie.

999. Anonimo,

La opinión de los demás

Un labrador y su hijo iban de viaje con un burro, y el padre le dijo al chico que se montase él, que tenía piernas más cortas y se iba a cansar antes de andar que él.
Pero pasaron a su lado unos hombres y les oyeron decir:
‑¡Vaya chico más cómodo; va en el burro mientras su padre camina como un criado! ¡Qué poca vergüenza!
Decidieron cambiar para que no murmurasen de ellos, y el joven siguió andando y el padre en el burro.
Entonces se cruzaron con unas mujeres y las oyeron comentar:
‑¡Qué padre desalmado, que deja caminar al hijo así!
Entonces decidieron subir los dos al burro, pero un fraile que pasó cerca de ellos les recriminó:
‑¿No veis que el burro va molido con tanto peso?
Pensándolo, mejor, bajaron del animal y continuaron andando, pero más allá tropezaron con unos cazadores que se rieron:
‑¿Serán tontos? ¿Pues no van andando, teniendo burro?
El labrador se enfadó mucho y le dijo a su hijo:
‑¡Mira lo que pasa cuando uno hace caso de las opiniones ajenas en vez de conducirse según la propia razón! ¡Desde ahora, haremos lo que nos plazca sin oír ni un consejo más!

 999. Anonimo,

La nube blanca y la nube gris


Eranse dos nubes que vagaban perezo­samente por el cielo. Era la una gris, blan­ca la otra. La primera refunfuñona y mal­humorada; la otra, alegre y bondadosa.
La nube gris, durante los días de fies­ta, se dedicaba a arrojar` agua sobre las gentes para que tuvieran que encerrarse en casa y sólo llovía sobre los ríos y el mar, para desesperación de los campe­sinos que veían perderse las cosechas.
Suerte que la nube blanca iba detrás para arreglar los estropicios de la prime­ra. Así, se iba sobre las tierras secas y en­viaba benéfica lluvia y donde no era ne­cesaria permitía que alumbrase el sol.
Pero como la nube gris se empeñase en perseguirla, la tomó con fuerza por las en­marañadas barbas y la arrojó al mar, de donde no volvió a salir.
Desde entonces, la nube blanca va donde es deseada y escapa de donde es mirada con temor.

999. Anonimo,

La niña fea


Erase una niña fea de la que se burlaban sus amigos. La niña callaba y lloraba cuando nadie la veía.
Un día que paseaba por el campo, encontró a una joven bellísima que llevaba un largo vestido de raso blanco y un palito en la mano. Esperanzada, la niña fea le preguntó:
-¿Eres un hada?
-Puede que sí, puede que no...
-Por favor, por favor... si eres un hada, haz que no sea fea y que las demás niñas no se rían de mí.
-Sigue siendo buena y serás hermosa -la replicó el hada, continuando su camino.
A partir de entonces, día a día, a la niña se la veía menos fea. Al cumplir los quince años, era tan bondadosa que la quería todo el mundo. Y todos decían:
-¡Qué bonita se ha vuelto la niña fea!
-En su rostro resplandece la bondad -aseguraban otros.
La niña fea, que ya no lo era, se preguntaba a veces si la joven bellísima a la que halló un día sería un hada o...
-Puede que sí, puede que no... -se contestó a sí misma sonriendo, al tiempo que recordaba la respuesta de la bella joven.

999. Anonimo,

La niña de nieve


Habían llegado las primeras nieves y todos los muchachos del lugar jugaban con ella. Dos viejecitos, Tomás y Julia, decidieron recordar su lejana infancia y salieron también a jugar con la nieve.
Quizá porque habían deseado siempre tener una hija que no llegó, fueron amontonando nieve y dándole la forma de una niña. Y de pronto, asombrados, los viejecitos descubrieron que sus ojos sin vida se volvían azules, y su carita rosada y rojos sus labios. El tosco muñeco se convirtió en una preciosa niña.
Los ancianos acogieron a la pequeña en sus brazos y sintieron el tibio calor de su cuerpo. Luego, entre besos, se la llevaron a su cabaña.
Durante todo el invierno fueron muy felices con su hijita. Pero, cuando la tierra empezaba a cubrirse de verde, el anciano notó que la niña palidecía.
-Me siento muy mal... -dijo ella. Creo que me muero.
El anciano llevó a la niña hasta la cumbre de la montaña, donde soplaba un viento gélido y la nieve era abundante. Y así estuvieron durante varios días hasta que, una mañana, tan fuerte era el sol, que hirió el cuerpecito de la niña como si fuera una espada. Y la niña cerró los ojos y su cuerpo empezó a gotear, como si sudara. El viejecito la abrazó fuerte y sintió que la niña se deshacía.
Sobre la hierba había quedado un charco de agua.
Los dos viejecitos lloraron su soledad...

999. Anonimo,

La niña de las campanillas


Erase una niñita impedida que no podía salir ni corretear con sus amiguitos que iban a visitarla de tarde en tarde porque se aburrían con ella, pues siempre estaba en su silla de ruedas.
Pero cosa extraña, la niñita, rubia y dulce, tenía aire feliz, especialmente cuando podía estar en su jardín.
Todo empezó un día en que lloraba a solas la amargura de su soledad. Una gentil campanilla azul le habló así:
-No llores, niña de los ojos azules. Nosotros te queremos y cantaremos para ti.
Y, ante el asombro de la pequeña, las campanillas azules, las rojas, las blancas, las amarillas, entonaron a coro una bonita canción y luego otra y otra...
A veces, las flores se turnaban para contarle fantásticas historias que distraían a la pobre solitaria. Y así un día y otro hasta que la niña pasó a una vida mejor.
No obstante, el misterio proseguía sobre su tumba. Siempre aparecía sembrada de campanillas blancas, rojas, azules y amarillas que nadie había puesto allí y que se mecían como en una eterna danza.

999. Anonimo,

La narración de james boscombe


La noche oscura, la terrible narración de James Boscombe y el tono que empleaba en cada una de sus palabras, contribuían poderosamente a crear un insospechado ambiente de terror en la taberna del pueblo. Los hombres, con manos heladas, asían fuertemente sus jarras de cerveza y las mujeres agarraban el brazo de su compañero buscando una protección espiritual que ellos no podían darles. A veces, alguno hacía un chiste relacionado con la tétrica historia, pero el silencio y la frialdad con que la broma era acogida inundaba su mente de pavor y no volvía a abrir la boca si no era para dejar escapar un escalofrío imposible de retener. El rollizo tabernero secaba el sudor de su frente a cada nueva frase del narrador; no era la primera vez que escuchaba de labios de sus clientes oscuras historias referentes a maldiciones, a muertes y a seres de ultratumba, pero en aquella ocasión no podía evitar sentirse angustiado y atenazado por la narración de James Boscombe.

* * *
Media hora antes, el hombre que ahora era centro de toda atención, entró ruidosamente en la taberna; el rostro, pálido; los ojos, sin brillo y el cuerpo encogido revelaban el fuerte shock mental a que se hallaba sometido. Cerró puertas y ventanas como si le persiguieran todos los monstruos del averno y se sentó entre los presentes...
«Lo que voy a referir -dijo entrecortadamente-, es algo que escapa a la comprensión del ser humano, pero es totalmente cierto.
Después de escuchar mi narración será difícil que den crédito a lo que digo, y si deciden internarme en un centro psiquiátrico, no se los reprocharé, pues quizás allí podré escapar del maligno ser que me persigue y acosa como una fiera».
Un rumor se extendió entre los allí presentes. Contemplaron al patético narrador y prevaleció la opinión de que, contase lo que contase, no mentiría. El se percató de esta conclusión y sonrió levemente para, al instante, proseguir su relato con rostro aún más apesadumbrado.
«En la madrugada de ayer, yo y un amigo mío (decir su nombre no serviría para nada), nos reunimos frente a la verja del cementerio y, provistos de linternas, cuerdas y todo lo necesario para la práctica de la espeleología, entramos en él. En aquel fosal en que, sin duda, descansan los cuerpos fenecidos de muchos de los parientes de ustedes, existe un panteón en el que, como reza la inscripción, se hallan los restos de un brujo que murió hace más de doscientos años. Mi amigo y yo habíamos reunido numerosas referencias acerca del brujo, de sus acciones y de su panteón. La más inquietante de todas se encontraba en las páginas de un libro perteneciente a la Universidad de Miskatonik. El horror a que me hallo sometido y el deseo de no recordarlo, han borrado de mi mente el título de tal nefasto volumen, pero sí puedo recordar alguno de los detalles que mencionaba acerca de la personalidad del brujo, y que me impresionaron hondamente.
Aquel hombre, llamado Robert Price, llegó hasta aquí perseguido por la inquisición de su país, Inglaterra; las referencias señalan que durante dos semanas la ciudad de Brandville se convirtió  en centro de reunión de todos los brujos del continente. Cada noche los adoradores de Satán acudían al sabbat negro, y allí se entregaban a las prácticas más aborrecibles que el ser humano pueda concebir. Los hombres del pueblo asistían sobrecogidos por el espanto a las espeluznantes ceremonias, nadie alzó una mano en defensa de sus conciudadanos; los padres entregaban a sus hijas, los hermanos las sujetaban y ataban a la mesa de los sacrificios. Los habitantes del pueblo se convirtieron en seres desposeídos de voluntad propia; recorrían como espectros las calles, besaban los pies de los sacerdotes de la negrura e incluso se convertían en sus cómplices. No tenían alma. Carecían de sentimientos.
Sin embargo, algunos de ellos, de temperamento fuerte, escaparon del dominio de los brujos y huyeron en busca de ayuda a los pueblos cercanos.
La Santa Inquisición, al hallarse en conocimiento de la noticia, organizó una partida de más de doscientos hombres de buena fe que, sin ceder a las tentaciones que les eran propuestas, entraron en el pueblo y exterminaron a los seres infernales. Aquel día mis estacas ardieron, iluminando toda Inglaterra con su fulgor celestial. Tan sólo fueron perdonados veinte hombres, los únicos que no habían sucumbido a las promesas de los brujos.
Nunca se encontró el cadáver de Robert Price.
Cuarenta años más tarde, en Estados Unidos, un hombre enloquecido acudió a las autoridades  y afirmó que el mismo infierno se había reencarnado en los habitantes de un pequeño pueblo localizado en los Grandes Lagos. Habló también de un ser aborrecible, el causante de la maldad, y afirmó que era el propio Robert Price, el brujo inglés. Nadie prestó atención a las palabras del desdichado y el informe fue archivado.
Seis días después, el hombre que decía conocer el paradero de Robert Price, fue encontrado en una oscura calle de la ciudad, con la garganta atravesada por un fino estilete.
Hubieron de transcurrir veinte años hasta que un hombre, profundo conocedor de la realidad de las malignas fuerzas  que asolan este mundo, localizara el refugio de Robert Price. Esperó el día apropiado -aquel en que los brujos  carecen de todo poder sobre las cosas terrenas- y se enfrentó a su enemigo; venciéndole y enterrándole para siempre en una tumba fuertemente sellada por los signos arquetípicos grabados en la parte interior de la losa».
James Boscombe interrumpió su narración durante unos instantes y contempló los rostros anhelantes de todos los presentes.
«Pero, aunque prisionero el brujo, sus seguidores continuaron realizando sus malignas actividades; esperando pacientemente el regreso de su señor, esperando el día en que la oscuridad reemplazará a la luz; el día en que la humanidad sucumbirá.
Cada vez que la luna llena se alza sobre el cielo, los habitantes del pueblo en que se halla la tumba del brujo, enloquecen, sus cuerpos son poseídos por otros hombres, por los brujos que perecieron en las llamas, decenas de años antes, en Brandville.
Y Robert Price aguarda impaciente el momento de su liberación.
Mi amigo y yo conocíamos todos estos datos y también poseíamos la llave que liberaría al brujo de su oscura prisión; insensatamente desechamos toda advertencia, incluso los versos de un antiguo poema escrito por el hombre que venciera a Robert Price. Aún lo recuerdo:

«Bajo el panteón de lunar influjo en el que el brujo sin nombre fue encerrado, un abismo bajo la losa a las criaturas demoníacas que aquel en vida invocó.
La losa es la puerta que separa la noche del día, la losa es el cerco que mantiene preso al brujo y a sus infernales criaturas».

  Aquella es la advertencia que nosotros nos negamos a aceptar, aquella era la advertencia que nosotros desoímos. A través de otros libros, averiguamos el lugar donde había sido edificado el panteón y, tras equiparnos convenientemente, emprendimos el viaje. Temiendo que se nos impidiera realizar lo que tanto habíamos planeado, no pasamos por aquí sino que nos dirigimos directamente al cementerio»
 A pesar de esa confesión, nadie intentó reprocharle a James Boscombe su acción, y él retomó su narración donde la había interrumpido.
«Como ya he dicho, con insensato desprecio hacia los vasallos del mal, enfilamos nuestros pasos directamente hacia el panteón. Pronto lo encontramos y, tras un momento de indecisión, comenzamos a remover la tierra húmeda y con gran esfuerzo alzamos la pesada losa. Al dejarla a un lado un fétido olor nos inundó procedente de las entrañas de la tierra. Sobreponiéndonos a la asfixiante atmósfera, escarbamos frenéticamente y, tras interminables minutos, un profundo foso apareció ante nosotros. Convencidos de la importancia de este descubrimiento discutimos sobre quién habría de descender y finalmente fue mi compañero el designado. Ató una cuerda a su cintura dándome a mí el otro cabo y lentamente, con suma precaución, se fue adentrando en la negrura hasta que con un tirón de la cuerda me indicó que había llegado a una superficie sólida. Los minutos restantes fueron un silencioso calvario. El movimiento de la cuerda me hizo comprender que mi amigo recorría galerías subterráneas. Pero la satisfacción experimentada por esa hazaña se truncó bruscamente cuando un angustioso grito, procedente de la garganta del que fuera mi inseparable camarada, perforó mis oídos. Tiré con fuerza de la cuerda intentando ayudarle y en mi mano quedó colgando el roto cabo que estuviera sujeto a su cintura. Presintiendo el peligro en que se hallaba, me disponía a reunirme con él, cuando claramente pude oír un angustiado lamento que no cesaba de repetirme: la losa... la losa, cierra la tumba, huye. La losa... Arrastré la losa con lágrimas en los ojos y comencé a cubrir el abismo. Entonces, una extremidad viscosa agarró mi mano intentando detenerme. Aquella garra quemó mi carne con su contacto, pero pude sobreponerme al lacerante dolor y conseguí colocar la losa en su sitio. La garra me soltó y regresó a las profundidades. Los gritos de mi amigo me devolvieron a la consciencia semiperdida y perseguido por guturales maldiciones mezcladas con los lamentos de mi compañero, huí de aquel lugar. No sé cuanto tiempo transcurrió desde que dejé atrás el panteón, pero cuando un tibio rayo de sol me despertó, me hallaba tendido en el camposanto, aún dentro del cementerio.
No podía resignarme a perder a mi amigo y, con la claridad del día, pude ordenar mis pensamientos y acabé tomando la decisión de ir en su ayuda en cuanto anocheciera. Si lo hacía de día algún visitante casual podría descubrirme y sería difícil convencerle del motivo de mi acción; así que busqué un lugar a cubierto de cualquier mirada indiscreta y me dispuse a recuperar las fuerzas perdidas para, de este modo, afrontar con mayor seguridad la difícil tarea que me había impuesto. Al despertar de nuevo, la noche invadía el cementerio, llené mis pulmones de aire nocturno y me dirigí al panteón. Aún estaban allí mis utensilios, palas, cuerdas y todo lo necesario para tan peligroso descenso; afortunadamente nadie los había descubierto ni había reparado en la profanación de la tumba al permanecer esta cubierta por la pesada losa. Me armé con dos acerados machetes y até un cabo de cuerda a mi cintura y el otro a una de las columnatas del panteón. Reuniendo todas mis fuerzas, desplacé la losa lo necesario para penetrar en el abismo y descendí lentamente. Tal como le sucedió a mi compañero, alcancé aliviado una superficie sólida por la que se podía caminar. Pude ver entonces las galerías por las que él debió adentrarse y sobre éstas, en la parte interior de la losa, un complicado signo arquetípico destinado a mantener a cualquier ser maléfico en la profunda humedad del foso. Instintivamente, tomé una de las innumerables galerías y en un recoveco distinguí un bulto negro acurrucado junto a la pared. Me acerqué sigilosamente y pude observar las continuas convulsiones y espasmos a que se veía sometido aquel ser. Así fuertemente uno de los machetes y me lancé sobre aquella deforme masa. Me disponía hundir el acerado filo en su fungosa piel, cuando se volvió bruscamente y tras sus demacradas facciones y su deforme rostro, distinguí vagamente los rastros de mi amigo.
-¡No! -gritó al reconocerme. ¡No me toques! Ya no tengo salvación. Aquellos monstruos cayeron sobre mí y me convirtieron en lo que soy; pero pude matar a su jefe, ¡maté al brujo!
-Vámonos -contesté, hemos de huir.
-¡No! -repitió-, cuando maté al brujo, él se introdujo en mi cerebro, está dentro de mí, domina mi mente y turba mis sentidos. Vete y cierra para siempre este abismo. ¡Vete!
Quise responder de un modo coherente, pero entonces, el que fuera mi amigo, me miró con ojos demoníacos y se abalanzó sobre mí. En aquel momento comprendí que la férrea defensa mental que mi compañero había mantenido hasta el momento había cedido definitivamente ante el poder del brujo. Me revolví como pude y lo aparté a un lado. Se levantó de nuevo dispuesto a acabar conmigo, y desesperado alcé una gran piedra y se la arroje con todas mis fuerzas.
Sobrecogido por el espanto, vi como aquel ser que antes fuera un ser humano, perdía todo signo de vida; en el último instante observé cómo en sus labios se dibujaba una sonrisa de satisfacción.
Recordando lo que me dijera momentos antes, cuando aún el brujo no se había posesionado de él, escapé a través de las galerías y comencé a ascender penosamente por las húmedas paredes del foso. Sentí que algo me golpeaba en la cabeza y todo dio vueltas a mí alrededor.
Conseguí reponerme y, al mirar tras de mí, no vi a nadie. Finalmente, angustiado por los horrores que había presenciado y sofocado por la asfixiante atmósfera del subterráneo, alcancé la superficie y coloqué rápidamente, como temiendo no poder hacerlo, la losa. La cubrí de tierra y recompuse el sepulcro, corté la soga que aún sobresalía bajo la pesada losa y abandoné las palas junto al panteón. Allí abajo, quedó mi amigo; yo le había mandado, yo había puesto fin a su existencia como él hiciera con el brujo. Pero era necesario. Aquel ser ya no era mi compañero, se había convertido en un monstruo que era imprescindible desterrar del mundo. Aquel cuerpo corrupto y, sin embargo, tan familiar a mis ojos, pertenecía al brujo que no fue muerto por mi compañero, pues aunque fenecida su estructura corpórea, el alma del brujo no pereció; tan sólo se había traspasado a un cuerpo más joven...»

* * *
James Boscombe se estremeció y durante un instante su rostro reveló la profunda lucha interior que su mente estaba librando. Se giró bruscamente y, a través de los postigos de las ventanas, contempló la noche oscura; pero, ¡no!, el cielo se iluminó y la luna llena apareció ante sus ojos, brillantes de malignidad.
Las miradas de los hombres que escuchaban a James Boscombe se dirigieron aterrorizadas a las cerradas puertas de la taberna, pero sólo durante un instante; cuando el brujo se dio la vuelta, no encontró a hombres temerosos y mujeres acobardadas, reconoció a sus servidores, a todos aquellos que murieron en Brandville.

999. Anonimo,

La memoria del elefante


En un lugar de la selva africana, un papagayo insolente se pasaba los días molestando al elefante.
-Eres gordinflón, palurdo y desaliñado. Tienes la tez gris y la nariz tan larga que da risa...
Y le decía estas y otras cosas semejantes. El elefante no contestaba pero guardaba todo en su recuerdo y continuaba sufriendo las burlas del papagayo sin que se le bajaran los humos a éste.
Pero, en un atardecer de verano, se oyó un gruñido formidable y el elefante surgió de entre los árboles con el ceño propio de un guerrero.
Con su trompa amenazadora, arremetió contra el árbol donde dormía el papagayo. Y pudo verse un espectáculo colosal: el elefante enroscó su trompa en el gigantesco árbol y lo sacudió tanto que, al cabo de unos instantes lo arrancó de cuajo. Al venirse abajo el árbol, el papagayo despertó sobresaltado para recibir un batacazo. Y el elefante le dijo:
-Como verás, tengo buena memoria y no he olvidado tus tonterías. Espero que te aproveche esta pequeña lección y se acaben tus burlas.
Y sin más, con su paso ancho y voluminoso, fue a perderse entre las sombras del crepúsculo.

999. Anonimo,

La llorona


Erase una niña que todo lo arreglaba llorando. Cuando no conseguía lo que deseaba, comenzaba a llorar y lograba de sus padres todo cuanto quería.
Quiso que le compraran una barquita, pues vivían a orillas del mar y se la compraron.
Un día de sol ardiente, la niña decidió darse una vueltecita en su barca forrada de seda.
-No te alejes de la playa -le dijo su mamá.
-No me alejaré. Además, el mar está tranquilo.
Pero el mar es traicionero. Y, aunque nada lo hacía presagiar, una terrible tempestad, se llevó la barca mar adentro. Entonces la niña lloró amarga-mente, pero nadie podía ayudarla.
Al fin, quiso la buena suerte que las olas la arrojaran en un islote desierto y por vez primera conoció el hambre, la sed y el terror... También tuvo tiempo de reflexionar sobre sí misma y prometió, si salvaba la vida no volver a llorar por cosas inútiles.
Un día pasó un barco cerca de la isla y el capitán vio a la niña enflaquecida, la subió a bordo y la devolvió a su casa y la niña no volvió a llorar nunca más.

999. Anonimo,

La leccion de los tres ratones


Eranse tres ratoncitos que estaban bastante hartos de la presunción de un gallo que despreciaba a los que tenían menor tamaño que él.
Un día en que el gallo echaba la siesta junto a un montón de paja, los tres ratoncitos, con gesto malicioso, se dedicaron a trenzar las plumas de su larga cola: las grises con las grises, las azules con las azules y las verdes con las verdes. Y, al final de la trenza más larga, le prendieron un flamante lazo de papel amarillo.
Hecho esto se fueron a esconder bajo la paja.
Al despertar el gallo y encontrarse ataviado de tal guisa se encolerizó. Quiso atrapar su cola para soltarse las trenzas pero no conseguía más que girar sobre sí mismo, de la manera más grotesca, causando la risa de todos los animales del corral.
¡Media hora necesitó para deshacer el embrollo de sus plumas! Y su bella cola quedó deslucida y lacia por algún tiempo.
Así, en cuanto empezaba a pavonearse, los demás decían:
-Trenzas... trenzas...
Y el gallo vanidoso trataba de aparentar humildad.
-¿Creéis que lo consiguió?

999. Anonimo,

La isla de nunca volver


Había pasado algún tiempo y Pinocho se portaba bien, aunque a veces sentía ciertas tentaciones que le pedían rebelión. Geppetto era muy feliz.
Un día, camino del puerto, el chico vio a infinidad de muchachos subiendo a un barco, ordenados y dirigidos por hombres de aspecto feroz.
-¿Dónde vais? -preguntó el muñeco a uno de ellos.
-A la Isla de Nunca Volver, es una isla especial para chicos traviesos donde se pasa muy bien. ¿No ves los carteles anunciadores? Hay toda clase de diversiones y además, nunca habrá que obedecer.
Deslumbrado, Pinocho decidió subir al barco e ir a la isla. De pronto, se presentó Pepito Grillo, con su chistera y su levita verde:
-No vayas, Pinocho. Mira las caras de todos los chicos y verás que todos son unos traviesos.
Pinocho, sin hacer caso de su conciencia, se encontró en la cubierta del barco. Tras varios días de navegación, llegaron a la Isla de Nunca Volver. Estaba llena de toboganes, caballitos, aviones, maravillosos juguetes... ¡Ay!, los guardianes trataban a los niños a latigazos, sin permitir que disfrutasen de nada de todo aquello. Porque la isla, en realidad, era un castigo para los traviesos.
Pinocho lloró acordándose de su buen padre y sólo pensó en la forma de escapar.
Pocos días después, aprovechando un descuido del capataz, se metió en una barquichuela y empezó a remar con rapidez.
¡Qué angustia sintió al verse a merced de las olas! Sólo el pensamiento de su buen padre, con el que pronto se reuniría, le daba fuerzas para soportar el peligro. Y también Pepito Grillo, que iba con él.

999. Anonimo,

La huerfanita


Flora era huérfana y vivía con unos tíos. Quizás por ello, cuando sus compañeras de colegio hablaban de muertos, ella se alejaba. Le daban cierto temor, o quizás era el pesar de que sus padres la hubiesen abandonado tan pronto.
Su tía, una mujer comprensiva, le decía:
-A los muertos no hay que temerlos, pues nada malo pueden hacernos. Y sí ayudarnos. Si los recordamos con afecto y rezamos por ellos.
Por primera vez, el Día de Difuntos, Flora acompañó a su tía al cementerio y puso flores en la tumba de sus padres y rezó por ellos.
No le pareció tan terrible como había supuesto. No era un lugar desierto, sino inmenso, solemne, lleno de flores e inundado de una gran solidaridad: la de los seres que habitan el mundo y la de los que ya se fueron.
A lo largo de su vida, Flora visitó muchas veces aquel lugar. Y salía reconfortada. Le parecía que sostenía un gran diálogo con sus padres. Les contaba todas sus cosas y tenía la impresión de que la escuchaban atenta-mente.
Y ella se sentía mejor y más fuerte. Sentía que su cariño le acompañaba en todo momento.

999. Anonimo,