Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 31 de diciembre de 2014

La madre de pavel

Lo único que un niño pequeño pide de su madre es amor, mucho amor. Y no le importa si su madre es inteligente o es tonta. Pero Pavel ya no era un niño y, aunque quería a su madre, a veces le irritaba. ¿Cómo podía ser tan, pero tan tonta?
Un día de otoño decidió matar un cerdo y varios lechones que pensaba ahumar y salar para tener provisiones en el invierno. Su pobre madre no entendía nada y daba vueltas a su alrededor.
-Pavel, hijo mío, ¿qué vamos a hacer con tanta carne?
-No te preocupes, mamushka. Voy a salar casi toda para el invierno. Menos este lechón: lo dejaré colgado aquí, oreándose, para el domingo.
-¿Para el domingo?
-Sí, mamá, para el domingo. Invité a comer a unos amigos.
Pavel se fue al bosque a juntar leña para ahumar la carne, sin saber que un pícaro que pasaba por allí había escuchado toda la conversación escondido detrás de un árbol. Se había dado cuenta de lo tonta que era la madre. Y pensaba sacar provecho.
-Buenos días, madrecita.
-¿Quién es usted? -le preguntó la madre.
-Soy el domingo. ¿Pavel no dejó nada para mí?
La madre sonrió feliz. Por fin podía hacer algo útil por su hijo.
-Claro que sí. Precisamente, me dijo que dejaba este lechón para el domingo. ¡Puede llevárselo, señor Domingo!
Y sin más conversación, el pícaro «Domingo» se echó el lechón al hombro con ayuda de la madre. Y se fue corriendo a la máxima velocidad que el peso del animalito le permitía. Cuando volvió Pavel, cargado de leña seca, enseguida notó la falta del lechón.
-¿Dónde está la carne que dejé para el domingo?
-Vino el domingo y se la llevó -le dijo su madre, con una gran sonrisa.
Pavel estuvo a punto de echarse a llorar. No sabía qué hacer con tanta rabia. Se metió en la isba (la cabaña de los campesino rusos), hizo un atado con alguna ropa y unas pocas herramientas y se despidió de su madre con unas palabras secas y furiosas. ¡Era la mujer más tonta del mundo!
-Adiós, madre. Me voy a recorrer el mundo. Solo volveré si encuentro a alguien más tonto que tú.
Pavel se marchó por el camino. Pronto llegó a una aldea vecina donde unos carpinteros estaban construyendo una isba. Uno de los troncos había resultado demasiado corto. Entonces los carpinteros ataron una cuerda a cada extremo. Cada uno agarró una cuerda y se puso a tirar con todas sus fuerzas.
-¿Pero qué hacen? -preguntó Pavel.
-Es que el tronco nos quedó corto. Estamos tratando de estirarlo para que sea igual que los demás.
Pavel no lo podía creer. ¡Qué tremendos estúpidos! Les enseñó a hacer un empalme y siguió caminando. Al rato se encontró con un campo en el que había un grupo de campesinos cosechando trigo. Pero en lugar de usar hoces, cortaban las espigas una por una, ayudándose con los dientes. Por suerte él había llevado su propia hoz y les enseñó a usarla.
-Ya que eres tan buena persona, quizás puedas ayudarme -le dijo uno de ellos. ¡Hoy me toca la tarea más difícil! Tengo que darle de beber al buey. Entre dos podremos hacerlo más rápido.
Y le entregó a Pavel una cuchara. El buey estaba en el establo. El hombre corría hasta el río, llenaba una cuchara y se la llevaba al buey para beber. Así se pasaba todo el día.
Suspirando y riendo al mismo tiempo, Pavel le dio una idea genial que a nadie se le había ocurrido en toda la región: llevar al buey a beber directamente del río. El campesino se lo agradeció con lágrimas en los ojos.
Pavel siguió adelante. Al llegar a otra aldea le llamaron la atención los gritos y cacareos que salían de un gallinero. Se asomó y vio a una mujer azotando con un cinturón a una gallina.
-¡Inútil, imbécil, irresponsable! -gritaba la mujer. ¡Has traído al mundo un montón de polluelos y ni siquiera tienes tetas para darles de mamar!
Eso fue más de lo que Pavel estaba dispuesto a soportar. Dando media vuelta, se volvió a la casa de su madre. Y cuando ella salió a recibirlo, feliz de verlo tan pronto de vuelta, la abrazó con cariño.
-¡Mi querida mamushka! Me quedaré para siempre contigo -dijo Pavel. He recorrido buena parte del mundo sin encontrar a nadie más listo que tú.

0.062.1 anonimo (rusia) - 059

viernes, 24 de octubre de 2014

Sadko el mercader

Muchos años ha vivía en la libre ciudad de Novgorod un hermoso joven, cuyo nombre era Sadko.
De bolsillo andaba ligero. Toda su fortuna consistía en su cabello rizado, sus ojos azules y su laúd de madera de sauce, de cuyas doradas cuerdas arrancaba dulces melodías. Siempre que un noble caballero celebraba una fiesta, era llamado Sadko para cantar las antigua leyendas. Cuando un mercader casaba a su hija, Sadko tocaba para que la novia bailase. Le daban por su trabajo comida, bebida y una paletada de paja donde reposar su cabeza. Todas las jóvenes se burlaban de su túnica gastada y le decían: "¿Quieres bailar, Sadko? Danza con las cañas que crecen a la orilla del río, que no se fijarán en lo roto de tu traje." La mayor parte de las noches se veía obligado a pasear por las orillas del río Volga y a cantar su hermosura. Decía a las aguas: "No hay doncella en la gran población de Novgorod, mi amado Volga, cuya belleza pueda ser comparada con la tuya."
Pasaban los años y Sadko seguía cantando al río Volga. Un día que estaba sentado a la orilla, mientras la luna plateaba sus aguas, surgió un remolino en el lugar más iluminado, como si alguien hubiera lanzado allí una piedra. Cada vez se hacía mayor la circunfe-rencia, hasta que, al fin, apareció sobre las aguas una cabeza vene-rable, de ojos verdes y barba copiosa, de la cual colgaban hierbas marinas y brillantes cristales. Por ello supo Zadko que tenía ante sí al poderoso Zar del Océano.
Díjole el Zar: "Siento por ti gran afecto, Sadko. Tus cantos, dedicados al río Volga, me conmueven. Alcanzarás tu recompensa si juras visitarme bajo el Océano Azul para que mi Zarina pueda oír las melodías de tu laúd." Contestó Sadko: "Yo juro que te visitaré, poderoso Zar, bajo el Océano Azul para que tu Zarina pueda oír mi laúd." "Echa entonces tu red de pescador y lo que saques con ella será el regalo que yo te hago." Diciendo esto el Zar desapareció bajo las aguas, y tras un nuevo remolino como el que hacen las piedras al caer, aquel lugar quedó tan quieto como si todo hubiese sido un sueño. Sadko echó sus redes al agua y sacó en ellas un cofre de roble. Al abrirlo quedó maravillado; tenía ante sus ojos un tesoro en oro, plata, perlas, rubíes, y esmeraldas. Esmeraldas tan verdes que brillaban como una llama viva al fulgor de la luna.
Sadko se volvió a la ciudad, donde traficó con su fortuna. Así multiplicó y acrecentó sus riquezas. Seguía, sin embargo, paseando por las noches a la orilla del río Volga, cantando sus alabanzas y diciéridole a las aguas: "No hay doncella en toda la gran ciudad de Novgorod, amado Volga, cuya belleza pueda compararse con la tuya." Mas el Zar del Océano no volvió a aparecer.
Durante doce años Sadko viajó por el Océano, traficando con lejanos países. Al fin alcanzó tantas riquezas, que nadie reunía las que pudieran cambiarse por ellas. En todas partes presumía de poderoso, diciendo: "Sadko, el mercader, comprará todas vuestras mercancías, y todas las que puedan existir en Novgorod; cargará sus galeones con ellas para llevarlas fuera, y, si sus riquezas no bastan para comprarlas todas, os permite que le ahorquéis en una plaza pública." Y, en efecto, compró todo lo que las gentes venden en el mercado o acumulan en las arcas, hasta que no quedó nada que pudiera ser adquirido. Mandó a sus marineros que cargaran los galeones y, cuando lo hubieron hecbo, exclamó: "Timoneles, levantad las anclas, desplegad las velas y hagámonos a la mar." La flota de galeones zarpó El primero de ellos parecía llevar con orgullo a Sadko, el mercader de Novgorod. Así viajaron un día y una noche. En la tarde del tercero se vieron obligados a detenerse. Sadko exclamó: "liernranos, echad las sondas, medid la profundidad del agua y decidme si hemos dado con rocas escondidas o traidores bancos de arena." Los marineros obedecieron y midieron los fondos, más sin encontrar rocas ni traidores bancos de arena. Sadko llamó a los timoneles de su flota. Les ordenó que se reunieran en su galeón con todos los marineros. Cuando se hubieron reunido, les dijo: "Yo deseo que llenéis una medida con plata y otra con perlas finas para ofrecerlas en nombre de Sadko al poderoso Zar del Océano. Durante doce años he viajado sobre sus aguas sin pagarle ningún tributo y por eso creo que se ha encendido su ira contra mí."
Los marineros llenaron una medida con plata, otra con oro, otra con perlas finas, sin defectos, y las tiraron al agua. Mas ésta devolvió los regalos diciendo: "Sadko, el Zar no pide oro, mas sí una vida humana. Que en un tronco de pino cada navegante escriba su nombre y el de sus padres." Fué ejecuta. da la orden y los troncos rotulados flotaban sobre las aguas como patos. Mas el tronco de Sadko, el mercader de Novgorod, se hundió en la profundidad del mar. Sadko exclamó: "No sirve la madera de pino. Traedme troncos de roble y que cada marinero escriba en uno su nombre y los de sus padres." Así se hizo y todos los nombres volvieron a flotar corito patos sobre el agua. El de Sadko, mercader de Novgorod, se hundió en lo más profundo del mar. Exclamó Sadko una vez más; "No sirve la madera de roble. Traed cipreses, porque Nuestro Señor fué clavado en un ciprés y su mano bendijo esa madera." Trajeron, pues, cipreses y los cortaron transversalmente. Todos escribieron su nombre en la madera. Echaron los troncos al agua y sólo el de Sadko, mercader de Novgorod, se fué al fondo como plomo. Sadko exclamó: "Lo que no puede ser evitado debe mirarse de frente. Así que Sadko, el mercader de Novgorod, seguirá a su nombre que lo llama desde el fondo del Océano Azul." Puso sobre sus espaldas su abrigo de armiño. Llevaba en su mano izquierda unas medidas de perlas perfectas. En su mano derecha llevaba el laúd, cuyas cuerdas doradas murmuraban cosas de lejanos países. Los marineros echaron a Sadko sobre las olas y el viento empujó las velas llevándose los galeones más lejos. Sadko se hundió hasta el fondo del mar, más bajo aún que los arrecifes de corales. Vió pasar monstruos marinos, brillar el cuerpo de un delfín y, detrás del abrigo de una roca, una sirena en cuclillas. Al fin distinguió un palacio de cristal verde, con adornos de jaspe y puertas de esmeralda.
Entró Sadko en el palacio y se encontró con el Zar del Océano, sentado en su trono, con su bella Zarina el lado. Gritó con voz estruendosa: "Poderoso Zar del Océano, ¿por qué me has llamado?" Este frunció sus cejas con ira y contestó: "¿No juraste a la orilla del río Volga que vendrías a visitarme? ;No te recompensé por ello con riquezas? Durante doce años has viajado por mis mares, sin ocuparte de tu juramento. Ahora te he traído aquí contra tu voluntad y tocarás hasta que te mande que ceses de hacerlo." Sadko tocó su laúd y la frente del Zar se alegró como si cl sol hubiese salido a iluminar un paisaje sombrío. Se levantó, colocó sus manos sobre sus fuertes caderas y se puso a bailar al compás del laúd. Pasó una hora, dos, tres. Los movimientos del Zar eran lentos y graciosos; otras veces rápidos y locos, pero seguía bailando sin cansarse, mientras Sadko tocaba infatigable. Cuando hubo bailado el Zar durante tres horas dijo la Zarina a Sadko: "Os ruego que rompáis vuestro laúd, Sadko. No sabéis el peligro crue encierra, pues si el Zar quiere bailar siempre, ¿quién es capaz de contradecirle? Si quiere bailar sobre las olas las convertirá en verdaderas montañas y entonces los barcos más intrépidos serían sepultados por las aguas y perecerían los marineros." Sadko obedeció la orden de la soberana. Rompió su laúd de madera de sauce y arrancó sus cuerdas de oro. El Zar gritaba: "Sigue tocando, mercader de Novgorod. No quiero que ceses." Sadko contestó: "No puedo tocar ya. La madera de mi instrumento se ha estropeado; sus cuerdas están rotas y sólo en Novgorod me lo podrán componer." Tan encantado estaba el poderoso Zar con la música y el baile, que miró a Sadlco con simpatía y acabó por darle los tesoros que abundan en el fondo del Océano Azul. Al fin, le dijo: "¿Quieres casarte, Sadko?"
Sadko contestó: "Sí, Majestad, pero no tengo prometida."
Replicó el Zar: "Yo tengo muchas hijas, y puesto que has traído la alegría al corazón de su padre, puedes elegir entre ellas tu prome-tida." Y las llamó a su presencia.
La Zarina dijo al mercader: "Has obedecido mis deseos, mercader de Novgorod. Quiero aconsejarte. No elijas tu prometida entre el primer grupo de hermosas doncellas que el Zar traerá ante ti, ni te decidas cuando veas el segundo. Del tercero no elijas una hermosa joven, blanca como la leche y rosa como las flores. Mas si quieres ser el dueño de Rusia y ver de nuevo la brillante luz del sol, decídete por la que se esconda detrás de sus hermanas, de tez morena y de estatura baja."
El Zar vino a la cabeza de un grupo de hermosas doncellas y dijo: "Elige entre estas jóvenes una prometida a tu gusto." Sadko contestó: "Entre todas, aunque son muy hermosas, no encuentro ninguna que me agrade." El Zar llamó al segundo grupo y pidió de nuevo a Sadko que cli~iera su novia entre ellas. Contestó Sadko: "Entre todas ellas, a pesar de su belleza, no encuentro ninguna que me agrade." El Zar volvió por tercera vez con el último grupo: "Eliiie ahora, Sadko, una prometida según tu deseo, pues te he presentado a todas mis hijas y una de ellas ha de ser tu esposa."
Sadko las miraba a medida que pasaban, y puso su mano sobre la que se escondía detrás de su hermana, la de tez oscura y baja de estatura: "Esta muchacha me agrada." El Zar le dió la doncella por esposa, con una dote de plata, oro y perlas perfectas. Fué conducido Sadko a una cámara espaciosa para descansar, y en cuanto se hubo acostado se puso a soñar. Se despertó a la orilla del río Volga, iluminado por un hermoso sol. Sadko tenía todos sus tesoros amontonados a sus pies. Pero la hija del poderoso Zar del Océano había desaparecido. Durante doce largos años los bajeles del mercader subieron y bajaron el curso del Volga, favorecidos por vientos y marcas. Su comercio florecía; nunca mala fortuna vino a turbarle. Cuando hubieron asado los doce años. Sadko tenía deseos de volver a contemplar la gran ciudad de Novgorod. Echó al agua pan y sal y exclamó: "Te echo este tributo, madre Volga, cuyo curso han surcado mis bajeles durante doce largos años, favorecidos por vientos y mareas. He prosperado y florecido y ninguna mala fortuna ha turbado mi paz. Ahora quisiera volver a Novgorod, donde estuve en mi juventud." El río contestó: "Ve, digno mercader, y cuando llegues a la torre que está en las puertas de la ciudad, saluda a mi hermano Ilme en mi nombre." Sadko viajó hasta Novgorod, y cuando llegó a las puertas de la ciudad, donde está la torre, hizo un saludo al lago Ilme, diciéndole: "Eres poderoso, Ilme, te saludo en nombre de tu hermana Volga y te saludo también en nombre de Sadko, mercader de Novgorod."
Un joven saltó entonces sobre la orilla, y exclamó: "Te agradezco tus saludos, amigo, mas quisiera saber cómo has ganado el favor de Volga." Sadl:o contestó: "Durante doce largos años la he seguido sin protesta. Navegué desde donde nace hasta que desemboca en Astrakán. Ella me ha favorecido con viento y marea y le he pagado tributo." El muchacho replicó: "Vete a Novgorod y vuelve esta noche, trayendo contigo tres pescadores y tres redes. Haz que echen sus redes en mis aguas, y yo te recompensaré por el amor que has profesado a mi hermana."
Sadko volvió por la noche con tres pescadores y tres redes. Echaron los aparejos, y, al recogerlos, en el primero había peces blancos como la nieve; en el segundo, peces de color rojo vivo, y en el tercero, otros de colores variados, que brillaban a la luz de la luna. Sadko cogió el regalo de Ilme y lo enterró en unas cavernas, bajo la tierra, cerrándolo con gruesas barras de hierro y colocando un centinela para guardar el tesoro. Durante tres días no lo miró; mas al cuarto día descorrió los cerrojos de las cavernas y abrió sus puertas de par en par. ¡Oh, sorpresa! Los peces blancos estaban convertidos en monedas de plata, los rojos en oro, los de varios colores eran perlas maravillosas que brillaban a la luz de la luna. Sadko, en pie a la orilla del Ilme, saludó profundamente y dijo: "Gracias te doy, padre Ilme, por el tesoro de oro, plata y perlas maravillosas que me has regalado." El Ilme contestó: "Está bien Sadko. Sé feliz con tus riquezas y prepara un festejo a la ciudad de Novgorod para que conozca la nueva gloria que encierra." Sadko hizo lo mandado por Ilme. Hubo festejos en Novgorod durante tres días y tres noches.
Sadko, el hombre más rico de Novgorod, paseaba por la plaza del mercado, cuando descubrió, en un rincón oculto, una pila de porcelanas rotas. Sonriente pregruntó a los vendedores: "¿Venden ustedes esa porcelana?" Contestaron ellos: "Sí, Sadko." Sadko compró los restos de porcelana y dijo: "Puede que los niños gusten jugar con estas porcelanas y se acuerden mientras tanto de Sadko." Dirán: "Rico era Sadko, o rica es la población de Novgorod, que posee tesoros traídos de allende los mares. Pero Novgorod también es rica en porcelanas rotas."

Ruslan y ludmila

Éste es un cuento antiguo, una leyenda de días que fueron.
En el lujoso comedor de los banquetes, en medio de sus hermanos e intrépidos hijos, se encontraba el príncipe Vladimiro, que levantó su copa de oro y exclamó con voz atronadora: "Bebo en honor de Ludmila, la hermosa, y de su noble marido Ruslán."
Ludmila, la hija del príncipe Vladimiro, lo escuchaba desde su asiento, con la mirada baja, como debe hacerlo una doncella en el día de su boda, mientras su marido la contemplaba con ojos llenos de amor. Los invitados levantaron también sus copas de plata y bebieron largos tragos de humeante hidromiel, mientras los escan-ciadores pasaban ante ellos inclinándose hasta el suelo para ofrecer las copas. Los bermejos vinos brillaban hasta el borde de los vasos. Las voces de los invitados dejábanse oír como el zum, bido de las abejas en el colmenar. Un momento cesó el tumulto y el bardo del príncipe Vladimiro arrancó de las cuerdas de su lira dulces melodías cantando las alabanzas de Ludmila, la más hermosa de las hijas de los hombres, y las del valiente caballero Ruslán. A las doce de la noche se acabó la fiesta y los nobles del reino, hartos de viandas y de vino, saludaron a su Señor y se marcharon.
Ruslán y Dudmila cayeron a los pies del príncipe Vladimiro. Éste los bendijo, diciendo: "La paz sea con vosotros y con toda vuestra raza, para que prosperéis y os multipliquéis."
Ruslán, cuando el príncipe hubo salido, abrazó a su mujer.
En ese mismo instante se notó que la tierra temblaba; un relámpago alteró el silencio de la noche; los llameantes candelabros fueron apagados y un vapor negro llenó la estancia. Tres veces se oyó un grito dado por una voz extraña, y, en la sombra, se sintió la presencia de alguien que se lanzaba desde lo más alto de la estancia. Ruslán alargó su brazo para poder cobijar en él a su amada, pero su mano sólo encontró el vacío; la llamó, pronunciando su nombre con voz fuerte. pero sólo el silencio contestó a su llamado. Algún poder oculto se la había raptado.
Ruslán salió de la estancia, saltó sobre su corcel y partió del palacio en busca de su esposa. Una noche y un día viajó de esta suerte, interrogando a todo aquel que encontraba en su camino. Pero ninguno podía darles noticias de la joven. Decayó entonces su espíritu y exclamó: "Nunca más alezrará tu belleza mi corazón." Sus manos soltaron las riendas y su corcel vagó a su antoio nor las solitarias estepas. Al fin, llezó Ruslán cerca de la boca de una caverna, donde brillaba una tenue luz. Bajóse del caballo y entró. Vió brillar un cirio ante un icono y a Finn, el sabio, fijar atentamente sus ojos sobre un antiguo tomo abierto ante él. Sus ojos eran claros como los lazos de las montañas, y en su frente podía leerse la paz de su alma. Sonrió al ver a Ruslán y le dijo: "Bienvenido seas, hiio mío. Hace más de veinte años que vivo en esta triste caverna aguardando tu llegada, que me fué anunciada previamente. No olvides mis palabras. Ludmila ha sido raptada de tu lado. Por eso tu valeroso espíritu está ensombrecido por la pena. Esto no está bien en tí, Ruslán. Las horas de amargura pasarán y la esperanza será mejor guía para ti que la desesperación. Torna alientos. Acoraza tu corazón con el valor y sigue el camino de las desiertas colinas de Medianoche. El que te infirió la ofensa que deploras es Chernomor, Señor de la Noche, que se lanza como un monstruoso pájaro de presa sobre las doncellas dormidas y las lleva a su palacio, construído sobre la colina. No hay en el mundo hombre que pueda dominarlo o hacerle daño alguno, sino tú, Ruslán, si quieres cumplir tu destino".
Ruslán se arrodilló ante el Sabio, besó su mano con alegría y agradecimiento, y sintiéndose libre del peso que antes le oprimiera el corazón, exclamó: "Haré todo lo que tú me pides. Dame tu bendición, padre, antes de salir". El anciano le bendijo, en efecto, diciéndole: "Que la buena fortuna ilumine tu camino". Ruslán saltó sobre la silla de su corcel y corrió, atravesando espesos bosques y tristes estepas, para llegar a las tierras oscuras de Medianoche.
Mas ¿qué le aconteció a Ludmila desde que su mala estrella la hizo caer en poder de Chernomor? Llevada por un negro torbellino, la infortunada joven se desmayó de miedo, sin darse cuenta del rápido viaje. Quedóse como aniquilada toda la noche en un profundo sueño, mientras extrañas pesadillas la turbaban. Se despertó al amanecer y sintió pavor en su corazón. Gritó en alta voz: "¿Dónde estás, Ruslán, marido mío?" Y mirando en derredor suyo, se víó acostada entre ricos almohadones, bajo un baldaquín de seda trabajado en oro y piedras preciosas, que relucían como vivas llamas de cirios. De los incensarios se desprendía la fragancia de aromáticas flores. Mas en medio de estas riquezas, Ludmila rompió a llorar, diciendo: "¡Ay de mí! ¿Qué falta me hacen baldaquines de seda, ni piedras preciosas, si me han privado (le mi hogar y de mi amor?" En el mismo instante, en los umbrales de la puerta de su enarto, aparecieron tres doncellas vestidas con trajes de alegres colores, que saludaron a Ludmila. Una de ellas, con hábiles manos, peinó su brillante cabellera, ciñendo su frente con un hilo de perlas. La segunda la envolvió en un "sarafán" más azul que un cielo mañanero y calzó sus pies con zapatos de plata. La tercera la adornó con joyas. De escondido lugar llegaban a los oídos de Ludmila suaves melodías tocadas para su deleite y agrado.
Mas ni las perlas, ni el "sarafán", ni las dulces melodías podían reconfortar a Ludmila. Seguía con los ojos fijos en el suelo sin decir palabra a las doncellas, que tan bien la servían. Cuando hubieron cum-plido éstas su misión, la saludaron y la dejaron sola.
Ludmila, llena de angustia, paseaba de un lado a otro de la estancia, y acabó por pararse delante de una ventana con barrotes de hierro. Miró por ella el paisaje que se ofrecía a sus atristados ojos. Vió vastas llanuras cubiertas de nieve y, en la lejanía, altos montes coronados también de nieve. No vió en ellos ni tejados hospitalarios, ni viajeros. Tampoco en las colinas se oían los cuernos de los cazadores. Sólo el viento gemía sobre la vasta extensión de tierras y sacudía las ramas de los árboles sin hojas, que se destacaban sobre el plomizo cielo del horizonte. Ludmila exclamó: "¡Ay de mí! ¿Qué suerte más terrible será la que me aguarda aquí?" Y bajando la cabeza se echó a llorar. Cuando ya no tuvo lágrimas que verter, miró en derredor y ¡oh maravilla!, se abrió por sí sola una puerta de plata, cuyo umbral traspasó Ludmila, saliendo a un jardín encantado, donde las hojas de las palmeras y de los laureles eran balanceadas por la suave brisa. Manzanas de oro se reflejaban en los claros riachuelos que corrían alegremente. Los montículos y los valles próximos brillaban bajo el calor primaveral, y en la umbría de un bosque un ruiseñor dejaba oír sus gorjeos.
Mas ni las esbeltas palmeras, ni las manzanas de oro, ni los dulces cánticos del ruiseñor traían consuelo a Ludmila.
Se dirigió a un pequeño puente que pasaba por encima de un torrente espumoso y, de súbito, pensó que podía encontrar remedio a sus males en la profundidad de las aguas. Llena de miedo, las contempló un momento, pero no tuvo valor para poner fin a su vida. Cruzó el puente y erró bajó el sol. Cuando se cansó de andar, se sentó cerca de la orilla e inmediatamente vió que una tienda de campaña se desplegaba sobre su cabeza para protegerla con fresca sombra. Un rico festín le fué servido. Del bosque próximo llegaban armoniosos sonidos como de instrumentos de madera que tocasen suaves melodías. Muy perpleja y apenada exclamó Ludmíla: "¿Por qué he de vivir, si ha de ser en tierra extraña y lejos de mi Ruslán? Tus tiendas de seda, vil raptor, tus cantos y tus sabrosos festines nada son para mí. ¡Ni siquiera temo tu poder infernal, pues Ludmila, la hija del príncipe Vladixniro, sabe bien cómo ha de morir!"
Después de hablar así, se sentó a la mesa y sació su apetito. Cuando hubo cesado la música, la tienda y las viandas desapare-cieron.
Siguió caminando Ludmila hasta que la noche se hizo sobre la tierra. La joven sintió deseos de descansar y en el mismo momento poderosas alas la llevaron a través del aire hasta su lecho de seda. Volvieron a aparecer las tres jóvenes doncellas, soltaron el cinturón de Ludmila, le quitaron sus zapatos de plata, su "sarafán" azul, el hilo de perlas que adornaba su brillante cabellera y, saludando, se marcharon.
Ludmila tembló entonces, porque le parecía percibir la presencia de alguien en la oscuridad. Súbitamente, las luces fueron encendidas. Se abrió la puerta y en el umbral vió aparecer un centenar de negros que caminaban orgullosamente de dos en dos, con sus sables desnudos y relucientes. Llevaban en sus brazos un almohadón de seda, sobre el que reposaba una barba, tan larga, que no cabe en un sueño, sino en un cuento de hadas.
La barba era de un enano contrahecho, cuya calva cabeza estaba recubierta por un lujoso turbante. Se acercó a Ludmila; pero ésta saltó de su lecho, tiró el turbante de la cabeza del enano y prorrumpió en gritos tan atronadores, que todos los negros quedaron suspensos. Chernomor, que éste era el enano, palideció y quiso escapar, pero se enredó en su barba y cayó al suelo. Apenas se levantó, cayó de nuevo, mientras sus esclavos negros gritaban llenos de espanto y él luchaba por huir de la maraña de sus barbas. Al fin consiguieron levantarlo y llevarlo fuera del dormitorio; pero allí quedó, olvidado, el turbante.
Cuando el sol alumbró el cielo por Oriente, en el palacio encan-tado todo era quietud y silencio.
Chernomor, sin turbante, echado sobre su lecho, reflexionaba avergonzado, mientras cincuenta esclavos negros, con peines de marfil, peinaban, con cuidado y temor, las ondas de sus barbas, ungiéndolas con especias y aceites olorosos. Después de esta operación. Chernomor sintió levantarse su ánimo, y encontrándose más gallardo en su bata de ricos brocados, saltó del lecho y fué de nuevo en busca de su hermosa cautiva. Pero cuando llegó a la alcoba ésta había desaparecido.
En su palacio había mil habitaciones; en todas entró Chernomor llamando en vano a Ludmila. Fué más tarde al jardín encantado y la buscó en cl bosque de laureles, a lo largo del muro, a la orilla de los lagos, debajo del puente y en el lugar en que el sol parecía jugar con la cascada del río. Ni siquiera encontró rastros suyos.
Queriendo, al fin, tomar venganza en alguien de las vejaciones sufridas, exclamó, en voz alta, de manera que hasta las hojas de los árboles temblaron al oírle: "¡Vengan aquí mis esclavos! Sobre vuestras cabezas echaré la culpa de lo que ocurre. Buscadla donde queráis; pero encontradla, o por vida mía, esta barba arrancará el último suspiro de vuestras negras gargantas."
"¿Adónde había huído Dudmila? Toda la noche lloró, condolién-dose de su mala suerte. Mas pronto siguió la risa al llanto al recordar a Chernomor enredado en sus barbas. Al amanecer levantóse de su lecho y se miró con gran desconsuelo al espejo, que le devolvió su triste imagen; levantó los mechones de oro que caían sobre sus blancos lioiiil)ros, los trenzó, se vistió con el "sarafan" azul y lloró de nuevo. Se fijó entonces en el turbante que el brujo perdiera al huir de su lado, y se lo colocó sobre su caheza, pues a una muchacha cl ornato de su belleza le hace olvidar hasta las mayores penas. Cogió el turbante y se lo puso de varios modos, hasta que, ¡oh maravilla de las maravillas!, al querer contemplarse en el espejo, vió que había desaparecido. De nuevo dió una vuelta al turbante y reapareció su imagen. Lo volvió a colocar en la última posición y entonces desapareció. Lo quitó otra vez y pudo contemplarse ante el espejo. Al fin, echóse a reír a carcajadas y exclamó: "¡Gloria a Chernomor y a su turbante! ¡Terror, aléjate de mí! ¡Alegría, vuelve a mi corazón! ¡Ludmila se ha salvado de todo mal!" Y diciendo esto, volvió a colocarse el turbante del modo conveniente para no ser vista.
Mas dejemos ahora un momento barbas y turbante y volvamos a Ruslán, abandonado a su triste suerte. Atravesó Ruslán desiertas tierras, sano y salvo, y llegó a un llano, donde sintió que su sangre le corría precipitadamente por las venas, al advertir que aquello era un antiguo campo de batalla, sembrado de blancos huesos y de arma-duras rotas. En un agujero había mochilas próximas a convertirse en polvo aquí, una espada estaba aún aprisionada por los dedos de un cadáver; allí, a través de un casco, sobre el que la hierba crecía, una cabeza hundida. Más lejos, yacía un héroe, aplastado por el esqueleto de su caballo, y, sobre lanzas y hachas de batalla, la hiedra enredaba sus empolvadas hojas.
Ruslán fijó sus turbados ojos sobre el campo de batalla, y dijo: "¡Campo! ¡Oh, campo de batalla! ¿Quién ha sembrado tu suelo de huesos blanqueados? ¿Qué corcel es éste que pisó tu suelo durante el fragor del último combate? ¿Qué héroe encontró la gloria en tu seno? ¿Qué oraciones se han elevado desde este sitio a los impasibles cielos? Eres silencioso, campo de batalla, y, sin embargo, aquí se siente la sangre hervir con más fuerza en las venas. ¡Ojalá descanse Ruslán de la misma manera, antes eIv que llegue la noche, en alguna colina olvidada, donde nunca el canto de los trovadores pueda llegar basta él!"
Entonces se dió cuenta el caballero de que le faltnba su espada, y espoleó su caballo para recorrer la llanura, sobre la que empezaba a oscurecer. Allí buscó un arma sólida y de buen filo para matar a su enemigo. Caía la noche, y le pareció a Ruslán ver ante él una colina en movimiento. Sintió en el pecho irás valor que nunca, y se acercó para desafiar el peligro que se avecinaba. Pero su fiel caballo, sobrecogido de terror, se ancabritaba con las crines erizadas, negándose a avanzar. Una luna de oro se alzó entonces en el cielo, y permitió a Ruslán ver, en la suave vertiente de la colina, la cabeza de un monst ruo que, adornada con un casco de plumas, dormía con sueño profundo. Las plumas proyectaban sus sombras en el suelo, y tem-blaban movidas por el aliento poderoso del monstruo. Ruslán consiguió hacer llegar hasta él el caballo; dió una vuelta alrededor del monstruo y le pinchó una de las narices con la lanza. Las enormes mandíbulas se abrieron, y un estrepitoso estornudo recorrió todo el llano, originando algo así como un huracán, que barrió el rampo de batalla y levantó hasta el cielo oscuras nubes de polvo. De las prominentes cejas y la rizosa barba del gigante salió una bandada de buhos, que desaparecieron chillando lúgubremente. La inmensa garganta dejó oír una voz que retumbaba como el trueno: "Ruin visitante -dijo, que has sido enviado para vejarme! ¡Márchate! La noche cae os. cura sobre las colinas y los llanos y quiero dormir ¡Adiós!"
Ruslán, desdeñoso, replicó: "¿Quién eres tú que así mandas a Ruslán?" "¡Vete, atrevido caballero, si no quieres que te devore de un solo bocado!.' "¡Tranquilízate, fanfarrón! Pero has de saber que no te tengo miedo y que te desafío!"
Al oír estas palabras el monstruo se estremeció de rabia. Lan-zando fuego por los ojos y espuma por los labios, sopló tan furiosa-mente, que el tembloroso corcel de Ruslán retrocedió y al jinete le costó trabajo dominarlo.
El monstruo movía la cabeza de un lado a otro, y al ver el apuro del joven, se burlaba de él: "¡Vaya un príncipe! ¡Oh, caballero sin par! ¿Por qué te alejas? Ten cuidado, no vayas a romperte el cráneo. ¿O será que sientes el miedo, valiente héroe? Vuelve, te lo ruego, para que yo vea la fuerza de tu brazo antes de que te estrelle tu caballo". Ruslán no contestó; pero arrojó su lanza a la maldiciente lengua, con tal acierto, que la atravesó y la dejó de ese modo clavada a la tierra. Una oleada de sangre manó de la herida, y el gigante, lleno de angustia y de terror, sintiéndose preso de tan extraña manera, perdió toda su insolencia. Ruslán, entonces, acercándose, le dió un golpe tan terrible que resonó en todo el contorno. La cabeza vaciló y rodó por la colina. En el mismo instante vió surgir Ruslán una brillante espada, fuerte, de buen filo, que parecía estar hecha a su medida. La cogió y amenazó con ella a su enemigo. Una voz lastimera llegó a sus oídos, y su brazo vengador cayó de nuevo, sin herir esta vez. Sintió el caballero que toda su cólera se derretía como el hielo bajo el caliente sol de la mañana. Desclavó entonces la lanza y libertó la lengua del gigante. Éste exclamó: "¡Me has sometido, príncipe! Soy tu esclavo desde este momento; pero te pido que seas tan magnánimo como valiente. Mi suerte es muy triste. Hace muchos años corría yo el mundo y era un caballero como tú. Ninguno podía comparárseme en valor o habilidad. Mi destino hubiera sido feliz si no fuera por mi hermano más joven, Chernomor, autor de todos mis males y vergüenza de nuestra raza. Es un enano bastardo, que nació con una barba monstruosa y que en odiaba mi estatura y mi fuerza. Me odiaba con todo el furor de su alma maligna. Yo era muy sencillo, aunque de mucha estatura, y él, en cambio, un raquítico enano. Pero posee toda la sabiduría y la astucia del demonio, y por su barba tiene el poder de escapar a todo mal. Un día me habló amistosamente, y me dijo: "Tengo que hacerte una proposición hermano. Estudiando con empeño mis libros de magia he podido saber que allí, a lo lejos, más allá t[e las colinas del Este, al lado de un mar apacible, hay una espada escondida en una cripta secreta. Está escrito que por esa espada hemos de perecer los dos. Tú, mi valiente hermano, perderás la cabeza, y yo mi barba mágica. Pensemos en la manera de encontrar la espada y burlar el destino." Yo le contesté de este modo: "Tu idea no merece ser meditada mucho tiempo. Saldremos a buscar la espada aunque esté escondida en el fin del mundo." Arranqué un pino para que me sirviera de bastón, coloqué al enano sobre mis espaldas y emprendí el viaje hacia las lejanas tierras que están más allá de las colinas del Este. Todo aconteció como lo había dicho Chernomor. Di un golpe con mi bastón sobre la cripta secreta, y he aquí que vimos la espada de nuestro destino brillar ante nosotros. Había concluído nuestra pesquisa; pero allí empezó nuestra lucha. Ninguno se contentaba con que el otro fuese dueño de la espada. Nos la disputamos tres días y tres noches y, al fin, el astuto enano depuso su ira y me habló con dulzura y bondad: "Dejemos nuestras diferencias, hermano -me dijo-, pues es conveniente que tú y yo vivamos en paz. En cuanto a la espada, que el destino resuelva esta cuestión. Pega tu oído al suelo como yo voy a hacerlo, y el primero que oiga la voz de la tierra poseerá la espada hasta su muerte." Chernomor se tumbó en el suelo, con el rostro pegado a la tierra, y yo hice lo mismo. En cuanto me vió indefenso, se levantó y me cortó la cabeza con la espada mágica. Mi cuerpo desapareció entre el polvo de aquel lejano reino; pero mi cabeza vive, y no podía morir hasta que llegase el día de mi venganza. Fué traída aquí para defender la espada, que ahora es tuya. Ve, pues, hijo del destino, y si encuentras a Chernomor en tu camino, sé tú el ejecutor de mi deseo. Así podré cerrar mis cansados ojos en paz."
La cabeza calló. Ruslán, rendido por sus correrías, se quedó dormido. Por la mañana se despertó con nuevo vigor y, lanzándose con la rapidez de una flecha sobre la silla de su corcel, siguió viajando. Así pasaron los días; las hojas caían de los árboles; el viento tempestuoso silbaba en los bosques, hasta apagar el canto de los pájaros. Llegó el invierno, pero el viajero seguía, sin embargo, espoleando su corcel hacia el Norte. Ora un espíritu maligno le saludaba al pasar, ora una linda bruja, ora un gigante. Las ninfas, al sentirlo, dejaban el lecho del río, iluminado por la luna, se balan-ceaban en las ramas de los árboles y le miraban fijamente, para seducirlo con su belleza. Ruslán, empero, continuaba indiferente su camino. Le parecía que el aire que silbaba entre los árboles murmu-raba a sus oídos el nombre de Ludmila.
En el jardín del malvado Chernomor, Ludmila erraba invisible, sin que la molestase nadie. Veía como en sueños los muros de Kiev, su noble padre y al hermoso joven Ruslán. Todo el día y toda la noche los esclavos de Chernomor buscaban a Ludmila por todas partes. Ella se burlaba de sus perseguidores y entre los árboles de un soto, se quitaba el turbante, gritando: "¡Aquí! Venid aquí los que buscáis a Ludmila." Pero cuando ellos corrían, guiados por sus gritos, Ludmila había desaparecido de nuevo. A veces, encontraban la huella de sus pies en el rocío; en otras ocasiones, el temblor de una rama, bien despojada de sus frutas, les indicaba que acababa de pasar por allí la doncella, y más tarde, una alfombra de gotas de agua en la orilla del río les decía que allí se había arrodillado Ludmila para beber. Cuando caía la noche, la muchacha se escondía entre las hospitalarias ramas de un abedul o de un cedro, y dormía hasta la aurora. Al alba se bañaba en un claro riachuelo.
Chernomor, indignado, pensó en valerse de su astucia para hacer caer a Ludmila en una trampa. Cuando una mañana buscaba la joven la fresca sombra de un árbol, oyó que una voz murmuraba: "¡Ludmila!" Volvióse y vió a su caballero Ruslán, con los labios pálidos, los ojos hundidos por el dolor y una pierna ensangretada. Gritó Ludinila: "¡Ruslán! ¡Mi esposo! ¿Qué te ha sucedido?" Y más rápida que una flecha voló a su lado, llorando y abrazándolo. Pero no había tal Ruslán. Chernomor lo había suplantado valiéndose de su mágico poder. El turbante cayó de la cabeza de Ludmila, que apareció ante los ojos del enano. Este se acercó, diciéndole: "¡Ahora eres mía, Ludmila!" Y el maléfico Chernomor, al tocarla, la hizo caer en un sueño de encantamiento. Súbitamente, un cuerno de caza hizo oír su llamada fuerte y clara. Chernomor volvió a colocar el turbante sobre la cabeza inmóvil de Ludmila, para hacerla invisible, y salió al encuentro de su enemigo. ¿Quién era el que retaba a Chernomor, llenando su alma de pánico? ¿Quién, sino el bravo Ruslán, que sediento de venganza, a las puertas del palacio, hacía sonar su cuerno de caza con atronadoras notas, mientras su corcel piafaba sobre la nieve? Cuando Ruslán escuchaba atentamente, para oír la respuesta de Chernomor, le pareció que recibía un golpe desde el cielo. Levantó los ojos y vió al hechicero volando alrededor suyo, enarbolando un bastón para pegarle. Ruslán se resguardó tras el escudo, y se lanzó contra su enemigo. Pero éste voló más alto, y después quiso bajar tan rápidamente, que no pudo sostenerse en el aire y cayó en la nieve, a los pies de Ruslán. Éste saltó de su caballo y sujetó por la barba al brujo, que pedía socorro inútilmente. Al fin, Chernomor golpeó la tierra y voló muy lejos. Pero Ruslán, cogido de sus barbas, no soltaba la presa, aunque pasaran sobre bosques vírgenes, elevadas montañas y mares azules. Después de mucho tiempo, el brujo, ya rendido, exclamó: "¡Oídme, caballero! Vuestro valor me place, y quiero perdonaros. Sin embargo, tenéis que jurarme..." "¡Calla, Chernomor! Yo no pacto con el enemigo de Ludmila. Y aunque me lleves hasta la más alta estrella del cielo, al fin esta espada te quitará la barba y estarás perdido." El miedo se apoderaba del corazón de Chernomor, que pretendía desesperada-mente libertar su barba de las manos de Ruslán. Pero éste, vigoroso caballero, no soltaba su presa. De vez en cuando arrancaba un pelo de plata de su enemigo, que gruñía de dolor. Durante dos días batallaron en el espacio. Al tercero, gritó Chernomor: "¡Basta, Ruslán! Mi fuerza me ha abandonado y no puedo volar más. Me rindo y quedo prisionero tuyo para hacer en todo tu voluntad como si fuera la mía." Ruslán contestó: "Llévame, entonces, cerca de Ludmila." Chernomor obedeció. Apenas habían tocado el suelo, cuando Ruslán, desenvainando la espada mágica, dió tal golpe a la barba del brujo, que la cortó como un yerbajo. Después le insultó: "¡Traidor, ladrón! ¿Dónde están ahora tu gloria y tu orgullo?" Entonces ató la deshonrada barba a su casco, como prueba del propio valor y de la cobardía de Chernomor. Llamó el caballero a su corcel, que acudió presto, y Ruslán encondió al enano en una de las alforjas. Subió corriendo hasta las puertas del palacio. Esclavos y centinelas se inclinaban ante la barba que flotaba como una bandera, del casco del vencedor. Ruslán recorrió los cuartos del palacio a pasos de gigante. Llegó, al fin, al jardín encantao, y buscó a Ludmila en el bosque de laureles, a lo largo de los muros, a la orilla de los lagos, bajo el puente, y también allí donde las cascadas del río parecían jugar con el sol. Pero no encontró el menor rastro de la muchacha. El miedo a no hallarla redoblaba su fuerza separaba enormes rocas con las manos, arrancaba árboles y deshizo el puente, hasta dejar convertido aquel lugar sonriente en campo de devastación. Dió entonces con su espada, por casualidad en el turbante colocado sobre la cabeza de Ludmila, y apareció ésta en el más profundo de los sueños- Ruslán se arrodilló a su lado y llamó a su mujer muchas veces. Pero Ludmila seguía sumida en su sueño encantado. Hasta los oídos del joven llegó entonces la voz de Finn el Sabio: "Ten ánimo, Ruslán. Monta sobre tu caballo y regresa al hogar con tu esposa. En Kiev se romperá el hechizo que la tiene encantada y todas tus penas se convertirán en alegrías."
Ruslán tomó en brazos a Ludmila y empezó el camino, con el enano en la alforja. Así .viajaron, atravesando colinas y valles bajo los dorados rayos del sol y el pálido resplandor de la luna. Sobre el pecho de su esposo seguía Ludmila durmiendo. Cuando llegó al campo donde la cortada cabeza del gigante le aguardaba, hizo parar Ruslán su caballo, y exclamó: "¡Queda en paz! ¡Tus agravios han sido vengados! ¡Aquí, en mi alforja, está el traidor despojado de su poder y de su barba mágica!" Ruslán cogió al enano y lo mostró a los atónitos ojos de su hermano. El gigante, tembloroso y pálido, quiso lanzar el veneno de su ira sobre la cabeza del brujo, pero, sin fuerzas ya, dejó escapar de su boca una llama mortecina y cerró los ojos definivamente.
Ruslán cabalgó dos noches y dos días. A la tercera, el corcel tro-pezaba de cansancio. Tuvieron que detenerse durante cierto tiempo. Bajo la luz de la luna, Ruslán velaba el sueño de Ludmila. Así pasó toda la noche. Pero al amanecer, la fatiga le rindió y se quedó dormido.
Sucedió entonces que el atrevido caballero Farlaf cabalgaba por el bosque, cuando vió con atónita mirada que Ruslán dormía, indefenso, a los pies de Ludmila. Aconsejado por su mal corazón, cayó sobre Ruslán y lo atravesó con la espada una y otra vez, después tomó en brazos a Ludmiua y huyó con ella. De las heridas de Ruslán manaba la sangre de tal modo que el caballero quedó allí como muerto. Hasta un cuervo se posó sobre su armadura. Farlaf volvía de prisa a Kiev con su carga, y, cuando vislumbró las murallas de la ciudad, empezó a gritar triunfalmente: "Farlaf, el campeón, ha redimido a la princesa, librándola de todo mal." Así cruzó las calles hasta palacio. El príncipe Vladimiro se hallaba en su trono, rodeado de sus valerosos hijos pero con el semblante cargado de tristeza. En ese momento llegaron a sus oídos los clamores del pueblo. Entró Farlaf en la sala del Consejo con Ludmila en brazos. La tristeza huyó entonces del corazón y del rostro de Vladiniriro. El príncipe bajó del trono para dar la bienvenida a su hija, que le era de vuelta. Suavemente, puso sus manos sobre la cabeza de Ludmila. Pero ésta seguía encerrada entre los herméticos muros del sueño.
Farlaf tomó la palabra, y dijo: "En el bosque de Murom he encon-trado a esta doncella fascinada por la magia del rey de la floresta. Reté al rey y libramos un largo combate, tan largo, que por tres veces el sol y la luna se levantaron sobre nuestras relucientes espadas. Al fin cayó mi enemigo. Aun permanecía Ludmila inanimada bajo el poder del mago. La traje así y aún no sé quién podrá despertarla de su sueño. Pero yo la reclamo para mí, ¿oh, príncipe!, puesto que la he redimido del atroz cautiverio."
El príncipe hizo depositar a su hija sobre un lecho de la más suave pluma y llamó a todos los bardos y trovadores de la Corte, ordenán-doles que arrancaran de las cuerdas de sus laúdes los más armoniosos acentos. Sonaron tambores y trompetas, y el palacio real quedó convertido en ensordecedor tumulto, cuyo eco se dejaba oír hasta en las calles más lejanas de Kiev. Pero Ludmila seguía durmiendo.
Mientras, en los muros de la ciudad se encendió una hoguera a modo de faro. Desde su torre, el centinela percibió las tiendas de campaña de los enemigos de Kiev. Veíanse filas y más filas de espadas y escudos relucientes, y caballeros armados galopaban de acá para allá. De Este a Oeste cundió la alarma, porque el antiguo enemigo de Kiev estaba a las puertas de la ciudad.
Más allá de las montañas distantes, allí donde las estepas de Rusia parecen descansar y calentarse al sol, en un lugar donde ni siquiera las más poderosas brujas se atreven a llegar, dos claros riachuelos corren por un valle encantado. El uno lleva las aguas de la vida y el otro las de la muerte. Los céfiros no juegan entre las ramas del bosque vecino. No hay pájaro que llame a su pareja, ni ciervo que curve su brillante pescuezo para beber. Dos sombras nada más vigilan las sagradas aguas.
A ese lugar llegóse Finn el Sabio, con un frasco en cada mano. Las sombres huyeron ante la aparición del que tenía poder sobre ellas. Llenó un frasco con el agua de la vida y el otro con el agua de la muerte, y desapareció, para trasladarse en seguida al' lado de Ruslán. Lavó las heridas del caballero con el agua de la muerte, y todo su cuerpo se animó y quedó intacto. Luego lo frotó con el agua de la vida, y saltó Ruslán sobre sus pies, sintiendo que su sangre corría más rápida en sus venas y que todo lo sucedido parecía una pesadilla.
Miró en derredor suyo, y, al no ver a Ludmila, quiso salir en su busca por el desierto. Pero el buen Finn le sujetó y no le dejó marchar. "Hijo mío -le dijo, tu destino está cumplido. De aquí en adelante la alegría coronará todos tus instantes. En Kiev, cuando hayas vencido al enemigo que sitia sus muros, sólo has de tocar la frente de Ludinila con este anillo, y así se verá libre del encanto del brujo. Adiós, y que la paz sea contigo, pues Finn no volverá a verte." Y el sabio desapareció entre una nube de humo. Ruslán, sobre su paciente corcel, se puso a galopar hacia su casa. Una tristeza profunda reinaba sobre la hermosa ciudad de Kiev. La misma que produciría el vuelo de un halcón sobre el nido de una golondrina. La ciudad, hambrienta, lamentaba su mala suerte. Y el príncipe Vladimiro, sordo a esta inquietud, permanecía sentado al lado del féretro de su hija, sin ocuparse de la desgracia de sus súbditos. Al despuntar el día las hostiles hordas enemigas surgieron en las cimas de las colinas, invadieron los valles y atacaron las murallas. Los clarines llamaban a los combatientes, que salían en busca del enemigo. Pronto se entabló una lucha a muerte, donde se confundían los gritos de los hombres y los de las bestias. Aquí una lanza atravesaba el pecho de un soldado, más allá una flecha se cluvaba en el corazón de un hijo de Kiev, y por otro lado, un caballo pisoteaba al jinete que conducía momentos antes. El combate estaba en el punto culminante. La victoria no se decidía, sin embargo. Cuando llegó la noche se suspendió la lucha para que descansasen las tropas. Con la aurora volvieron a sonar los clarines y en seguida se reanudó la lucha, espada contra espada, lanza contra lanza, llenándose el aire de los lamentos de hombres y bestias. Mas, ¡oh maravilla!, apareció en el horizonte un caballero montado sobre un hermoso caballo y vestido con brillante armadura. Profirió el grito de guerra, desenvainó su espada y realizó un verdadero destrozo entre los enemigos de Kiev, que caían ante él como espigas de trigo ante la hoz. Semejante a una lengua de fuego, atravesó el campo de batalla. Cuando la barba flotante tropezaba con una cimera, veinte cabezas ensangren-tadas caían a sus pies, y cuando su brillante espada se acercaba a un regimiento, éste perecía por completo. Los caballeros de Kiev se reunieron alrededor suyo, con el espíritu levantado y con nuevas fuerzas para el combate. Causaron tantas bajas al enemigo, que éste huyó a la desbandada hacia las colinas, abandonando su gloria en el campo de batalla. Ruslán, entonces, fué llevado en triunfo por las calles de Kiev y aclamado por el populacho, que besaba la poderosa espada libertadora. Entró como un trueno por las puertas del palacio, pero nadie contestaba a sus llamadas. Encontró a Ludmila metida en su féretro y al príncipe Vladimiro a sus pies, llorando a la infortunada doncella. Ruslán se acercó a la joven, tocó su frente con el anillo de Finn el Sabio y Ludmila abrió los ojos, contemplando enternecida a su amor. Chernomor y todas las penas pasadas le parecieron como una nube que corre sobre la cumbre de un monte lejano y desaparece pronto. Ruslán apretó a Ludmila contra su pecho, y el príncipe Vladimiro, llorando de alegría, besó a sus hijos y bendijo su unión.
Farlaf fué a echarse a los pies de Ruslán para implorar su clemencia, y tan feliz se sentía éste que le perdonó el pecado de traición.
Se preparó una gran fiesta en el lujoso comedor de los banquetes. Chernomor, ya redimido, se sentó a la izquierda de Ruslán y bebió el bermejo vino servido en una copa de plata.
Éste es un viejo cuento, una leyenda de los días que fueron.

La princesa-serpiente

Un cosaco, que cabalgaba una noche a través de un oscuro bosque, se extravió y anduvo errante durante dos días y dos noches. Al atardecer del día tercero, divisó un almiar que se destacaba entre los árboles. Como estaba fatigado, saltó del caballo, se tendió a, un lado del almiar y encendió su negra pipa.
Durante un rato fumó a placer, sin notar que una chispa de su pipa había prendido en el heno. Después de descansar, montó en su corcel y se dipuso a reanudar la jornada. No se había alejado diez pasos cuando se dió cuenta del incendio. Vió el almiar en llamas y, arriba, una hermosa doncella rodeada de fuego como de un anillo llameante.
La doncella tendía sus blancos brazos y gritaba: "Buen cosaco, ¡líbrame de esta amarga muerte!"
El cosaco contestó: "¿Cómo podría yo salvarte? Las llamas me devorarían antes de llegar a tu lado." "No tienes más que alargarme tu lanza y me salvaré." El cosaco, en efecto, le echa su lanza, pero en aquel momento la doncella se transformó en una serpiente y fué deslizádose entre las llamas, se arrastró por la lanza hasta llegar al cosaco y se enrolló a su cuello.
El cosaco palideció de terror y hubiese intentado arrancar la serpiente de su garganta si sus fuerzas no le hubiesen abandonado. La serpiente habló entonces con voz humana: "No temas, hermoso joven; no te haré daño alguno. Has de soportarme, sin embargo, siete años y siete días, pues todo ese tiempo permaneceré enrollada a tu garganta. Tendrás que errar por los cuatro rincones del mundo en busca de un palacio de cobre, preguntando tu camino a todos los vientos que soplen, a las tempestades del invierno, a las ráfagas del otoño y a las brisas del verano y de la primavera." El cosaco erró en busca del palacio de cobre muchos meses, interrogando a todos los vientos.
Al fin, después de siete años, llegó el cosaco a una alta montaña, en cuya cumbre brillaba un palacio de cobre rojo. Un muro blanco rodeaba el palacio por sus cuatro costados. El soldado espoleo el caballo y subió al alto monte. Al llegar, el muro se abrió como para recibirlo y se cerró inmediatamente. Se encontró el viajero en el patio de la fortaleza, y, ¡oh maravilla!, la serpiente cayó entonees a sus pies. Tan pronto tocó la tierra, se transformó otra vez en la gentil doncella a quien el joven salvara del incendio.
La muchacha llevó el caballo a la cuadra y al cosaco a un lujoso cuarto cuyas paredes estaban cubiertas de grandes espejos y cuyo suelo era de mármol, recubierto con alfombras y ricos brocados.
Dijo la doncella: "Yo soy la hija de un poderoso Zar, víctima del encantamiento de un dragón. Durante siete años me has servido fielmente, buen cosaco, y ahora te quedan aún siete días de esclavitud. Aquí encontrarás manjares y felicidad y, si me amas, te ruego no te aventures más allá del umbral de este cuarto, ni busques la manera de descubrir el enigma. Cumple mis órdenes y cuando se rompa el encanto, dentro de siete días, yo volveré a tu lado."
Dió un golpe en el suelo y quedó transformada en una serpiente que se deslizó fuera de la estancia. El cosaco miró en derredor suyo y suspiró diciendo: "¡Vaya un lugar! Veo muchos espejos, tapices y brocados, pero no hay rastro de alimento! ¡Está claro que aquí me moriré de hambre antes del plazo fijado!"
Mientras esto decía, apareció un casco de cobre, rodó a la derecha del cosaco y en el mismo instante apareció ante él un banquete magnífico, como no se lo había imaginado jamás. Comió y bebió cuanto le vino en gana, pero las fuentes seguían llenas de viandas y las copas rebosantes de cerveza.
El cosaco exclamó, al fin: "¡No puedo comer más!" El casco, entonces, rodó de nuevo y la mesa desapareció.
Dijo el cosaco: "¡Caramba! ¡Qué lugar más extraño! Sin embargo, puedo vivir aquí, no siete días, sino siete siglos, puesto que la comida es espléndida."
Durante seis días se regaló como nunca. Al séptimo, pensó: "Hoy dejaré el palacio con mi novia y cabalgaremos, juntos. ¿Qué mal haré a nadie cogiendo este casco de cobre para vivir, en adelante, en la abundancia, sin tener que pensar en el porvenir?" Cuando apareció de nuevo el casco lo cogió en su mano; pero éste resbaló basta el cuarto prohibido. El cosaco lo persiguió hasta dentro y allí se apoderó de él. Pero en tul momento se oyó un ruido tremendo que hizo temblar cl monte y derrumbarse el palacio. El cosaco se encontró bajo la bóveda del cielo, con su corcel al lado y el mágico casco de cobre entre sus brazos. Encima de su cabeza, el dragón, invisible para él sostenía entre sus fieras alas a la princesa-serpiente.
Entonces recordó las palabras de la doncella, y, llorando por la falta cometida, juró buscarla por todos los reinos de la tierra y librar a la princesa del maligno poder del dragón.
Montó a caballo y emprendió su camino. Viajaba sin cesar y un día, al fin, se encontró con un anciano cuya barba era tan blanca como la leche. El viejo dijo: "¡Que vivas muchos años, cosaco! ¿Quieres darme yantar y vino?" El cosaco hizo rodar su casco hacia la derecha y apareció una mesa cargada con tres terneras enteras asadas y tres inmensas cubas de cerveza. El anciano comió las terneras, bebió la cerveza y dijo: "Alguna otra ternera no hubiera estado de más, pero hágase la voluntad del Señor. Te doy infinitas gracias buen cosaco, por haber compartido conmigo el pan y la sal y algo más aún. ¿Adónde te diriges ahora?"
"Voy en busca de la princesa-serpiente. ¿Sabéis, abuelo, dónde se esconde?"
"¿Cómo no he de saberlo, cosaco? Yo la conozco bien." "¿Podríais decirme dónde está?" "¿Por qué no? Que sepas dónde está escon-dida, o que lo ignores, ¿qué importa, si no has de encontrarla nunca?" "Dímelo, sin embargo, y te daré mi casco mágico. Te nombraré noche y mañana en mis oraciones." "Este es un casco magnífico, y yo me serviré de él con gusto. En cuanto a la doncella de que me hablas, te diré que para encontrarla busques a la bruja Baba-Yaga, la de las piernas hermosas, que es hermana del dragón. Todas las noches, cuando sale la luna, viaja cabalgando sobre una escoba, a través de un bosque, para visitar el antro de su hermano. Si pudieras seguirla, conseguirías lo que te propones. Este es el consejo que puedo darte. Toma, a cambio de tu regalo, mi poderosa espada, que necesitas más que yo. Nada puede resistir a su poder, como voy a demostrarte." Luego gritó: "¡Corta este bosque, espada!" La espada salió de su vaina y, de un solo golpe, cercenó los altos árboles y dividió inmensas rocas. En un instante quedó limpio de árboles el bosque. El anciano gritó otra vez: "¡Vuelve a tu vaina, espada!" Y la espada obedeció.
El cosaco cogió la espada, dió el casco mágico a su nuevo propietario, y se marchó en busca de Baba-Yaya, la de las hermosas piernas. Cuando cabalgaba, un oso atravesó su camino. Era tan alto como una montaña. Iba el cosaco a hundirle su espada en el corazón; pero la bestia gritó con voz humana: "No me mates, buen cosaco, que yo te serviré más tarde." El cosaco contestó: "¿Por qué no hacer lo que me pides?" Y siguió su camino. Un día, cabalgando, llegó a la orilla de un riachuelo y vió brillar, a través de las aguas, un pez tan largo, que parecía un cuento de esos que no acaban nunca. Quiso lanzar su espada para atravesarlo, mas el pez gritó con voz humana: "No me mates, buen cosaco, que yo te serviré más tarde." El cosaco contestó: "¿Por qué no hacer lo que me pides?" Y siguió su carnino. Cierta noche, después de aparecer la luna, el suelo tembló bajo los pies del cosaco, y de una abertura de la tierra salió una bala, sobre la cual iba Baba-Yaga, la de las hermosas piernas. El cosaco murmuró al oído de su corcel: "¡Síguela, caballo mío! La bala de la bruja corre más que el viento; pero el corcel de un cosaco es aún más ligero." El corcel siguió el rastro del proyectil con tal rapidez, que aunque ella lo borraba con su escoba, no conseguía hacerlo desaparecer. Al fin, el caballo del cosaco llegó y descansó a la orilla del azulado mar. Baba-Yaga se burló entonces de la triste condición del cosaco, porque ella podía seguir viajando por encima de las tranquilas olas. Gritóle: "¡Deja que tu caballo se eche al agua, cosaco! Quizás eso le refresque."
Salió entonces del mar un pez, que era tan largo como un cuento que no se acaba nunca. y dijo "¿Cómo puedo servirte?" Contestó el cosaco: "Quisiera atravesar el mar y no perder el rastro de aquella maldita bruja, la de las hermosas piernas, que viaja sentada sobre un proyectil." El pez dió un golpe sobre el agua con su poderosa cola y un puente atravesó el mar. Era tan lujoso que ni el Zar mismo habría visto otro igual; sus traviesas eran de plata, sus puertas de oro y el suelo de brillante cristal. El caballo galopaba con tal rapidez que en un momento atravesaron el mar de una orilla a otra. Entonces desapareció el puente maravilloso.
El cosaco dijo: "Te doy las gracias por este favor, generoso pez." Este replicó: He cumplido mi deber, cosaco." Y se alejó nadando.
De nuevo el cosaco alcanzó el rastro de Baba-Yaga hasta que llegaron a una árida montaña. Baba-Yaga se burló de la triste condición del cosaco, cuando su bala se lanzó hacia la cumbre del monte y grito: "¡Deja que tu caballo escale ese árido monte, cosaco! Puede que en su cumbre encuentre pasto para saciar su hambre." Un halcón se lanzó entonces desde el cielo hasta el cosaco. Sus alas extendidas eran tan anchas como el inmenso mar azul. Interrogó al joven diciendo: "¿En qué puedo servirte?" El cosaco contestó: "Desearía atravesar el monte y no perder el rastro de aquella bruja, de cutis de cuero, que viaja sentada sobre una bala." El halcón llevó al cosaco y a su caballo hasta el otro lado del árido monte. El cosaco dijo: "Te doy las gracias, halcón."
El halcón contestó: "He cumplido con mi deber, cosaco." Y desa-pareció volando. De nuevo el cosaco siguió el rastro de Baba-Yaga hasta que llegó a un bosque tan espeso que ni una abeja podría penetrar a través de sus ramas. Baba-Yaga se burló entonces de la triste condición del cosaco, pues ella se elevaba por encima de los árboles, y dijo: "¡Deja que tu caballo vague errante por este bosque, cosaco! Puede que le convenga descansar bajo la sombra." El cosaco gritó entonces: "¡Siega este bosque, espada!" Y la poderosa espada segó el bosque de un solo golpe. Mas el cosaco no podía caminar, porque los árboles caídos eran tantos que amontonados alcanzaban el cielo. Salió entonces del bosque un oso tan alto como una montaña, que preguntó al cosaco: "¿Cómo puedo servirte?" Contestó el joven: Desearía atravesar este bosque y no perder el rastro de esa bruja perversa." El oso se tomó entonces el trabajo de abrir entre los árboles un sendero para el cosaco y su caballo. Era aquélla una tarea que hubiese cansado al más fuerte, pero el oso la hacía fácilmente. De vez en cuando, bebía en el riachuelo que cruzaba el bosque y volvía a la tarea. Al fin consiguió formar un sendero para que pudieran pasar el soldado y su caballo. El cosaco cruzó el bosque y dijo: "Te doy las gracias por este favor, oso." Éste contestó: "Era mi deber para contigo; mas he aquí un consejo: Tus pies están ahora en la orilla del reino del dragón. A todo el que llega a sus dominios lo sumerge en un sueño que nunca se acaba. Si puedes vencer el sueño habrás conseguido lo que te proponías y poseerás a la princesa-serpiente." Dicho esto se marchó.
Cuando el cosaco entró en el reino del dragón, sintió que sus miembros hacíanse más pesados y la cabeza de su caballo colgaba como si le faltara la vida. Antes de que el encanto se apoderara de él, sacó el cosaco una bolsa de rapé y aspiró una buena cantidad. El sueño desapareció entonces del jinete y del caballo. El cosaco se rió a carcajadas y exclamó: "Poderoso dragón: ahora quiero luchar y no dormir. En cuanto a tu sortilegio, está bien para los niños, pero no puede con un cosaco." Al fin llegó al cubil del dragón, defendido por rocas y troncos de árboles. Llamó a la entrada con su lanza, pero nadie le contestó. Gritó entonces: "¡Separa toda esta barrera, espada!" La espada cortó los árboles y las rocas, y el cosaco entró en la caverna.
La princesa-serpiente, adornada con una corona de oro y con un "sarafán" lleno de joyas, estaba sentada sobre una piedra narrando cuentos maravillosos, mientras en su regazo reposaba la cabeza del dragón. En aquel instante, éste levantó la cabeza y gritó: "¿Quién es el atrevido que entra aquí para retarme? Encontrará la muerte entre mis garras." "Es un cosaco a quien has causado mal y que está dispuesto a luchar contigo." "¡Hola! ¡Un cosaco! Pues ahora sabrás cómo castiga el dragón a los atrevidos." "Los Zares y los príncipes tiemblan ante ti; los generales te tienen miedo; pero para un cosaco tú no eres más temible que la liebre que corre en este momento por un sendero del bosque." El dragón dió un salto para arrojarse sobre su enemigo. El cosaco, entonces, gritó: "¡Atraviesa al monstruo, espada!" Y la espada salió de la vaina y mató al dragón de un solo golpe.
El cosaco quiso apoderarse de la doncella, pero notó que había desaparecido. En su lugar habia una serpiente enroscada a una roca. Exclamó el cosaco: "He cruzado el mar azul, las áridas montañas y los vastos desiertos; he matado al dragón que te tenía cautiva, ¿qué es lo que debo haber aún para redimirme del pecado que cometí?
La serpiente contestó: "Hasta que me bañe en las aguas del manantial de la vida no se romnerá el encanto." "Y ¿dónde encontraré las aguas de la vida?" "¡Pregúntaselo a Baba-Yaga, la de las hermosas piernas!".
El cosaco vió entonces a Baba-Yaga que estaba acurrucada detrás de una roca. La sacó de su escondite y exclamó: "¡Si quieres vivir, llévame inmediatamente al manantial de la vida!" Contestó ésta: "Así lo haré, mi señor." Y le mostró el camino. Entonces la serpiente se enroscó en la garganta del cosaco, que, montado en su caballo, siguió a Baba-Yaga.
Llegaron cerca de un manantial que estaba en el claro de un bosque lleno de sol. Baba-Yaga exclamó: "Aquí está el manantial de la vida." Y quiso huir volando; pero el cosaco la sujetó con fuerza. Echó una rama seca en el manantial y quedó convertida en cenizas. Dijo entonces cl joven a Baba-Yaga: "¡Ahora morirás!" Ella contestó: "No, mi dueño, no harás tal. Si muero, ¿cómo encontrar el manantial de la vida?" De nuevo la bruja enseñó al cosaco otro claro de bosque y exclamó: "Este es el manantial de la vida." Quiso echar a volar; pero el soldado se lo impidió por segunda vez. Echó otra rama seca en el manantial y ésta se quedó convertida en polvo. El cosaco, indignado, dijo a Baba-Yaga: "Ahora morirás de una horrible muerte." Ella contestó: "Suéltame y te digo, en verdad, que te conduciré al manantial de la vida." El cosaco volvió a aplazar el castigo y la bruja lo llevó a un oscuro bosque, donde había un manantial encerrado entre dos rocas. Exclamó la bruja: "Aquí está el manantial de la vida." El cosaco hizo la prueba de la rama y ésta se cubrió de flores y de doradas frutas. Baba-Yaga desapareció entonces convertida en humo.
El cosaco bañó a la serpiente en el manantial. Poco después quedó convertida en una bellísima doncella, que puso una mano en la del joven y le dijo: "Has expiado tu falta, cosaco, y ahora te despo-sarás conmigo."
Emprendieron el viaje al reino que áohernaha el padre de la doncella, donde fueron recibidos con gran regocijo. El Zar regaló al cosaco un palacio real con muchos servidores, y en él vivieron felices los esposos el resto de sus días.

La princesa durmiente y los siete gigantes

En cierto país, un Zar se despidió de su esposa y partió a la guerra. La Zarina se quedó desconsolada. Al amanecer de cada día, la Zarina se sentaba en la ventana de su palacio y allí permanecía hasta medianoche aguardando a su señor. Así pasaban los días. Pero la nieve caía sobre los campos y los bosques, vistiéndolos de blanco, y el guerrero no llegaba. Pasaron las semanas y los meses, y la víspera de Navidad la Zarina dió a luz una niña. Aquel mismo día regresó el Zar de la guerra; pero tanto había sufrido la soberana por la ausencia de su esposo y tal alegría le Causó verlo de nuevo, que la Zarina dejó de existir mientras las campanas repicaban en honor del Hijo de Dios.
La pena del Zar fué sincera y amar„a. Sin embargo, ¿se ha visto alguna vez que un Zar pueda vivir sin esposa?
Pasó un año como un sueño, al cabo del cual el Zar se casó por segunda vez. La nueva Zarina era esbelta como un abedul y bella como un haz de trigo cuando el sol lo dora. Su porte era el que corresponde a una Zarina: estaba lleno de majestad. Pero su alma no era hermosa. Sentía la ira, el orgullo, la envidia. Como dote había aportado un espejo de plata que no se diferenciaba gran cosa dle los corrientes; pero tenía el don de la palabra. La alegría de la Zarina consistía en hablar con él y decirle: "Espejito, tesoro mío, tú sólo conoces la verdad. Dime cuál es la mujer más hermosa a los ojos de los hombres y cuál posee los labios más rojos y la más blanca frente." El espejo contestaba: "Vos sois la más bella, graciosa Zarina, nadie puede negarlo."
Y la coqueta reía de gozo ante la adulación del espejo. Así aumentaba su orgullo y su desdén por el prójimo.
En el palacio del Zar, la hija de éste crecía como una flor. Por su belleza y su simpatía tenía el afecto de cuantos la trataban.
Un día llegó a palacio un correo que pidió audiencia al Zar y le dijo: "Traigo saludos del príncipe Alexei, que os pide la mano de vuestra hija." El Zar otorgó a Alexei la mano de su hija, a la cual dotó con siete ricas ciudades de su reino que se dedicaban al comercio y con un centenar de palacios. Ordenó también el Zar que se hiciesen fiestas para celebrar el noviazgo de la pequeña princesa y pidió a los súbditos ricos y pobres, que participasen de su alegría.
Cuando el festejo estuvo preparado, la perversa Zarina se vistió con un trajo espléndido y preguntó al espejo: "Espejito, tesoro mío, dime, ¿quién es la mujer más bella a los ojos de los hombres? Cuál es la que posee los labios más rojos y la frente más blanca?" El espejo contestó: "Vos, graciosa Zarina, sois hermosa a los ojos de los hombres. Sin embargo, aquella que está prometida a Alexei es más bella que vos; sus labios son más rojos y su frente más blanca."
La Zarina se encendió de ira y arrojó el espejo lejos de sí, exclamando: "Espejo embustero, ¿qué broma es esta? ¿Cómo ha de atreverse la princesa a compararse conmigo? ¡Más blanca que yo es en verdad! Porque, desde el alba hasta la puesta del sol, su madre permanecía en la ventana, con sus humildes manos cruzadas sobre el pecho, mirando la nieve. Pero no es más hermosa. Me has dicho muchas veces que no hay en la tierra una mujer que pueda rivalizar conmigo." El espejo, sin embargo, insistía: "La amada de Alexei es más hermosa que tú, sus labios son más rojos y su frente más blanca." Entonces la Zarina lanzó el espejo al rincón más lejano de su cuarto y encargó a Chernavka, su doncella, que llevara a la princesa a lo más profundo de un bosque y la atara a un pino corpulento para que los lobos la devorasen.
Hasta Satán se queda silencioso ante una mujer iracunda. Chernavka no se atrevió a contradecirla. Condujo a la pequeña princesa a lo más profundo del bosque. Conforme se alejaban de palacio, la princesa sentía verdadero terror. Le dijo a Chernavka: "Mi buena Chernavka, ¿habré hecho algún mal contra ti sin saberlo? No me mates, te lo suplico; citando sea Zarina te recompensaré por tu bondad." "No me atrevo a volver contigo a palacio -contestó la doncella, pues seguramente la Zarina te asesinaría. Sin embargo no quiero tampoco atarte a un árbol, como ella lue ordenó. No llores, palomita mía, busca refunio donde puedas y que el Señor te libre de todo mal."
Cuando regresó la doncella a palacio, la Zarina exclamó: "¿Cómo se encuentra ahora esa hermosa princesa con sus rojos labios y su blanca frente?" Chernavka contestó: "La he atado a un pino corpulento; así la dejé en medio del bosque. No podrá defenderse de las bestias salvajes. Así morirá fácilmente." Por palacio empezó a circular el rumor de que la pequeña princesa había muerto. Los invitados se lamentaban unánimemente y el Zar se retiró para llorar por su hija perdida. En cuanto a Alexei, montó a caballo y salió en busca de su prometida.
Mientras, la princesa erraba durante la larga noche, sin que nadie le hiciera daño. Si alguna fiera se acercaba, ella ponía sus manos sobre el lomo de la bestia y le hablaba dulcemente. Así detenía su furor. Al amanecer oyó ladridos y pronto divisó una casa, cuya puerta vigilaba un perro. Cuando éste vió a la princesa corrió a su lado, entre alegres saltos, como para darle la bienvenida. La princesita entró en la casa, donde había un cuarto con bancos de roble, una mesa de la misma madera y, en un rincón, una estufa. De inmediato se dió cuenta de que aquélla era la vivienda de gentes que conocían la paz del Señor y allí pensó permanecer y descansar. En seguida se puso a barrer y a adornar la estancia. Encendió fuego en la estufa y una vela delante del icono del Señor. Luego entró en un cuarto y se durmió. Pasaron las horas y cuando la primera estrella lució en el cielo azul, el piafar de unos caballos rompió la tranquilidad del bosque. Al poco tiempo, siete gigantes entraron precipita-damente en la estancia, el rostro encendido por el ejercicio de la caza. En los siete rostros se veían grandes y tupidos bigotes.
El mayor de los gigantes exclamó: "¿Esto es una maravilla! La casa está barrida y adornada, encendidos el fuego y el cirio, como una bienvenida." Luego gritó: "Aparece, quienquiera que seas, para que podamos tenerte como amigo. Si eres viejo y de barba gris, te honraremos como nuestro señor; si eres joven, será nuestro hermano en armas y en amor; si eres una dama, te llamaremos nuestra madre y cuidarás de nuestra casa, y si eres doncella, serás nuestra hermana querida."
La pequeña princesa apareció toda ruborosa y llena de confusión. Se inclinó ante los gigantes y pidió perdón por haber entrado en aquella casa sin haber sido invitada. Los gigantes pensaron que la doncella no podía ser sino hija de un Zar, tales eran su belleza y simpatía. La hicieron sentar a la cabecera de la mesa y pusieron ante ella un vaso de vino v un "piroshki." Bebió la princesa, partió el "piroshki" y comió con apetito. Pero el cansancio la rindió y su cabeza se dobló pronto sobre el pecho. El mayor de los hermanos la llevó a una alcoba y la dejó allí descansando tranquilamente.
Así fué como la princesita se quedó a vivir en el bosque, con los siete gigantes. Los días seguían su curso y la princesa no conocía ni la soledad ni la pena, pues sus manos estaban ocupadas en las tareas domésticas y su corazón se alegraba, lejos del odio de la Zarina. Todas las mañanas, antes de que amaneciera, los siete herma-nos, en amigable compañía, montaban sus corceles y cabalgaban por montes y llanos, adiestrando su brazo en la caza. Otras veces iban a pelear con los habitantes del Cáucaso, para expulsarlos del país.
La princesita se quedaba en casa para tenerla en orden, encender el fuego, preparar la cerveza, hacer el pan y dar la bienvenida a los gigantes cuando volvían a la caída de la tarde. Todas sus costumbres y maneras eran agradables y no se oía bajo aquel techo ni una sola palabra de mira. El perro Sakolka era el defensor de la princesa cuando ésta quedaba sola.
Sucedió que los siete hermanos amaban a la princesita con profundo amor y, después de reunirse en consejo, dicidieron hablarle. En efecto, una mañana entraron en su cuarto, antes de salir de caza, y el mayor de ellos habló, diciendo: "Muchacha, tú eres nuestra hermana querida. Pero nuestro amor aumenta de tal modo que venimos ahora, como humildes pretendientes, a pedir tu mano. No puedes casarte con los siete. Te rogamos, pues, que restablezcas la paz entre nosotros. Elige a uno por marido y los demás seguirán llamándote hermana. ¿Por qué niegas con la cabeza? ¿Es que no nos quieres a ninguno de nosotros o es que no te merecemos" "¡Ay de mí, queridos hermanos! -dijo la princesita. ¡Que Dios me castigue a vuestra vista si digo algo que no sea verdad! Os amo, sí bravos guerreros y fieles caballeros, todos sois igualmente queridos por mí. Sin embargo, no puedo casarme con ninguno, pues soy la prometida de Alexei. El es mi pretendiente y le amo más que al resto de los hombres."
Oyeron estas palabras los hermanos y permanecieron un momento silenciosos, sin saber qué decir. Al fin habló el mayor: "¿Me permites algunas preguntas? Si te disgusta no volveremos a hablar de estas cosas." "No, esto no me disgusta. Os ruego me perdonéis, hermanos, por no acceder a vuestro ruego. La culpa no es mía." Los siete hermanos se inclinaron ante la pequeña princesa y salieron de casa. No volvieron a hablar de amor y siguieron viviendo sin querellas.
En palacio, la perversa Zarina meditaba y seguía odiando a la que creía difunta princesa. Durante muchos días, su espejito quedó en el rincón más apartado del cuarto. Al fin sintió deseos de contemplar su belleza y olvidó su rencor. Cogió el espejo, se miró en él y dijo: "Buenos días, espejito. ¿Cuál es la mujer más hermosa del mundo?" El espejo contestó: "Vos, graciosa Zarina, sois bastante hermosa a los ojos de los hombres nadie puede negarlo. Pero en el verde bosque, escondida de los hombres, vive una doncella con siete gigantes. Es cien veces más hermosa que tú. Sus labios son rojos como una gota de sangre y su frente es blanca como la nieve recién caída." La Zarina palideció de rabia, llamó a su doncella Chernavka para que compareciera ante ella, y exclamó: "¡Te maldigo, embustera! ¿Dónde has escondido a la princesa?" Chernavka cayó de rodillas, llorando, y contestó: "En verdad digo a Vuestra Majestad que no la escondí. No hice más que dejarla sola en el bosque, buscando un refugio para guarecerse." La Zarina repuso: "Ahora habita en la casa de los siete gigantes. ¡Búscala y mátala! Si le salvas la vida por segunda vez, no salvarás la tuya."
Así fué como sucedió. La pequeña princesa, que hilaba a la ventana, esperando la vuelta de caza de sus hermanos, oyó el furioso ladrido del perro Sakolka, y, levantando la cabeza, vió una vieja mendiga que luchaba con su bastón para alejar el perro de su lado. La pequeña princesa exclamó: "¡Esperad, pobre vieja! ahora iré y os llevaré limosna."
"¡Daos prisa, hermosa joven! ¡El perro quiere devorarme!" Mas cuando la pequeña princesa con un pedazo de pan quiso pasar el umbral de la puerta, Sakolka se atravesó en el camino y le impidió el paso. Cuando la vieja se acercaba, el perro enseñaba los dientes y se echaba sobre ella, como una de las fieras del bosque. Así es que la mendiga huyó a toda prisa. La pequeña princesa volvió a haitiana diciéndole: "Puede que el perro esté irritado por haber dormido mal. Os echaré el pan desde aquí, juntad las manos para recibirlo. Echó la princesa el pan a la anciana, que lo recibió en sus brazos, y exclamó: "¡Que recaiga una bendición sobre vuestra hermosa cabeza! ¡Tomad esto a cambio!" Y le arrojó un dorada manzana.
El perro Sakolka quiso coger la fruta en el aire; pero ésta cayó en manos de la princesita. Viendo esto, gritó la anciana: "Dios os recompensará por el pan que me habéis dado. En cuendo a la manzana, podéis comerla cuando no tengáis nada mejor que hacer. Que sigáis bien." La pequeña princesa volvió a su cuarto y el perro Sakolka corrió a su lado. Con una de las patas golpeaba la mano de la princesa, como quien dice: "¡Arroja la manzana lejos de ti!"
La princesa acarició el perro y le dijo: "¿Qué es eso, Sakolka?: ¿qué es eso, tonto? ¡Olvida tus pesadillas y quédate en paz!"
No obstante, el perro seguía con la cabeza levantada y gruñía tristemente.
La doncella volvió a su rueca y puso delante de sí la manzana para alegrar su vista. La fruta tenía un aspecto delicioso. Era tan roja como una doncella ante su amado y tan dorada como una vasija llena de miel. La princesa pensó esperar la vuelta de sus hermanos, para que pudieran también probar aquella manzana deliciosa. Pero a fuerza de mirarla, no pudo resistir el deseo y llevándola a sus labios, hundió en ella sus pequeños dientes. En el mismo instante cayó hacia atrás como una caña que dobla el viento, sus dos blancas manos cayeron a los dos lados de su cuerpo y la manzana de oro rodó al rincón más alejado del cuarto. El perro se tendió al lado de la princesa, con la cabeza entre las patas delanteras, y así quedó inmóvil mucho tiempo.
Horas más tarde el piafar de los caballos rompió la tranquilidad del bosque, y los siete gigantes llegaron, cabalgando alegremente. Habían derrotado los ejércitos enemigos y el júbilo de la victoria se retrataba en los siete semblantes. Pero a la puerta del hogar no encontraron a nadie para darles la bienvenida, y dentro todo era sombra y silencio.
"Algo grave ocurre -exclamaron los hermanos. Sin embargo, si la desgracia está sobre nosotros, tenemos que aceptarla." Encontraron a la pequeña princesa sobre el banco de roble con su perro a los pies. Cuando éste vió a los siete gigantes, empezó a dar vueltas, de acá para allá, ladrando como loco. Al fin encontró la dorada manzana, que había rodado al rincón más apartado del cuarto, y, tragándola de un solo bocado, cayó muerto instantáneamente.
Los siete gigantes se arrodillaron alrededor del banco donde estaba la princesita y rogaron para que descansara en paz su alma mientras en sus corazones estallaba la pena. La vistieron con un traje blanco como la nieve y se dispusieron a enterrarla. Pero de pronto observaron que la princesa no parecía muerta, sino envuelta en el maleficio de un sueño. Sus labios seguían siendo rojos y su frente poseía la misma blancura.
Así pasaron tres días y la doncella seguía inmóvil. Al fin, los hermanos pusieron a la princesa en un ataúd de cristal y, cantando responsos, la llevaron sobre sus poderosos hombros a un monte distante, que se elevaba en medio de tan extenso vallo. Atravesaron una puerta oscura, en la falda de un monte, y pronto llegaron a una caverna escondida donde colgaron el atáud de cristal, suspendiéndolo en el aire por medio de gruesas cadenas, a fin de que cuando el viento entrara allí pudiera mecer el dulce sueño de la desgraciada hermana. El mayor de los gigantes dijo: "Duerme dulcemente, tú, cuya belleza ha provocado los celos de algún espíritu. Ahora que sólo eres la prometida de la muerte, ¡que los cielos reciban tu alma!" Dichas estas palabras, los siete hermanos dejaron allí a la princesa. La perversa Zarina consultó un día el espejito y le dijo: "Espejito, tesoro mío, ¿quién es la más bella mujer del mundo? ¿Cuál es la que tiene los labios más rojos y la frente más blanca?"
El espejito contestó: "Vos, graciosa Zarina, nadie puede negarlo. Vos sois la más bella a los ojos de los hombres. Vuestros labios son los más rojos; vuestra frente la más blanca." Así quedó, al fin, contenta la perversa Zarina. Durante muchas noches y muchos días, Alexei había viajado por todo el reino, buscando a su prometida por todas partes. Mas nada pudo saber de ella. A cuantos caminantes encontrara les hacía esta pregunta: "¿Habéis oído hablar de las andanzas de la pequeña princesa? Yo soy su prometido." Nadie le contestaba satisfactoriamente. Al fin, Alexei elevó sus ojos al cielo, y exclamó: "Sol, tú que eres la luz y el Señor de los cielos tú que, incansablemente, unes la helada mano del invierno con el tibio abrazo de la primavera, ¿no sabes nada de la pequeña princesa? ¡Yo soy su prometido!" "No, hermano mío. Aunque toda la tierra y sus criaturas están descubiertos a mis ojos, la pequeña princesa permanece escondida para mí. Puede que la luna, mi hermana, haya visto el rastro de sus pies. Pregúntale por ella." Dicho esto, el sol siguió su curso. Alexei se sentó sobre una piedra y esperó la noche. Cuando llegó la oscuridad y se alzó la luna en el cielo, le rogó, gritándole: "Luna, luna, tú que eres como una trompeta de oro en el ciclo; tú, lámpara de la oscuridad, que brillas tanto como todas las estrellitas que se enamoran de tu luz radiante y salen sólo para mirarla, ¿has visto a la pequeña princesa? Yo soy su prometido." "No, hermano mío. No la he visto. Mi vigilancia no dura más que unas horas durante la noche."
"El sol no la ha visto durante el día ni la luna durante la noche. ¿Dónde encontraré a la princesa -murmuraba el enamorado- sino en brazos de la muerte?" "¡Espera! ¿Has interrogado al viento que sopla hasta las escondidas cavernas?" Dicho esto, la luna siguió su lento viaje por el cielo. Alexei se reanimó, y corrió, gritándole al aire: "¡Aire! ¡Aire! Tú, tan poderoso. Tú, que sirves de pastor a las rápidas nubes; que mandas a las olas; que te precipitas en el desierto; que sólo dependes de Dios: ¿sabes de la pequeña princesa? Yo soy su prometido."
El poderoso aire contestó: "Sí, he visto a la pequeña princesa; pero poco consuelo puedo darte. Más allá de un río que corre con suavidad hay una escondida caverna, donde nadie entra, excepto yo. Allí, colgado de gruesas cadenas, colocado entre dos columnas, un atáud de cristal se mueve a mi soplo. En el atáud está la pequeña princesa dormida."
Siguió su camino el aire. Alexei lloró al saber la triste noticia. Pero después secó sus lágrimas y volvió su corcel hacia el lejano lugar donde dormía la pequeña princesa. Viajó de noche y de día, hasta tener ante su vista aquel desolador monte. Pasó por la oscura puerta y allí, en la eterna noche, contempló el ataúd de cristal, que se balanceaba entre las columnas, donde dormía la princesa. Al verla tan quieta y hermosa, su corazón no pudo contenter la pena. Se echó Alexei sobre el ataud de cristal con tal violencia, que éste cayó al suelo y se rompió en mil fragmentos. En aquel instante se despertó la princesa y miró en su derredor extrañada: "¡Qué profundo ha sido mi sueño! ¡Qué extrañas mis pesadillas!" mas cuando su mirada divisó a Alexei, lo olvidó todo, y levantándose del suelo fué hacia él, gritándole: "¿Alexei! ¡Mi amado!" El, que un momento antes había llorado de pena, ahora sollozaba de alegría. Cogió en sus brazos a la pequeña princesa y la puso en la grupa de su corcel, que tomó el camino del palacio.
Sucedió, casualmente, que la perversa Zarina interrogó distraída-mente al espejo: "Espejito, tesoro mío: ¿cuál es la más bella mujer del mundo? ¿Cuál posee los labios más rojos y la frente más blanca?" El espejo contestó: "Vos graciosa Zarina, sois bastante hermosa a los ojos de los hombres; nadie podrá negarlo. Pero aquella a quien trae Alexei hacia aquí es más bella, cien veces, que vos; sus labios son más rojos que una gota de sangre y su frente es más blanca que la nieve recién caida." La perversa Zarina arrojó el espejito, que quedó roto en mil pedazos y corrió a la puerta de su cuarto. Allí se encontró con la pequeña princesa que Alexei llevaba en sus brazos. Era tan radiante su belleza, que el corazón de la Zarina soltó todo su veneno y la Zarina quedó muerta. Hubo grandes regocijos en todo el reino, y la pequeña princesa fué desposada con su prometido Alexei en medio de mil fiestas y, agasajos. Los siete gigantes fueron invitados a la boda y bailaron hasta que oyeron cantar el gallo.

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