Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 26 de mayo de 2012

Cabecita de ajo

134. Cuento popular castellano

Eran unos jornaleros que se mantenían con dos vacas en casa de una tía rica que tenían. No tenían hijos. Y decía el marido :
-¡Si Dios nos diera un hijo, aunque fuera como una cabecita de ajo de pequeño!
Bueno, pues Dios se le concedió; pero tan pequeño que pare­cía una cabecita propiamente de ajo.
Y ya un día su padre se marchó a arar, y dijo el niño:
-Yo luego le llevo la comida a mi padre. Y dijo su madre:
-No, hijo, no vas, que eres muy pequeño y a lo mejor te pierdes y no te encontramos.
Bueno, pues ya a tanto insistir el niño, le dejó ir. Y llegó y le dijo a su padre:
-Tenga, padre, la comida. Pero mientras usted come, yo voy a arar un poco con las vacas.
-No, hijo, no -dijo el padre-, que pueden las vacas ento­ñarte con una moftiga.
Pero él empezó a llorar y decía: -¡Sí! ¡Sí!
Y ya se fue y se puso a arar. Cuando estaba arando, cagó una vaca y le tapó con la moñiga. Su padre, ¡venga a buscarle por el campo, venga a buscarle! Pero no le encontraba.
Conque ya se fue el padre pa casa y dijo a su mujer:
-¡Por tú dejarle ir, se nos ha perdido Cabecita de Ajo! Y la mujer le decía:
-Por tú dejarle arar, le habrá tapao alguna vaca!
Bueno, pues ya llegó a noche. Y a media noche llegaron adon­de él estaba tapao con la moñiga unos ladrones, que venían de robar de casa de unos muy ricos, muy ricos. Y traían unos jarros de plata muy bonitos, muy bonitos, y vasos y mucho dinero. Y empezaron a repartir todo y decían:
-¡Pa mí! ¡Pa ti!...
Y entonces Cabecita de Ajo dijo:
-Y, ¿para mí?
Los ladrones se quedaron pasmaos y dijeron:
-¡To! Y, ¿qué será eso?
Callaban un poco y a otro rato comenzaban otra vez:
-¡Pa mí! ¡Pa ti!...
Y Cabecita de Ajo decía otra vez:
-Y, ¿para mí?
A todo esto Cabecita de Ajo iba con las manos a ver si quita­ba la moñiga. Y volvieron los ladrones a decir como antes:
-¡Pa mí! ¡Pa ti!...
Y entonces ya saltó Cabecita de Ajo y dijo:
-Y, ¿para mí?
Y los bandidos, creyendo que era alguien que les iba a coger, se fueron corriendo y dejaron allí todas las alhajas y todo el di­nero. Y Cabecita de Ajo se fue para casa y se lo llevó todo a sus padres.
Entonces sus padres, con ese dinero, los vasos, y las jarras, pusieron cantina.
A los pocos días fueron esos bandidos y entraron a beber allí, y Cabecita de Ajo estaba detrás del badil. Se bajó su madre a por vino a la bodega, y empezaron a decir los ladrones:
-¡Ésas son las jarras nuestras! ¡Esta noche tenemos que venir a por ellas!
Y dice uno de ellos:
-Y, ¿por dónde hemos de entrar?
-Por la chimenea -dice otro.
Bueno. Pues bebieron los ladrones y se marcharon. Entonces Cabecita de Ajo les dijo a sus padres que dejaran puesta una lumbre muy grande, muy grande y que se fueran todos a acostar y le dejaran a él solo.
Conque se quedó solo. Y cuando sintió que los ladrones ya estaban allí en la chimenea, encendió la lumbre. Y al sentir que ya a uno le ataban las cuerdas y bajaba, soplaba la lumbre para que ardiera cada vez más, y subieron hasta arriba las llamas. Y al meterse el ladrón y sentir la lumbre, que le quemaba, decía a los otros que le estaban echando:
-¡Arriba, que me queman! ¡Arriba, que me abrasan!
Conque le sacaron, y ya dijo otro:
-Verás como me bajo yo ahora, y no me da miedo.
Ataron al otro con las maromas y bajó.
Y Cabecita de Ajo atizaba la lumbre.
-¡Arriba, que me queman! -decía el bandido-. ¡Arriba, que me abrasan!
Ya le subieron, y dijo el tercer bandido:
-Verás como voy yo solo, y a mí no me pasa nada.
Conque fue y le echaron, y le sucedió lo mismo que a los otros.
Y ya, en vista de que no podían entrar, los ladrones se marcharon. Y Cabecita de Ajo les contó a sus padres lo que había suce­dido, y ya vivieron felices y comieron perdices...

Sieteiglesias, Valladolid.
Narrador XC, 8 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo


058. Anónimo (castilla y leon)

Brujas que se volvían gatos

170. Cuento popular castellano

El abuelo de Atanasio Palomo estaba en víspera de casarse y, al meterse en la cama en la cuadra, pues a poco tiempo sintió que se le ponían al oído y le decían:
-Palomo, que no te casas mañana.
Y en esto él echó mano a las cerillas y encendió la luz. Y al querer salir -que eran gatos todos- todos por la reja de la ven­tana de la cuadra, cogió la criba y la soltó y partió la pata a un gato de los que estaban allí. Y se le volvió persona.
Y al volverse persona le dijo:
-Me has partido la pata. Haces el favor de llevarme a mi casa y no decir nada a nadie.
Y la llevó a su casa. Y era la madre de D. Enrique Izquierdo, la más rica del pueblo.

Astudillo, Palencia.
Narrador XVIII, 14 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo

058. Anónimo (castilla y leon)

Brujas de cerezo

171. Cuento popular castellano

En Cerezo, Segovia, había gentes de estas clases. Había una señora dañina que a todo el que quería le hacía mucho daño. Iba a una casa y por la noche todo lo revolvía; les echaba el trigo de las paneras abajo. Otra noche les quitaba los cacharros de los andeles -todas las noches con los mismos trastornos. Y ellos nunca la podían perseguir.
Cuando estaban dormidos, tocaba panderetas y bailaba por los desvanes. Entraba en forma de gato; pero nunca la podían perseguir, porque se les escapaba invisible.
Luego, otras noches, de que vía que la perseguían, se bajaba a los ganados y les hacía mucho daño.
Y luego, ellos la estando observando un día, le tiraron un cu­chillo. Tan buen acierto tuvieron que la cortaron un dedo. Y al otro día vieron que era la tía Mochona (que la llamaban así), que llevaba un dedo vendado.
Otra bruja se metía por un bujero de las ventanas. Y la vian entrar. Y empezaba a pellizcar, y luego salían otro día todos lle­nos de pellizcos. Por fin, para librarsen de ella, la amenazaron la vida y se terminó.
Cuando se muere una bruja, si no tiene a quien dejar la he­rencia, la deja a la escoba, y luego las vecinas encuentran la es­coba baila que te baila.

Sepúlveda, Segovia.
Narrador XII, 25 de marzo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo

058. Anónimo (castilla y leon)

Blancanieves (1)

142. Cuento popular castellano

Era una reina que estaba bordando sentada a un balcón. Y em­pezó a nevar. Y se puso copioso, copioso, el suelo. Y se picó un dedo la reina, y la salió sangre. Y cayó una gota en la nieve. Y al ver lo bonito que hacía la sangre en la nieve, dijo:
-¡Uy, Dios! Si Dios me diera una niña tan blanca como la nieve y tan colorada como la sangre, la pondría Blancanieves.
Pues, se la dio Dios. Tuvo una niña. Y estaba tan contenta con su niña, porque era muy guapa, muy guapa la niña.
Pero la madre se murió cuando la niña tenía pocos años. Y fue el padre y se casó de segundas nupcias para dar otra madre a su hija -para que la diera educación y otras cosas.
Y era muy guapa también la madrastra -muy guapa. Y como Blancanieves era tan guapa, la madre cogió envidia a Blancanie­ves. Y tenía un espejito mágico la madrastra. Y todos los días preguntaba al espejito mágico:
-Espejito mágico, ¿quién es más guapa, Blancanieves o yo?
Y contestaba el espejito mágico:
Blancanieves.
Conque todos los días preguntarle y contestarla así, decidió matarla. Pero ella no tuvo valor a matarla y se lo mandó al ma­yordomo. Le dijo que fuera al campo y sacara a Blancanieves y la matara, y la trajera la lengua y la asadurita.
Conque ya iban por el camino los dos. Y ya, muy triste, el mayordomo la dija que la tenía que matar. Y la niña le dijo:
-No me mate usted, que yo no volveré a mi casa. Dejaré tran­quila a mi madre.
Y la dice el mayordomo:
-Pero si tengo que llevar la lengua y la asadura.
Y fueron y buscaron un corderito y le mataron. El mayordo­mo se volvió a palacio, y ella siguió por los montes.
Cuando ya la madrastra estaba tan tranquila, creyéndola muer­ta a Blancanieves, volvió a preguntar al espejo:
-Espejito mágico, ¿quién es más guapa, Blancanieves o yo? Y contesta el espejito:
-Blancanieves, que está en la casa de los siete enanitos.
Porque Blancanieves había ido andando, andando, y encontró una casita. Y se metió y vio una mesa muy bien puesta, y con todas las cosas de siete enanitos. Y de cada platito probó un poquito. Y después se echó en una camita para descansar.
Llegaron los siete enanos y dicen:
-Aquí ha habido gente.
-A mí me han comido un cacho pan. Y empezaron todos:
-¡A mí también!
-Y a mí -todos los siete.
Dicen:
Pues, hay que buscarla.
Y ya vieron en una cama una niña muy guapa, muy guapa. Y dijeron:
-No despertarla. Quedarse uno hasta que despierte.
Ya se despertó. La dijeron los enanos que no se fuera, que se quedara a vivir con ellos. Y la niña se quedó.
Y su madrastra, al saber que la niña todavía vivía, determinó salir en busca de ella. Un día su madrastra fue vendiendo corsés y llamó allí en casa de los enanitos y dijo:
-Blancanieves, cómprame uno.
-Pues no, señora.
Pero tanto la animó que se le compró. Y se le puso. Y al po­nérsele, tanto le apretó que cayó desmayada. Y la señora se fue con sus mercancías.
En esto que vinieron los siete enanitos y la encontraron des­mayada. La quitaron el corsé, y ya volvió en sí. Y ya la dijeron que no volviese a comprar nada, que todo lo que necesitara, que se lo traerían ellos.
Pero la madrastra, como la seguía la envidia, volvió a consul­tar con el espejito:
-Espejito mágico, ¿quién es más guapa, Blancanieves o yo? 
-Blancanieves, que sigue en la casa de los enanos.
La madrastra se puso furiosa al saber que Blancanieves no había muerto, y determinó salir otra vez en busca de ella. Se vis­tió de quinquillera y fue vendiendo peinetas. Llegó a casa de los enanos cuando éstos estaban fuera y dijo: 
-Blancanieves, cómprame una. 
-Dice ella:
-No, no, que no compro nada.
-¡Mira ésta! ¡Qué bonita es y qué bien te estaría! Baja, que te la ponga.
Fue y se la puso. Y tanto se la apretó que se la clavó en los sesos. Y Blancanieves cayó desmayada. Y la madrastra se mar­chó corriendo.
Y vinieron los siete enanitos otra vez y la encontraron desma­yada. Y ya empezaron a llorar, creyendo que estaba muerta. Pero ya la vieron la peineta. Se la quitaron y volvió en sí. Ya la riñe­ron mucho y la dijeron que no volviera a abrir la puerta a nadie.
Pero la madrastra, como la seguía la envidia, volvió a consul­tar con el espejito:
-Espejito mágico, ¿quién es más guapa, Blancanieves o yo? Y el espejito contestó:
-Blancanieves, que sigue en la casa de los enanos.
Esta vez la madrastra se vistió de revendedora. Y fue ven­diendo manzanas. Y fue allá cuando los enanos estaban fuera y volvió a llamar:
-Cómpreme usted manzanas, que las traigo muy ricas.
-No, no; no compro nada -dice ella.
-Pues, pruebe ésta, nada más ésta. Cuando las pruebes, me las comprarás.
Y una la traía envenenada. La dio la mitad de la manzana y ella se comió la otra mitad, que no estaba envenenada. Blanca­ nieves cayó al suelo envenenada, y se fue la señora tan contenta. En esto que vinieron los siete enanitos y la encontraron como muerta. Ya, por más cosas que la hicieron, no volvió en sí. Y la hicieron un ataúd de cristal y la pusieron en un monte, en una cuesta. Todos los días iban dos o tres enanitos a verla. Pero Blan­canieves no perdía la color ni la blancura, y cada vez estaba más guapa entre los cristales.
Un día pasó por allí el hijo del rey. Y viendo el ataúd, les dijo a los enanos que pa qué tenían allí aquello. Y entonces los ena­nitos le contaron toda la historia de Blancanieves. Y tanto le gus­tó que les pidió que le dejaran llevarla a su palacio. Pero los enanos dijeron que no, que ellos la querían tener como reliquia. Pero el hijo del rey, cada vez más enamorao, dijo que se los lle­varía a todos, y siempre estarían allí con ellos. Y por fin dijeron:
-Bien. Pues, déjenos llevarlo a hombros.
Y según iban por el camino llevando el ataúd, lo dejaron caer. Y al dejarlo caer, pues Blancanieves devolvió la manzana y volvió en sí. Y el hijo del rey dijo que se casaba con ella.
Se casaron y convidaron a la madrastra de Blancanieves a la boda. Y se la entregaron a los enanos para que hicieran lo que quisieran con ella. Y la pusieron unos zapatos de hierro, muy pesaos, muy pesaos, para que no se pudiera menear. Y cogieron unas correas los enanos y la dieron de correazos hasta que la que­daron muerta.
Y el hijo del rey y Blancanieves vivieron muy felices, y los siete enanitos los quedaron allí de vasallos.
Y colorín, colorete...

Medina del Campo, Valladolid. 5 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo

058. Anónimo (castilla y leon)

Blancaflor, la hija del demonio

70. Cuento popular castellano

Éste era un rey que tenía muchos deseos de tener un hijo. Y ya le tuvo, y salió muy jugador. Y jugaba tanto que les dejaba arruinados de tanto juego. Y una noche perdió todo el dinero que tenía y ofreció el alma al demonio, diciendo que si ganara tanto dinero como había perdido, que le daría el alma.
Apenas había dicho estas palabras cuando salió un caballero y le dijo:
-¿Qué ha dicho usted?
-Pues, si ganase tanto dinero como he perdido, daría el alma al demonio.
-Pues, tome usted esta bolsa de dinero y esta baraja -le dice el caballero- y juegue usted con ella. Y después me las lleva usted a las tres torres del Oro.
El muchacho aceptó la bolsa de dinero y la baraja, y empezó a ganar mucho dinero todas las noches en la banca. Y sus padres muy contentos. Pero él se ponía muy triste al pensar que tenía que ir a llevar el dinero y la baraja a las tres torres del Oro.
Ya se puso en camino, con su caballo y su merienda, en busca de las tres torres del Oro. Iba andando, andando... y ya se termi­nó la comida que llevaba y tuvo que comer de las ancas del caba­llo. Iba andando, andando..., y se encontró a un águila. Y la dijo:
-Águila, tú que corres tantas tierras, ¿sabrás dónde están las tres torres del Oro?
-No, no -dice.
Y siguió el muchacho caminando, caminando... Ya vino otro águila, y la preguntó:
-¿Sabes dónde están las tres torres del Oro?
-Sí -dice-. Mira, por aquella carretera, andando, andando, andando, llegarás.
Siguió pues, caminando, caminando..., y cuando ya iba llegan­do, salió el caballero.
-¡Hola, hombre!
-¡Hola!
-¡Qué tal! ¿Has ganado mucho dinero?
-Sí -dice.
-Bueno, pues ahora tienes que quedarte aquí y casarte con una de las tres hijas que tengo.
Ya al otro día le llamó y le dijo:
-Mira, tienes que ir a aquel cerro y plantar viñas. Ahora son las once. A las once y media tienes que traerme una botella de vino.
-¡Hombre, eso es imposible, porque las viñas no dan hasta los tres o cuatro años!
-Pues no hay más remedio. Si no lo haces, te mataré.
-Se marchó el pobre muchacho muy triste. Y en el camino se encontró a una de las hijas del demonio, a Blancaflor, y le dice:
-¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan triste?
-Pues, mira lo que me ha dicho tu padre -le dice-. Que ten­go que ir a aquel cerro y plantar viñas y llevarle una botella de vino a las once y media. Y ahora son las once.
-No te asustes -le dijo Blancaflor-, que yo haré todo eso. Y en un momento fue y plantó las viñas y le trajo la botella con el vino. Y va el muchacho con la botella al padre y al ver la botella de vino le dice:
-Ah, esto no lo haces tú, que lo hace Blancaflor. Y el demonio le dice entonces:
-Pues, bueno, ahora tienes que hacer otra cosa. Mañana, a las once, tienes que ir al mar y sacar un anillo que se le cayó a mi tatarabuela.
-¡Hombre, eso es imposible!
-Pues no hay más remedio. Si no, te mataré.
Al otro día se marchó el muchacho muy triste hacia la orilla del mar, y salió Blancaflor al encuentro. Y le contó lo que le ha­bía dicho su padre.
-Pues, mira -le dice Blancaflor-. Hazme tajaditas y méte­me en esta botella y tírame al mar. Y con esta guitarra estáte tocando, porque si no tocas, seremos perdidos.
Así lo hizo el muchacho. La hizo tajaditas, la metió en la bote­lla y la tiró al mar. Y empezó entonces a tocar la guitarra. Tocó y tocó, y ella no salía, y por fin se quedó dormido. Y ella, muy asus­tada, se asomó del mar y le dijo:
-¡Toca, toca!
Y salió con el anillo. Y fue el muchacho y se lo llevó al diablo. Y entonces, de que se lo llevó, le dijo el diablo:
-Ah, esto no lo haces tú, que lo hace la Blancaflor. Bueno, pues mañana te vas a casar con una de mis tres hijas y tienes que elegir.
Y al otro día le metió en un sótano a oscuras con las tres chi­cas y le tapó los ojos y le dijo que eligiera una. Y empezó a elegir:
-Ésta no. Ésta no. Ésta sí.
Y era Blancaflor. Como había visto al picarla que tenía un hoyito en la mano, la conoció, y por eso dijo, «Ésta sí». Ya cele­braron las bodas, y por la noche se fueron los dos a su gabinete. Y ellos, como sabían que el diablo les quería matar, pusieron dos pellejos de vino en la cama, con una saliva encima de ellos. Y si el diablo decía, «Blancaflor», respondía la saliva por ella.
Entonces se marcharon en uno de los caballos del diablo. Y empezó su padre a llamar:
-Blancaflor, Blancaflor, ¿duermes bien? Y la saliva contestaba:
-Sí, señor.
Y luego allá al rato volvió:
-Blancaflor, Blancaflor, ¿duermes bien?
-Sí, señor (más bajito). Y luego volvió otra vez:
-Blancaflor, Blancaflor, ¿duermes bien?
No contestó, porque se terminó ya la saliva. Entonces entró en el gabinete y vio que no había nadie. Y del enfado que les dio, fue la mujer del diablo á buscarlos. Ya los iba alcanzando cuando el muchacho volvió la cabeza y dijo:
-Oye, Blancaflor, que viene tu madre.
-Déjala que venga -dijo Blancaflor.
Y tiró una toalla, y se hizo un monte muy espeso, muy espeso. Tan espeso era que la diabla les perdió de vista y tuvo que volver a casa. Llega a casa, y le dicen las hermanas de Blancaflor:
-¡Ay, tonta, que estaban ellos entre el bosque, que no les has visto!
Y una de las hermanas dijo:
-Ahora voy yo a buscarles. ¡Verás cómo les encuentro!
Echó a correr o a volar, y ya los alcanzaba. Y entonces volvió la cabeza el muchacho y la dice:
-Blancaflor, que viene tu hermana. 
-Déjala que venga.
Y tiró una palancanita que llevaba, y se hizo un río caudalo­so. Y no lo pudo pasar la diabla. Y se volvió a casa desesperada. Y luego dice la otra hermana:
-¡Ay, tonta, que tampoco les has hallado tú! Pues, ahora voy yo.
Y ya echó a volar también. Y ya les iba alcanzando cuando vol­vió él la cabeza y dice:
-Blancaflor, que viene tu hermana.
-Déjala que venga.
Y ya, cuando llegaba la diabla a ellos, dice Blancaflor:
-Mira, yo soy la ermita y tú el ermitaño.
Y ella se hizo una ermita y él el ermitaño. Y llegó la diabla y preguntó:
-Buen hombre, buen hombre, ¿ha visto usted un recién ca­sadito y una recién casadita?
-Tindilindín, dilindindán, ¿que si quiere usted entrar a misa?
-¿Que si ha visto usted un recién casadillo y una recién ca­sadilla?
-Que voy a tocar a misa, que si quiere usted entrar. Tilindin­dfn, dilindindán.
Pues ella, ya enfadada, les echó la maldición:
-¡Sigún habís sido de queridos, seáis olvidados!
Pues ya se separaron el muchacho y Blancaflor a la primera población. Y ella se metió de sastra, y él se puso a servir. Y él ya se iba a casar con otra. Pero un día fue a hacerse la ropa a casa de Blancaflor, y entonces se conocieron y se casaron. Y fueron muy felices.

Sepúlveda, Segovia. Narrador XII, 25 de marzo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo

058. Anónimo (castilla y leon)

Blancaflor (5)

72. Cuento popular castellano

Pues éste era un jugador. Y al morir su padre, le quedó la hacienda suya. Y fue y la jugó. Y la perdió. Y en la desesperación él dijo que si bajara el diablo y le diera una baraja que siempre que jugaba con ella, ganaba, que le ofrecía su vida.
Y claro, se presentó el diablo, y se la dio. Y jugó y ganó la hacienda de su padre y otro tanto más. Y el diablo le había dicho que al cabo de cierto tiempo tenía que ir a una cuesta preguntan­do por el palacio Donde Irás y No Volverás.
Ya él echó a andar en busca del palacio Donde Irás y No Vol­verás. Y se encontró con una mujer. Y la dijo que si le daba señas del palacio Donde Irás y No Volverás. Y la mujer le dijo:
-¿Ve usted aquella cuesta blanca? No, pues a la negra. ¿Ve usted la negra? Pues, a la negra.
Y él llegó allí, y se le presentó una joven. Y le preguntó que adónde iba. Y dijo que le habían mandao ir allí. Y dice ella:
-Pues es mi padre. Y es el diablo. Ahora subirá usted y le mandarán comer; y no coma usted. Le mandarán beber, y no beba usted. Le mandarán sentar, y no se siente usted.
Y efectivamente -claro- subió, y le mandaron esas tres co­sas. Y no aceptó nada. Y entonces le dijo el diablo que puesto que no hacía eso, que tenía que ir a una tierra y la tenía que arar, sembrarla de trigo y traerle pan de aquel trigo.
Y él bajaba muy apurao y salió la joven otra vez. Y le dijo que qué le había dicho su padre. Y la contó lo del trigo. Y le dijo:
-Bueno, pues, vamos. No te apures.
Y fueron allí, y ella le mandó sentar. Y ella fue y hizo toda la labor de arar, sembrar el trigo, moler la harina y darle la hari­na pa llevarla pa que hiciera el pan su padre. Y le dice ella:
-Ahora, al subir tú, te dirán, «O tú eres el mismo demonio, o Blancaflor anda contigo». Y tú responderás, «Ni soy el mismo demonio, ni Blancaflor anda conmigo, ni conozco a semejante mujer».
Conque al llegar con ello, le dice el diablo:
-O tú eres el mismo demonio, o Blancaflor anda contigo. Y él contesta:
-Ni soy el mismo demonio, ni Blancaflor anda conmigo, ni conozco a semejante mujer.
-Bueno -le dice el diablo-. Pues ahora te vas a ir a aquel majuelo que hay allí y me traes vino de las uvas que den las cepas.
Y las cepas estaban secas. Y al bajar muy apurao, salió la jo­ven otra vez y le dijo que qué le había mandao su padre.
-Que fuera a aquel majuelo y que tenía que traerle vino de las uvas que nacieran de aquellas cepas.
Y él bajaba llorando. Y la joven le dijo que no se apurara. Y fueron al majuelo, y le mandó que se echara a dormir. Y cuando despertó, le entregó el vino para que lo diera a su padre. Y al llegar con el vino, volvió el diablo a hacerle la misma pregunta:
-O tú eres el mismo demonio, o Blancaflor anda contigo.
Y él respondía:
-Ni soy el mismo demonio, ni Blancaflor anda conmigo, ni conozco a semejante mujer.
-Pues, bueno -le dice el diablo. Pues, ¿ves aquel río gran­de, grande?
-Sí.
-Pues vas a ir y me vas a buscar dentro del agua el anillo que perdió la abuela de mi tatarabuela.
Conque bajaba él muy triste, muy triste, y salió la joven otra vez a él y le dijo que qué le había mandao su padre. Y se lo dijo. Y le dijo ella:
-Pues no te apures. Coge ese baño y ese cuchillo. Y se fueron al río. Al llegar, le dice ella:
-Ahora me vas a matar y me vas a hacer cachos y me vas a tirar al río. Y procura de que no caiga una gota de sangre en el suelo.
Y él dijo que no, que primero quería que le mataran a él que matarla a ella. Y dijo ella que sí, que la matara y la tirara al agua. Como ella insistió tantas veces, pues él lo hizo. La mató, la partió en cachos y la echó en el baño. Y la echó al río.
Después que la tiró, vio que había caído una gota de sangre en la arena. Y él estaba tan apurao, tan apurao, llorando, porque como le había dicho que no cayera ninguna gota, y vía la gota en el suelo, estaba llorando.
Y en esto que salió ella con el anillo en el dedo. Y con un dedo menos, el dedo chitiquín menos.
Conque fue a entregársele a su padre, al diablo. Dice éste:
-Bueno, puesto que has hecho todo lo que te he mandao, ahora tengo tres hijas y te las voy a meter en un cuarto oscuro. Y a la que cojas, con aquélla te tienes que casar.
Y él, como sabía que a Blancaflor le faltaba el dedo chiquitín, por la gota de sangre que había caído, pues, claro, las buscaba y siempre encontraba a la del dedo. Y decía que con ésta se quería casar.
Pues viendo el diablo que ya no tenía más remedio que casar­lo con aquélla, dijo que bueno, que se casaran. Y fue y le dijo Blancaflor:
-Esta noche nos van a matar a los dos. De manera que esta noche traes dos pellejos de vino tinto. Los metemos en la cama y nosotros nos escapamos.
Y Blancaflor, como era santa, pues fue y escupió pa que ha­blaran las escupicinas cuando ellos se hubiesen marchao. Y le dijo ella:
-Vete a la cuadra y traes dos caballos: uno blanco y otro negro.
Subió él con los caballos, montaron en ellos y echaron a andar. Y desde arriba decían las hermanas de Blancaflor:
-Cuando estén dormidos, bajamos a matarlos. Y para saber si estaban dormidos, llamaban:
-Blancaflor.
Y las escupicinas contestaban:
-¿Qué quié usted?
Y según se iban consumiendo, iban contestando más débil.
Hasta que ya al secarse, no contestó. Dicen sus hermanas:
-Pues vamos a matarlos. Ya están dormidos.
Y bajaron con dos cuchillos, dieron en los pellejos, saltó el chorro de vino y creyeron que era de sangre. Pero vieron ya que eran los pellejos, y dijeron:
-¡Ay, se nos han escapao!
-¡Pues, vamos en busca de ellos!
-Tráeme el caballo del Aire -dice el demonio- y verás qué pronto los cogemos.
Montó en el caballo del Aire y echó a correr detrás de ellos. Pero su hija, como era santa, lo vía. Y al irles a pillar ya, dice ella:
-Yo me vuelvo huerta y tú hortelano. Y llegó el diablo y dijo:
-Hortelano, ¿ha visto usted pasar por aquí un hombre y una mujer?
-Sí, señor -dice-, con un caballo blanco y otro negro. Por ahí van.
Y echó a andar.
Blancaflor se volvió a ser mujer y él hombre, y siguieron ca­minando. Conque ya otra vez los iba a alcanzar, y dice ella:
-Mira, yo me vuelvo ermita, y tú eres el ermitaño. Conque llegó el demonio y dijo:
-Buenos días. ¿Ha visto usted pasar por aquí un hombre y una mujer?
-Sí, señor. Por ahí alante van, en un caballo blanco y otro negro.
Conque echó a andar otra vez.
Y ya los iba alcanzando otra vez. Y dijo ella:
-Para que no nos persigan más ya, yo me voy a volver camino de alfileres.
Y a él le puso del lado de allá. Viendo el demonio que no po­día con su hija, porque vía que podía más que él, se volvió. Y ellos ya vivieron felices y comieron perdices y guardaron una pa­tita pa mí, y como no fui no la comí.

Medina del Campo, Valladolid 4 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo

058. Anónimo (castilla y leon)

Blancaflor (4)

145. Cuento popular castellano

Eran dos hermanos que se quedaron sin madre. Y la niña era muy guapísima y se llamaba Blancaflor. Entonces su padre se casó con una mujer que era muy envidiosa y luego, en cuanto vio a la niña, pues tenía mucha envidia de ella. Todo su afán era ganar a Blancaflor de guapa. Llegó a tenerla hasta días enteros sin comer, para que así perdiera la hermosura. Y tenía ella un espejo mágico. Cuando la veía un poco lacia y un poco marchi­tada, cogía el espejo y decía:
-Espejito mágico, ¿quién es más guapa, Blancaflor o yo? Y el espejo la decía:
-Tú estás muy bien; pues aún es más linda Blancaflor que tú.
Entonces le tiraba contra el suelo y se ponía furiosa con él. Y luego la quitaba todos los vestidos a Blancaflor y la mandaba incluso a por hierba y todo. Y entonces ella se ponía muy maja -todo lo que había visto en Blancaflor se ponía ella-, cogía el espejo otra vez y decía:
-Espejito mágico, ¿quién es más guapa, Blancaflor o yo? Y la decía el espejo:
-Blancaflor está muy estropeada, pero aún te gana.
Entonces ya empezó ella a inducirle al padre de Blancaflor y a decirle que era muy mala, que debían echarla de casa, que si no, ella se tendría que marchar. Entonces ya decidieron mandar­la a ella con el hermano a un bosque y allí que la matara. Y le dijo:
-Mira, me traes la asadura y la lengua, para cenar yo esta noche.
Entonces el hermano la llevó, diciéndola que la llevaba a la fiesta de un pueblo inmediato. Ya cuando iban andando tanto y iban tan lejos, la niña se echó a llorar y le dijo: -Pero hermanito, ¿adónde me llevas? Y la dijo:
-Pues mira, hermanita, nuestra madrasta me ha encargao que te mate y la lleve la asadura tuya y la lengua para cenar esta noche.
Entonces vieron un perrito que había por allí, y la dijo el hermano:
-Pero mira, mataré ese perrito, le saco la asadura y la lengua y ¡se lo llevo a nuestra madrasta! Y a ti te dejo ahí en un árbol. (En una encina, porque en el monte había encinas.)
Entonces el niño así lo hizo; mató el perro, le sacó la asadura y la lengua, la dejó a su hermana bien colocada en la encina para que los lobos ni nada la vieran y se fue para casa.
Cuando llegó y dio a su madre la asadura y la lengua, fue y dijo al espejito:
-Espejito mágico, ¿quién es más guapa ahora, Blancaflor o yo?
Y el espejo la dijo:
-Tú, porque Blancaflor, no sé dónde está.
Entonces ella se puso muy contenta, bailó y todo.
Laa niña siguió en la encina, toda la noche quieta. A media noche vio que estaba esa encina encima de la casa de unos la­drones. Y llegaron los ladrones y, como hacía muy bueno, se pu­sieron debajo de la encina a repartir lo que habían robao. Enton­ces empezaron a decir:
-Para ti. Para mí.
Y dijo ella:
-Y, ¿para mí?
Y ellos, al oír la voz, callaron; pero al poco rato comenzaron otra vez:
-Para ti. Para mí.
Dice ella:
-Y, ¿para mí?
Y callaron ellos un ratito.
Y así lo volvieron a hacer varias veces. Pero en vista de que no podían terminar, dijeron:
-Bueno, nos vamos a acostar y mañana ya podremos repartir. Y se acostaron.
Al siguiente día salieron todos los bandidos. Y ella, desde la encina, los contó mientras salían. Contó hasta doce y dijo: -Vaya, pues van doce.
Cuando ya comprendió que iban muy lejos, bajó de la encina y entró en la casa, porque vio que la habían dejao abierta. Vio que tenían todas las camas tiradas y todo muy sucio, sin hacer nada. Entonces ella les hizo las camas, les limpió todo y les hizo la cena. Ya cuando iba siendo de noche, se subió otra vez a la encina. Y vinieron los bandidos por la noche. Y al llegar y ver todo tan arreglao y la cena hecha y todo, empezaron a mirar por toda la casa a ver si había alguien en casa. Ya, en vista de que no encontraban a nadie, dijeron:
-Bueno, pues mañana nos quedamos uno para así ver quién entra a hacerlo.
Al día siguiente salieron todos, y ella, desde la encina, los contó y vio que nada más iban once. Y entonces aquel día no bajó. Se estuvo todo el día en la encina. Y vinieron los bandidos por la noche, y el que se había quedado les dijo que ni había visto a nadie ni que había ido nadie. Entonces ya, al siguiente día, fue­ron todos y al contarlos y ver que iban doce, se bajó en seguida y entró. Les hizo todo; pero como tenía mucha hambre, porque el día antes no había comido ni bebido, comió y bebió y después se echó a dormir un poco en una cama. Pero como estaba muy cansada de estar tanto en la encina, vinieron los bandidos y to­davía no había despertao.
Entonces, al entrar y verla, pues dijeron:
-¡Oy, qué niña más guapa hay en nuestra cama!
Uno de los ladrones se acercó a despertarla, y le dijeron los otros:
-¡No despertarla! Si la despertamos, se asustará.
Entonces se quedaron todos al lado de la cama de la niña y, cuando despertó, la dijeron que no se asustara, que no la pasaría nada, y que si ella quería, que se quedaría a vivir con ellos. Y cuan­do ella les contó lo que la había pasao, la dijeron:
-Pues nunca mejor. Nosotros no tenemos a nadie. Te quedas aquí. Tú nos harás las cosas mientras nosotros vamos por ahí. Pero ten cuidao de estarte siempre encerrada. Y aunque llame alguien, no abras.
Bueno, pues así lo hicieron.
Ya la madrasta cogió el espejo mágico un día y le dijo:
-Espejito mágico, ¿quién es más guapa, Blancaflor o yo? Y la dijo:
-Blancaflor, que está muy guapa y vive con unos ladrones. Entonces la madrasta se puso muy furiosa y decidió ir a bus­carla. Y se vistió de quinquillera y fue adonde estaba la casa de los ladrones. Y estaba ella sentada al balcón al sol y la dijo:
-Señorita, cómpreme usted un corsé, que se lo vendo. Dijo ella:
-No, señora, no me le sé poner. Y dijo la madrasta:
-Ábrame y cómpremelo, que yo se lo pongo.
Fue y abrió, y, al ponérsele, la apretó tanto que la quitó la respiración y ya cayó al suelo sin sentido. Entonces la madrasta se fue muy contenta. Y vinieron los ladrones y, al verla en el suelo, empezaron a mirarla y decir:
Pobre Blancaflor, ¿qué la habrá pasao?
Pero al irla a levantar, vieron que tenía un corsé muy apretao, muy apretao. Se lo quitaron, y a poco rato recobró el conoci­miento. Entonces la dijeron que qué la había pasao. Y al decir­les ella que había sido una quinquillera, la dijeron que no vol­viera a abrir a nadie, que ya se lo habían advertido.
Entonces la madrasta cogió el espejito mágico y le dijo:
-Espejito mágico, ¿quién es más guapa, Blancaflor o yo? Entonces la dijo el espejo:
-Blancaflor, que vive con los ladrones y la quieren mucho. Entonces la madrasta se puso muy furiosa y le tiró contra el
suelo y se volvió a buscar a Blancaflor. Y fue como una pobre
pidiendo. Y estaba ella peinándose al balcón. Y la dijo:
-Señorita, ¿quiere usted que la peine yo?
-No, señora -dice-, me peino siempre yo sola.
-¡Vamos, ande! ¡Déjeme! Yo la peino muy bien. Y dijo ella:
-No, me han dicho los ladrones que no abra a nadie. Y entonces dijo la vieja:
-Yo ningún mal la voy a hacer. Abrame, que la peino.
Y entonces le abrió, y se puso a peinarla. Y al estarla peinan­do, la clavó un agujón que llevaba y se lo clavó en la cabeza. Y se volvió paloma.
Vinieron luego los ladrones y la buscaron por toda la casa, llamándola, y no la encontraron; pero ya vieron una palomita que andaba por el tejado revoloteando. Y la cogieron y la empe­zaron a manosear y dijeron:
-¡Qué guapa palomita!
Y entonces vieron que tenía un agujón en la cabeza, y, al qui­társelo, quedó otra vez convertida en Blancaflor, que les contó lo que la había pasao. Y la volvieron a advertir que no abriera más que a ellos.
Y entonces la madrasta se miró al espejo y le dijo:
-Espejito mágico, ¿quién es más guapa, Blancaflor o yo? Y el espejo la dijo:
-Blancaflor, que aún vive con los ladrones.
Y entonces ella se puso cada vez más furiosa. Y juró que había de matarla. Y fue y se fue vendiendo peras, y llevaba una envenenada. Y llegó allá, y estaba Blancaflor en el balcón toman­do el sol, y la dijo:
-Señorita, ¿me compra usted peras?
-No, señora -dice.
-¡Ande! -dice-. ¡Abrame usted, que la gustarán!
Y dijo ella que no, que no abría, que la habían dicho los la­drones que no abriera a nadie. Entonces la vieja cogió la pera que llevaba envenenada y se la echó, y la dijo:
-¡Cómala usted!
Y dijo ella:
-No, me puede pasar algo. Y la vieja la dijo:
-Yo como otra.
Entonces Blancaflor la comió. Y ya, pues cayó envenenada. Cuando fueron los ladrones y la vieron ya muerta, la dieron tierra.
Y ya la madrasta, pues se miraba al espejo todos los días y le decía:
-Espejito mágico, ¿quién es más guapa, Blancaflor o yo? Y el espejo la decía:
-Tú, porque Blancaflor se ha muerto.
Y ya, pues, vivió ella muy feliz, y ya se acabó.

Sieteiglesias, Valladolid.
Narrador XC, 6 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo

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