Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 5 de agosto de 2012

Martín el zorro

¿Queréis saber por qué me llamo Martín el Zorro? Os lo contaré. Ante todo, tenéis que saber que me encanta salir de caza. Justamente salí hace mug poco tiempo y de repente, en medio del campo, vi a dos liebres corriendo y a mi perro que las perseguía. ¿Qué hacer? De pronto se me ocurrió una idea. Cogí mi cuchillo, lo clavé en el suelo por el lado del mango y esperé. Todo ocurrió tal como había imaginado. Cuando llegaron junto al cuchillo, una liebre escapó hacia un lado y la segunda hacia el otro. El perro, en cambio, siguió corriendo en línea recta y la hoja del cuchillo lo cortó en dos mitades exactamente iguales. Cada mitad persiguió a una liebre y, poco después, las dos liebres estaban en mis manos. Entonces cogí una aguja de abeto, un hilo de telaraña, cosí las dos mitades del perro y listo, de nuevo en busca de otra presa.
Poco después, vi bajo un árbol a una liebre que me hacía muecas. Cogí la escopeta que llevaba al hombro, apunté, y me di cuenta de que no la había cargado. Peor aún, ni siquiera me quedaba un cartucho. Busqué en mis bolsillos: ni asomo de balas. Apenas un viejo clavo oxidado. Sin vacilar un instante, cargué la escopeta con ese clavo, apunté, disparé, y le di a la liebre con el clavo en una oreja. Ya tenía tres liebres. Pero la cosa no terminó ahí. Un par de horas más tarde, me senté bajo un árbol, en la linde del bosque, a comer algo. De pronto vi salir de un campo una magnífica bandada de perdices. ¿Qué hacer? Balas no tenía, ya no me quedaban clavos, me llevé la mano a la espalda, en busca de alguna piedra. No encontré piedras, pero sentí algo de consistencia blanda. Sin mirar qué era, se lo tiré a las perdices y les di a seis de una vez. Pero junto a las perdices había también una liebre, inmóvil. Cuando me llevé la mano a la espalda para buscar una piedra, había tocado sin querer el morral con las liebres, así que una de ellas me había servido de proyectil para coger a las perdices.
Mandé al perro a que llevase a casa el botín y me interné en otro camino. De pronto, salió de una casa un perro furioso que intentó echárseme encima. ¡Qué susto! La escopeta no estaba cargada, balas no tenía, ya no me quedaban clavos ni liebres a mano. Me incliné, cogí la primera piedra que encontré y se la arrojé a la boca. Debéis saber, de todos modos, que aquella piedra era, por casualidad, un pedernal. Al dar contra los dientes del perro, soltó chispas y en un instante el animal quedó envuelto en llamas. Aquellas llamas se extendieron a la casa, de la casa al granero, del granero a toda la granja. No me quedaba otra solución que escapar. No me detuve hasta que llegué el centro del bosque, frente a una gruesa encina. Debajo de aquella encina, un grupo de bandoleros habían encendido una fogata y comían. Me invitaron, me dieron de comer y beber pero, cuando parecía que me iban a dejar volver a casa, me metieron con las rodillas pegadas a la boca dentro de un barril y lo clavaron para que no pudiese salir.
Pasado un buen rato, se acercó un zorro al barril y comenzó a husmearlo. Saqué lentamente mi mano por el agujero de la tapa y, cuando me pareció el momento adecuado, atrapé al zorro por la cola. El zorro, como os podéis figurar, se asustó y se echó a correr. Pero yo no lo soltaba. Así que tuvo que arrastrarme por medio bosque, hasta que el barril chocó con una gruesa cepa, se hizo pedazos y quedé libre, sin desprenderme un momento de la cola del zorro. No se me ocurrió cosa mejor que darle un golpe enérgico detrás de las orejas y llevarlo a casa.
Desde aquella ocasión me llaman Martín el Zorro.

161. anonimo (belgica-flandes)

La reina del país por donde corre el missisipi

Había una vez un joven muy animoso que, en cierta ocasión, le dijo a su madre:
-Mamá, remiéndame, por favor, los pantalones, y dame una buena barra de pan. Quiero ir a la tierra por donde corre el Mis­sisipi y casarme con la hija del rey.
La madre le remendó los pantalones, le dio una buena barra de pan y el joven se puso en marcha.
Después de varias horas de caminata, vio una torre muy alta y, al pie de la misma, a un arquero con su ballesta que iba de un lado al otro como si estuviese persiguiendo a alguien. El joven lo saludó amablemente y le preguntó:
-¿Me puedes decir qué estás haciendo?
-¿Que qué estoy haciendo? Encima de la torre hay una mos­ca, y quiero ver si soy capaz de darle en un ojo.
Tensó la ballesta, disparó y, cuando el dardo volvió a tierra, en la punta había una mosca atravesada justo a la altura del ojo.
-¿Quieres venir conmigo? -le preguntó el joven al arquero.
-¿Adónde?
-Al país por donde corre el Missisipi. Quiero casarme con la hija del rey.
-Claro que sí, me voy contigo.
-Bien. Coge este trozo de pan y vámonos.
Le dio un trozo de la barra de pan y se pusieron en marcha los dos.
Después de varias horas de caminata, llegaron a un gran campo de lino. En el borde del campo había un hombre tendido, con el oído pegado al suelo.
-¿Me puedes decir qué estás haciendo?
-¿Que qué estoy haciendo? Escuchar cómo crece el lino.
-¿Quieres venir conmigo?
-¿Adónde?
-Al país por donde corre el Missisipi. Quiero casarme con la hija del rey.
-Claro que sí, me voy contigo.
-Bien. Coge este trozo de pan y vámonos.
El joven le dio también a él un trozo de la barra de pan y si­guieron su camino los tres.
Después de varias horas de caminata, llegaron hasta un mo­lino y vieron a un hombre que estaba trabándose los pies.
-¿Me puedes decir qué estás haciendo?
-¿Que qué estoy haciendo? Mira aquella liebre: quiero atra­parla. Pero tengo que trabarme los pies; si no, corro demasiado rápido y acabo adelantándome.
-¿Quieres venir conmigo?
_¿Adónde?
-Al país por donde corre el Missisipi. Quiero casarme con la hija del rey.
-Claro que sí, me voy contigo.
-Bien. Coge este trozo de pan y vámonos.
El joven le dio también a él un trozo de la barra de pan y si­guieron su camino juntos los cuatro.
Después de varias horas de caminata, se encontraron con un hombre que llevaba bajo el brazo diez abetos gigantescos, como si fueran haces de ramas secas.
-¿Me puedes decir qué estás haciendo?
-¿Que qué estoy haciendo? Mi madre se ha quedado sin leña y he ido al bosque a buscarla.
-¿Quieres venir conmigo?
-¿Adónde?
-Al país por donde corre el Missisipi. Quiero casarme con la hija del rey.
-Claro que sí, me voy contigo.
-Bien. Coge este trozo de pan y vámonos.
El joven le dio también a él un trozo de la barra de pan y si­guieron su camino juntos los cinco.
Después de varias horas de caminata, llegaron hasta un ria­chuelo y vieron a un hombre sentado a la orilla del agua.
-¿Me puedes decir qué estás haciendo?
-¿Que qué estoy haciendo? Espero que haya un poco más de agua en el riachuelo. Tengo sed y, cuando comienzo a beber, me bebo todo el riachuelo de un sorbo.
-¿Quieres venir conmigo?
-¿Adónde?
-Al país por donde corre el Missisipi. Quiero casarme con la hija del rey.
-Claro que sí, me voy contigo.
-Bien. Coge este trozo de pan y vámonos.
El joven le dio también a él un trozo de la barra de pan y si­guieron su camino juntos los seis.
Después de varias horas de caminata, se encontraron con un hombre que estaba mordiendo una colina.
-¿Me puedes decir qué estás haciendo?
-¿Que qué estoy haciendo? Tengo hambre y me como todo lo que encuentro. ¿Veis más allá aquella colina toda roída? Ha­bía comenza-do a comérmela, pero no me gustaba demasiado.
-¿Quieres venir conmigo?
-¿Adónde?
-Al país por donde corre el Missisipi. Quiero casarme con la hija del rey.
-Claro que sí, me voy contigo.
-Bien. Coge este trozo de pan y vámonos.
El joven le dio también a él un trozo de la barra de pan y si­guieron su camino juntos los siete.
Después de varias horas de caminata, vieron un magnífico castillo de oro. Alrededor del castillo había un foso muy profun­do y, sobre él, un puente de plata que conducía a una puerta de oro. Era el castillo del rey de aquel país, por donde corre el Mis­sisipi.
Se acercaron al portal, el joven golpeó y dijo que quería ha­blar con el rey para pedirle la mano de su hija.
Los criados lo acompañaron a ver al rey, que lo miró fija­mente y le dijo:
-Piénsalo bien, muchacho. Muchos grandes señores ya han intentado conquistar a la princesa y no lo han conseguido. Nin­guno de ellos ha logrado superar las pruebas que les he impues­to. Y ello les ha costado la cabeza.
-Nosotros no le tenemos miedo a nada -respondió el joven. A mandar. Haremos todo lo que desees.
En ese momento, entró en la sala la hija del rey. Detrás de ella, caminaba un hombre cuya barriga abultaba como un baúl.
-Vamos, compite con mi criado a ver quién come más. Si no comes más que él, perderás la cabeza.
El criado que tenía la barriga como un baúl se sentó sin más frente a la mesa preparada y comenzó a devorar un plato de co­mida tras otro.
-¿Eso es todo? -dijo el joven, y ordenó al compañero que roía las colinas: Ve al establo y elige el buey más corpulento.
El comedor de colinas hizo lo que le ordenaban y, ante los ojos del rey y, de la princesa, se comió el buey de un bocado, de­jando sólo los cuernos y las pezuñas. Pero esto no fue suficiente para la princesa, que dijo:
-Aún no has vencido, muchacho. Ahora tendrás que compe­tir con mi segundo criado, a ver quién bebe más. Y si no bebes más que él, despídete de tu cabeza.
Acercaron una bota de vino y el segundo criado, aún más gordo y corpulento que el primero, se la llevó a la boca y la va­ció de un trago.
-¿Eso es todo? -repuso el joven, y ordenó al compañero que bebía riachuelos: Anda, sal y bébete toda el agua del foso que rodea el castillo.
Y así fue. En presencia del rey y de la princesa, bebió toda el agua del foso, dejando en el fondo sólo el barro y los peces, que boqueaban.
Pero la princesa aún no estaba satisfecha y dijo:
-Aún no has vencido, muchacho. Ahora tienes que competir con mi camarera y, si no la superas, despídete de tu cabeza.
La princesa se acercó a la ventana y señaló, muy lejos, la cima de una montaña, en la cual había una choza.
-Corred a ver al hombre que vive en esa choza y preguntad­le qué desea. Veremos quién regresa primero a decírmelo.
-¿Eso es todo? -exclamó el joven y, dirigiéndose al compa­ñero de los pies trabados, le ordenó: ¿Has oído lo que quiere la princesa? Ve y haz lo que ha dicho.
El compañero salió veloz como una bala y, antes de que la camarera hubiese hecho la mitad del traljecto, él ya había llega­do a la cima de la montaña e iniciaba el regreso. Al volver se en­contró con la muchacha e incluso se detuvo a conversar un rato con ella.
La camarera le ofreció un poco de vino de su bota y él no se negó porque tenía la boca seca a causa de la carrera, Pero, en cuanto bebió, le dieron muchas ganas de dormir. Se apoyó en su bastón, agachó la cabeza y se durmió de golpe. En aquel vino, evidentemente, había un sompífero.
Mientras tanto, en el castillo, el joven esperaba a su compa­ñero, pero no lo veía llegar.
-¿Qué puede haberle ocurrido? -le preguntó entonces al compañero que escuchaba cómo crecía el lino.
-Está durmiendo, lo oigo roncar...
-Es verdad -exclamó el que traspasaba los ojos de las mos­cas con un dardo. Se ha apoyado en su bastón y duerme. Pero ahora mismo lo despertaré yo.
Cogió su ballesta, apuntó y, de un solo disparo, hizo escurrir el bastón de las manos del durmiente. El hombre veloz se des­pertó, se restregó los ojos y se dio prisa en regresar al castillo. La camarera llegó con medio día de retraso.
El joven se presentó ante el rey y le dijo:
-He superado las tres pruebas que me has impuesto. Ahora mantén tu palabra y dame a tu hija como esposa, porque quiero volver a mi casa.
El rey se enfureció. Salió del castillo, se dirigió al campa­mento de sus soldados y les ordenó que metiesen en el calabozo al joven pretendiente y a sus ayudantes.
Pero nuestro joven no se quedó de brazos cruzados. Se diri­gió al compañero que cargaba los abetos como si fuesen haces de ramas secas y le ordenó:
-¡Coge el castillo de oro y todo lo que contiene, cárgalo so­bre tus hombros y vayámonos a casa!
Y así fue. Cogió el castillo de oro con todo lo que había den­tro, lo cargó sobre sus hombros y, antes de que el rey y su ejér­cito cayesen en la cuenta de lo que ocurría, ya estaban muy lejos de allí.
Después de varias horas de caminata, el que escuchaba cómo crecía el lino dijo:
-Nos están siguiendo. Oigo el galope de los caballos. Sin duda quieren quitarnos a la hija del rey.
-Tienes razón -dijo el que atravesaba a las moscas por los ojos, puedo ver la nube de polvo que dejan atrás.
-No os preocupéis, eso lo arreglo yo -dijo el que llevaba los abetos como haces y dejó en tierra el castillo de oro.
Poco después, llegó el rey con su ejército y gritó:
-Si no me devolvéis a mi hija, os aniquilaré a todos.
Pero el que llevaba los abetos como haces se acercó a una robusta encina, la arrancó con todas sus raíces y, de un solo gol­pe, desbarató al rey y a sus soldados. Los que no acabaron aplastados, se dieron a la fuga.
Así, nuestro joven y sus amigos pudieron volver alegres y so­segados a casa. Colocaron el castillo de oro en el prado, cerca de la pequeña casa de la anciana madre, y celebraron las nupcias. El joven vivió con su mujer, su madre y sus fieles amigos en el cas­tillo, feliz y contento como si fuese el propio rey en persona.

161. anonimo (belgica-flandes)

Chorlito y remolino recogen frambuesas

Chorlito y Remolino salieron juntos a recoger frambuesas. Las ponían en dos pequeños cubos pero, mientras Chorlito perdía el tiempo, Remolino se movía ágil como un duende. Poco después, Remolino tenía su cubo lleno de frambuesas, mientras que Chor­lito no había llenado siquiera la mitad. Entonces, Remolino le dijo a Chorlito:
-Vayámonos a casa, porque yo ya tengo bastantes fram­buesas.
-No me iré contigo -dijo Chorlito. Mi cubo está aún casi vacío.
-Ven a casa enseguida; si no, llamaré al lobo.
-Que no, que no me iré contigo.
Entonces, Remolino fue a ver al lobo y le dijo:
-Lobo, dile a Chorlito que valja a casa.
-No, no le diré nada.
-Entonces llamaré al perro.
Remolino fue a ver al perro y le dijo:
-Perro, persigue al lobo, así le dirá a Chorlito que vuelva a casa.
-No, no lo perseguiré.
-Entonces llamaré al palo.
Remolino fue a ver al palo y le dijo:
-Palo, dale una paliza al perro, para que persiga al lobo, para que el lobo le diga a Chorlito que vuelva a casa.
-No, no le daré una paliza.
-Entonces llamaré al fuego.
Remolino fue a ver al fuego y le dijo:
-Fuego, quema al palo, para que le dé una paliza al perro, para que el perro persiga al lobo, para que el lobo le diga a Chorlito que vuelva a casa.
-No, no lo quemaré.
-Entonces llamaré al agua.
Remolino fue a ver al agua y le dijo:
-Agua, moja al fuego, para que queme al palo, para que el palo le dé una paliza al perro, para que el perro persiga al lobo, para que el lobo le diga a Chorlito que vuelva a casa.
-No, no quiero mojarlo.
-Entonces llamaré al buey.
Remolino fue a ver al buey y le dijo:
-Buey, bebe el agua, para que el agua moje al fuego, para que el fuego queme al palo, para que el palo le dé una paliza al perro, para que el perro persiga al lobo, para que el lobo le diga a Chorlito que vuelva a casa.
-No, no quiero beberla.
-Entonces llamaré al matarife.
-Matarife, mata al buey, para que el buey beba el agua, para que el agua moje al fuego, para que el fuego queme al palo, para que el palo le dé una paliza al perro, para que el pe­rro persiga al lobo, para que el lobo le diga a Chorlito que vuel­va a casa.
-De acuerdo -dijo el matarife, y afiló el cuchillo para matar al buey.
Entonces, el buey bebió deprisa el agua, el agua mojó al fue­go, el fuego quemó al palo, el palo le dio una paliza al perro, el perro persiguió al lobo, y el lobo le dijo a Chorlito que volviese a casa. Pero, mientras tanto, Chorlito había llenado todo su cubo de frambuesas y, en cuanto vio a Remolino, le gritó:
-Ven, vayámonos a casa, porque ya tengo bastantes fram­buesas.
Así, Chorlito y Remolino volvieron a casa con los cubos llenos. Al ver semejante cosa, el lobo le dio una dentellada al perro, el perro mordió al palo, el palo dispersó el fuego, el fue­go secó el agua, el agua ahogó al buey y el buey traspasó al ma­tarife con sus cuernos.
Todo esto ocurrió cuando Chorlito y Remolino fueron jun­tos a recoger frambuesas.

161. anonimo (belgica-valonia)

Carolina blanca y carolina negra

Había una vez una viuda que tenía una hija y una hijastra. Ambas eran pequeñas y se llamaban Carolina. La gente del pueblo, sin embargo, llamaba Carolina blanca a la hijastra, porque era blanca y hermosa como una pintura, y Carolina negra a la hija verdadera, porque era negra y fea como la noche.
Todos querían a Carolina blanca, también Carolina negra, pero su madrastra no podía ni verla. Se imaginaba que todo el mundo agraviaba a su hija por culpa de la hermanastra más hermosa, y pensaba continuamente en la manera de librarse de ella.
Un día pasó frente a su casa un pastor con tres corderitos. Cuando vio a Carolina blanca en la puerta, el pastor sonrió y le acarició los cabellos, y hasta los corderitos corrieron a lamerle el vestido verde. En aquel momento salió de casa Carolina negra. El pastor, en cuanto la vio, decidió marcharse, y hasta los corderitos escaparon asustados por su fealdad. Nadie sospechaba que, bajo aquel feo aspecto, latía un corazón de oro.
La madre de Carolina negra, que había visto todo desde la ventana, se dijo:
-Basta, esto no puede seguir así. Tenemos que librarnos de Carolina blanca.
Durante siete días y siete noches pensó en cómo hacerlo. Al octavo día, fue al jardín y le dijo al seto de espinos:
-Seto, dame doce espinas largas y agudas.
El seto le dio las doce espinas. La mujer llamó a Carolina negra y le dijo:
-Escucha bien lo que voy a decirte. Esta noche, cuando tú y Carolina os blanca vayáis a la cama, deja que ella se acueste del lado de la pared. Yo pondré doce espinas agudas en su almohada. Así nos libraremos finalmente de ella.
-¡Ay, mamá, no lo hagas! -le suplicó Carolina negra.
-¡Cállate, tonta! Y ni una palabra de esto a Carolina blanca; si no, te castigaré.
Carolina negra tuvo que prometer que haría todo lo que le había dicho su madre. Pero, al llegar la noche, cuando Carolina blanca estaba a punto de meterse en la cama, Carolina negra la retuvo y le dijo:
-¡Hermanita, hay doce espinas en tu almohada! Las ha puesto mamá. Ven, acostémonos del lado de los pies. Así no nos podrá suceder nada malo. Pero tú no le digas a mamá que yo te lo he dicho.
Carolina blanca abrazó a Carolina negra y se durmió tranquilamente.
A la mañana siguiente, la madre oyó que alguien cantaba alegremente en las escaleras y preguntó:
-¿Eres tú, Carolina negra?
-No, mamá, soy yo, Carolina blanca.
La mujer se asustó y fue a la habitación a ver qué le había ocurrido a Carolina negra, pero la vio que dormía tranquila, del lado de los pies de la cama.
Un tiempo después, pasó por allí un músico ambulante con su organillo y tres perros amaestrados. Al ver a Carolina blanca en la puerta, tocó la melodía más hermosa de su organillo y los tres perros bailaron. Pero en cuanto salió de casa Carolina negra, el músico dejó de tocar y los perros ladraron, asustados por su fealdad. Nadie sospechaba que, bajo aquel feo aspecto, latía un corazón de oro.
La madre, que había visto todo desde la ventana, pensó de nuevo:
-Basta, esto no puede seguir así. Tenemos que librarnos de Carolina blanca.
Durante siete días y siete noches pensó en cómo hacerlo. Al octavo día fue a ver a una bruja y le dijo:
-Bruja, dame el más fuerte de tus venenos.
La bruja le dio un veneno fortísimo. La madre volvió a casa, llamó a Carolina negra y le dijo:
-Escucha bien. Hoy, a la hora de comer, debes decir que te duele la cabeza y no tomarás la sopa. Yo le pondré un veneno fortísimo. Así podremos librarnos finalmente de Carolina blanca.
-Ay, mamá, no lo hagas -suplicó Carolina negra.
-Cállate, tonta. Y ni una palabra a Carolina blanca; si no, será peor para ti.
Carolina negra tuvo que prometer que haría lo que le decía su madre. Pero a mediodía, cuando Carolina blanca estaba a punto de probar la sopa, Carolina negra la retuvo y le dijo:
-Hermanita, en la sopa hay veneno. Lo ha puesto mamá. Ven, diremos que queremos comer fuera. Así vigilaremos a los pájaros para que no picoteen las plantas del jardín. De ese modo, tú podrás tirar la sopa. Pero no le digas nada a mamá.
Carolina blanca abrazó a Carolina negra y salió de casa con ella. Enseguida tiró la sopa en la arena.
Después de comer, la madre oyó que alguien cantaba alegremente en el jardín y gritó:
-¿Eres tú, Carolina negra?
-No, mamá, soy yo, Carolina blanca.
La madre se asustó y corrió a ver qué le había sucedido a Carolina negra. Pero la niña estaba sentada con el plato lleno sobre las rodillas y lloraba porque le dolía la cabeza.
Un tiempo después, pasó por allí un vendedor ambulante, cargado con cosas muy bonitas. Vio a Carolina blanca en la puerta, le mostró todo lo que llevaba y le regaló un lazo precioso. Al rato salió Carolina negra.
El vendedor cogió su carga y se fue, asustado por la fealdad de la muchacha. No sospechaba que, bajo aquel aspecto desagradable, latía un corazón de oro.
La madre, que había visto todo desde la ventana, pensó por tercera vez:
-Basta, esto no puede seguir así. Tenemos que librarnos de Carolina blanca.
De nuevo, durante siete días y siete noches, pensó en cómo hacerlo. Al octavo día, se acordó de un molinero que tenía un molino de viento a la salida del pueblo. Este molinero había firmado un pacto con el diablo y podía hacer mover las aspas de su molino incluso cuando no soplaba el viento. La mujer fue a verlo y le dijo:
-Molinero, cuando veas a Carolina blanca bajo las aspas, pon en marcha tu molino.
El molinero le prometió que lo haría. La mujer volvió a casa, llamó a Carolina negra y le dijo:
-Escucha bien lo que te vog a decir. Cuando vagáis, mañana por la mañana, al molino, procura que Carolina blanca se coloque bajo las aspas y tú mantente alejada. El molinero hará girar las aspas y así finalmente podremos librarnos de Carolina blanca.
-Ay, mamá, no lo hagas -suplicó Carolina negra.
-Cállate, tonta. Y no le digas ni una palabra a Carolina blanca o será peor para ti.
Carolina negra tuvo que prometer que haría lo que le decía su madre. Pero a la mañana siguiente, cuando llevaban el trigo al molino, le dijo a Carolina blanca:
-Hermanita, no se te ocurra colocarte bajo las aspas del molino, porque el molinero las hará girar para matarte. Se lo ha ordenado mamá. Ven, vagámonos. Pero no digas nada, por favor.
Carolina blanca cogió de la mano a Carolina negra y juntas volvieron a casa. La madre las esperaba en el umbral. Cuando vio que Carolina blanca volvía sana y salva, montó en cólera y la echó de casa.
La pobre Carolina blanca caminó varias horas, mientras le quedaron fuerzas en sus piernas, y se detuvo a la orilla de un inmenso lago. Carolina blanca comenzó a llorar gya no sabía qué hacer. Pero de pronto alzó la cabeza, miró de nuevo el lago y vio miles de manos que asomaban en el agua. Con las palmas unidas, formaban un puente para ella.
Carolina blanca se quedó un rato pensando qué le convenía hacer, hasta que al fin se decidió a cruzar el puente. Sólo había dado unos pocos pasos cuando las manos se transformaron en garras que intentaban arrastrarla bajo el agua. Eran los genios y las ninfas del lago, que querían llevársela. La pobre Carolina blanca comenzaba ya a hundirse, cuando de repente apareció un hada, toda vestida de blanco. Cogió de la mano a Carolina blanca, la sacó del agua y salió volando con ella. Era la soberana de ese lago.
El hada blanca fue muy buena con Carolina y satisfacía cualquier deseo suljo incluso antes de que abriese la boca. La niña vivía en su castillo y era feliz como nunca antes lo fuera.
Un día, sin embargo, se oyó en las cercanías del palacio el sonido de un cuerno. El rey de aquella tierra, que había salido a cazar, estaba a punto de llegar a la orilla del lago. Cuando la hermosa hada ogó el sonido del cuerno, llamó a Carolina blanca y le dijo:
-Querida, debemos separarnos y tú ya no volverás a verme. Para que conserves un buen recuerdo de mí, quiero complacer otros dos deseos tuyos. Piensa bien en lo que quieres, porque en cuanto los digas, tus deseos se cumplirán.
El hada se fue y Carolina blanca se quedó sola. Tenía miedo y estaba triste. Y así suspiró:
-¡Ah, si estuviese aquí conmigo mi hermanita, mi querida Carolina negra!
En cuanto pronunció estas palabras, el viento murmuró y Carolina negra apareció a su lado. Pero Carolina seguía estando triste, porque su hermanita era aún más negra y más fea que antes. Y así suspiró:
-¡Ah, si pudiésemos ser las dos iguales!
En cuanto dijo estas palabras, las dos niñas se transformaron en dos cisnes, blancos como la nieve, que nadaban juntos en el lago. Y desde entonces vivieron siempre juntas. Nada ni nadie pudo separarlas, ni siquiera los genios y las ninfas del agua.

161. anonimo (belgica-flandes)

Astuto el zorro, pero más astuto el gallo

Hacía tiempo que el zorro le había echado el ojo a un gallo gor­do y hermoso que había en el patio de un campesino rico. Pero no le resultaba nada fácil atraparlo. El gallo era un animal bien plantado, tenía un pico poderoso y unas uñas afiladas.
-Tiempo al tiempo -se dijo el zorro, más vale maña que fuerza.
Un día aprovechó la ausencia del campesino, se metió en el patio y le dijo al gallo:
-Me alegra mucho verte. ¿Sabes que en todo el bosque no pa­ran de hablar de tu manera de cacarear? Se te oye a varias leguas de distancia y tu voz es más sonora que un repique de campanas. Pero hay una cosa que no me convence. Dicen... y no te ofendas, ¿eh?... Dicen que sabes cantar sólo con los ojos abiertos. Si los cierras, tu canto se parece más al cloqueo de una gallina...
-Eso es una calumnia imperdonable -se enfadó el gallo. Te lo demostraré.
Dicho y hecho. Para demostrar que sabía cacarear de muchas maneras, cerró los ojos y abrió el pico. Pero no le dio tiempo a cantar, porque el zorro se le echó encima, lo aferró con sus dien­tes por las alas y se lo llevó, internándose en el bosque.
El sendero pasaba junto a un lugar donde estaban trillando el trigo. El campesino, cuando vio al zorro con el gallo en la boca, cogió una vara y empezó a perseguirlo. El zorro corría con el gallo entre los dientes, mientras que el campesino corría agitan­do la vara. El gallo, sin perder tiempo, le dijo al zorro:
-Me da mucho miedo que el campesino nos mate a los dos a golpes. Dile que voy contigo por propia voluntad.
Al zorro le pareció una buena idea. Sin pensarlo dos veces, gritó:
-Oye, campesino, deja de perseguirnos: tu gallo viene conmi­go por propia voluntad.
Claro que, en cuanto abrió la boca, el gallo quedó libre y alzó el vuelo hasta lo más alto del seto.
-Dicen que el silencio es oro y ahora me doy cuenta de que es cierto -pensó el zorro y, desde aquel día, no volvió a hablar nunca más cuando llevaba sujeto a un gallo entre los dientes.
El gallo, por su parte, decidió que era mejor cantar con los ojos abiertos y, desde aquel día, si andaba el zorro cerca, se cuidaba muy bien de cerrarlos.

161. anonimo (belgica-flandes)