Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 1 de enero de 2015

Las tres naranjas del amor

Érase que se era un rey muy viejo que tenía un solo hijo, al que debía casar antes de morirse. Pero el príncipe, aunque quería complacer a su padre, estaba muy triste, porque no encontraba ninguna mujer que le gustara para casarse. Un día, estando lavándose en sus habitaciones, fue y tiró el agua sucia por un balcón, con tan mala suerte, que fue a caerle a una gitana que pasaba por allí. Entonces la gitana le echó una maldición:
-Ojalá te seques antes de que encuentres las tres naranjitas del amor.
Esto le causó mucha impresión al príncipe, que se lo contó a su padre. Decidieron entonces consultar con una hechicera, porque el príncipe estaba cada día más triste. La hechicera, cuando conoció la maldición, dijo:
-Eso es que el príncipe tiene que encontrar novia, y para eso ha de ir muy lejos, muy lejos, a donde hay un jardín con muchos naranjos. Guardándolo hay tres perros rabiosos, que tendrá que vencer. Luego buscará uno de los naranjos, que solo tiene tres naranjas, y, sin subirse a él, las cogerá de un salto, porque, si no, no saldría nunca del jardín. Cuando tenga las tres naranjas, que se vuelva a casa.
Y así lo hizo el príncipe. Se puso en camino, y andar, andar, hasta que por fin llegó a las puertas del jardín, donde estaban los tres perros rabiosos. Pero el príncipe había comprado tres panes, y le echó uno a cada perro. Mientras estos se entretenían comiendo, entró el príncipe en el jardín, buscó el naranjo que solo tenía tres naranjas y de un salto las cogió las tres. Y todavía le dio tiempo de salir antes de que los perros terminaran de comerse los panes.
Ya iba camino de vuelta, venga a andar, venga a andar, cuando sintió hambre y sed y se dijo: «Voy a comerme una de las naranjas». Pero en cuanto la abrió apareció una joven muy guapa, que le dijo:
-¿Me das agua?
-No tengo -contestó el príncipe, muy sorprendido.
-Pues entonces me meto en mi naranjita y me vuelvo a mi árbol. Y al instante desapareció.
Siguió el príncipe andando y llegó a una venta. Allí pidió una jarra de vino y otra de agua, por lo que pudiera pasar. Abrió otra naranja y se le apareció otra joven más guapa todavía que la anterior, que le dijo:
-¿Me das agua?
-Toma -y el príncipe le ofreció la jarra; pero se equivocó, y en vez de la jarra de agua le dio la de vino, y la muchacha dijo:
-Pues me meto en mi naranjita y me vuelvo a mi árbol. Y desapareció.
El príncipe siguió su camino, y otra vez se sentía muy cansado; pero no paró hasta que llegó a un río. Se acercó a la orilla y abrió la tercera naranja dentro del agua, diciendo:
-Por falta de agua no te morirás.
Y al momento se formó un mentón de espuma y de entre ella salió una muchacha más hermosa que el Sol.
El príncipe se quedó maravillado y en seguida le pidió que se casara con él. Ella le dijo que sí y se casaron en el primer pueblo que encontraron.
Todavía tuvieron que andar mucho para llegar al palacio, y al cabo de un año la princesa dio a luz un hijo. Por fin divisaron el palacio, cuando llegaron a una fuente donde había un árbol. El príncipe le dijo a ella:
-No quiero que tú y mi hijo entréis de cualquier manera en mi casa. Así que te subes al árbol con el niño, para que nadie te vea, mientras yo voy a preparar a mi padre, y luego vendré a recogeros como es debido.
Y así lo hicieron. Se subió la princesa al árbol con su hijo, y partió el príncipe.
Estando en la espera, vino a la fuente a por agua la gitana que le había echado la maldición al príncipe. Cuando fue a agacharse, vio reflejada en el agua la cara de la princesa y, creyendo que era la suya, dijo:
-¡Yo tan guapa y venir a por agua!
Y rompió el cántaro y se volvió a su casa. Cuando llegó y se miró en el espejo, vio que era tan fea como antes. Cogió otro cántaro y volvió a la fuente. Volvió a ver la cara de la princesa y dijo:
-¡Yo tan guapa y venir a por agua!
Rompió el cántaro y se volvió a su casa. Pero otra vez le pasó lo mismo y volvió a la fuente con otro cántaro. Entonces vio que la que estaba en el agua se estaba peinando y comprendió lo que pasaba. Miró para arriba y vio a la princesa. Y aunque le dio mucho coraje, lo disimuló y le dijo:
-Señorita, ¿cómo usted peinándose sola? Baje usted, por favor, que la peinaré mientras tiene al niño.
La princesa no quería, pero tanto le insistió la otra, que al fin bajó y se dejó peinar por la gitana. Y según la estaba peinando, le clavó un alfiler en la cabeza y la princesa se volvió una paloma, blanca como la leche. Echó a volar y la gitana se puso en el lugar de la princesa, con el niño en brazos.
Ya vino a por ella el príncipe con una carroza y con mucho séquito, cuando se le acercó y le dijo:
-Muy cambiada estás. ¿Qué ha pasado?
-Nada, que de tanto tomar el sol... -dijo la gitana.
El príncipe no quedó muy conforme, pero se la llevó con su hijo. Pasaron los días y la paloma no hacía más que dar vueltas al palacio,
venga vueltas, y hasta se hizo amiga del jardinero, al que le decía:

-Jardinerito del rey, ¿qué tal te va
con la reina traidora?

Y el jardinero contestaba:

-Ni bien, ni mal,
que es mi señora.
-¿ Y el hijo del rey?
-Unas veces ríe,
y otras veces llora.

Así que el jardinero le llevó la paloma al hijo del rey, que se encariñó mucho con ella, la llevaba a todas partes y hasta la dejaba comer en su plato y beber en su copa. Un día el niño le notó un bultito en la cabeza, porque la paloma no hacía más que rascársela. Le sopló en las plumitas y entonces vio la cabeza del alfiler. Tiró de ella y, al sacárselo, la paloma se convirtió en la princesa tan guapa que era antes. Al momento la reconoció su marido, y los tres se abrazaron y se dieron muchos besos.
¿Y qué hicieron con la bruja gitana? Pues que la mataron, la quemaron y aventaron sus cenizas.

0.003.1 anonimo (españa) - 075

Las señoritas del manto negro

Juan el tonto vivía con su madre, que apenas tenía para mantenerlo. Un día le dice la madre:
-Anda, hijo, que vas a vender estos dos perniles de tocino.
Fue Juan con sus dos perniles para el pueblo. Pero, antes de llegar, pasó por la puerta de una finca y le salieron dos perros.
-¿Qué? -les dijo Juan. ¿Me compráis los dos perniles?
Los perros se abalanzaron y cada uno se llevó un pernil en la boca. Dice Juan el tonto:
-Está bien. Mañana me pasaré a cobrarlos. Volvió a su casa y le dice a su madre:
-Madre, ya vendí los perniles en una finca.
-¿Y dónde está el dinero, hijo?
-Mañana paso a cobrar.
-Bueno, pues ahora toma estos dos chivitos y ve a venderlos también. Fue Juan y en la primera puerta que vio abierta se metió. Resulta que era la iglesia. Se acerca a un altar donde había dos santos y les dice:
-¿Me los compráis?
Con la luz de la lamparilla le pareció a Juan que los santos movían la cabeza y decían que sí. Conque agarra y les deja allí los chivitos, amarrados uno a cada santo, diciendo:
-Pues mañana sin falta paso a cobrarlos.
Vuelve a su casa y le dice a su madre que ya había vendido los chivitos a unos señores y que al día siguiente le darían el dinero.
-Está bien, hijo. Pues ahora me vas a vender esta olla de miel.
Allá que va Juan el tonto con su olla de miel. Pero por el camino pasó por delante de un colmenar y, claro, todas las abejas se fueron para la olla.
-¿Queréis comprarme la miel? -les preguntó Juan, y el zumbido que hacían las abejas, zíiiiii, le parecio que decían que sí. Bueno, os dejo la olla. Pero mañana sin falta paso a cobrar. Volvió a su casa y le dijo a su madre que ya había vendido la miel.
-¿Sí, hijo? ¿Y a quién se la has vendido?
-A las señoritas del manto negro. Mañana voy por el dinero.
La madre se quedó pensando quiénes serían aquellas señoritas, pero no dijo nada.
Al día siguiente Juan el tonto se levantó muy temprano y salió de su casa dispuesto a cobrar sus perniles, sus chivos y su miel. Se fue derechito a la finca y otra vez le salieron los perros y se pusieron a ladrarle.
-¡Ah, conque no queréis pagarme! ¡Pues ahora veréis!
Cogió un palo y se lió a garrotazos con ellos. A esto se asomó el amo de los perros y le preguntó que por qué pegaba a los perros. Entonces Juan le dijo:
-Porque ayer me compraron dos perniles y no me quieren pagar.
-¿Y cuánto valían, hombre? -preguntó el amo, comprendiendo que era mejor no discutir con Juan el tonto.
-Diez duros.
-Vaya, hombre, como estos -dijo el amo y le pagó, para no tener líos.
Siguió adelante Juan el tonto y entró en la iglesia. Se va para los santos y les dice:
-Aquí estoy.
Como los otros no decían nada, le pegó un garrotazo a uno de los santos y lo rompió. Con el ruido salió, el cura y dice:
-¡Pero qué estás haciendo, Juan!
-Nada. Que ayer estos dos me compraron unos chivitos y hoy no me quieren pagar.
El cura comprendió lo que había pasado y de muy mala gana le pagó a Juan los veinte duros que pedía por los chivitos.
Pues siguió adelante Juan con su recaudación y se dice: 
-Ahora toca cobrar la miel.
Se fue para las colmenas y al momento las abejas le salieron con muy malas intenciones. Juan se dio la vuelta y les dice:
-¡Pues si no queréis pagarme, ahora mismo doy parte al alcalde! Se fue para el ayuntamiento y le dice el alcalde:
-¿Qué te trae por aquí, Juan?
-Pues mire usted. Que las señoritas del manto negro me compraron ayer una olla de miel, y hoy no me quieren pagar.
-¿Y quiénes son las señoritas del manto negro, si puede saberse? 
-Venga usted conmigo y se las enseño -dijo Juan. El alcalde acom-pañó a Juan hasta el colmenar y le dice:
-Mira, Juan, esas señoritas poco es lo que te van a pagar. Yo que tú le daba un garrotazo a todas las que viera.
Y en diciendo esto se le posa al alcalde una abeja en la cabeza, y dice Juan:
-¡Ah, sí! ¡Pues ahí va la primera! ¡Pum!
Y le pegó un garrotazo que dejó al alcalde en el sitio.

0.003.1 anonimo (españa) - 075

La zorra y la codorniz siembran a medias

Esto era una zorra y una codorniz que se pusieron de acuerdo para sembrar juntas un pegujal.
Llegó el tiempo de arar y fue la codorniz muy temprano en busca de la zorra:
-Zorrita, levántate, que hay que arar el pegujal.
Y la zorra, sin salir de su madriguera, le contestó:
-No puedo, no puedo, que estoy vistiendo a mi hermanito Juan. Ara tú, que yo binaré.
Se fue la codorniz y estuvo arando sola. Volvió otro día muy de mañana a casa de la zorra y le dice:
-Zorrita, levántate, que hay que binar.
-No puedo, no puedo, que estoy muy malita. Bina tú, que yo terciaré. Se fue la codorniz y estuvo binando sola. Otro día volvió también muy temprano y llamó a la zorra:
-Zorrita, levántate, que hay que terciar.
-No puedo, no puedo, que estoy cansadita. Tercia tú, que yo sembraré.
Se fue la codorniz y estuvo terciando sola. Volvió después a buscar a la zorra y le dice:
-Zorrita, levántate, que hay que sembrar.
-No puedo, no puedo, que estoy preñadita. Siembra tú, que yo arrejacaré.
Se fue la codorniz y estuvo sembrando sola. Pasó algún tiempo y volvió en busca de la zorra una mañana muy temprano; le dice:
-Zorrita, levántate, que hay que arrejacar.
-No puedo, no puedo, que pronto pariré. Arrejaca tú, que yo escardaré.
Se fue la codorniz y estuvo arrejacando sola. Y cuando terminó, volvió a visitar a su amiga y le dice:
-Zorrita, levántate, que hay que escardar.
-No puedo, no puedo, que estoy recién parida. Escarda tú, que yo segaré.
Se fue la codorniz y estuvo escardando sola. Volvió la codorniz y le dijo a la zorra:
-Zorrita, zorrita, levántate, que ha llegado el verano y es tiempo de segar.
-No puedo, no puedo, que tengo que criar. Siega tú, que yo acarrearé.
Se fue la codorniz y estuvo segando sola. Cuando ya lo había segado todo, volvió a casa de la zorra y le dice:
-Zorrita, levántate, que es tiempo de acarrear.
-No puedo, no puedo, que a mi cría le doy de mamar. Acarrea tú, que yo trillaré.
Se fue la codorniz y estuvo acarreando sola. Cuando tenía las gavillas en la era, volvió a casa de la zorra y le dice:
-Zorrita, levántate, que hay que trillar.
-No puedo, no puedo, que mi casa tengo que arreglar. Trilla tú, que yo limpiaré.
Se fue la codorniz y estuvo trillando sola. Volvió en busca de la zorra muy tempranito y le dice:
-Zorrita, levántate, que hay que limpiar.
-No puedo, no puedo; limpia tú, y como lo has hecho tú todo, termina, que ya nos entenderemos en la partición.
A la codorniz no le gustó aquella respuesta ni mucho ni poco, pero se fue, limpió el trigo y puso el montón de grano a un lado y el de paja a otro. Claro, el de paja era mucho más grande que el de grano. Luego avisó a la zorra de que podían hacer las partes.
Y cuando estaban ante los dos montones, dice la codorniz:
-Estarás de acuerdo en que me corresponde la mayor parte puesto que el trabajo ha sido mío.
Y le contestó la zorra:
-Tienes razón, comadre codorniz.

Y por eso
lo que digo, digo: para ti la paja
y para mí el trigo.

Y le contestó la codorniz:

-No, zorrita, no.
Lo que yo digo, eso se haga:
para miel trigo
y para ti la paja.

Pero la zorra no aceptó y le dijo a la codorniz que sería peor para ella, porque pensaba quedarse con el grano.
La codorniz se fue muy afligida, llorando para su casa, cuando se encontró con un galgo. Este le preguntó que qué le pasaba y la codorniz se lo contó todo.
-Esa maldita zorra; como yo le eche el diente... -dijo el galgo. Mira, vamos a hacer un trato tú y yo. Conseguiré que te quedes con todo el trigo, si me prometes llenarme la barriga de sopas, de vino y de risas. Tú solo tienes que ir a casa de la zorra y decirle que has aceptado la partición.
Así lo hicieron. La codorniz fue a casa de la zorra, y le dice:
-Zorrita, levántate, que he aceptado tu partición. Para ti el trigo y para mí la paja.
La zorra desconfió de que la codorniz viniera tan de mañana solo para decirle aquello, y se malició que habría escondido parte del trigo en la pajera. Salió de su cueva y dice:
-Pues vamos allá. Cada cual que se lleve su parte.
El galgo se había escondido dentro de la paja, dejando fuera solamente un ojo. Cuando llegaron la codorniz y la zorra, esta se fue derechita a la paja para ver si dentro había trigo o no. Se puso a husmear, cuando de pronto vio el ojo del galgo y dice:
-¡Mira, una uva!
Y dice el galgo:
-¡Déjala, que no está madura!
Dio un salto y se echó sobre la zorra. Le pegó unos cuantos mordiscos y la mató.
La codorniz se puso muy contenta de ver que todo el grano era suyo, y se dispuso a cumplir lo que le había prometido al galgo. Salieron al camino y se toparon con un muchacho que traía una olla de sopas sobre la cabeza. La codorniz se puso delante de él haciéndose la coja y como si no pudiese volar. El muchacho dejó la olla en el suelo y se fue detrás de la codorniz, que echó a volar en cuanto vio que el galgo ya se había comido las sopas. Con la barriga bien llena, el galgo se echó a descansar. Al poco rato vieron venir un arriero con un burro que llevaba un pellejo de vino. Se puso otra vez la codorniz en medio del camino, haciéndose la coja y como que no podía volar, y el arriero, al verla, se bajó del burro. Pero mientras, la codorniz picoteó en el pellejo hasta hacerle un agujero. Por allí empezó a salirse el vino y el galgo bebió todo lo que quiso, mientras el arriero se cansaba de correr detrás de la codorniz.
Con el vinillo y las sopas el galgo ya iba la mar de contento, cuando llegaron a un pueblo y la codorniz se paró en el portal del zapatero. Entró y se subió en la cabeza de la zapatera. Cuando la vio el zapatero, cogió una horma y se la tiró a la codorniz, pero con tan mala suerte que la estrelló en la cabeza de su mujer. El galgo empezó a reírse, hasta que tuvo la barriga llena de risas y la codorniz volvió a la era y se quedó con el trigo... y con la paja también.

0.003.1 anonimo (españa) - 075

La zorra y el sapo siembran a medias

Pues esto eran un sapo y una zorra que tomaron un terreno y decidieron sembrarlo a medias. Cuando llegó el día en que iban a sembrar fue el sapo y llamó a la zorra:
-Comadre zorra, venga usted, que hay que sembrar.
Y le contestó la zorra:
-¡Ay, compadre sapo, que no puedo salir! ¡Si viera usted lo malita que estoy! Me parece que pronto voy a parir.
La zorra ni estaba mala ni iba a parir. Lo que pasaba era que no quería trabajar y esperaba que el sapo sembrara todo el trigo.
Cuando ya estuvo sembrado, vino el sapo a decirle a la zorra que había que trabajar el terreno, y va la zorra y le contesta:
-¡Ay, compadre sapo, que no puedo salir! ¡Si viera usted lo malita que estoy! ¡Como que estoy recién parida!
Pues se fue el sapo y llegó el verano, cuando maduró el trigo. Vuelve el sapo a llamar a la zorra:
-Comadre zorra, que ha llegado el tiempo de segar y trillar. Y le contesta la zorra:
-¡Ay, compadre sapo, que no puedo salir! Sabe usted que tengo que criar a mi zorrita.
Bueno, pues se fue otra vez el sapo y él solito segó y trilló todo el trigo.
Ya lo tenía todo muy limpio en un montón y se llegó a donde la zorra:
-Comadre zorra, que hay que partir el grano entre los dos.
Ah, eso sí, eso sí -dijo la zorra, y al momento salió de su cueva.
¡Qué gusto me da verle a usted por aquí!
Cuando la zorra vio el montón de grano limpio en la era, dice:
-Mire usted, compadre sapo, que yo he pensado una cosa. Que ya que el trigo es poco, y para uno solo es algo, pero para dos es nada, lo mejor es que hagamos una apuesta a ver quién se queda con todo el montón.
El sapo miraba el montón de grano y pensaba: «Si me querrá hacer una jugarreta mi comadre zorra para quedarse ella con el grano, después de haberlo trabajado yo...» Y va y le dice a la zorra:
-¿Y qué apuesta vamos a hacer?
Y la zorra le contesta:
-Pues vamos a echar una carrera, a ver quién corre más. Nos ponemos en una punta del terreno, y el que llegue primero al montón de trigo se queda con él.
-Está bien -dijo el sapo. Pero mejor será otro día, que hoy me encuentro muy cansado.
Así fue. Aceptó el sapo y quedaron vamos a poner un lunes, que era al día siguiente, no, al otro. Al día siguiente lo que hizo el sapo fue ir en busca de otro sapo amigo suyo y le dice:
-Amigo mío, me tienes que sacar de un apuro.
-Tú dirás.
El sapo le contó a su amigo lo que pasaba y le pidió que se escondiera en el montón de trigo el día de la carrera. El otro dijo que sí. Conque llegó el día de la carrera y se presenta la zorra:
-Bueno, compadre sapo, ¿estamos ya?
-Ya estamos -le dice el sapo, y van y se ponen en una punta del
terreno y cuentan: una, dos, tres y sale corriendo la zorra que se las pela. Cuando ya iba llegando al montón de trigo, mira para atrás y dice:
-¿Adónde viene usted, compadre sapo? Y en ese momento aprovechó el que estaba escondido para salir y plantarse delante del montón:
-¿Que adónde vengo? ¡A comerme lo que es mío porque lo siembro! Y la zorra, que no es capaz de distinguir un sapo de otro, se quedó con tres palmos de narices y se fue con el rabo entre las patas.

0.003.1 anonimo (españa) - 075

La urraca, la zorra y el alcaravan

La urraca hizo su nido en una encina y allí vivía con sus urraquitas. Una mañana muy temprano vino la zorra y le dijo que tenía mucha hambre y que por qué no le daba una de sus crías.
-No, que no te la doy -dijo la urraca. Si quieres comer hijos, tenlos tú.
-Pues, si no me das una de tus crías, corto el tronco con mi cola y, cuando estéis abajo, me las como todas -dijo la zorra, y acto seguido se puso a pegar coletazos en el tronco de la encina.
La urraca se asustó y, por salvar a las demás urraquitas, le echó una a la zorra y esta se la comió.
A la mañana siguiente volvió la zorra a la encina y otra vez dice:
-Señora urraca, tengo mucha hambre. ¿Por qué no me da usted una de sus crías?
-No, que no te la doy. No tengo yo crías para darlas. Si quieres comer hijos, tenlos tú.
-Pues, si no me la das, ya sabes. Corto el tronco con mi cola y, cuando estéis abajo, me las como todas.
Y otra vez empezó a golpear la encina con su cola, y la urraca, muerta de miedo, le tiró otra de sus crías.
La zorra se empicó y todas las mañanas volvía con la misma historia a comerse una urraquita, hasta que ya solo quedaba una en el nido con su madre.
Acertó a pasar por allí el alcaraván, que es primo de la urraca. La sintió llorar y le preguntó:
-¿Qué te pasa, primita?
La urraca le contó lo que pasaba y entonces dice el alcaraván:
-¡Pero qué tonta eres! Cómo va la zorra a cortar el tronco de la encina. Para eso se necesitan buenas hachas y muy afiladas. Cuando venga otra vez la zorra, le dices:

-Anda, zorra matutina,
que tu rabo no corta encina.
Hachas sí cortan troncos,
y no rabos de raposos.

O también le puedes decir:

-Mi nido no se derriba,
a culadas ni rabadas,
que se derriba con hachas
de acero bien afiladas.

Y así fue. A la mañana siguiente llegó la zorra con el mismo cuento, y dice:
-Si no me la das, ya sabes. Corto el tronco con mi cola y, cuando ya estéis abajo, ahí me las como todas.
Y le contesta la urraca:

-Anda, zorra matutina,
que tu rabo no corta encina.
Hachas sí cortan troncos,
y no rabos de raposo.
Mi nido no se derriba
a culadas ni rabadas,
que se derriba con hachas
de acero bien afiladas.

La zorra se quedó muy mosca y le preguntó:
-¿Y quién te ha enseñado a ti eso?
Y la urraca, la muy tonta, fue y se lo dijo:
-Ha sido mi primo el alcaraván.
-Pues ya pillaré yo a ese, culo arriba en el cascajal -dijo la zorra. Conque se fue la zorra en busca del alcaraván. Lo buscó por todas partes, hasta que lo halló con la cabeza debajo de un ala, con la intención de dormir. Se le acercó sin meter ruido y le echó una zarpa encima, diciéndole:
-¡Muy buenas, señor alcaraván!
El alcaraván se llevó un susto de muerte, pero en seguida se repuso:
-Muy buenas tengamos todos, señora zorra -le dijo. ¿Cómo usted por aquí?
-Pues nada, buscando un sitio para echar la siestecita. No le importará a usted que durmamos juntos, ¿verdad? Que luego ya hablaremos. -Lo que usted diga, señora zorra.
Pero la zorra no le quitaba la pata de encima al alcaraván, y este solo cerraba un ojo. La zorra, al verlo, le preguntó:
-¿Cómo puedes dormir sin cerrar más que un ojo? Y le contesta el alcaraván:

-El que duerme con compañero
que no sabe si es cierto
duerme con un ojo cerrado,
y el otro, muy bien abierto.

Y dice la zorra:
-Pues mira, para que no sufras más, voy a comerte ahora mismo, que tu prima me ha dejado sin desayuno.
-Ya me lo estaba yo calculando -dijo el alcaraván. Solo te pido una cosa.
-Tú dirás.
-Que, cuando me hayas tragado, vayas a la encina a demostrarle a la urraca las consecuencias de haberme delatado, y grites muy fuerte: «¡Alcaraván comí!».
-Está bien. Si eso te complace -dijo la zorra, y de un solo bocado se tragó al alcaraván. Luego fue a la encina y se pone desde abajo: «¡Alcaraván comí!», y le dice el alcaraván desde la barriga:
-Más fuerte, que así no se entera.
Y otra vez la zorra:
-¡Alcaraván comí!
-Más fuerte, zorrita, que mi prima es un poco sorda. Y la zorra con todas sus fuerzas, otra vez:
-iiiAlcaraván comí!!!
Y, claro, abrió tanto la boca, que el alcaraván pudo salir volando y diciendo:
-¡A otro tonto, que no a mí!

0.003.1 anonimo (españa) - 075

La serpiente de siete cabezas y el castillo de irás y no volverás

Esto era un pescador que llevaba mucho tiempo sin pescar nada. Todos los días, cuando regresaba a su casa, le decía su mujer: 
-¿Traes algo hoy?
Y el pescador contestaba:
-No, mujer. Otro día será.
Y así un día y otro día.
El pobre pescador llegó a pensar que dejaría aquel oficio si pronto no traía algún pez. Por fin un día, en que se fue más lejos que de costumbre, sintió que no podía tirar de la caña. Al principio creyó que el hilo se le habría enredado, pero después de mucho tirar se dio cuenta de que traía un pez muy grande. Al fin consiguió sacarlo fuera del agua. Entonces el pez le dijo:
-Pescador, pescadorcíto, si me echas otra vez al agua, tendrás tantos peces que necesitarás un carro para llevártelos.
-¡Estaría bueno! -dijo el pescador. Para una vez que cojo un pez tan grande, cómo quieres que te suelte.
-Échame al agua -insistió el pez, y te daré todo lo que tú quieras.
Al fin el pescador lo echó al agua y regresó a su casa a por una red y un carro. Cuando le contó a su mujer lo que pasaba, ella no quiso creerlo y se estuvo metiendo con él por lo tonto que era. Luego, cuando lo vio llegar otra vez con el carro lleno de peces, se puso muy contenta de pensar en todo el dinero que podría ganar vendiéndolos. Pero no se creyó lo del pez grande.
Así ocurrió unos cuantos días, hasta que la mujer le dijo a su marido:
-Mira, si vuelves a coger a ese pez tan grande, quiero que me lo traigas, a ver si es verdad.
Al día siguiente el pescador volvió a coger el pez grande y ya no quiso soltarlo, por más que el otro se lo pedía. Entonces el pez dijo:
-Está bien. Puesto que te empeñas, te diré cómo tienes que matarme y todo lo que tienes que hacer. Me cortas la cabeza y se la das a la perra. La cola, y se la das a la yegua. Las tripas las entierras en el corral. Y el cuerpo se lo das a tu mujer.
-Te podría vender por mucho dinero -dijo el pescador.
-No -dijo el pez. Haz lo que te digo y saldrás ganando.
Y así lo hizo el pescador. Repartió el pez de aquella manera y al año siguiente la perra parió dos perritos, la yegua dos potros, en el corral salieron dos lanzas, y la mujer tuvo dos mellizos.
Cuando los mellizos ya eran muchachos, el mayor dijo:
-Padre, como somos tan pobres y aquí no hago nada, quiero ir por el mundo a buscar fortuna.
-Es mejor que me vaya yo -dijo el menor-, porque nuestros padres están ya viejos y tú les haces más falta.
Entonces el padre lo echó a suerte y le tocó al mayor. Este cogió una botella de agua y le dijo al menor:
-Si el agua está siempre clara, quiere decir que no me pasa nada. Pero si se pone turbia, es que voy mal.
Luego el padre le entregó una de las lanzas del corral, un caballo y un perro, para que se fuera por el mundo.
Después de mucho cabalgar, el muchacho entró en un pueblo donde todas las mujeres estaban llorando. Les preguntó:
-¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué lloráis?
-Mire usted -le respondieron, todos los años, cuando llega este día, se presenta una serpiente de siete cabezas a la que hay que entregar una doncella. Y este año le ha tocado a la hija del rey, que es muy guapa y la queremos mucho.
-¡Yo mataré a la serpiente de siete cabezas! -exclamó el muchacho.
Las mujeres le dijeron que el rey había publicado un bando prometiendo casar a la princesa con quien fuera capaz de librarla del sacrificio. Y le preguntaron:
-¿Está usted seguro de que puede matar a una serpiente de siete cabezas?
-Sí que lo estoy. Pero tenéis que decirme dónde se encuentra.
Las mujeres lo llevaron a donde estaba ya la hija del rey, esperando su hora. Esta le dijo que se marchara de allí, pues, si no, la serpiente los mataría a los dos. Pero el muchacho dijo que no se iba, y al momento llegó la serpiente dando unos grandes rugidos. El muchacho gritó:
-¡Aquí mi perro, aquí mi lanza, aquí mi caballo!
El perro se abalanzó a la serpiente y se puso a darle mordiscos, mientras el muchacho, montado en su caballo, le clavó la lanza y la mató. Luego les fue cortando la lengua a las siete cabezas, se las guardó en un pañuelo y se marchó.
Las mujeres se pusieron a dar voces, diciendo que la hija del rey se había salvado. Empezaron a tocar las campanas y todo el mundo se congregó en la plaza a bailar y a cantar y el rey mandó que se diera una gran fiesta en honor de su hija.
Un príncipe que pretendía a la hija del rey se enteró de lo que había pasado y fue al lugar donde yacía la serpiente. Le cortó las siete cabezas y se presentó con ellas en el palacio, diciendo que él había salvado a la hija del rey. La princesa decía que aquel no era, pero, como el príncipe traía las siete cabezas, el rey dijo que no tenía más remedio que cumplir con su palabra y mandó que se prepararan los torneos y las fiestas para la boda. Pero la princesa seguía diciendo que no era aquel, y estaba muy triste.
El primer día de las fiestas estaban todos en el comedor y, cuando el príncipe mentiroso se disponía a comer, llegó el perro del muchacho y de un salto le quitó el bocado que se iba a comer. Salió corriendo con él en la boca. La princesa, que reconoció al animal, le dijo a su padre que si no mandaba seguirlo, no se casaba. Mandó el rey seguir al perro y vieron que entraba en una casa. Entraron y vieron al muchacho, y le dijeron que tenía que presentarse inmedia-tamente ante el rey, pero él dijo:
-La misma distancia hay de aquí al palacio que del palacio aquí.
Fueron los criados a contárselo al rey y este se indignó. Pero la princesa le pidió que fuera a ver al muchacho, y entonces el rey fue y le invitó a comer con ellos en la fiesta para que les explicara por qué había mandado a su perro para que le quitara la comida al príncipe que se iba a casar con la princesa. Cuando ya estaban en el palacio, el muchacho dijo:
-¿Y cómo prueba usted que ese ha sido el que mató a la serpiente de siete cabezas?
El otro enseñó entonces las siete cabezas. Pero el muchacho dijo:
-Examinen ustedes las cabezas, a ver si están completas.
Las examinaron y dijeron que estaban bien, pero él se acercó, fue abriendo las bocas, y dijo:
-¿Han visto ustedes alguna vez bocas sin lenguas? Pues aquí están. Y se sacó del bolsillo el pañuelo, lo abrió y enseñó las siete lenguas. Inmediata-mente cogieron al otro, le dieron una paliza y lo echaron del palacio. El rey dijo que se casaría el muchacho con la princesa, y se casaron.
Al poco tiempo de estar casados, salieron un día a pasear, y el joven se fijó en un castillo muy grande que se veía a lo lejos.
-¿Qué castillo es aquel? -le preguntó a la princesa.
-Ese es el castillo de Irás y no Volverás -contestó ella. No se te ocurra por nada del mundo acercarte, porque todo el que va no vuelve.
Pero el príncipe se resistía a no ir, y un día salió con su caballo, su perro y su lanza, diciendo que iba a cazar. Después de atravesar un bosque, subió al castillo, que tenía unas puertas muy grandes con argollas de hierro. Llamó una vez y no le contestó nadie. Llamó otra vez más fuerte y salió a abrirle una vieja hechicera, que le preguntó:
-¿Qué deseas, muchacho?
-¿Se puede entrar? -preguntó él.
-Claro que sí. Pero tienes que dejar el caballo en la puerta -contestó la hechicera.
-Es que no tengo con qué atarlo.
-No importa. Toma un cabello de mi cabeza -dijo la hechicera.
El muchacho se echó a reír, pero la vieja le dio un cabello de su cabeza, que al momento se convirtió en una soga. El muchacho ató su caballo y entró solo en el castillo. Inmediatamente quedó encantado en forma de perro y las puertas se cerraron luego detrás de él.
Al ver que su marido no regresaba, la princesa supuso que había ido al castillo de Irás y no Volverás.
El agua de la botella que el muchacho le había dejado a su hermano se había puesto turbia y el hermano dijo:
-Mi hermano debe de estar en un gran peligro, porque el agua está cada vez más turbia. Padre, no tengo más remedio que irme.
Y el padre le entregó la otra lanza, el otro caballo y el otro perro. Y el muchacho se fue.
Después de mucho cabalgar llegó al pueblo donde su hermano se había casado con la princesa. Al verlo venir, todos creyeron que era el príncipe que al fin regresaba, y salieron a recibirlo muy contentos. Tanto se parecía a su hermano, que hasta la princesa creyó que era su marido y se echó en sus brazos, diciendo:
-¡Hombre, qué intranquilos hemos estado! ¿No te dije que no fueras al castillo de Irás y no Volverás?
Él no la abrazaba. Comprendió lo que había pasado y nada dijo. Por la noche, al acostarse, puso la lanza entre los dos, y ella dijo:
-¿Por qué haces esto?
-Es que he hecho una promesa, y hasta que no la cumpla no te puedo abrazar.
Al día siguiente salieron a pasear, y él hizo la misma pregunta que había hecho su hermano, cuando vio el castillo a lo lejos. Y la princesa dijo:
-¿Pues no te lo dije el otro día? Ese es el castillo de Irás y no volverás. ¿Cómo es que no te acuerdas?
Entonces él pensó que allí seguramente estaría su hermano y determinó ir al día siguiente, sin decirle nada a nadie.
Al día siguiente, cuando llegó al castillo, llamó a la puerta una vez y no contestó nadie. Llamó otra vez más fuerte y al fin salió la vieja hechicera, que le dijo:
-¿Qué deseas, muchacho?
Y él preguntó:
-¿Se puede entrar?
-Claro que sí -contestó la vieja. Pero tienes que dejar el caballo a la puerta.
-No, que no lo dejo -dijo el muchacho.
Y subido como estaba en su caballo se echó sobre la vieja hechicera, de manera que esta tuvo que apartarse para dejarle paso. El muchacho le dijo:
-Ahora mismo me dirás dónde está mi hermano y cómo tengo que desencantarlo. Si no, te mato.
Como la amenazaba con la lanza, la vieja no tuvo más remedio que decírselo:
-Has de entrar y clavarle la lanza en un ojo al león que hay abajo. En seguida fue el muchacho y le clavó su lanza al león, que quedó muerto, y su hermano quedó desencantado.
Cuando iban de vuelta al palacio, el hermano menor le dijo al mayor que había dormido con su mujer, pensando explicarle cómo había sido.
Pero el otro no le dejó terminar y le clavó su lanza en el pecho. Creyendo que lo había matado, salió corriendo hacia el palacio. Cuando llegó, le dijo la princesa:
-Poco has tardado esta vez; de lo que me alegro.
Por la noche, al acostarse, vio que su marido no ponía la lanza entre los dos, y le dijo:
-¿Es que ya has cumplido tu promesa y no pones la lanza entre los dos?
Entonces el marido comprendió lo que había pasado, regresó corriendo al lugar adonde había dejado a su hermano, que solo estaba malherido, se lo llevó al palacio en sus brazos, de modo que al entrar nadie podía creer lo que estaba viendo. Explicó lo que había pasado y después de muchos cuidados se recuperó el hermano menor. Y todos se pusieron muy contentos y vivieron felices durante muchos, muchos anos.

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La princesa que nunca se reia

Este era un rey que tenía una hija que nunca se reía. El rey mandó pregonar que el que hiciera reír a la princesa se casaba con ella, no importa quién fuera.
De todas partes venían al palacio pretendientes que se querían casar con la hija del rey y que trataban de hacerla reír. Pero ninguno lo conseguía, y a todos los iba metiendo en la mazmorra.
Vivía en aquel reino un pastor que tenía tres hijos. El más pequeño se llamaba Juanillo y era medio simplón. Cuando se enteraron de que cualquiera que hiciese reír a la princesa se casaría con ella, los tres quisieron probar fortuna. Los dos mayores se reían de Juanillo y le decían:
-Anda, so tonto, ¿tú qué vas a hacerle a la princesa? Tú te quedas aquí.
Salió el mayor en primer lugar y cuando llegó al palacio pidió permiso para hablar con la princesa. Se lo autorizaron y, cuando ya estaba delante de ella, le dice:

¿Eres tú, prenda adorada,
la que no te rís de nada?

Y la princesa muy seria. Y sigue el otro diciendo:

¿Sabes lo que comí ayer?
Pues garbanzos con sopa
almorcé y cené.

Y la princesa, muy seria, va y le dice:
-Lo primero que tienes que hacer es descubrirte. Entonces el pastor contesta:

Descubrirme sí me descubro;
pero no te quiero
aunque mil veces me quite el sombrero.

La princesa siguió sin reírse y además le molestó lo último que aquel había dicho. De manera que lo mandó a la mazmorra.
Viendo que no regresaba, dice el segundo de los hermanos:
-Ahora me toca a mí.
-No, hijo, no vayas, que te puede pasar lo que al mayor -dijo el padre. Pero el segundo insistió y se fue.
Cuando llegó al palacio, pidió permiso para ver a la princesa. Ya está delante de ella y le dice:

¿Eres tú, prenda adorada,
la que no te rís de nada?

Y la princesa muy seria, más seria que nunca. Siguió diciendo el segundo:

¿Sabes lo que comí ayer?
Pues de un solo bocao
la oveja más grande de mi ganao.

Y la princesa, sin sonreírse siquiera, le dice igual que al otro:
-Lo primero que tienes que hacer es descubrirte.
Dándose cuenta el pastor de que no se había quitado el sombrero,
contesta:

Descubrirme, sí me descubro.
Pero no te quiero
porque eres igualita que un mortero.

No solamente no se rió la princesa, sino que se indignó por lo que le había dicho y lo mandó a la mazmorra con su hermano y con todos los demás.
Al ver que sus hermanos no regresaban, dice Juanillo a su padre: 
-Padre, déjeme usted probar suerte.
-No, hijo, que tú eres medio tonto y te puede pasar lo peor.
Pero Juanillo le cogió las vueltas a su padre, y sin que se diera cuenta, una mañana muy temprano salió de su casa.
Juanillo era aficionado a la guitarra y por el camino fue parando en una venta y en otra, tocando para ganarse la vida.
Cuando le preguntaban que adónde iba, él contestaba: 
-Voy a hacer reír a la princesa para casarme con ella. Entonces se echaban a reír y le convidaban a comer. Le decían: 
-Anda, hombre, a esa ni Dios la hace reír.
En una venta tanto se rieron y se animaron con él, que una criada, después de pasar la noche con él, va y le' dice:
-Yo no tengo nada que darte más que esta servilleta. Pero cuando tú digas: «Servilleta, componte», y la extiendas así en el aire, en seguida aparecerá una mesa repleta de los manjares más ricos del mundo.
En otra venta le pasó lo mismo. Después de tocar su guitarra y de hacer reír a todo el mundo diciendo que se iba a casar con la princesa, otra criada, después de pasar la noche con él, le dijo:
-Mira, nada tengo que darte, pero llévate este vaso, y cuando tú digas: «Vasito, componte», en seguida aparecerá una mesa llenita de los mejores licores de todo el mundo.
Siguió Juanillo camino adelante y en otra venta también se puso a bailar, y cuando dijo que se quería casar con la princesa le advirtieron:
-Ten cuidado, no vayas a acabar tú también en la mazmorra, que a esa ni Dios la hace reír.
En aquella venta otra criada le dijo:
-Mira, Juanillo, lo único que puedo darte es esta guitarra, que, cuando la toques, todo el mundo se pondrá a bailar sin parar, hasta que tú no pares.
Pues así llegó Juanillo al palacio y pidió hablar con la princesa. Cuando estaba delante de ella, lo primero que hizo fue quitarse el sombrero. Después le dice:

¿Eres tú, prenda adorada,
la que no te rís de nada?
Pues verás con este tiro
si quedas desencantada.

Y se tiró un pedo tan grande, que se le rompieron los calzones y se le vio el culo. En ese momento la princesa empezó a reírse un poquito, pero el padre, que estaba allí, se puso indignado y dijo:
-¡Este es un grosero y yo no puedo casar a mi hija con él! ¡A la mazmorra!
Y en la mazmorra lo metieron. Allí se encontró Juanillo con sus hermanos y con un montón de gente la mar de triste y muy canijos, de lo poco que comían y bebían. Entonces Juanillo dice:
-¿Que no os traen de comer? No se apuren ustedes, que esto lo arreglo yo en un minuto.
Sacó su servilleta y le dice: «Servilleta, componte», y nada más extenderla en el aire apareció una mesa grandísima toda repleta de manjares exquisitos. Los presos se tiraron a ella y se pusieron a comer hasta que se hartaron y luego empezaron a cantar y a bailar.
Todo aquel jaleo llegó a oídos de la princesa, que preguntó:
-¿Qué pasa en la mazmorra?
Y mandó a averiguarlo a una doncella. Esta se enteró y le dijo:
-¡Ay, señorita, si viera usted la servilleta que tiene el tonto -y le explicó que solo con decir: «Servilleta, componte», aparecía una mesa con todos los manjares del mundo. Parece mentira que usted, siendo reina, no tenga esa servilleta.
-Pues anda y dile que cuánto quiere por ella.
Fue la doncella a la mazmorra a preguntarle a Juanillo, pero este le dijo:
-Dinero no quiero. Dígale usted a su ama que se la doy si me permite verle el dedo gordo del pie.
Cuando la doncella se lo dijo a la princesa, dice esta:
-¡Ay, qué grosero y qué atrevido! ¡Que lo maten! Pero la doncella le dice:
-Mire usted, señorita. Se puede usted hacer un agujero en el zapato. ¿Qué le importa a usted que un tonto le vea el dedo gordo del pie? ¡Y se queda usted con la servilleta!
La princesa no quería al principio, pero lo pensó mejor y dijo que bueno. Se hizo un agujero en el zapato y vino Juanillo, le vio el dedo gordo y le dio la servilleta. Cuando volvió a la mazmorra otra vez estaban sus compañeros muy tristes y dijo:
-Esto lo arreglo yo en un minuto.
Se sacó su vaso y le dijo: «¡Vasito, componte!». Al momento apareció una mesa llena de licores. Los presos se abalanzaron sobre ella y se pusieron a beber hasta que cayeron borrachos, y cantaban y bailaban que todo el palacio los podía oír. Entonces preguntó la princesa:
-Y ahora, ¿qué es lo que pasa en la mazmorra?
Mandó otra vez a su doncella y le dice Juanillo:
-Dinero no quiero, pero dígale usted a su ama que se lo regalo si me deja verle la rodilla.
-¡Ay, qué grosero! -dijo la princesa cuando se enteró. ¡Que lo maten ahora mismo!
-Mire usted, señorita, que total, porque un tonto le vea la rodilla... Se hace usted un agujero en el vestido, y ya está.
La princesa se hizo insistir por lo que le decía la doncella, pero al final consintió. Así que vino Juanillo, la princesa sacó su rodilla por un roto y el tonto le entregó el vaso. Cuando volvió a la mazmorra vio otra vez a todos los presos muy tristes y dijo:
-Esto lo arreglo yo en un minuto.
Y empezó a tocar su guitarra, de manera que todo el mundo se puso a bailar, y hasta los guardianes bailaban y se jaleaban. Se formó tal griterío, que llegó a oídos del rey, y este mandó averiguar lo que pasaba. Le explicaron entonces que Juanillo tenía una guitarra irresistible y que todo el que la oía se ponía a bailar sin remedio. Comprendiendo el rey que aquello podía ser un peligro para su reino, mandó a preguntarle que cuánto quería por la guitarra. Esta vez Juanillo contestó:
-Díganle ustedes al rey que le doy la guitarra con tal de que su hija me conteste que no a todo lo que yo le pregunte.
El rey se quedó un poco mosca y fue a contárselo a su hija. La princesa también se quedó pensativa, sin saber si aquello le convenía o no. Entonces la doncella dijo:
-Lo más que puede pasar es que el tonto le pregunte si quiere usted casarse con él y usted le dice que no.
Bueno, pues aceptó la princesa y vino Juanillo con su guitarra y se la entregó. Estaba todavía en la habitación de la princesa cuando le pregunta:
-¿Quiere usted que me salga?
-No -dijo la princesa, porque se había comprometido a decir a todo que no, y Juanillo dice:
-Pues aquí me quedo.
Después le pregunta:
-¿Va usted a salir del cuarto? 
-No.
Y la princesa se quedó en el cuarto con el tonto. Va este y le hace otra pregunta:
-¿Va a quedarse la doncella con nosotros?
-No.
Y la doncella se salió, con lo que se quedaron solos Juanillo y la princesa. Allí se estuvieron hasta que llegó la noche y la princesa se sentó en una silla.
-¿Va usted a quedarse en esa silla toda la noche?
-No.
Y tuvo que acostarse la princesa.
-Y yo, ¿me voy a quedar sin dormir toda la noche? -preguntó
Juanillo.
-No -contestó la princesa, y Juanillo se metió en la cama con ella.
De manera que durmieron toda la noche juntos y por la mañana la princesa estaba que se moría de risa. El rey no tuvo más remedio que consentir la boda. Y se casaron Juanillo y la princesa y fueron felices, y yo me vine con tres palmos de narices.

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