Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 30 de agosto de 2012

Ricitos de oro y los tres ositos

Había una vez tres osos que vivían en el bosque:
Papá oso, mamá osa y el pequeño osito.
Un día Ricitos de Oro se perdió en el bosque y descubrió la casa donde vivían los tres osos.
Cuando los osos no estaban, Ricitos de Oro entró a la casa
Ricitos de Oro probó la sopa del plato grande.
-¡Ay! -gritó. Esta sopa está muy caliente.
Ricitos de Oro probó la sopa del palto mediano.
-¡Brrr! Está sopa esta helada.
Ricitos de Oro probó la sopa del plato pequeño.
-¡Mmm! Esta sopa está deliciosa.
Y se la comió toda.
Después de comer, Ricitos de Oro quiso dormir un poco.
Se acostó en la cama grande y dijo:
-¡Está durisima!
Entonces se acostó en la cama mediana y dijo:
-¡Está muy blanda!
Por último, se acostó en la cama pequeña.
Era tan cómoda que se quedó dormida.
Los osos regresaron a su casa.
Papá oso dijo:
-¡Alguien ha probado mi sopa!
Mamá osa dijo:
-¡Alguien ha probado mi sopa también!
El osito dijo:
-¡Alguien se ha comido toda mi sopa!
Los tres osos, tristes y hambrientos, decidieron irse a la cama.
Papá oso dijo:
-¡Alguien ha dormido en mi cama!
Mamá osa dijo: 
-¡Alguien ha dormido en mi cama también!
El osito gritó: 
-¡Alguien está durmiendo en mi cama!
Ricitos de Oro despertó.
Al ver a los osos saltó de la camay salió corriendo sin parar.

999. Anonimo

Pulgarcito .999

Unos padres tenían siete hijos y el menor de todos ellos era tan pequeño como un dedo pulgar y por eso le llamaban Pulgarcito. Vivían cerca de un bosque, pero no tenían qué comer, porque eran pobres como ratas y el ham­bre les atacaba día y noche sin poderlo remediar. El padre se desesperaba y le decía a la mujer:
‑¿Es que vamos a ver morir a nuestros hijos? Pues yo no quiero verlos mo­rir de hambre.
Y le dijo ella:
‑Mira, mañana les llevamos al bosque y, cuando estén entretenidos, los de­jamos allí, y así al menos no los veremos morir.
Pulgarcito, que lo oyó, salió fuera de la casa y se llenó los bolsillos de pie­drecitas. Cuando sus padres los llevaron al bosque, él fue soltando las piedre­citas de tanto en tanto. Los niños estuvieron jugando en el bosque hasta que llegó la noche y los padres no venían, y entonces se echaron a llorar. Y les di­jo Pulgarcito:
‑¿Por qué lloráis?
Y le dijeron:
‑Porque se han marchado nuestros padres y estamos perdidos.
Y dijo Pulgarcito:
‑Pues no preocuparse, que yo os llevaré de vuelta.
En la casa estaban los padres con el corazón encogido pensando en la suer­te de los pobres niños.
Decía la madre:
‑Ay, que se los habrán comido los lobos.
Y contestaron ellos:
‑No, madre, que estamos aquí a la puerta.
Los padres se alegraron mucho y los abrazaron y todos estaban contentos; pero el hambre es mala y aprieta y a poco ya no tenían nada que dar de comer a los hijos. Y se dijeron los padres:
‑Esta vez les llevaremos más lejos.
Y eso hicieron. Pulgarcito, que lo oyó, se guardó el pedazo del pan que su padre les había dado para entretenerlos y lo fue desmigando por el camino de tanto en tanto. Pero el pan se lo comieron los pájaros y esta vez no pudo en­contrar el camino de vuelta. Así que los pobres niños abandonados se echa­ron a andar todos juntos y temerosos hasta que vieron una casa, que era la ca­sa del ogro, pero se fueron a ella. Y les abrió la mujer:
‑Ay, señora, dénos refugio que estamos perdidos.
‑No, ¡dos de aquí en seguida, que ésta es la casa del ogro que se come a todos los niños.
‑Ay, por favor, señora, escóndanos aunque sólo sea una noche.
Total, que los escondió. Pero nada más llegar dijo el ogro:
‑Huelo a carne fresca.
‑Claro ‑dijo la mujer, el cordero, el lechazo...
‑No, no, huelo a carne fresca de niño.
Y se puso a buscar hasta que los encontró. Y se los dio a su mujer diciéndole:
‑Engórdamelos un poco, que están como palillos, y yo me daré una buena cena de niños con mis amigos.
La mujer les dio bien de cenar y luego los acostó en un cuartito que había al lado de la cocina. Y Pulgarcito se fijó en que en la cama de al lado había otros siete niños, que eran los hijos del ogro, con siete gorros de dormir de tela y a ellos, en cambio, les pusieron unos gorros de papel. Entonces Pulgarcito, en cuanto se hubieron dormido todos, fue y cambió los gorros.
A medianoche el ogro se levantó de la cama y fue al cuartito y como no había luz, palpó los gorros y a los que tenían gorros de papel los mató y los dejó preparados para comérselos al día siguiente. Y nada más levantarse, mandó a la mujer que se los preparara en un guiso. La mujer fue y descubrió que eran sus hijos.
‑¡Ay, desdichado, que mataste a nuestros siete hijos!
El ogro fue a mirar y descubrió que Pulgarcito y sus hermanos se habían escapado aprovechando la confusión, así que salió al bosque, se calzó las botas de siete leguas y se marchó a buscarlos. Pero, como era muy dormilón, a medio camino se echó una siestecita pensando que los alcanzaría en seguida. Y resultó que los niños estaban escondidos cerca de él. Pulgarcito, aprovechando que dormía, le quitó al gigante las botas de siete leguas y se metieron todos dentro de ellas y en un periquete llegaron al palacio donde vivía el rey. Y al ver el rey que Pulgarcito era tan listo, le dio empleo a él, a sus hermanitos y a sus padres, que todavía lloraban a los niños creyéndolos muertos.

999. Anonimo

Pulgarcita

Era tan diminuta Pulgarcita, que cabía en la cáscara de una nuez y no podía ir a la escuela.
Vagando, vagando, un día se perdió en el bosque, y un sapo la quiso casar con su hijo. Pulgarcita huyó de allí horrorizada.
Llegó el invierno, y se alimentó de bayas silvestres.
Un frío día encontró una golondrina desvanecida en la nieve.
‑¡Pobrecilla, se morirá si no la cuido! ‑pensó, y la abrigó con hojas secas y le dio semillas para comer.
Así aguantaron hasta la primavera Pulgarcita y la golondrina. Pero al llegar el buen tiempo, la niña se puso triste:
‑¡Todo el mundo tiene compañía, menos yo! ‑suspiraba.
La golondrina, que ya estaba muy repuesta, le dijo:
‑¿Quieres que te lleve a un país donde la gente es pequeñita como tú?
¡Súbete a mi espalda y volaremos! Eso hicieron. Cruzaron los diez mares, atravesaron doscientas nubes y llegaron a una isla donde vivía gente como Pulgarcita.
Allí se posó la golondrina y las dos amigas se despidieron.
¡Y Pulgarcita no se volvió a sentir sola jamás!

999. Anonimo

Principios y finales de cuentos

Los cuentos populares son anónimos pertenecen al folclore, es decir al saber popular del pueblo. Se transmiten de forma oral (de boca en boca), de generación en generación (de padres a hijos, de abuelos a nietos), por eso las fórmulas que se utilizan para comenzar o terminar los cuentos suelen repetirse, por ejemplo: "Érase una vez...","... y colorín colorado, este cuento se ha acabado"

Hemos recopilado algunos principios y finales de cuentos.

Principios de cuentos
Cuando los animales hablaban...
En cierta ocasión...
En un lejano país...
Érase que se era...
Érase una vez...
Érase una vez y mentira no es...
Esto era...
Esto era una vez que yo sabía un cuento pero se me quedó dentro y no me acuerdo, voy a ver si me sale otra vez...
Había una vez...
Hace más de mil años...
Pués, señor...
Va de cuento...

Finales de cuentos
...con dragones y princesas y castillos encantados, el que no levante el culo se le quedará pegado.
...cuento contado ya se ha acabado y por la chimenea se va al tejado.
...y aquí se acaba este cuento, como me lo contaron te lo cuento.
...y aunque testigo yo no he sido así me lo han referido.
...y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
...y colorín colorado, este cuento se ha acabado, si quieres que te lo cuente otra vez cierra los ojos y cuenta hasta tres.
...y colorín colorado, este cuento se ha acabado, si quieres que lo repita dime que sí y grita.
...y esta historia está acabada, a tomar leche migada con azúcar y canela sentadito en la candela.
...y esta historia tan sencilla no la saben ni en Sevilla, en Córdoba casi nada, porque la escuché en Granada.
...y fueron felices y comieron perdices y a mí me dieron con los huesos en las narices.
...y fueron felices y comieron perdices y a mí no me dieron porque no quisieron.
...y se acabó este cuento con pan y pimiento y todos contentos.
...y se acabó este cuento con sal y pimiento.

999. Anonimo

Preparativos para salir

RESULTA QUE Franca, Lara, la mamá y el Tío Chiflete habían decidido ir a pasar el día a una pileta. Se levantaron temprano y empezaron a preparar el bolso.
-Por favor tío, -dijo la mamá- apurate a juntar todas tus cosas porque no quiero atrasarme por tu culpa.
-En un minutito estoy listo -dijo el tío. Y se puso a juntar algunas cosas que necesitaba para ir a la pileta: una malla, un patito de goma, las ojotas, un salvavidas, el bronceador, una baguette de jamón, queso y lechón, una muda de ropa, un sombrero mexicano de ala anchísima, un toallón, un barquito a pilas y un termo con jugo de zapallito.
La mamá y las nenas estaban listas hacía rato, y el Tío seguía apilando cosas arriba del sillón. Le faltaba tan sólo bañarse, vestirse, afeitarse, lavarse los dientes, tomar unos mates y leer el diario.
Entonces la mamá decidió apurarlo, y se puso a cebarle mate y a afeitarlo, mientras Franca metía todas las cosas en un valijón, y Lara se le colgaba del cuello y le lloraba en la oreja.
El tío ya estaba casi listo para salir, tan sólo que se había lustrado los zapatos con pasta de dientes y se había afeitado las patillas y las cejas, y todos los rulos del lado derecho de la pelada.
-Un momento -dijo el Tío. Lo único que quiero agregar es la colección de tornillos.
-¿La colección de tornillos? -preguntó la mamá. ¿Para qué diablos la vas a necesitar en la pileta?
-Yo no dije que la necesito -dijo el Tío. Dije que la quiero tener, por si me aburro.
-Pero Tío Chiflete -dijo la mamá- acordate el día que fuiste a un casamiento con los bolsillos llenos de tornillos, y al bailar el vals con la novia se te cayeron los pantalones de tanto peso.
-Pero Peta, los voy a poner en una cajita. Pensá que los tornillos pueden servir para arreglar algo que se descomponga, para jugar al tinenti, para matar hormigas o para armar un tinglado que nos proteja del sol, o para...
-Hagamos una cosa. Vos terminá de prepararte tranquilo, y cuando tengas todo listo, pegános un grito y te pasamos a buscar.
-Perfecto -dijo el tío.
-Es solamente un minuto.
La mamá y las nenas lo dejaron solo, y el tío se puso a hacer una lista con todo lo que le faltaba.
Después de repasar la lista decidió comer unos bizcochos, y después le dio sueño y durmió una siestita.
-¡Enseguida estoy listo! -gritó cuando se levantó.
Después de eso se puso a buscar los tornillos. El problema era que no se acordaba dónde estaban. Buscó por toda su habitación sin éxito.
-¡Ya me acordé! -gritó al final.
-¡En la terraza, arriba del tanque de agua!
Al rato se oyó un ruido fuertísimo: el tío se había caído de la escalera de pintor.
El Vecino Inventor entró y le preguntó:
-¿Te golpeaste?
-Un poco -dijo el Tío.
-Pero no es nada. Tengo que arreglar esta escalera. ¿Ves cómo se soltó este escalón?
-Si. La madera está podrida.
-Pero no, -dijo el Tío, si con un tornillito la voy a arreglar.
-¿Pero no se iban a ir a la pileta hoy?
-Si, me están esperando.
-¿Y porqué querés arreglar la escalera ahora? -preguntó el vecino.
-Para bajar mi colección de tornillos, que está guardada arriba del tanque de agua.
-¿Y para qué querés los tornillos?
-Para arreglar la escalera.
-Si, ya sé. Pero porqué te dió ahora por arreglar la escalera.
-Porque quiero mis tornillos.
-¿Y porqué te dió ahora por bajar los tornillos?
-Para arreg...
-¡Basta! No me digas de nuevo lo mismo. Además de para arreglar la escalera, ¿para qué querés ahora los tornillos?
-¡Ah! Para llevarlos a la pileta.
-Pero a vos te falta un tornillo.
-¡Y no te dije que me falta un tornillo para arreglar la escalera, y la escalera para buscar mis tornillos, y...!
-¡Basta! -gritó el inventor. Yo te puedo prestar una escalera sana.
-Ah, que bueno. -dijo. Y gritó bien fuerte: 
-Peta, Franca, Lara: ¡el Inventor me presta la escalera! ¡En un rato salimos!
Con la escalera el tío se subió al tanque de agua y encontró sus tornillos. Cuando terminó de acomodarlos en la caja, sacó uno y se puso a arreglar la escalera. Además del tornillo, necesitó unos cuantos clavos, alambres, pegamento y madera. Por último fue a devolverle la escalera al Vecino Inventor, y aprovechó para tomar unos mates y charlar un rato.
Finalmente agarró su valijón y gritó:
-¡Estoy listo!
Nadie le contestó. Miró para todos lados y volvió a gritar:
-¡Estoy listo! ¡Vamos a la pileta!
Tampoco le contestaron. Entonces se puso a revisar toda la casa, y no encontró a nadie. Al final salió a la vereda, arrastrando el valijón, y se paró arriba.
Mirando bien, descubrió que a lo lejos llegaban Peta, Franca y Lara. Cuando estuvieron cerca les dijo:
-Estoy listo para ir a la pileta.
-Y nosotras estamos listas para ir a la cama. ¿No te diste cuenta que ya es casi de noche? -le dijo la mamá.
-¡La pileta estuvo bárbara! -dijo Franca.
Y Lara no le dijo nada, porque se había dormido.

999. Anonimo

Porque el kanguroo tiene bolsa marsupial

Mucho tiempo atrás en su época de sueños en Australia, los kanguroos no tenían bolsa marsupial.
La señora kanguroo era muy infeliz. Su pequeño bebé era tal pre-ocupación. Cada vez que se bajaba, desaparecía saltando hasta perderse.
La señora kanguroo ha estado cuidando de su bebé toda la mañana. Y ahora tenía hambre. Mirando alrededor vio una inmensa piedra. Ella dejaría a su bebé cerca de ella , entonces sabría donde encontrarle, pues ella desea probar los dulces pastos que crecen alrededor.
Y mientras descansaba en sus manos y empezaba a comer, escuchó un gruñido y una voz que decía:
-Oh querida, oh querida! Viejo y bueno para nada eso es lo que soy. A nadie le sirvo.
Mirando hacia arriba, señora kanguroo vio a un viejo wombat moviéndose lentamente.
-¿Que pasa Wombat? -preguntó ella.
-Oh querida, oh querida...solo estoy murmurando acerca de este mundo, sin tener a nadie que se preocupe si vivo o si muero! Pero quien esta hablando? Es la señora kanguroo, no puedes tu verme? Mi querida, no he puesto mis ojos en nadie este año pasado. Estoy ciego y sin nadie que me pueda mostrar donde los dulces pastos están.
-Yo te mostraré el camino de como llegar a las pastos, dijo la señora kanguroo saltando hacia él, dándose la vuelta.
-Toma y alcanza mi cola. Entonces iré despacio, ahora tomate tu tiempo.
La señora kanguroo se detuvo pasivamente como un lagarto tomando un baño de sol, y el wombat se cogió de su col. Entonces la señora kanguroo se movió lentamente hacia adelante. Cada vez que el wombat se perdía, la señora Kanguroo cuidadosamente ponía la cola a su alcance y le decía:
-Ahí! Ahí Wombat! No te preocupes tú estarás bien.
Finalmente llegaron donde están los dulces pastos. El wombat comió y comió, mientras la señora kanguroo fue de regreso a buscar a su bebé. Por supuesto que el bebé se alejó brincando desde la piedra. Paso mucho tiempo hasta que la señora kanguroo lo encontrara. Ella volvió al lugar donde dejo al Wombat. Pero el viejo Wombat se había ido a dormir.
De repente la señora kanguroo presintió peligro. Se sentó, agudizó sus orejas, sus ojos brillaron, y olfateó el aire. Si, había peligro. Tomando a su bebé , corrió a unos matorrales. Desde su escondite La Señora Kanguroo vió a un cazador negro aparecer en la claridad.
Este estaba arreglando su lanza, y vio que iba a matar al wombat. Como un rayo la señora kanguroo bajó a su bebé y corrió hacia el wombat. El hombre negro le dio una mirada, y se fue.
Allá muy lejos en su hogar el gran Espíritu Dorado estaba pensando. El se había cambiado a si mismo al viejo wombat para descubrir quien era el animal más generoso. La señora kanguroo fue la única que sintió piedad de él. Que podría darle él a ella?
Sus ojos cayeron en una bolsa dorada la cual había sido hecha por los espíritus de los pastos. Justo lo que necesitaba! El le daría aquello a la señora Kanguroo. Y ella podrá llevar a su bebé . Llamando a uno de sus niños le dijo que llevara la bolsa dorada a la señora kanguroo.
-Dile a ella que se amarre la bolsa alrededor de su cintura y haré que crezca en ella.
Así el niño espíritu se lo llevó a la señora kanguroo. Y tan pronto lo amarrara a su cintura paso a ser parte de su cuerpo, que fue una amorosa y peluda cuna para su bebé.
La señora Kanguroo ahora tiene que enseñarle a su bebé a permanecer en la bolsa. Esto tomó largo tiempo. Ella le enseñó practicando un juego de esconderse en la bolsa, lo que fue muy entretenido. El pequeño podía salirse, dar una larga carrera y saltar primero la cabeza en la bolsa. Entonces el podría darse vuelta hacia arriba, brillando sus ojos de contento.
Su mamá descubrió que podía hacer la bolsa mas grande o mas pequeña. Cuando sus enemigos la persiguen, ella puede saltar junto a su bebé hasta llegar a protejerse en los matorrales. Entonces con sus cortos brazos, sacar al pequeño afuera. El enemigo podría seguirle a ella y el bebé estaría a salvo.
Después que la señora kanguroo tuvo su bolsa todos sus primos, los wallabies, el wallaroos, y el pequeño kanguroo ratón, querían la bolsa también. Así que ella mandó un mensaje al Espíritu Dorado , preguntándole si él tenía bolsas para ellos.
El Espíritu Dorado envió su palabra de que pediría a los espíritus de los pastos, que hicieran uno para cada valiente y generosa madre de la familia de los Kanguroos.

Fuente: Alejandra Peraza

 999. Anonimo

Por que soy bandido

A veces, cuando mis nietos me pedían que les contara un cuento y yo no me sentía con humor para complacerlos, solía quitármelos de encima con el siguiente: "Allá, en un oscuro bosque de la Calabria habitaban una cueva unos bandidos. El capitán le dijo a Pedro, su teniente: cuéntanos un cuento. Y Pedro comenzó: Allá en un oscuro bosque de la Calabria habitaban una cueva unos bandidos. El capitán le dijo a Pedro, su teniente: cuéntanos un cuento. Y Pedro comenzó: Allá en un oscuro... Al llegar a este tercer episodio se desbandaba la reunión y yo me quedaba tranquilo. Pero con el capitán de los bandidos no sucedió así. Cuando Pedro, su teniente, le salió por tercera vez con lo de que allá, en un oscuro bosque de la Calabria, nuestro capitán, como era de la Calabria, se encalabrinó y sacando la pistola le dijo a Pedro: Mira Pedro, a mi no me salgas con esos chistecitos, te pedí que nos cuentes un cuento y o nos lo cuentas o nos vemos las caras. Inmediatamente, Pedro, que conocía muy bien el geniecito del capitán, que era muy buena gente con ellos de ordinario, pero que cuando se encalabrinaba se encalabrinaba de veras, dijo: Bueno, bueno, calma, necesitaba tiempo para ver que cuento les podía inventar; pero me parece que ahorita no me sale de la mollera nada que les pueda interesar. Pero el capitán no se dio por vencido y dijo: Mira, Pedro, tú sabes, y todos los demás honrados compañeros que nos rodean lo saben de sobra también, que yo siempre he recibido con los brazos abiertos a todos los que se acogen conmigo porque andan huyendo de la justicia; cuando tú te presentaste informando que te habías escapado de la cárcel te di inmediatamente la bienvenida y no te pregunté, como a ninguno de los otros le he preguntado, qué méritos hicieron para caer en las garras de los gendarmes o de los tribunales. ¿Qué te parece si ahora, que se presenta la ocasión, nos entretienes con la narración, que no será cuento sino realidad, pero seguramente muy interesante, de las circunstancias que mediaron para que te sometieran a un proceso penal y un juez terminara con una sentencia condenatoria de privación de la libertad por un período determinado en un reclusorio penitenciario? (Como se ve, el capitán no era ningún zafio campesino sino que era capaz de dispararse con frases de refinado vocabulario). A Pedro le pareció una buena manera de salir del apuro complaciendo al capitán y se apresuró a decirle: Sí, mi estimado capitán, guárdate tu pistolita; ya hace mucho que quería que supiera cómo y por qué estuve en la cárcel, siendo inocente. 
Dispónganse todos, compañeros, a escuchar mi narración que creo que será amena y divertida. (Yo creo que también a los lectores les resultará entretenido; pero probablemente llegarán a la misma conclusión que el juez que condenó a Pedro: que tenían que ser únicamente una sarta de mentiras ingeniosas). Oigamos que dice Pedro: Cuando yo tenía unos trece o catorce años de edad, vivía muy contento en mi casa, al lado de mis padres. Era yo el hijo único y ellos me tenían rodeado de cariño, aunque sin mimos excesivos. Mi padre tenía un molino de trigo y con su honrado trabajo ganaba lo suficiente para sostener a su familia. 
Pero sucedió que empezó a notar que todos los días desaparecían varios costales de harina. La harina se guardaba en el sótano del molino, que por supuesto, se tenía cuidado de dejarlo cerrado bajo llave, especialmente en la noche. Primero eran uno o dos los costales que faltaban y mi padre se suponía que todo era debido a que no llevaba bien la cuenta de la harina que producía el molino; pero hacía varios días que ya eran siempre siete los costales que se perdían. En la noche, antes de acostarse, bajaba mi padre al sótano y contaba cuidadosamente el número existente de costales y a la mañana siguiente los volvía a contar y le resultaban siete costales menos. Estaba muy preocupado mi padre, pues decía que con esa pérdida se iba a arruinar porque la ganancia que obtenía en el negocio siempre había sido muy modesta. Así que se propuso vigilar todas las noches el sótano para tratar de sorprender al ladrón o ladrones, pues se cercioró de que no podía ser en el día cuando sustraían los costales sino que tenía que ser en la noche y del sótano. Por fin una noche me llamó y me comisionó para que pasara la noche en el sótano; así lo hice pero a media noche me venció el sueño y me dormí. Por supuesto mi padre en la mañana me encontró dormido y comprobó que se habían llevado los siete costales de costumbre. Me dio una regañada terrible y me dijo que en la noche tenía que volver a quedarme en el sótano a cuidarlo, que me llevara libros o baraja o lo que creyera necesario para no dormirme. Yo le prometí que por ningún motivo me dormiría y así me lo propuse. Me bajé en la noche al sótano, me puse a leer y a jugar solitarios de baraja y todo iba bien cuando al dar las doce (ya quedamos que en los cuentos todo sucede a las merititas doce) salieron de un rincón once ratoncitos vestidos con uniformes de futbol azules y del rincón contrario salieron otros once vestidos de rojo, armaron un campo de tamaño apropiado, con sus líneas y sus metas y toda la cosa, y se pusieron a jugar de una manera tan entusiasta y hábil que yo no quitaba los ojos del juego. Total, que al terminar las dos mitades, quedaron tablas a dos tantos por bando. Se retiró cada equipo por su rincón correspondiente, después de levantar y borrar el campo. Yo me quedé bien despierto comentando en mi interior los detalles más interesantes del notable partido que había presenciado. Así me encontró mi padre a las cinco de la mañana que bajó a ver que había sucedido. Yo le platiqué lo del interesante juego; pero a él no le interesaban los goles logrados por los competentes delanteros, sino ver cuantos costales habían quedado. Hizo el recuento y comprobó que faltaban los siete de costumbre. 
Naturalmente que me volvió a dar una soberana regañada y yo me defendí alegando que como no despegue los ojos del juego se habían aprovechado de eso los ladrones. Claro que él dijo que aunque le estuviera mintiendo lo cierto era que me había dormido y lo del juego de futbol era sueño. Al llegar la noche dijo que ahora el que se quedara en el sótano a hacer la vigilancia iba a ser él porque no se fiaba de mí. Se fue al sótano armado de sus correspondientes libros y baraja. Al sonar las doce de la noche salieron de un rincón cinco ratoncitos vestidos con uniformes de basquetbol amarillos (más los respectivos suplentes) y del rincón contrario otros cinco (más los respectivos suplentes también) vestidos de verde, armaron su campo (de tamaño apropiado) con sus líneas y sus canastas y toda la cosa, y se pusieron a jugar. Mi papá se propuso no dejarse distraer, pero el juego estuvo tan movido, interesante y lleno de jugadas verdaderamente maestras que sin querer estuvo pendiente de el todo el tiempo que duró. Total, los amarillos al terminar habían ganado a los verdes por el apretado score de 111 tantos a 110. Se retiraron los equipos a sus respectivos rincones después de levantar y borrar el campo. Entonces se puso mi padre a hacer el recuento de los costales y, con gran sorpresa, coraje y vergüenza, confirmó que se lo habían vacilado y faltaban los siete costales de reglamento. Me contó sinceramente lo sucedido y me pidió disculpas por no haberme creído el día anterior; pero confesó que realmente nunca en su vida había visto un juego de basquetbol tan brillante. Esa noche decidió mi padre que los dos juntos, él y yo, hiciéramos la vigilancia. Estuvimos muy divertidos jugando al tute; pero cuando dieron las famosas doce campanadas de la media noche, salieron de un rincón once ratoncitos con uniformes de béisbol negros y blancos (más los suplentes de rigor) y del rincón contrario otros tantos vestidos de rojo y blanco, armaron un diamante de tamaño apropiado con sus correspondientes líneas y bases, y se pusieron a jugar. !Qué pitchers tan listos para las curvas, qué bateadores tan atinados, qué jugadores tan hábiles para correr y robar bases, qué atrapadas y servicios más sensacionales en el campo, en fin, qué juego tan extraordinario que nos tenía embobados a mi papá y a mí! Pero hubo un momento en que mi papá recordó para que estábamos allí y le dio la espalda al juego, y pudo ver que algo así como una docena de enanitos estaban acarreando costales de harina y se los estaban llevando por un agujero que habían hecho en la pared (sabrá Dios cómo). 
Que corre mi papá y que alcanza a pescar por el faldón a un enanito que al parecer era el que estaba dando órdenes para la ejecución ordenada y eficiente del latrocinio. En un momento se acabó el partido de béisbol, se fueron todos los ratoncitos y desaparecieron por sus rincones, se fueron y desaparecieron por el agujero los enanitos (eso sí llevándose los dichosos siete costales). Pero mi papá tenía bien cogido al enanito y lo amenazó con que le iba a dar una buena zurra hasta que no nos pagara toda la harina que nos había robado. El enanito le contestó que siempre había tenido intenciones de pagarle debidamente la harina; que no se estaba robando la harina sino que la estaba pidiendo prestada porque estaban muy ocupados en su taller subterráneo de joyería y no habían tenido tiempo de ir al supermercado por harina y en nuestro molino la tenían muy a mano; que lo dejara en libertad porque él era el rey de los enanitos y sufriría mucho su dignidad y disminuiría mucho su autoridad si mi papá le daba aunque fuera un manazo, no digamos la zurra anunciada; que él prometía bajo su palabra de honor de rey de los enanitos, si lo dejaba libre, que esta misma noche nos recompensaría ampliamente de lo que habíamos perdido; que bajáramos a media noche al sótano y allí lo encontraríamos para cumplir su palabra. Mi papá le creyó y lo soltó y el enanito rey dio las gracias y desapareció por el agujero en la pared y el agujero desapareció también. Todo el día estuvo cavilando mi padre si habría hecho una tontería fiándose de la palabra del enanito; a la mejor ni era cierto que era el rey de los enanitos o quizá ya nunca lo volveríamos a ver. Pero por las dudas bajamos al sótano poco antes de la media noche y exactamente a las doce se abrió el agujero en la pared y salió el enanito y nos invitó a acompañarlo. No sabíamos cómo iba a ser posible que los siguiéramos, pero él en ese momento dijo unas palabras mágicas y nos redujimos de tamaño a quedar como el enanito que tenía unas seis pulgadas de estatura (digo seis pulgadas porque en el reino de los enanitos todavía no se usa el sistema métrico decimal). Lo seguimos por el agujero y por un largo corredor subterráneo hasta llegar a una gruta abovedada de buen tamaño dividida en varios cuartos. En unos había bancos y mesas de trabajo en los que un montón de enanitos estaban muy empeñosos trabajando cada uno en fabricar y armar joyas perfectísimas: diamantes, perlas, toda clase de piedras preciosas y semipreciosas, collares, pulseras, anillos, aretes, qué sé yo cuántas otras alhajas que montaban en oro, platino, plata y otros metales. Estábamos mi padre y yo positivamente extasiados viendo trabajar a tan hábiles artífices cuando el enanito rey nos invitó a entrar a una especie de caja fuerte, mejor dicho, una cámara blindada (como las que hay en los mayores bancos de todo el mundo) en donde estaban en el suelo, como si se tratara de frutas y verduras, cajas y canastas llenas de alhajas ya terminadas. En cada caja o canasta estaba una diferente especie de joyas: por ejemplo, en una había pulseras, en otra anillos, etc. El enanito rey nos convidó a que nos llenáramos los bolsillos con las alhajas que nos cupieran. Hay que recordar que estábamos convertidos en enanitos y no nos iban a caber muchas muchas joyas, pero de todas maneras a cada uno de los dos le tocaron doce o quince piezas, cada una de las cuales, valía según veremos en lo que sigue de esta historia (así le llamó Pedro; yo le llamo simple cuento poco creíble), varios miles de francos suizos (tenemos que usar esa moneda, que parece que no se deprecia tan fácilmente como los dólares ni qué decir de los pesos). Nos volvió a llevar el enanito por el largo corredor hasta el agujero de nuestro sótano, nos reconvirtió allí a nuestro tamaño natural, le dio las más expresivas gracias a mi padre por su harina y, más que nada, por haberle reconocido su categoría de rey dándole la libertad, y se fue por el mentado agujero y lo cerró. Tantas cosas tan raras y extraordinarias habían ocurrido en estos últimos días y noches que estábamos inclinados a considerarlo todo como un sueño (le llamaría pesadilla si no fuera porque todo fue placentero y nada pavoroso); pero quedaban como prueba de que había sido realidad las alhajas (más de dos docenas) que desde luego guardó mi papá en una media nueva y las escondió debajo del colchón. Siguió trabajando mi padre como siempre en su molino y vivíamos modestamente de las utilidades de ese negocio. 
Mi mamá, a quien por supuesto enteramos detalladamente de nuestras aventuras, quería que mi papá vendiera algunas de las joyas para comprarse alguna cosa cara como, por ejemplo, una televisión a colores; pero mi papá siempre se negó porque no quería que nos creyéramos ricos y según alguna vez me confesó en secreto, temía que, como sucede en algunos cuentos que él había leído, al querer vender las joyas se convirtieran en carbón o cenizas. Cuando yo tenía unos veinte años, se nos murió mi papá y nos dejó a mi mamá viuda y a mi huérfano, (que es lo que sucede a todas las esposas y a todos los hijos); pero ni mi mamá ni yo supimos seguir con el negocio del molino, mi madre me dijo que, antes de que se nos acabara el dinero que obtuvimos de la venta, hiciera la prueba de vender una de las famosas joyas que nos había obsequiado el enanito. Ella también quería comprobar si no era cierta la sospecha que tenía mi papá que se iban a convertir en carbón o ceniza. Tomé un anillo de oro que tenía montado un brillante de buen tamaño y lo llevé a una joyería del Centro de la ciudad. Se lo mostré al joyero y le pedí que me dijera cuanto podía valer y si él me lo compraría por su justo precio. El hizo muchos aspavientos al ver en mi poder una joya cara y me preguntó que de dónde la había conseguido. Yo le contesté que la teníamos en nuestra casa desde hacía muchos años, lo cual era una verdad muy cierta, valga el pleonasmo (vean cómo también Pedro se sabía sus palabritas de lujo). El joyero me rogó atentamente que lo disculpara por un poco de tiempo porque necesitaba examinar el anillo con más cuidado (y darlo a examinar a su socio). Lo que hizo, en vez de eso, fue llamar por teléfono a la policía diciendo que en su joyería se encontraba un ladrón de joyas. Vinieron de la policía inmediatamente (ojalá que se dieran tanta prisa cuando se trata de un atraco o de un asalto o cosa así) y me llevaron primero a la comisaría y después a la cárcel preventiva. A todos los que me interrogaban les repetía que era una joya de familia; pero al juez le conté con todo detalle el robo de los costales de harina y que el enanito nos había pagado con esa joya (no quise decirle que no era la única porque con mucha razón consideré que saldría contraproducente). 
Se burló de mí, hizo constar en el expediente que se quedaba con el anillo mientras aparecía el verdadero dueño, también hizo constar que en la actualidad no hay enanitos joyeros que vivan y trabajen en cuevas subterráneas y tras muchos considerandos y resultandos falló condenándome a seis años de prisión. No sé como supo todo el enanito rey; el caso es que una noche estaba en mi celda de la cárcel y me llevó por un agujero en la pared y un largo pasadizo subterráneo hasta ponerme de patitas en la calle. Me avisó cómo podía encontrar un capitán de bandidos que habitaba en una cueva en un oscuro bosque de la Calabria y me vine derechito para acá donde me encuentro muy a gusto libre de la policía y me siento con la conciencia tranquila porque nuestro capitán, como todo bandido generoso, roba nomás a los ricos y ayuda siempre que puede a los pobres. Un aplauso general, iniciado por el capitán y secundado por todos los bandidos, premió la terminación de la narración de Pedro. A ver si me sucede a mí lo mismo con los lectores de este cuento, que aquí da fin. Siempre me reclaman que dejo algún cabo suelto y no cuento qué pasó con la mamá de Pedro. Bueno, al poco tiempo de haber contado su historia, fue muerto instantáneamente el capitán en un asalto de un balazo que le tocó de pura chiripa, bueno, porque ya le había llegado su hora. Como Pedro era el teniente, ascendía a capitán por derecho de sucesión, pero renunció en favor de Juan, el subteniente, y él fue a la ciudad y pidió hablar reservadamente con el juez que lo había sentenciado. Le volvió a referir con todo detalle la historia completa, le hizo notar que el enanito lo había sacado de la cárcel y lo volvería a hacer si lo volvían a meter. Para más señas le regaló otra de las joyas que le había regalado el enanito. (No crean que fue "mordida", fue para que se convenciera el juez de que estaba diciendo la verdad). Con esa prueba le creyó el juez y logró que lo indultara el gobernador para que quedar libre. Y desde entonces vive muy contento con su mamá. Puso un pequeño negocio de joyería y cuando se les acaba lo que obtiene por la venta de una joya, venden otra, y en dado caso el juez da la responsiva de que no es robada sino adquirida honradamente. Y ahora sí creo que los lectores me permitirán estampar el "Colorín colorado".

999. Anonimo

Por la boca muere el pez

Erase un remanso del río, donde acudían los pescadores. La mandona del remanso era una trucha, que presidía todas las veladas al claro de luna. Solía decir a los demás peces, engallada y estirando sus aletas:
-¡Qué compañeros tan tontos me han caído en suerte! Siempre os dejáis atrapar por los pescadores. ¿Por qué no tomáis ejemplo de mí?
-¡Pero doña Trucha, eso puede pasarle a cualquiera! -dijo un tímido Barbo. Especialmente en días en que uno tiene el estómago vacío y esos hombres que vienen al remanso ponen golosinas en el anzuelo...
-¡Calla ya, necio! Puesto que lo sabes, huye del anzuelo.
Y sucedió que una mañana, cuando las aguas eran más cristalinas que nunca, frías y agradables, doña Trucha vio la figura de un pescador a través de las aguas quietas. Se disimuló en una piedra y se dispuso a observarle. Le vio mover un palo, darle a una manivela y, por último, la punta del sedal cayó en el agua. En la misma, la Trucha descubrió un tentador gusano.
Pero claro, siendo ella tan lista, no podía dejarse atrapar. Cierto que... si engañara al pescador...
Y empezó a moverse despacio, astutamente, sin remover las aguas. Al llegar al punto donde se balanceaba el gusano, empujó una piedrecita y creyó que con ella había sujetado el sedal. Mordió rápida y...
-¡Cayó! -gritó gozoso el pescador.
Por eso dicen que el pez muere por la boca.

999. Anonimo

Pollito llito


Hace muchos, muchos años vivía con su familia un pollito llamado Llito. Todos los días Mama Gallina salía con sus pollitos a pasear. Mama Gallina iba al frente y los pollitos marchaban detrás. Llito era siempre el último en la fila. De pronto vio algo que se movía en una hoja. Se quedo asombrado ante lo que vio. Era un gusanito. Mama Gallina y sus hermanos ya estaban muy lejos. Llito al ver que no tenía su familia cerca se puso a llorar.
-¡Pío, pío, pío, pío!
-¿Qué te pasa? -pregunto el gusanito.
-Mi mama y mis hermanos se han ido y estoy perdido.
-No te preocupes amiguito. 
-Vamos a buscarlos -le dijo el gusanito.
-¡Vamos, vamos! -dijeron los dos.
En el camino se encontraron al gato, quien les pregunto:
-Miau, ¿a donde van?
-Mi mama y mis hermanos se han ido y estoy perdido -dijo muy triste Llito.
-Yo iré con ustedes a buscarlos -dijo el gato.
-¡Vamos, vamos! -dijeron a coro.
Al rato se encontraron con un perro.
-Jau, ¿hacia donde se dirigen? -pregunto.
-Mi mama y mis hermanos se han ido y estoy perdido -dijo llorando Llito.
-Jau, iré con ustedes a buscarlos.
-¡Vamos, vamos! -dijeron a coro.
Y así el perro, el gato, el gusanito y Llito caminaron y caminaron buscando a Mama Gallina.
-¡Llito, Llito! ¿Donde estas? -gritaba a lo lejos Mama Gallina.
-¡Es mi mama! -exclamo Llito.
El perro ladro "Jau, jau". El gato maúllo "Miau, miau y el gusanito se arrastro. Todos brincaron alegremente. Al fin habían encontrado a Mama Gallina.
El perro, el gato, el gusanito, Llito y su familia se abrazaron y rieron de felicidad.
-Gracias por cuidar a mi hijo. Los invito a mi casa a comer bizcocho de maíz -dijo Mama Gallina.
-¡Vamos, vamos! -dijeron todos.
 Al llegar a la casa Mama Gallina les sirvió el rico bizcocho. Nuestros amigos se lo comieron todo, todo, todo.
Y como diría Don Mabo, este cuento se acabo.

999. Anonimo

Pinocho


Erase un hábil relojero llamado Geppet­to, ya entrado en años y sin familia. ¡Lo que hubiera dado el buen hombre por te­ner un hijo! Y como pensaba siempre en lo mismo y era muy habilidoso, casi sin darse cuenta, empezó a tallar un muñe­co en un trozo de madera. Poco a poco, de las manos del relojero, fue saliendo un muñequito precioso. Tenía cara de pillo y ojitos vivaces. Sólo la nariz resultaba un poco larga, pero a Geppetto no le impor­tó y le estuvo mirando con lágrimas en los ojos.
Era ya muy tarde cuando se fue a dor­mir, dejando el muñequito en el taller. To­do había quedado silencioso, en som­bras... De pronto, un rayo de luz iluminó el taller y el Hada Azul, la que vela por los deseos incumplidos de los hombres, apareció y como por arte de magia tocó con su varita mágica al inanimado muñe­co y le dotó de movimientos, diciendo:
-Ya eres el hijo del buen Geppetto. Pór­tate bien, Pinocho.
Sin embargo, la carita maliciosa del mu­ñequito no debía de infundir mucha con­fianza al Hada porque, tras una duda, añadió:
-Para que te portes bien, te dotaré de conciencia.
Y en la punta de su varita mágica sur­gió un grillo vestido de chistera, con ca­ra de pocos amigos.
Antes de desaparecer, el Hada añadió:
-Pepito Grillo será tu conciencia y te seguirá a todas partes.
Cuando a la mañana siguiente Geppet­to se presentó en el taller, experimentó una gran alegría al descubrir que su mu­ñeco, estaba bailando.
-¡Querido hijo Pinocho! -dijo con gran ternura.

999. Anonimo

Pifucio y la princesita de videojuego


RESULTA QUE Pifucio una vez se enamoró de una princesita. Pero no de una princesa verdadera. Era una princesita de videojuego.
Vivía en un juego donde un valeroso príncipe trata de salvar a la princesita de un malvado dragón. Los personajes se movían cuando uno apretaba las teclas y botones de la computadora. Si uno se sentaba a jugar un buen rato, con un poco de paciencia y otro poco de suerte la lograba rescatar, y el príncipe se casaba con la princesa. Si se equivocaba, el dragón echaba fuego por la boca y terminaba el juego.
A los demás nenes les gustaba la parte en que el príncipe se casaba con la princesa. Pero a Pifucio eso no le gustaba; lo ponía celoso. Prefería mirar y mirar a la princesita cuando estaba muerta de miedo, cerca del feo dragón. Mientras miraba a la princesita, se imaginaba lo lindo que sería que la princesa fuera de verdad, y no un dibujito en la pantalla de la computadora del papá. Que uno pudiera tocarla, hablarle y jugar con ella.
Pifucio quiso saber si se podía sacar a la princesita de la máquina, pero todos le dijeron que no. Que un dibujito, por más lindo y colorido que fuera, no podía transformarse en algo de verdad.
Pifucio estaba muy triste, hasta que el papá le prometió que iba a hacer algo para que Pifucio y su princesita pudieran encontrarse. Fueron a ver a un señor que tenía una casa llena de computadoras. Entonces el papá le explicó el problema, y el señor se puso a trabajar. Primero le sacó una foto a Pifucio, y después les dijo que volvieran en unos días. Entonces el señor se puso a trabajar con su computadora, y Pifucio y el papá se fueron a su casa.
Para el día en que el señor había prometido el trabajo, fueron a verlo. Entonces el señor de las computadoras les explicó que no había podido fabricar a una princesita de verdad, pero que había hecho un Pifucio chiquito adentro de la computadora. Entonces les mostró un juego, en donde el Pifucio chiquito jugaba con la princesita, asustaban al dragón, y se iban de la mano a todos lados.
El Pifucio de verdad se puso muy contento, y se llevó un disco con el juego a su casa. Después de unos días, todos los chicos del barrio se habían copiado el juego de Pifucio y la princesita, y se la pasaban jugando con él.

999. Anonimo

Pifucio y el tomate


RESULTA QUE Pifucio era un nene un poco raro.
No le gustaban las golosinas, pero le encantaba la sopa. Le ponía dulce de leche a las milanesas, y sal a la leche chocolatada. Le gustaban las verduras y no la carne.
No le gustaba tirarse a la pileta de lona, pero sí bañarse y lavarse las orejas. Cuando dormía ponía los pies en la almohada y la cabeza en el colchón. Un día se equivocó y se puso la campera del papá como pantalón, y no se dio cuenta en un rato largo.
Un día, Pifucio se hizo amigo de un... tomate. Estaba sentado en el piso jugando con el tomate, haciéndolo rodar y girar, mirándolo y pasándolo de una mano a otra.
La mamá le preguntó que hacía, y él le dijo:
-Juego con mi amigo Tomate, mamá.
-¿Y cómo podés ser amigo de un tomate? ¿No ves que no habla y no se mueve? -dijo la mamá.
-¿Y que importa? ¿No puedo quererlo igual? -protestó Pifucio.
-Es que los niños no son amigos de las cosas -respondió la mamá. Son amigos de otros niños, de algunas personas grandes, de un perrito o un gatito. Pero de un tomate... es de lo más raro.
Pifucio se quedó pensando un rato. Un amigo suyo decía que era amigo del Superman de la tele, otro era amigo de un oso de peluche, y otro de una nena de tercer grado. ¿Entonces, qué tenía de raro un tomate?
Esa noche Pifucio se llevó el tomate a la cama, y durmió con él. Ocupaba mucho menos lugar que el oso, y ya tenía bastante olorcito a tomate.
Durante el día la mamá insistió en guardarlo en la heladera, y Pifucio lo envolvió en una servilleta para que no tuviera frío.
Pero el tomate estaba bastante blandito, se puso negro en un costado y le salió una pelusita blanca en la panza.
Pifucio se preocupó y le pidió a la mamá que llamara al doctor.
-No hay doctor de tomates -le respondió la mamá.
-Entonces llamá al veterinario -pidió Pifucio.
-No hay veterinario de tomates -dijo la mamá.
-Entonces al verdulero -insistió Pifucio.
-Los verduleros no hacen visitas a la casa de la gente como los doctores. - explicó la mamá.
Entonces la mamá lo sentó en la mesa y le contó que su tomate se estaba pudriendo, y que eso es lo que le pasa a todos los tomates, y que había que tirarlo a la basura, y que si seguía diciendo que el tomate era su amigo estaba loquito.
Pifucio lloró un poco, y aceptó que su mamá tenía razón.
Al día siguiente fue a abrir la heladera para ver de que otra verdura se podía hacer amigo. Pero la mamá se adelantó, y antes de que Pifucio se hiciera amigo de nada, lo llevó a la plaza.
Allí jugó un rato largo en el arenero, y al final se hizo amigo de... un baldecito de plástico. Y también de una... palita. Y de un... rastrillo. Pero también de la dueña de las tres cosas, que era una nena muy simpática.

999. Anonimo

Piel de asno


Una Princesa huyó de su Palacio, pues su padre el Rey se había casado de nuevo y su madrastra no la quería nada. La joven se cubrió con una piel de burro y parecía una mendiga. Así llegó a un lejano Reino y pidió trabajo en Palacio.
‑Bueno ‑le contestaron, nos hace falta una fregona.
Pasaron los días. Piel de Asno fregaba todo el día, y por la noche en su cuarto se volvía a vestir de Princesa, para que no se le olvidase quién era en realidad.
Un día el Príncipe de aquel Palacio se asomó por la cerradura de su habitación, y al verla tan bella, se enamoró y enfermó sin remedio. Los médicos no sabían cómo curarle y los Reyes ofrecieron grandes recompensas a quien le sanase.
Piel de Asno se enteró, y pidió que le dejaran hacerle una tarta; la cocinera, muy enfadada, le dijo:
‑¡Con que no come mis caldos, y va a comer tu tarta...!
Pero Piel de Asno insistió hasta que la convenció. Hizo un pastel precioso, y dejó caer en la masa su anillo de Princesa, y después de asarlo, lo llevó al Príncipe. Éste probó un bocado y dio con el anillo; lo reconoció en seguida.
‑¡Ella es! ‑exclamó. ¡Ella llevaba este anillo!
¡Madre, quiero casarme, y me curaré inmediatamente!
¡Y eso sucedió; el Príncipe con Piel de Asno se casó!

999. Anonimo