Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 14 de mayo de 2012

Los caballeros de la Isabela

El siglo XV llegaba a su fin, como también había llegado el fin para la primera ciudad fundada por Colón en América: La Isabela, en la isla de Quisqueya o Haití, denominada por los colonizadores como La Española.
La vieja Isabela había sido abandonada. Las hierbas crecían libres en las calles y los helechos se iban adueñando de la humedad que quedaba en las divisiones entre pieza y pieza de piedra. La Isabela había muerto, al menos para los humanos, para aquellos hombres de final del siglo XV época de caballeros, capa y espada, porque en las noches, con la complicidad de la luna, las sombras con su movimiento se apoderaban de la ciudad.
Aquello, desde la alta luna hasta las bajas sombras, era misterioso, muy misterioso: lejanos ruidos de cadenas que se arrastraban, de pesadas espadas metálicas que chocaban, de voces perdidas, de espuelas que chirriaban al rozar la piel de las botas; y de pronto... el aire se hacía pesado, quedando como preso en tres capas de sendos caballeros que, al mismo paso y con vestimenta negra, reflejaban la luna llena en sus espadas al cinto.
Al día siguiente, como pólvora encendida, se extendía la noticia...
-¡Protégenos, Señor, bajo tu luz!
Pero, así como aparecían estos tres caballeros salidos de la noche, así desaparecían por encanto entrando en ella. Hablaban poco, sólo unas frases que, de tanto repetirlas, eran conocidas en el pueblo más cercano: "¿Dó vais, cristianos?", o bien: "¡Alto, caminante!" En ocasiones: "¿Nos buscáis, familia?" Pero otras veces la frase era más agresiva: "¡Alto! ¡A duelo!"...
Nadie podía repetir estas frases en el pueblo, ni aun fuese en broma.
Los caballeros, de esbelta y negra figura, hacían su aparición siempre juntos. Se llegaba a decir con insistencia que eran las almas en pena de los primeros fundadores de La Isabela.
Cierta noche memorable, el cura, tal vez el hombre más valiente de toda la comarca, se armó de más valor y fue él solo y a caballo a una cita no concertada...
Era viernes; la hora debía ser las diez o algo faltaba.
La solitaria campanilla del padre se escuchaba desde lejos, intermitente-mente, mucho mejor que las pisadas de su cabalgadura. El pueblo rezaba en la iglesia, y hacía algunas pausas para escuchar la campanilla que movía con la mano el cura, lejana pero tranquilizadora, porque era señal de que aún no pasaba nada.
De pronto, en medio de un avemaría, un silencio enorme, en las ruinas y en el pueblo... Ni campanillas, ni caballo, ni rezos, ni aire, ni nada... El caballo, a galope solitario en su despavorida huida, rompió el silencio.
El cura, a pie, enfrentaba verdaderamente solo a los tres perso-najes encantados. El también tenía su capa al aire. Si aquéllos tenían espadas al cinto, él tenía un cordón franciscano; si ellos tenían sombrero, él tonsura; si ellos botas, éste alpargatas; si ellos..., éste...
-¿Nos buscáis, familia? -Y se rompieron la oscuridad y el silencio.
-¡Que Dios os bendiga, caminantes, si no sois tres diablos!
Sonrieron a medias, y alineados uno junto al otro iniciaron una reverencia. La pierna derecha se movió hacia atrás, la capa se inclinó hacia abajo, las espadas se pusieron horizontales al levantarse por detrás sus puntas.
El padre, con el corazón en dúo con el galope de la ya muy lejana cabalgadura, levantó su crucifijo por encima de su frente...
-Padre nuestro, que estás...
No lo dejaron terminar; finalizaron su reverencia al saludar levantando los sombreros. Ante los ojos atónitos del padre Francisco, las cabezas permanecieron unidas al sombrero, y en las golas[1] de sus camisas se vieron resaltar los cuellos rotos...
-¡Que Dios también os bendiga, padre!
Y desaparecieron, pero no para siempre.
Por muchos años, los ojos de los grillos, murciélagos, cocuyos[2], lechuzas y mariposas nocturnas se espantaron en las primeras ruinas isabelinas ante la aparición de los tres, entre ellos, amigos y antiguos caballeros de la Colonia, con sombrero de copa y sonido de botas y espadas...
-¡Alto, caminante!
Con el paso de los siglos, se perdieron los techos y las paredes de las ruinas de La Isabela. De los tres caballeros cuentan, en cambio, que a veces son vistos en la noche saltando tapias de muy antiguas casas y corriendo -a buen paso- en las calles empedradas de la ciudad colonial de Santo Domingo, ciudad heredera de tantas cosas de la antigua Isabela.

074. anonimo (republica dominicana)

[1] Gola: Cuello muy trabajado y adornado que se usaba en las antiguas camisas. Las represen-taciones gráficas de Cervantes, Lope de Vega, Góngora y otros muestran ese cuello engolado. De ahí procede la expresión “engolar la voz” que es hacerla más grave y adornada.
[2] Cocuyo: Insecto coleóptero, luciérnaga, que emite luz verdosa visible en la noche.

Juan bobo .076

Esta era una vez que había un muchacho a quien llamaban Juan Bobo por ser medio tonto, zángano y estúpido.
Un día su madre le mandó al pueblo a comprar tres cosas: carne, melao[1] y unas agujas.
Aparejó la yegüita con las banastas y se fue Juan Bobo al pueblo a cumplir el encargo. Compró el melao y lo echó en las banastas; la carne y las agujas fueron puestas también con el melao en las banastas.
Volvió Juan Bobo a su casa y trajo carne llena de melao, pero no trajo ni agujas ni melao. Ambas cosas se habían perdido en el camino, sobre todo el melao, que además de ser comido por un número inmenso de moscas que acompañaban a Juan Bobo, había ido destilándose constantemente por entre el tejido de las banastas.
Cuando llegó el Bobo y la madre vio lo que había hecho el muy estúpido, le pegaba y le decía:
-¡Animal! ¡Si es que eres un animal! ¿Cómo vas a derramar el melao en las banastas y quieres que llegue aquí? ¡Y las agujas! Tenían que salirse por los agujeros; no eres más que un bruto; no puede mandársete a hacer nada.
-Mamá, no se apure usté -decía Juan Bobo. El melao se lo comieron las señoritas del manto prieto, pero mañana mismo voy a denun­ciarlas donde el señor juez.
-Déjate de tonterías, Bobo; eres más bobo que los bobos. Si no fuera porque te necesito, ya te hubiera botado por esos mundos, porque no sirves para nada; eres, al contrario, una carga.
-Mamá, no se apure usté; mañana denuncio a las señoritas del manto prieto.
-Ve ahora a pedirle la olla de tres patas a la comae[2] para hacer un guiso con la carne. Pero avanza, que no puedo perder el tiempo.
Fue Juan Bobo donde la comae y le pidió la olla. Esta era un caldero de esos que se usaban antes, de hierro, con tres patas y muy grande.
Cogió Juan Bobo la olla y salió con ella. Yendo por el camino que conducía a su casa, puso la olla en el suelo y le decía:
-Mira, ya yo estoy cansado de llevarte, tú tienes tres patas y puedes andar mejor que yo. Camina adelante, que yo voy detrás. 
-Y como la olla se quedara en el mismo sitio, le decía:
-¿Qué te pasa? ¿No sabes el camino? Pues yo me voy adelante; sígueme. 
-Pero la olla no se movía.
-Haragana, eso es lo que tienes; que eres una haragana; te gusta que te lleve al hombro y tú no caminar. Pues está bonito eso, que tú con tres patas y yo con dos te tenga que cargar a ti. No, señor, tú tienes que caminar.
Y con un palo o garrote que llevaba le daba furioso y la empujaba con los pies.
-Anda, anda haragana; avanza, que mamá nos está esperando.
Mas al llegar a un sitio donde el camino se dividía en dos vereditas, a la bajada del cerro, cogió Juan Bobo a la olla perezosa, y poniéndola en una de las veredas, le dijo:
-Oye, tú coges por aquí y andas lo más ligero que puedas. Yo cojo por aquella veredita y ando bien ligero. A ver quién llega primero, tú o yo.
-Bueno, ya estamos -gritaba Juan Bobo del otro camino. A la una, a las dos y a las tres.
Y pies para qué te quiero iba Juan Bobo cuesta abajo que no lo cogía nadie. Fatigado llegó a su casa y seguida fue donde la mamá y le preguntó:
-Mamá, ¿ha llegado ya? ¿Llegó?
-Pero, muchacho, ¿que si llegó quién?
-La olla, mamá, la olla. Nos echamos a ver quién llegaba primero.
-Juan Bobo, te mato; hoy, te mato. No seas estúpido, muchacho. Vete, vete ligero a buscarme esa olla -gritaba la madre furiosa.
El Bobo, furioso, lleno de miedo, fue cerro arriba y se desquitó los improperios que le había dicho la madre contra la olla.
-Lo ves, haragana. No tienes consideración. Por culpa tuya me iba a pegar mamá; por poco me coge si no me vengo ligero. Ahora es que te las voy a cobrar; te debería dar vergüenza, tú con tres patas y yo con dos solamente, y, sin embargo, llegué primero. -Diciéndole esto, le daba de patadas.
Como la vereda estaba en una pendiente, al impulso que recibió de las patadas, rodó la olla cuesta abajo.
-¿Cómo, ahora corres? -decía Juan yéndola detrás. ¿Cogiste miedo? Llegaron por fin Juan Bobo y la olla haragana. Al día siguiente temprano Juan Bobo hablaba con el juez.
-Señor juez -decía, denuncio a las señoritas del manto prieto por
haberse comido el melao.
-¿Quiénes son tales señoritas? -preguntaba el juez.
-Esas, ésas mismas que ve ahí -le contestó; y le señalaba unas cuantas moscas que estaban paradas en una mesa.
-¡Ah!, las señoritas del manto prieto; tú quieres decir las moscas.
-Eso mismo, eso es. Ellas me cogieron el melao. Y quiero vengarme o que me paguen.
-Juan, escucha lo que vas a hacer -decía el juez lleno de risa. Dondequiera que veas una de esas señoritas, con ese mismo garrote que llevas, le das en seguida y las matas. Es muy sencillo, ¿verdad?
-Muy bien, señor juez -y en ese mismo momento, ¡tras!, descargó un golpetazo inmenso sobre la cabeza del desgraciado juez. Se le había parado una señorita del manto prieto sobre la calva.
Juan fue a la cárcel, pero ni aun allí le dejaron tranquilo las provocati­vas señoritas del manto prieto.
Cuento acabao y arroz con melao; a mi compañero que me cuente otro más salao.

Cuento popular

076. anonimo (puerto rico)

[1] Melao; melado: En la fabricación de azúcar de caña, jarabe que se obtiene por preparación del jugo de caña.
[2] Comae: Comadre.

Tío conejo y tía boa .077

Tío Conejo estaba muy preocupado porque era la tercera vez que había estado en un así de que se lo echara de un bocado tía Boa. La había encontrado hecha una espiral entre el zocatito[1] verde en donde él acostumbraba cenar, y creyéndola dormida no le hacía caso, pero, de pronto tía Boa se desenrolla como por resorte, y si no hubiera sido porque tío Conejo tenía buenas piernas, se lo había tragado.
Se puso a pensar y va de pensar cómo haría para matarla: era tan larga, tan gruesa, que de solo verla le temblaba el cuerpo. Al fin le vino una idea. Tomó un saco de tela gruesa y se encaminó hacia la casa de tía Boa. Ella vivía en el hueco de un tronco carcomido de un viejo espabel que daba sombra a un ojo de agua. Como si fuera con alguien, al acercarse al árbol se puso a decir, primero en voz alta y luego en voz más baja, diferente a la suya:
-¿A que alcanza?
-¿A que no alcanza?
-¿A que alcanza?
-¿A que no alcanza?
-¿A que sí?
-¿A que no?
-¡Apostemos que sí!
-¡Apostemos que no!
-¡Hombre, que sí alcanza!
-¡Hombre, no seas maceta, que tía Boa es más larga que un camino y más gruesa que ese espabel; yo apostaría mi cabeza a que no alcanza!
-¡Pues, yo digo que sí alcanza!
Al decir la última frase iba llegando tío Conejo a la casa de tía Boa, la cual dormía y a las voces se había despertado. Por fortuna estaba de buen humor, pues tenía en la panza un cariblancol[2] que había bajado al ojo de agua; así es que estaba haciendo la digestión. Asomó la cabeza por el hueco y como viera a tío Conejo, le preguntó:
-¿Idiai, hombré, qué es esa algazara que traés, que me ha despertado?
-Pues, señora, vaya viendo que ese porfiado de mi hermano (al mismo tiempo indicaba con el dedo detrás del árbol hacia unos matones, como si allí estuviera escondido el supuesto hermano), dice que apuesta a que usted no alcanza en este saco (mostró a la vez el saco a tía Boa), y yo le digo que apostemos a que sí alcanza.
-Abre la boca al saco -dijo tía Boa para acomodarme dentro; así se convencerá ese porfiado y tú ganarás la apuesta.
Tío Conejo, mientras tanto, decía para sí:
-¡Ay!... María Santísima, que no le den ganas a tía Boa de comerme.
Le temblaba todo el cuerpo, pero logró serenarse y abrió el saco, acomodándose en él la tía Boa perfectamente. Sin pérdida de tiempo tomó tío Conejo una cuerda que llevaba en el bolsillo, amarró con nudo ciego la boca al saco y de un empujón lo echó al río.

Cuento popular

077. anonimo (costa rica)

[1] Zocatito: racatillo: Nombre de diversas plantas gramíneas pequeñas.
[2] Cariblanco: Especie de pécari. parecido al jabalí

La gallina mágica

Cuento popular

Al trote largo de su Ñandú avanzaba cierta mañana Juan en dirección al monte, canturreando a media voz una de sus milongas predilectas, cuando se cruzó con su primo hermano el Zorrillo, que acababa de salir de un pajonal cercano, cojeando lastimosamente y con el cuero lleno de tajos, de moretones y de peladuras.
-¿Qué le pasa, pariente? -interrogóle el Zorro sofrenando su pin­go[1]-. ¿Anduvo camorriando por ahí y se dejó estropiar?
-iQué más remedio! -contestó el interpelado con la voz temblorosa de indignación y los ojos centelleantes-. Usté sabe que yo, aunque tengo fama'e malo, no acostumbro a provocar a naides. Salgo siempre de noche a campiar mi sustento y el de mi familia, y vuelvo pa mi cueva antes de que comience a clariar, a fin de evitarme líos con el vecindario, pues nunca falta algún propasao que se ponga a enticar con uno, y como soy medio ligero'e genio y aguanto muy pocas pulgas...
-Así me gusta el crioyo -aprobó con estusiasmo Juan, ofreciéndole a su interlocutor tabaco y chala[2]-. Pique y arme grueso nomás, no haga cumplidos, que estamos en familia. Y mientras tanto vaya contando lo que le aconteció. Quién sabe yo no puedo hacerle alguna pierna pal desquite...
-Pues vea cómo jue la cosa, pariente -empezó a decir el Zorrillo, a la vez que sobaba con lentitud la chala-. Risulta que anoche andaba yo recorriendo los potreros de la estancia'e don Tigre, cuando un derepente me tope con ese albitrario del Perro, que aúra ha dentrao de milico, como usté no inorará...
-Sí, ya tenía noticias d'eso -asintió Juan-. Y, pa serle franco, opino que el puesto le ha caído como aniyo al dedo. Siempre tuvo alma'e milico el condenao.
-Figúrese usté. ¡Andarle cuidando el campo al Tigre, que dende que el mundo es mundo ha sido su enemigo!... ¡Se precisa tupé, mismo! Pero lo cierto es que, como le iba diciendo, se me metió anoche al torzal'[3], dándome la voz de alto en cuanto nos enfrentamos y gritándome que yo era un perdulario, y que m'iba enseñar a respetar la propiedá privada, y otra punta de cosas por el estilo. Le retruqué de igual suerte, por supuesto, pues usté sabe que no tengo pelos en la lengua, y entonces el manotió la lata y se me vino al humo, diciéndome que m'iba a moler los güesos a palos por insubor-dinado. Algún planchazo que otro me pegó, no via a negarlo, pero asina tamién le habrán quedao los ojos a ese indino con el par de rociadas que me di el gusto de echarle.
-Y, ¿cómo diantres se salvó de que lo encajaran en el cepo, pariente? -interrogó con vivo interés el Zorro, que no perdía palabra del relato?
-Gracias a una cueva de mulita[4] que había ayí cerca, y en la que me pude ganar mientras mi contrario se refregaba las vistas. De no haber sido por eso no estaría aúra aquí, contando el cuento.
-¡Cómo cambean las cosas día a día en nuestro país, querido primo! -opinó tras unos instantes de reflexión el Zorro, que en ese interín acababa de idear un plan diabólico-. Antes el crioyo era dueño de andar a su antojo por la tierra orientala, sin que naides le preguntase qué rumbo yevaba, ni qué comía, ni de ande sacaba plata pa los vicios, ni en qué sabía trabajar. Tuito lo que había en los campos y en los montes era del que lo agarrase y no existían señales, ni marcas, ni alambraos, ni milicos, ni ninguna de esas cosas que hoy estropean la vida del pobrerío...
-¡La- verdá! -corroboró el Zorrillo en tono melancólico-. ¡Qué dimu­dao que está este país, amigo!
-iY pobre del que baje el cogote y se deje pisotiar! -Prosiguió Juan-. Hay que endurecer el lomo como hace usté, pariente, y no aflojarles ni la pisada de un chimango a los de arriba. Y al decir de los de arriba digo los que tienen plata, porque la plata es la causante de todos estos males. En su caso de anoche, por ejemplo, cre usté que la culpa la tiene ese adulón del Perro. ¡Pues no señor! El único culpable es el Tigre, que habiendo enyenao sus potreros de hacienda mal habida, y creyendo que los demás son pícaros como él, se ve en la necesidá de vamar a la policía pa que se la vigile. Yévese de mi consejo si quiere hacer justicia, mi estimado primo y amigo: es al Overo[5] viejo y no al Perro al que debe cobrarle esa cuentita...
-¿Sabe que tiene razón? No había pensao en eyo dijo el Zorrillo tras una breve pausa-. Reconozco que soy de pocas luces y que no sirvo pa andarle buscando cinco pieses al gato, como dicen... Pero, dispués de todo, ¿qué puedo hacer yo contra el Tigre, con lo grandote y fortacho que es ese bandido?
-Déjelo por mi cuenta, que yo he de encontrar manera de arreglar bien las cosas. Si en verdá quiere tomarse el desquite véngase conmigo y haga al pie de la letra todo lo que le diga. Salvo que tenga miedo, por supuesto...
-¿Miedo yo? ¡No ha nacido en el mundo naides capaz de asustarme! -compadreó el Zorrillo.
-Pues entonces suba en ancas y vamos aúra mismo. Pero asujétese bien, porque mi pingo tiene mal genio y a ocasiones le da por beyaquiar...
Un instante después trotaban ambos enancados, a pesar de las ruidosas protestas del Ñandú, que como tenía el buche vacío estaba de un humor pésimo y no hacía sino rezongar de continuo, diciendo que él no era "matungo[6] patria", para que todo el mundo se le horquetase en el lomo.
Llegado que hubieron al camino real, Juan sofrenó su enfurruñado flete en un recodo, cerca de la pulpería[7] del Tatú, y echando pie a tierra díjole al Zorrillo:
-Vamos a acampar aquí, pariente, mientras Patas Largas se hace una escapadita hasta el boliche[8] y nos agencea una bolsa vacía. De paso compras alguna cosita pa engambelar el buche, tragamundo -añadió volviéndose hacia el Ñandú y alcanzándole un par de reales-. Pero mové ligero las gambas, porque me palpita que padrino Tigre no tardará en asomar el hocico por ahí.
Acicateado por la halagüeña perspectiva de engullir algo, lo cual cons­tituía la única y constante preocupación de su vida, el zancudo echó a correr a toda velocidad rumbo a la pulpería.
Pocos minutos después estuvo de regreso con la bolsa, que Juan examinó minuciosamente, observándola a contraluz para ver si estaba sana y tironeándola con fuerza a fin de asegurarse de su resistencia.
-Padrino Tigre cruza todas las mañanas por aquí -explicóle el Zorri­llo mientras realizaba dicha operación-. Asigún creo, va al rancho de doña Lechuza, la curandera, que le está haciendo un tratamiento pa cierta quebra­dura de costiyas sufrida el mes pasao, cuando el pobre quiso aprender a volar y le favaron las alas... Pero me parece que va viene cerca porque siento la voz de alarma de mi compadre el Terutero. Prepárese, pariente, y cumpla cayao mis órdenes si quiere que el asunto salga bien.
Apenas había acabado de hablar cuando vio aparecer al Tigre sobre un repecho, jinete en su venado, como siempre, y con el herraje de plata y oro resplandeciendo al sol.
-¡Métase aquí en la bolsa y no se mueva, primo! -ordenó Juan-. Y cuando yo le dea la voz de i"aúra"!, usté proceda, nomás, como Dios manda!
Cumplida su orden, púsose el Zorro de espaldas al camino, y fingiendo no darse cuenta de que el Tigre se acercaba al trote largo, metió el hocico en la bolsa y empezó a lanzar exclamaciones de asombro, cual si estuviera contemplando algún prodigio.
Al advertir la presencia de su enemigo allí tan cerca, al alcance de su rebenque, el Overo desmontó y se aproximó con la mayor cautela, relamién­dose de gusto los bigotes ante la inesperada posibilidad de atraparlo y propinarle, ¡al fin!, tan ansiada paliza.
-¡Caíste, matrero[9]! -le gritó manoteándole la golilla y levantando el "platiao"-. ¡De esta soba no te salva ni Mandinga!
-¡Hágame lo que usté quiera, padrinito! -tartamudeó Juan mientras procuraba ocultar la bolsa tras su cuerpo-. ¡Muélame el lomo a palos, cuéreme vivo, si le parece, pero no me vaya a quitar esta hermosura! ¡Se lo pido por el cariño de madrina Tigra, la pobre, que es tan güena! ¡No me la vaya a quitar!
-¡Valiente cosa! Y, ¿qué porquería escondés ahí?
-¡Una gayina mágica, que en vez de güevos pone onzas de oro puro! Cada vez que uno la mira pone una. Pero hay que mirarla con los ojos abiertos y fijos, pues si se pestañea eya pierde la virtú. ¡Déjemela, padrinito! usté, ¿pa qué la quiere, si le sobre la plata?
-¡Trai p'acá esa bolsa y cerrá el pico, avariento! -rugió el Overo con la voz temblorosa y los ojos brillantes de codicia. Y arrebatándo-sela con un brusco tirón hundió prestamente en ella la cabeza, ávido de comprobar el milagro.
-iAúra, pariente! -gritó entonces Juan.
Y fue tan certero el fétido y corrosivo chorro con que le recibió el Zorrillo, que el Tigre, enceguecido y bramando de dolor, cayó hacia atrás y comenzó a revolcarse desesperadamente en el pasto, mientras su "ahijado", le decía entre grandes risotadas:
-¡Ya ve lo que ganó por ambicioso, padrino! ¡Pero pa otra vez ya sabe: cómprese unas antiparras y un frasco de agua florida, por las dudas!...

078. anonimo (uruguay)

[1] Pingo: Caballo vivo y corredor.
[2] Chala: Espata de maíz cuando está verde o seca; envoltura de cualquier cereal.
[3] Torzal: lazo o maneador formado de una o más tiras de cuero retorcidas.
[4] Mulita: Tatú o armadillo.
[5] Overo: Dícese de los animales que presentan grandes manchas amarillas y blancas, en este caso el tigre.
[6] Matungo: Flacucho. Flojo. Dícese de la Caballería Vieja y débil.
[7] Pulpería: Tienda donde se venden géneros de uso común.
[8] Boliche: Tienda pobre.
[9] Matrero: Bandolero.

Acero acerísimo

Erase una vez un zar que tenía tres hijos y tres hijas. Envejeció y le llegó la hora de la muerte. Antes de morir llamó a sus hijos y a sus hijas, a ellos les encomendó que concedieran las manos de sus hermanas a los que primero fueran a pedirlas. «Concededlas» -dijo- para que no os maldigan». Luego el zar murió.
Corría el tiempo tras su muerte, hasta que una noche alguien empezó a golpear las puertas estrepitosamente, todo el palacio se sacudió entre bramidos, gritos, chirridos y relámpagos, se diría que las llamas cercaban el palacio. Los del palacio se asustaron y temblaban de miedo. De repente se oyó una voz:
-¡Abrid las puertas, zaréviches!
Y el hijo mayor del zar:
-No abráis!
El mediano dice:
-No abráis de ninguna manera!
Pero el menor dijo:
-Yo abriré las puertas -y corrió a abrir.
Cuando abrió las puertas, entró en el palacio algo que lanzaba llamas sin que se pudiera ver lo que era, que va y dice:
-Yo he venido a pedir la mano de vuestra hermana mayor y quiero llevármela ahora mismo, pues ni yo espero ni vendré otra vez a pedir su mano, así que dadme una respuesta, o la dais o no la dais, es lo que quiero saber.
Dice el hermano mayor:
-Yo no la doy. ¿Cómo la iba a dar, si no sé qué eres ni de dónde vienes? Acabas de llegar, quieres llevártela en seguida y ni siquiera sé adónde podría ir a visitar a mi hermana.
El mediano dice:
-Yo no permito que se lleven a mi hermana esta noche.
Pero el más pequeño dice:
-Yo sí la doy aunque vosotros no la deis, ¿es que no recordáis lo que nos dijo nuestro padre? -y cogió a su hermana de la mano y dijo al entregarla-: ¡Que te sea una buena y honrada esposa!
Cuando la hermana cruzó el umbral, todos cayeron al suelo de miedo. Centelleaban los relámpagos, tronaba, todo retumbaba con gran estrépito, el palacio entero se agitaba, pero todo pasó y al día siguiente amaneció. En cuanto apuntó el día todos se pusieron a buscar por si había alguna huella que indicara por dónde se había marchado del palacio aquella fuerza misteriosa, pero no se encontró nada de nada, no había dejado ni rastro.
La noche siguiente, a la misma hora, de nuevo la misma fuerza misteriosa, rugidos y gritos que resuenan alrededor del palacio real, y alguien a la puerta que empieza a hablar:
-¡Abrid las puertas, zaréviches!
Ellos, atemorizados, abrieron las puertas, y unas espantosas fuerzas empezaron a hablar:
-Entregadnos a la doncella, a la hermana mediana, hemos venido a pedirla en matrimonio.
Dice el hermano mayor:
-Yo no la doy.
Y el hermano mediano:
-Yo no entrego a nuestra hermana.
Pero el más pequeño dice:
-Yo sí la doy; ¿es que no recordáis ya lo que nos dijo nuestro padre? -tomó a su hermana de la mano y dijo al entregarla-: Hela aquí, ¡que os sea una buena y honrada esposa!
Así que aquella fuerza se marchó con la doncella. Al día siguiente, en cuanto amaneció, salieron los hermanos a los alrededores del palacio e incluso más lejos, en busca de huellas que indicaran el camino que había seguido aquella fuerza, pero por nada del mundo se llegó a saber, como si no hubiera venido.
La tercera noche a la misma hora de nuevo una extraordinaria fuerza sacudió el palacio desde los mismos cimientos y todo retumbó, entonces se oyó una voz que gritaba:
-¡Abre la puerta!
Los hijos del zar fueron corriendo a abrir y entró una fuerza gritando: -Hemos venido a pedir la mano de vuestra hermana pequeña. El hermano mayor y el mediano gritaron:
-Ahora sí que no la entregamos, pues por lo menos tenemos que saber adónde irá nuestra hermana pequeña, y a quién se la damos para poder visitarla como hermana que es.
A lo que replica el hermano pequeño:
-Yo sí la doy, aunque vosotros no la deis; ¿o es que habéis olvidado lo que nos encomendó nuestro padre en su lecho de muerte no hace tanto tiempo? -tomó a su hermana de la mano y dijo-: ¡Llévatela y que te sea una buena y honrada esposa!
Y la fuerza se marchó en aquel mismo instante acompañada por un gran estrépito. A la mañana siguiente los hermanos, muy preocupados, se preguntaban qué les habría sucedido a sus hermanas.
Pasado mucho tiempo, cierto día los hermanos se pusieron a hablar:
-¡Dios santo, qué misterio tan grande! ¿Qué habrá pasado con nuestras hermanas que no han dado señales de vida y no sabemos ni adónde fueron ni con quién se casaron?
Al final los tres dijeron lo mismo:
-¡Vayamos a buscar a nuestras hermanas!
Inmediatamente se dispusieron para el viaje, tomaron dinero y se pusieron en camino. Anda que te anda se adentraron en un monte y estuvieron caminando todo el día. Cuando oscureció decidieron buscar un lugar en donde hubiera agua para pasar la noche y así lo hicieron; llegaron a un lago, acamparon junto a él y se pusieron a cenar. Cuando iban a acostarse, dijo el hermano mayor:
-Dormid vosotros que yo me quedaré de guardia.
Así que los otros dos hermanos se durmieron y el mayor se quedó vigilando. Ya entrada la noche, empezó a agitarse el lago, él se asustó muchísimo al ver que algo salía de allí y se dirigía directa-mente hacia él: era un espantoso culebrón de dos orejas que se abalanzó hacia él, pero él sacó su daga, se la clavó y le cortó la cabeza, después le cortó las dos orejas y se las metió en el bolsillo, el cuerpo y la cabeza los tiró al agua. En eso amaneció; sus hermanos todavía estaban durmiendo sin saber nada de lo que el hermano mayor había hecho. Los despertó pero no les dijo nada.
Se levantaron y emprendieron de nuevo el viaje. Cuando se acercaba el anochecer pensaron que era necesario encontrar algún lugar en donde hubiera agua, para pernoctar, además les entró miedo pues se habían adentrado en un peligroso bosque. Llegaron a un pequeño lago y decidieron pasar allí la noche; hicieron fuego y cenaron de las provisiones que tenían. Cuando se iban a acostar dice el hermano mediano:
-Dormid vosotros que yo me quedaré de guardia esta noche.
Los otros se durmieron y él se quedó vigilando. De repente se alborotaron las aguas, ¡y ahora verás lo que pasó! Un culebrón con dos cabezas que se los quería comer a los tres; pero se alzó de un salto, sacó la daga, aguardó al culebrón y le cortó las dos cabezas; luego le cortó las orejas y se las guardó en el bolsillo, el resto lo tiró al lago. A todo esto sus hermanos no se habían enterado de nada porque durmieron hasta el alba. Al amanecer los llamó el hermano mediano:
-¡Levantaos, hermanos, ya ha amanecido!
En seguida se levantaron, se prepararon y continuaron el viaje, aunque ni siquiera sabían en qué país estaban. Durante tres días vagaron por un desierto que parecía no tener ni principio ni fin, y se apoderó de ellos el miedo al pensar que morirían de hambre en aquel lugar deshabitado, entonces empezaron a rogar a Dios que apareciera un pueblo, una ciudad o al menos un ser humano. Por fin llegaron otra vez junto a un gran lago en donde pasar la noche, aunque era un poco temprano para acostarse «podría suceder» dijeron «que si continuamos andando no encontremos un lugar donde pernoctar», así que se quedaron allí. Encendieron una gran fogata, cenaron y se prepararon para dormir. Entonces el hermano más pequeño dice:
-Dormid vosotros dos, esta noche yo me quedaré de guardia -conque los dos se acostaron y se durmieron; el hermano menor estuvo observando a su alrededor y a menudo dirigía la vista hacia el lago.
Pasó una buena parte de la noche, hasta que todo el lago empezó a agitarse, una ola salpicó el fuego y casi lo apaga, él desenvainó el sable y se colocó junto al fuego, hete aquí que aparece un culebrón de tres cabezas y se lanza hacia los hermanos para devorarlos. El hermano pequeño, de corazón valeroso, no despertó a sus hermanos sino que se enfrentó con el culebrón, tres veces lo atacó y le cercenó las tres cabezas, a continuación le cortó las orejas y se las metió en el bolsillo, el cuerpo lo tiró al lago.
En tanto hacía todo esto, el fuego se apagó del todo a causa del agua que le había caído encima. Entonces, al no tener nada con qué encenderlo de nuevo, y como tampoco quería despertar a sus hermanos, se adentró un poco en el desierto a ver si encontraba algo, pero nada de nada. Al final se subió a un árbol alto, desde la copa se puso a mirar a su alrededor por si veía algo. Tras observar un largo rato, le pareció ver el resplandor de una lumbre que no estaba muy lejos, bajó del árbol y se fue hacia el fuego a fin de coger unas brasas y llevarlas a donde estaban sus hermanos. Anda que te anda, siempre le parecía que estaba cerca, cuando, de repente, llegó a una cueva, en la cueva ardía un gran fuego y allí estaban nueve gigantes asando en el fuego a dos hombres a los que habían clavado a ambos lados de la fogata y encima de ella había un gran caldero lleno de hombres troceados. Al ver esto, el hijo del zar se asustó tanto que quería marcharse, pero era imposible, no había forma de salir de allí. Así que gritó:
-Buenas noches, compañeros míos, os estoy buscando desde hace mucho. Ellos lo recibieron bien y le dijeron:
-¡Que Dios te ampare si eres de los nuestros! Él les respondió:
-Siempre seré de los vuestros y por vosotros daría mi vida.
-Eh -dijeron-, si piensas ser compañero nuestro, ¿comerás carne humana e irás con nosotros?
Respondió el zarévich:
-Sí, lo que vosotros hagáis lo haré yo también.
-Si es así, siéntate.
Todos se sentaron alrededor del fuego, bajaron el caldero, sacaron la carne y empezaron a comer. El zarévich también comía con ellos, pero los engañaba tirando la carne por detrás. Cuando se hubieron comido el asado, dijeron:
-Vamos de caza, porque mañana también hay que comer.
Se marcharon de allí los nueve, y el zarévich el décimo.
-Ven -le dijeron-, aquí hay una ciudad y en ella un zar, y ahí nos alimen-tamos nosotros desde hace ya varios años.
Cuando estaban ya próximos a la ciudad, arrancaron dos abetos con ramas y todo y se los llevaron consigo; al llegar a la ciudad arrimaron un abeto a la muralla y le gritaron al zarévich:
-Anda -dijeron-, súbete a la muralla para que te pasemos este otro abeto, y tú cógelo de la copa y échalo a la ciudad, pero deja la copa junto a ti para que bajemos por ella.
Se subió y entonces les dijo:
-No sé qué hacer ahora porque nunca había hecho nada parecido, no sé echarlo al otro lado, mejor que venga uno de vosotros para mostrarme cómo darle la vuelta.
Subió uno de los gigantes, cogió el abeto por un extremo y lo echó a la ciudad dejando la copa apoyada en el muro. Cuando el gigante hubo terminado, va el hijo del zar, saca el sable, lo agarra por el cuello y le corta la cabeza, así que el gigante cayó al interior de la ciudad. Entonces dijo:
-Eh, ahora subid uno por uno para que os vaya ayudando a bajar.
Los gigantes, al no saber lo que le había sucedido al que estaba arriba, fueron subiendo de uno en uno, de modo que el zarévich los iba agarrando por el cuello y así hasta que les cortó a todos la cabeza, entonces se bajó por el abeto a la ciudad. Recorrió toda la ciudad sin encontrar un alma en ella, ¡todo desierto! Durante un buen rato anduvo vagando por la ciudad y pensaba para sí: «Seguro que los gigantes los exterminaron a todos y se los llevaron», hasta que encontró una torre muy alta y vio que en una estancia ardía una vela. Abrió la puerta, subió y entró en el aposento. ¡Y ahora veréis lo que pasó! La estancia estaba decorada con oro, seda y terciopelo, en ella no había más que una doncella y la doncella estaba acostada en un lecho y dormía. En cuanto entró el zarévich en el aposento, clavó la mirada en la doncella que era muy hermosa. En ese mismo instante advirtió que una gran serpiente bajaba por la pared y se estiraba hasta aproximar su cabeza a la de la doncella, de repente se irguió para morderla entre las cejas. Entonces fue corriendo, sacó un pequeño puñal y se lo hundió a la serpiente en el entrecejo, dejándola clavada a la pared, luego dijo así: «¡Por Dios que este puñalito mío no lo pueda sacar otra mano que no sea la mía!». Entonces se apresuró a marcharse. Abeto arriba, abeto abajo, cruzó la muralla y bajó al suelo. Cuando llegó a la cueva de los gigantes cogió unas brasas, salió corriendo y llegó a donde estaban sus hermanos a los que encontró todavía dormidos. Encendió el fuego, al poco asomó el sol y amaneció, entonces despertó a sus hermanos, se levantaron y continuaron el camino.
Ese mismo día tomaron el camino que conducía a aquella ciudad. Vivía allí un zar muy poderoso que todas las mañanas salía a pasear por la ciudad y derramaba amargas lágrimas porque su pueblo padecía a causa de los gigantes y era devorado por ellos, también temía que un día su hija corriera la misma suerte; aquella misma mañana andaba el zar mirando por la ciudad, pero todo estaba desierto porque los gigantes se los habían comido a casi todos y ya quedaba muy poca gente, iba el zar de un lado para otro cuando, de repente, vio unos abetos que, arrancados de cuajo de la tierra, estaban arrimados a la muralla, al acercarse más vio que había sucedido un milagro: nueve gigantes, los mismísimos verdugos de la ciudad, y todos con la cabeza cortada. Al ver esto el zar se alegró muchísimo, la gente se reunió para pedir a Dios por la salud de aquel que los había matado. En ese mismo momento llegaron los criados del palacio para comunicar al zar que había faltado poco para que una serpiente mordiera a su hija. Cuando oyó eso el zar, se fue derecho al palacio, a la habitación de su hija, vio la serpiente clavada en la pared y quiso arrancar el puñal, pero no pudo.
Poco después emitió el zar un bando que hizo llegar a todos los rincones de su reino en el cual anunciaba: aquel que mató a los gigantes y apuñaló a la serpiente que venga para que el zar le dé una gran recompensa y le entregue a su hija por esposa. Se publicó esto por todo el reino y mandó el zar que se instalaran posadas en los caminos principales y que se preguntara a todos los viajeros si sabían quién había matado a los gigantes, y cuando se supiera algo que avisaran al zar y que esa persona se presentara inmediatamente ante el zar para recibir su recompensa. Se hizo tal como el zar había ordenado, se instalaron posadas en los principales caminos y se preguntaba a todos los viajeros sobre el particular.
Pasado cierto tiempo, los tres hijos del zar, buscando a sus hermanas, llegaron a una de esas posadas para pasar la noche y se albergaron allí, después de la cena se les acercó el posadero y, charlando con ellos, empezó a jactarse de sus hazañas, después les preguntó a ellos:
-Y vosotros, ¿qué habéis hecho hasta ahora? Entonces se puso a hablar el hermano mayor:
-Cuando emprendimos este viaje mis hermanos y yo, acampamos la primera noche junto a un lago que había en un vasto desierto, mis hermanos se fueron a dormir y yo me quedé de guardia, de repente salió el culebrón del lago para devorarnos pero yo saqué mi daga y le corté la cabeza; si no me creéis, ¡aquí están las orejas de aquella cabeza! -y sacó las orejas y las arrojó en la mesa.
Al oírlo, el hermano mediano dijo:
-Pues yo, cuando estaba de guardia la segunda noche, me enfrenté al culebrón de dos cabezas, si no me creéis, ¡aquí están las orejas de ambas cabezas! -sacó las orejas y se las mostró.
El menor de los hermanos permanecía callado. Así que empezó a pregun-tarle el posadero:
-Voto a Dios, muchacho, que tus hermanos son valientes, pero me gustaría oírte a ti también contar tus hazañas.
A lo que el hermano menor respondió:
-Yo también he hecho alguna pequeñez. Cuando pasamos la noche junto al lago en el desierto, vosotros dormíais, hermanos, y yo vigilaba. Bien entrada la noche, todo el lago empezó a agitarse, salió el culebrón de tres cabezas y se lanzó hacia nosotros para devorarnos, entonces desenvainé el sable y le corté las tres cabezas, si no me creéis, ¡aquí están las seis orejas del culebrón!
Ahora sí que se sorprendieron sus hermanos, pero él continuó contando:
-En eso se apagó el fuego y me fui en busca de algo para encender. Anduve dando vueltas por la montaña hasta que encontré a nueve gigantes en una cueva -y les fue contando todo lo que había hecho, todos se asombraron con tanto prodigio.
Al oírlo el posadero corrió a avisar al zar y se lo contó todo, el zar le dio mucho dinero y en seguida mandó a su gente para que le llevaran a los tres hijos del zar. Cuando estuvieron en su presencia, el zar preguntó al zarévich más joven:
-¿Eres tú el que ha realizado tantos prodigios en esta ciudad, el que ha acabado con los gigantes y ha salvado a mi hija de la muerte?
-Yo soy, buen zar -respondió el más joven de los zaréviches.
Entonces el zar le entregó a su hija por esposa y le concedió el cargo más importante de todo el reino, justo detrás del mismo zar; a los otros dos hermanos les dijo el zar: «Si lo deseáis, también os puedo casar a vosotros y os construiré ricos palacios», pero ellos le dijeron que ya estaban casados y le contaron que la verdadera razón de su viaje era encontrar a sus hermanas. Cuando se enteró el zar, retuvo consigo sólo al hermano menor que ahora era su yerno; a los otros dos les dio tanto dinero como podían cargar dos mulas, conque se volvieron ellos a los palacios que tenían en su reino.
Sin embargo, el hermano pequeño siempre estaba pensando en sus hermanas y quería ir a buscarlas, pero por otro lado sentía tener que dejar a su mujer -el zar tampoco se lo hubiera permitido-, de modo que se consumía de inquietud. Una vez que se marchaba el zar de caza, le dijo:
-Quédate tú en el palacio y toma estas nueve llaves, tenlas siempre contigo; puedes abrir -dijo- tres o cuatro estancias, verás que hay oro y plata, armas y muchos otros tesoros, en fin, puedes abrir ocho estancias, pero la novena ni se te ocurra abrirla, pues -dijo- si lo haces te sucederán grandes males.
Conque se marchó el zar y el yerno se quedó en casa. Éste, en cuanto se marchó el zar, empezó a abrir, de uno en uno, todos los aposentos, y así fue viendo las variadas riquezas que había en esas ocho estancias; al final, cuando llegó a la puerta de la novena estancia, dijo para sí: «¡Y que no pueda abrir yo esta habitación después de realizar tantas proezas!», y abrió la estancia. Cuando entró, ¡veréis lo que sucedió! En la estancia había un hombre aherrojado hasta las rodillas que también tenía los brazos cargados de cadenas hasta los codos; había cuatro estacas, una a cada lado de la estancia, y a cada una de ellas estaba atada una cadena de hierro, las cuatro cadenas, por el otro extremo, rodeaban el cuello de aquel hombre, tan encadenado estaba que no podía moverse de ninguna manera. Frente a él había una fuente con caño de oro, y el agua que daba caía en una pila de oro. Junto al hombre había un cáliz adornado con piedras preciosas. Aunque el hombre hubiera querido beber agua no habría podido alcanzar el cáliz. Al ver esto el zarévich se extrañó mucho, se echó para atrás, pero el hombre dijo:
-Acércate a mí y que Dios te bendiga.
Así que entró y el hombre le volvió a hablar:
-Hazme un favor, dame de beber con ese cáliz y puedes estar seguro de que te concederé una vida más.
El zarévich pensó: «¿Qué hay mejor que tener dos vidas?» y cogió el cáliz, lo llenó de agua y el otro se la bebió. Entonces preguntó el hijo del zar:
-Por Dios, ¿cómo te llamas?
El otro le responde:
-Me llamo Acero Acerísimo.
El zarévich se dirigió hacia la puerta y el otro empezó a suplicarle: -Dame otro cáliz de agua y te regalaré otra vida.
El zarévich pensó: «Ahora me regala dos vidas, la tercera ya la tengo, esto sí que es un gran prodigio», conque cogió el cáliz, se lo dio y el otro se lo bebió. Ya se marchaba el zarévich, iba a cerrar la puerta, cuando Acero Acerísimo le dice:
-Oh, valiente, vuelve conmigo, si ya me has hecho dos favores, hazme el tercero y te daré una tercera vida. Toma el cáliz, llénalo y échamelo sobre la cabeza que yo, por echarme el agua, te daré una tercera vida.
Al oír esto, el zarévich volvió, cogió el cáliz, lo llenó de agua y se lo vertió sobre la cabeza. En cuanto el agua le mojó la cabeza, se quebraron los grilletes que tenía al cuello y todas las cadenas que sujetaban a Acero Acerísimo. Y Acero Acerísimo saltó como un relámpago, extendió las alas, echó a volar y se llevó bajo un ala a la hija del zar, la mujer del que lo había liberado, en un instante lo habían perdido de vista. Y ahora oiréis otro prodigio: ¡el hijo del zar tenía miedo del zar! En eso volvió el zar de caza y su yerno le contó lo sucedido, al zar le entró una gran preocupación, y le dice:
-¿Por qué lo has hecho? ¿No te dije yo que no abrieras la novena estancia?
El zarévich le responde:
-No te enojes conmigo, iré en busca de Acero Acerísimo y traeré a mi mujer.
El zar intentó disuadirlo:
-¡No vayas! Tú no sabes quién es Acero Acerísimo, yo perdí muchos soldados y mucho dinero hasta que lo atrapé, quédate conmigo, te buscaré otra esposa, no temas, yo te quiero como a un hijo.
Pero el hijo del zar no lo quiso escuchar, por el contrario, tomó dinero para el viaje, montó en su caballo y se fue por el mundo en busca de Acero Acerísimo. Anda que te anda llegó a una ciudad. Entró y se puso a mirarlo todo, hasta que de repente lo llamó una doncella desde un mirador:
-Eh, zarévich, apéate del caballo y ven al patio.
Cuando entró el zarévich en el patio se acercó a la doncella, la miró bien y reconoció a su hermana mayor; se abrazaron, se besaron, y su hermana le dijo:
-Ven conmigo, hermano, al castillo.
Cuando estuvieron arriba, el zarévich le preguntó a su hermana quién era el hombre con el que se había casado, ella le respondió:
-Estoy casada con el zar de los dragones y mi marido es un dragón, pero, hermano, tengo que esconderte muy bien pues mi marido dice que si se encontrara con sus cuñados los mataría. Primero voy a tantearle un poco, si no te va a hacer daño le hablaréde ti.
Dicho y hecho: escondió a su hermano y al caballo.
Cuando anocheció prepararon la cena del dragón y se pusieron a esperarlo, ¡hete aquí al zar de los dragones! Llegó volando al palacio e inmediatamente todo se iluminó con un gran resplandor. En cuanto entró llamó a su mujer:
-Mujer -dijo- aquí huele a hueso de hombre, ¿quién está aquí?
¡Dímelo ahora mismo!
Ella le respondió:
-No hay nadie.
Y él insistía:
-No puede ser.
Entonces su mujer le contestó:
-Por Dios, respóndeme con sinceridad a lo que te pregunto: ¿qué harías si uno de mis hermanos llegara hasta aquí?
Y el zar de los dragones respondió:
-Al mayor y al mediano los degollaría y. los asaría, al menor no le haría nada.
Entonces le dice ella:
-Ha venido mi hermano pequeño, tu cuñado.
Al oírlo el zar gritó:
-Tráelo.
Cuando su hermana lo llevó delante del zar, éste se precipitó hacia su cuñado, se abrazaron y se besaron:
-¿Bienvenido, cuñado!
-¡Bienhallado, cuñado!
-¿Dónde estás?
-Heme aquí.
Y le contó sus aventuras de cabo a rabo. Entonces le dijo el zar de los dragones:
-¡Pero, adónde vas, por Dios! Anteayer mismo pasó por aquí Acero Acerísimo llevando a tu mujer, yo lo esperé con siete mil dragones, pero no pudimos nada contra él; no tires del rabo al diablo, te lo ruego, te daré tanto dinero como desees, vete a casa.
Pero el zarévich no quería ni oír hablar de eso, pues tenía pensado partir al día siguiente; cuando el zar vio que no lo podía detener ni disuadirlo de que hiciera el viaje, se arrancó una pluma y se la puso en la mano diciéndole:
-Escucha atentamente lo que te digo, aquí tienes esta plumita mía, cuando estés en un gran aprieto y encuentres a Acero Acerísimo, enciende esta pluma y en un santiamén volaré hasta donde tú estés para ayudarte con todas mis fuerzas.
El zarévich tomó la pluma y se puso en camino. Anda que te anda por el mundo, llegó a otra gran ciudad y, según la atravesaba, de nuevo lo llamó una doncella desde un mirador:
-Eh, zarévich, apéate del caballo y ven al patio.
El zarévich entró con el caballo al patio, y hete allí a su hermana mediana que lo recibe en el patio, se abrazaron y se besaron; condujo a su hermano a la torre. Tras conducir al caballo a las caballerizas y a su hermano a la torre, preguntó la doncella al hermano cómo había llegado hasta allí, y él le contó todo y a su vez preguntó:
-¿Con quién te has casado?
Y ella le contesta:
-Me he casado con el zar de los halcones y él vendrá esta noche; tengo que esconderte bien porque él amenaza á mis hermanos.
Así lo hizo, escondió a su hermano. No había pasado mucho tiempo y ¡hete aquí al zar de los halcones! Al llegar él la torre empezó a vibrar. En seguida sirvieron la cena, pero nada más entrar le dijo a su mujer:
-Aquí hay huesos de hombre.
Su mujer replicó:
-¡Qué va a haber, hombre!
Estuvieron charlando y por fin va ella y dice:
-¿Qué harías a mis hermanos si uno de ellos viniera aquí?
El zar le dice:
-Al mayor y al mediano los torturaría, pero al más pequeño no le haría ningún daño.
Entonces le habló ella de su hermano. El zar ordenó que lo condujeran a su presencia, al verlo corrió hacia él, se abrazaron y besaron. 
-¡Bienvenido, cuñado! -dijo el zar de los halcones.
-¡Bienhallado, cuñado! -le respondió el zarévich, luego se sentaron a cenar.
Después de la cena preguntó el zar a su cuñado adónde se dirigía, le contesta éste que va en busca de Acero Acerísimo, y le contó todo lo que había sucedido. Pero el zar empezó a aconsejarle:
-No continúes el camino -dijo-, te voy a hablar yo de Acero Acerísimo: el mismo día en que raptó a tu mujer yo lo esperé con cinco mil halcones, fue una cruenta batalla, la sangre nos llegaba hasta las rodillas, pero no pudimos nada contra él, ¡qué le vas a hacer tú solo! Por eso te aconsejo que te vuelvas a casa, aquí tienes mi hacienda, coge lo que quieras y llévatelo.
Mas dice el hijo del zar:
-Gracias por todo, pero yo de ningún modo me vuelvo, tengo que encontrar a Acero Acerísimo -y para sí pensaba: ¿por qué no habría de ir cuando tengo tres vidas más?
Cuando vio el zar de los halcones que no había modo de disuadirlo, se arrancó una plumita y entregándosela le dijo:
-Aquí tienes una pluma mía, cuando te encuentres en peligro atiza el fuego y enciéndela que entonces yo iré en tu ayuda con toda mi fuerza.
Así que el zarévich cogió la plumita y se fue a buscar a Acero Acerísimo. Anda que te anda por el mundo, llegó a la tercera ciudad. Al entrar en ella, hete aquí a una doncella que lo llama desde un mirador:
-Apéate del caballo y ven al patio.
El zarévich condujo a su caballo directamente al patio, y hete allí a su hermana menor; se abrazaron y se besaron, ella llevó a su hermano a la torre y al caballo a las caballerizas.
Preguntó el hermano:
-¿Con quién te has casado, hermana? ¿Quién es tu marido? Ella le contesta:
-Mi marido es el zar de las águilas, con él me he casado. Cuando a la noche el zar volvió a casa, su mujer lo estaba esperando, mas él en seguida le dice:
-Al palacio ha venido un ser humano, ¡dime ahora mismo quién es!
Ella le responde:
-No hay nadie -y se pusieron a cenar. Luego su mujer le dice-: ¿Qué harías a mis hermanos si vinieran hasta aquí?
El zar le contesta:
-Al mayor y al mediano los mataría, pero al más pequeño no le haría ningún mal, al contrario, le ayudaría en todo lo que pudiera. Entonces ella le cuenta:
-Aquí está mi hermano pequeño, tu cuñado, que ha venido a verme.
Luego el zar mandó que lo condujeran a su presencia, lo esperó de pie, se besaron, y le dice:
-¡Bienvenido, cuñado!
Y éste le contesta:
-iBienhallado, cuñado! -en seguida se sentaron a cenar.
Durante la cena hablaron de todo un poco, al final dijo el zarévich que iba en busca de Acero Acerísimo. En cuanto lo oyó el zar de las águilas empezó a disuadirlo diciéndole:
-Cuñado, apártate de ese grandísimo diablo y no sigas por ese camino, quédate aquí conmigo y no te arrepentirás.
Pero el hijo del zar no quiso hacerle caso, al día siguiente, en cuanto amaneció, se preparó y se dispuso a marcharse en busca de Acero Acerísimo. Entonces el zar de las águilas, viendo que no había modo de disuadirlo, se arrancó una plumita y se la dio a su cuñado:
-Para ti, cuñado, cuando te encuentres en peligro atiza el fuego y enciéndela, que yo en seguida iré en tu ayuda con mis águilas.
Tomó el zarévich la plumita y se fue en busca de Acero Acerísimo. Anda que te anda por el mundo, de ciudad en ciudad y cada día más lejos, al final encontró a su mujer en una cueva. Su mujer, al verlo, muy extrañada le dijo:
-Por Dios, hombre, ¿cómo has llegado hasta aquí?
Y él le contó todo tal como había sucedido, conque dice: ¡huye, mujer, huyamos los dos!
Pero ella le responde:
-¿Adónde quieres ir si Acero Acerísimo nos alcanzará inmediatamente y -dice- a ti te matará y a mí me traerá aquí de nuevo?
El zarévich, sabiendo que todavía tenía tres vidas por vivir, convenció a su mujer para que huyera, conque así lo hicieron. En cuanto emprendieron la huida Acero Acerísimo se enteró, salió corriendo, alcanzó al zarévich y le gritó:
-Eh, zarévich, ¿vas a quitarme tú la mujer? -se la arrebató y le dijo-: Te perdono la vida porque te dije que te daría tres vidas, vete ahora, pero no vuelvas en busca de tu mujer porque perecerás.
Le dijo eso, se llevó a la mujer consigo y de nuevo el zarévich se quedó solo sin saber qué hacer. Al fin se decidió a ir otra vez en busca de su mujer. Llegó cerca de la cueva y aprovechó que Acero Acerísimo había salido para llevarse a su mujer consigo y huir. Acero Acerísimo se enteró en seguida, echó a correr y alcanzó al zarévich, sacó las flechas y gritó:
-¿Prefieres morir -dice- a filo de sable o a punta de flecha? El zarévich empezó a suplicarle y Acero Acerísimo le dijo:
-Te perdono la vida por segunda vez, pero te prevengo para que no oses volver en busca de tu mujer, no te voy a regalar más vidas, sino que acabaré contigo en el acto.
Dicho esto cogió a la mujer y se la llevó, así que el zarévich se quedó solo de nuevo cavilando cómo salvar a su mujer. Finalmente se dijo: «¿Y por qué habría de temer a Acero Acerísimo cuando todavía me quedan dos vidas, una de las que él me regaló y la mía?» y decidió que volvería al día siguiente a por su mujer, cuando no estuviera con ella Acero Acerísimo:
-Anda -dice- vamos a huir.
Ella insistía en que no valía la pena huir porque los alcanzaría, pero su marido la obligó, conque se escaparon y en seguida los alcanzó Acero Acerísimo que gritaba:
-¡Espera, ya no te perdono más!
Al zarévich le entró miedo y se puso a suplicarle que lo perdonara, pero Acero Acerísimo le dijo:
-¿Recuerdas que te dije que te regalaría tres vidas? Pues aquí tienes la tercera y ya no te debo más vidas, conque vete a tu casa para no perder la que Dios te dio.
El zarévich, viendo que no podía hacer nada en contra de aquella fuerza, se marchó a casa aunque no dejaba de pensar en cómo le quitaría su mujer a Acero Acerísimo, hasta que, de repente, se acordó de lo que le habían dicho sus cuñados al darle las plumitas. Entonces se dijo para sí: «Pues voy a ir por cuarta vez en busca de mi mujer y si me encuentro en un aprieto, entonces encenderé las plumas para que mis cuñados vengan a socorrerme», en seguida volvió a la cueva en la que Acero Acerísimo retenía a su mujer y, al ver desde lejos que Acero Acerísimo se iba, la llamó y ella, sorprendida y muerta de miedo, le dijo:
-¡Por Dios, tanto aborreces la vida que has vuelto a por mí!
Entonces él le contó que cada uno de sus cuñados le había dado una plumita, y que vendrían en su ayuda si estuviera en peligro «por eso -dice- he venido una vez más a por ti; vamos a huir ahora mismo». Dicho y hecho, mas en cuanto se pusieron en camino Acero Acerísimo se enteró y gritó desde lejos:
-¡Deténte, zarévich, todavía no has conseguido escapar!
Nada más ver a Acero Acerísimo, el zarévich sacó las tres plumas y un pedernal con su eslabón, empezó a frotar hasta que saltaron chispas, entonces encendió las tres plumas, pero mientras las encendía llegó Acero Acerísimo, desenvainó el sable y cortó al zarévich por la mitad.
En ese mismo instante ¡hete aquí un verdadero prodigio! Llegó volando el zar de los dragones con sus dragones, el zar de los halcones con sus halcones y el zar de las águilas con sus águilas, combatieron terriblemente con Acero Acerísimo y se derramó mucha sangre, pero Acero Acerísimo de nuevo agarró a la mujer y se escapó.
Luego los tres zares se pusieron a mirar a su cuñado muerto y decidieron devolverle la vida, preguntaron a los tres dragones más veloces cuál de ellos podría traer agua del Jordán más rápidamente.
Uno dice:
-Yo podría en media hora.
El segundo dice:
-Yo podría en un cuarto de hora.
El tercero dice:
-Yo podría en nueve instantes.
Entonces gritaron los zares:
-¡Pues sal corriendo ahora mismo, dragón!
El dragón desplegó toda su energía de fuego y por cierto que trajo el agua del Jordán en nueve instantes. Los zares tomaron el agua, la rociaron en las heridas, justo allí por donde estaba cortado el zarévich. En cuanto les salpicó el agua, las heridas cicatrizaron y el zarévich se levantó de un salto y volvió a la vida. Entonces le aconsejaron los zares:
-Vete ahora a casa ya que te salvaste de la muerte.
El zarévich les dice que irá una vez más a probar su suerte y a recuperar a su mujer.
Los zares, sus cuñados, le dicen:
-No vayas, porque si vas ahora morirás ya que no te queda otra vida que la que Dios te dio.
Pero el zarévich no quiso ni oírlos. Así que le dijeron los zares:
-Bien, pues si a pesar de todo quieres ir, no te lleves a tu mujer inmediatamente, dile a ella que pregunte a Acero Acerísimo dónde reside su fuerza y vuélvete a decírnoslo, nosotros te ayudaremos a vencerlo.
Conque se fue el zarévich a escondidas, llegó a donde estaba su mujer, le explicó cómo tenía que sonsacar a Acero Acerísimo dónde estaba su fuerza, y se volvió a marchar. Al llegar a casa Acero Acerísimo, la mujer empezó a preguntar:
-Por Dios, dime de dónde sacas tu fuerza.
Y Acero Acerísimo le dice:
-Mujer, mi fuerza está en mi sable.
Entonces la mujer su puso a rezar delante del sable. Acero Acerísimo, al verla, se echó a reír y le dijo:
-Mujer insensata, no está mi fuerza en el sable sino en mi flecha.
Entonces ella empezó a rezar delante de la flecha, así que él le dice:
-Mujer, bien te adiestra alguien para que me sonsaques el secreto de mi fuerza. Yo diría que está vivo tu marido y él es quien te adiestra.
Ella juraba que nadie la adiestraba pues no había quien pudiera hacerlo.
Pasados unos días llegó su marido, ella le contó que todavía no se había podido enterar del origen de la fuerza de Acero Acerísimo, su marido le replicó: »Inténtalo de nuevo» y se fue.
Al llegar Acero Acerísimo, la mujer empezó de nuevo a preguntar dónde estaba su fuerza. Entonces él le respondió:
-Si tanto estimas mi fuerza, te voy a decir la verdad sobre ella -conque empezó a contarle-: Muy lejos de aquí hay una montaña muy alta, en aquella montaña hay una zorra, en la zorra un corazón, en el corazón un pájaro, en aquel pájaro está mi fuerza, pero esa zorra no se deja coger fácilmente, ella puede transformarse de muchas maneras.
Al día siguiente, cuando salió Acero Acerísimo, el zarévich de nuevo fue a ver a su mujer para que le dijera de qué se había enterado, así que ella se lo contó todo. Entonces el zarévich se fue derecho a donde estaban sus cuñados que aguardaban impacientes el momento de oír dónde residía la fuerza de Acero Acerísimo, conque en seguida estuvieron listos para irse con el zarévich. Cuando llegaron a aquella montaña, soltaron las águilas para que cazaran a la zorra, la zorra huyó a un lago que había en medio de la montaña y se convirtió en un pato de seis alas, pero al instante iban los halcones tras ella y la arrojaron de allí; entonces ella voló hacia las nubes intentando huir, pero salieron los dragones tras ella. En un santiamén se convirtió de nuevo en zorra y echó a correr, mas ahora la estaban esperando las águilas y el resto del ejército, la acorralaron y la capturaron. Luego los zares mandaron que abrieran en canal a la zorra y le arrancaran el corazón, del corazón sacaron un pájaro y lo echaron al fuego. En cuanto se quemó el pájaro Acero Acerísimo murió. Entonces el zarévich tomó a su mujer y se marchó con ella a casa.

090. anonimo (balcanes)