Un día de invierno, un
lobo hambriento se encontró con una liebre y le gritó:
-¡Para! ¡Quédate ahí!
Tengo hambre y quiero comerte.
Pero la liebre, sin
dejarse intimidar, respondió:
-Lobito amigo, sería una
cena muy frugal: ¿no ves que no soy más que piel y huesos? Déjame vivir y el
otoño que viene te traeré a mis lebratos. Con ellos sí que te darás un
verdadero atracón. Si tienes hambre, vete al pueblo. Ha habido un banquete de
bodas, los campesinos están todos borrachos y te resultará fácil robar una
oveja gorda y hermosa.
-De acuerdo, puedes irte
-dijo el lobo, pero no te olvides: el otoño que viene me traerás a todas tus
crías.
Y cada uno se fue por su
camino: el lobo al pueblo, la liebre a su madriguera. Pasó el invierno, pasó la
primavera, el verano acabó, llegó el otoño. Un día, el lobo se encontró con la
liebre y comenzó a gritarle de lejos:
-Ha llegado el momento,
comadre liebre. Te espero el domingo que viene con todos tus lebratos. Hace mucho
que no como guisado de liebre, ¿has entendido?
-Te he entendido, claro
-respondió la liebre. El domingo que viene te los traigo sin falta.
Y se fue saltando
alegremente.
El domingo, muy temprano,
se puso en marcha con sus lebratos.
Cuando pasaban cerca de
un campo de maíz, la vieja liebre ordenó a sus hijos que cogiesen sendas
mazorcas, con todas sus barbas.
-Ahora poneos la mazorca
en la boca, dejad que cuelguen fuera las barbas y escondeos. Salid sólo cuando
yo os llame, pero hacedlo con calma y no tengáis miedo de nada.
Los lebratos hicieron lo
que la madre les dijo y se escondieron entre unos arbustos con la mazorca en
la boca. La vieja liebre acudió al encuentro con el lobo, que ya la estaba
esperando y, en cuanto la vio llegar sola, bramó:
-¿Dónde están tus crías?
No pretenderás tomarme el pelo, ¿ no?
-No, no, lobito amigo,
ten sólo un minuto de paciencia, estarán aquí enseguida. Debo decirte que son
terribles: desde que se comieron a un león se han vuelto insoportables. A
decir verdad, estoy contenta de que te los lleves tú. ¿Dónde os habéis metido,
hijos?
Al oír que su madre los
llamaba, los lebratos asomaron la cabeza por encima de los arbustos y se
acercaron al lobo con mucha calma.
El lobo los vio, los miró
atentamente y, por fin, exclamó:
-Comadre liebre, ¿qué
diablos llevan en la boca tus hijos?
-¿En la boca? Ah, no es
nada. Te estaba diciendo que ya no sé cómo tratarlos desde que se comieron al
león. Se han vuelto tan fuertes que destrozan todo lo que encuentran por el
camino. Mira, justo esta mañana devoraron a seis lobos y aún no han dejado de
jugar con sus colas.
El lobo no esperó más
explicaciones. Escondió su cola entre las piernas, para que no le sucediese
nada, y desapareció en el bosque. Y la vieja liebre, muy contenta, se volvió a
casa con sus lebratos.
126. anonimo (rumania)
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