Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 1 de enero de 2015

Yasí y araí

Narran y susurran los indios que, en muy lejanos tiempos -cuando todo era distinto y en la Tierra existía una verda­dera paz, los dioses y diosas de las selvas siempre procuraban y miraban por el bien del hombre, y además de cuidarle y velar por él en todos los aspectos, iban creando las cosas que necesitaba y podían hacerle muy gra­ta la vida.
Además, parece ser que les gustaba y les divertía mucho tomar diferentes formas o transformarse en seres humanos para enseñar a los indios.
Así, un buen día, la Luna, a quien los indios guaraníes llaman Yasi y tienen como diosa protectora, paseaba por el cielo contemplando el sueño del bosque y de las aguas que se deslizaban en silencio. Todo dormía y la quietud respi­raba queda y ensoñadora en medio de la paz profunda. Yasi se deleitaba viendo la grandiosidad de la selva, obser­vando cómo la montaña lucía el manto azul de la noche y cómo los ríos brillaban bajo su fulgor. Sus rayos marcaban senderos plateados donde las arenas brillaban intensamen­te y los arbustos se convertían en atractivos destellos de plata dormida.
Todo era paz y serenidad. Los animalitos del bosque des­cansaban del ajetreo del día, porque durante las horas que el Sol andaba por los senderos celestes, cada quien debía cum­plir una misión que le había sido encomendada, además de buscarse el sustento diario. Para algunos de ellos resultaba di­fícil y tenían que ingeniárselas si deseaban conseguirlo.
Estaba la Luna a más de la mitad de su carrera, cuando vio avanzar hacia ella una pequeña nube, que los indios llaman Ara¡, o pequeño cielo.
-¡Hola, Yasi!
-¡Hola, Ara¡! ¿Qué haces a estas horas por los caminos del cielo?
-Debo ir al otro lado del bosque y, como no tardará en amanecer, he querido caminar ahora para no hablar mucho con el curioso Sol, que siempre me deslumbra y a veces me desvía de mi camino.
-Está bien. Si quieres, te acompaño. Cuando el Sol se des­pierte y salga, estaremos casi al otro lado y, si nos damos pri­sa, podremos pasear un rato por allá.
-Y ¿cómo lo haremos?
-Pues muy sencillo. Nos convertiremos en dos indias.
-¡Qué divertido! Eso no lo he hecho nunca. Y la verdad que me encantaría.
-Pues no hay nada más que hablar. ¡Vamos!
Cuando el Sol hizo su aparición, las sombras se desvane­cieron y sus rayos iluminaron con el color dorado que le ca­racteriza. La luz era intensa y deslumbrante. El calor también salió de su gruta para acompañar al Sol, y la humedad de la selva, desperezándose, se extendió sobre los grandes árboles y la tierra.
-¡Adiós, señor Sol! -dijeron la Luna y la Nube, sin dar tiempo a que hablara.
-¡Eh, eh! ¿Qué prisa lleváis? -preguntó el Sol elevándose hasta alcanzar el cielo.
-¡Sí, sí! Tenemos mucha prisa. Otro día hablaremos. Yasi y Ara¡ corrieron hasta la casa y allá, en un decir Jesús,
se convirtieron en dos hermosas y jóvenes indias.
-Me gustaría tener los cabellos dorados -dijo Ara¡.
-Las indias no tienen los cabellos dorados. Además lla­maríamos la atención y a lo mejor alguien nos reconocería.
-Tienes razón, Yasi.
Y dicho y hecho, se cogieron de la mano y muy contentas bajaron a la tierra.
-¿Por dónde te gustaría pasear, Arai?
-Creo que lo más bonito es el río.
-A mí también me gusta mucho. ¡Vayamos!
Con las manos enlazadas se acercaron a las orillas del Pa­raná y decidieron avanzar por las márgenes, como si lo re­montaran. Es decir, iban en contra de la corriente.
-¡Qué distintas son las flores!
-Claro -dijo la nube, ahora el Sol las despierta y las ilu­mina, mientras que en la noche, tú las duermes y les das otro color muy diferente.
-Es verdad. ¿Quieres que hablemos con las aguas del río? -Me parece bien. ¿No te gustaría, así como estamos, en­trar en ellas?
-¡Oh, sí! Creo que será muy divertido -contestó la Luna. Se quitaron sus túnicas y llegaron al borde del río que las mi­ró muy extrañado. Poco a poco fueron entrando en las aguas.
-Esto es delicioso -dijo la Luna.
-Me gusta mucho -dijo la Nube mientras chapoteaba re­frescándose.
Y contentas, saltaron y rieron jugando. Hablaron con los peces, con las flores acuáticas y con las hermosas achiras que vivían en las márgenes. Casi bajaron hasta el fondo del río para ver y hablar con las blancas piedrecillas y las algas de la profundidad. Nadie las conocía, pero todos se sintieron sub­yugados por la alegría y la belleza de las que creían dos jóve­nes.
Muy entrada la mañana y cuando el Sol dejaba caer verti­calmente sus rayos, decidieron salir del agua. Se secaron y de nuevo se pusieron las túnicas para seguir paseando.
De pronto, y sin saber de dónde, apareció ante ellas un fu­rioso yaguareté, que es el tigre de las selvas. La Luna y la Nu­be quedaron paralizadas por el miedo y la sorpresa. Ninguna supo reaccionar ante la temible aparición. El yaguareté las miraba sombrío y amenazante, dispuesto a lanzarse sobre ellas. Sus fauces se abrieron dejando al descubierto la blan­cura de sus afilados dientes, y la lengua salía de su boca co­mo un mal presagio.
La Luna y la Nube lo único que hicieron fue acercarse más una a la otra y, cuando aterrorizadas cerraron los ojos es­perando que el yaguareté caería sobre ellas despedazándolas, escucharon al mismo tiempo un silbido y un fuerte rugido.
Una veloz y mortífera flecha fue a clavarse temblorosa pe­ro certera en el cuerpo de la fiera. Y ahí, en ese preciso ins­tante, la Luna y la Nube recobraron su verdadera forma y subieron corriendo al cielo. Ya en él, y sintiéndose seguras, miraron hacia la tierra a ver qué pasaba.
Un joven indio las había visto en presencia del yaguareté y, cuando éste fue a saltar sobre las que creía dos indias, le disparó una flecha. Pero la herida no era mortal y el yagua­reté, más enfurecido aún y antes de que el indio le pudiera arrojar otra flecha, saltó sobre él. Pero el joven era un exper­to cazador, se tiró al suelo en dirección opuesta a la de la fie­ra, lo que le permitió flecharle de nuevo, y esta vez, sí mató al tigre.
Se acercó donde había caído para cerciorarse de que no volvería a saltar y cuando comprobó la muerte, le ocultó en­tre el follaje y comenzó a buscar a las asustadas indias.
Naturalmente no pudo encontrarlas, porque las dos esta­ban ya seguras en lo más alto del cielo. Pero Yasi, aunque muerta de sueño y aún de miedo, al ver cómo el indio se afa­naba en buscarlas, bajó hasta él y le dijo:
-No busques más. Las indias a quienes has salvado del ya­guareté somos la Nube y yo.
El joven, asombrado y más que sorprendido, no sabía qué decir ni qué pensar; porque a pesar de que están acos­tumbrados a que los animales y las plantas tomen formas distintas y se transformen en lo más inverosímil, era la pri­mera vez que la Luna y una Nube habían tomado la forma humana.
-Has sido valiente y muy gentil con nosotras. En pago de tu acción vamos a premiarte. Mañana cuando luzca muy bien el Sol, cerca de donde está el yaguareté, encontrarás una planta llamada Ca-á. Es muy venenosa, pero si la cortas en las primeras horas de las noches de Luna llena, será muy be­neficiosa. Después de recogerla, la tostarás. Luego la hervi­rás. Y de esta forma, la puedes tomar siempre que quieras sin ningún temor. Por el contrario, comprobarás que tu cansan­cio desaparecerá y te sentirás muy bien. Y si la ofreces de es­ta forma que te digo a tus hermanos o amigos, y juntos la bebéis, los lazos de hermandad serán más fuertes. Además, comprobarás que reconforta al enfermo. Este jugo, será por siempre la bebida de la amistad y la llamarás "yerba-mate", que refresca, tonifica y une a los hombres.
La Luna desapareció y también la nube. El indio creyó ha­ber soñado porque lo que había oído y pasado era muy bo­nito para ser verdad. Pero cuando fue a sacar al tigre del lugar donde lo había escondido, vio que la hojarasca se ha­bía convertido en una planta nueva. La cortó e hizo lo que la Luna le había dicho y comprobó que todo era verdad.
Y es así cómo nació la "yerba-mate", que refresca, tonifi­ca y une a los hombres.
No sé si será verdad o no, pero como me lo contaron lo cuento y lo contaré yo.

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Vocabulario de las voces indigenas

Achiras: Planta de los parajes bañados por las aguas.
Amalivacá: Dios indígena.
Arañamona: Araña de gran tamaño. Muy velluda. Con fuer­tes ganchos en la boca. Es muy venenosa. Salta al cuello del hombre y lo mata en poco tiempo.
Arrendajo: Pájaro americano de brillante color negro. El pi­co y los ojos están ribeteados de amarillo. Canta muy bien y además imita el canto de otros animales. El nido lo cuelga en las ramas más altas de los árboles, y lo construye en forma de botella.
Bejuco: Enredadera. La infusión de esta planta es empleada contra la lepra.
Bitol: Dios indígena
Caburé: Ave rapaz. Pequeña y redondita. Fornida y de color pardo. Su chillido aturde a los pájaros de tal manera que no pueden huir cuando se acerca para devorarlos. Sus plumas son muy buscadas, por suponérseles poderes mágicos.
Cerbatana: Arma de caza entre los indios. Es una especie de canuto donde ponen la flecha para arrojarla. Está hecha de ca­rrizo.
Cristofúé: Ave de unos veinte centímetros. Color pardo. Pe­cho y cola amarillos y mancha blanca en la cabeza. Su canto o grito imita en cierto modo, a veces muy claro, la pronun­ciación de las palabras "Cristo-fue".
Curiara: Embarcación muy ligera hecha con corteza de árbol. Es más rápida que una piragua. Se mueve con remos. A veces le ponen un velamen.
Chachiguilts: Adornos de cristal de piedras. Se usan como dijes.
Chichicaste: Ortigas.
Chinchorro: Especie de hamaca tejida con cordeles al igual que las redes. Es muy ligera.
Churuata: Choza o casa primitiva, hecha con tierra y gran­des hojas de palma.
Danta: Animal salvaje parecido al jabalí. El hocico es trom­pudo.
Kabrakán: Gigante de tierra. En la mitología Quiché, dios de los terremotos.
Kanaima: Dios indígena Se presenta como una espesa bru­ma.
Meavan: Dios indígena de mucho poder.
Nahual: Espíritu protector encarnado en un animal. Se con­sidera como una especie de ángel de la guarda.
Ñande-Yara: El Gran espíritu. Puede ser Tupá. El Señor de todos.
Ñandurié: Víbora pequeña muy venenosa.
Ñandutí: Paño tejido a mano.
Ogaraití: Hornero. Pájaro de buen augurio de bello canto. Muy amoroso con los suyos. Hace su nido semejante al horno.
Pereza: Mamífero desdentado propio de la América del Sur. Se caracteriza por la extrema lentitud de sus movimientos. Vive trepando en los árboles y se alimenta de hojas.
Piache: Mago que con sus exorcismos cura las enfermedades.
Qaholom: Dios mitológico al que se le atribuyen grandes poderes.
Quezacohualt: Dios indígena en forma de culebra, con plu­mas muy brillantes, a las que se les atribuye beneficios. Rasca-Kakulha: Poderoso dios indígena.
Sarandíes: Arbustos que nacen y crecen en las márgenes de los ríos.
Trocha: Sendero que hacen los indios al pasar muchas veces por el mismo sitio.
Tupá: El dios único. El más sabio y justo de todos los dioses indígenas y al que obedecen los demás dioses.
Tzkol: Otro poderoso dios indígena de la mitología Quiché.
Urutaú: Ave nocturna, conocida también por "pájaro fan­tasma".
Viracocha: Dios indígena.
Xochil: Dios indígena.
Yasí: Nombre de la Luna.

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Ogaraití (los horneros)

Hubo un gran revuelo en las altas copas de los árboles. La luna sorprendida iluminó con más fuerza, mientras el río despere­zándose levantó su voz de agua para pre­guntar:
-¿Qué sucede por ahí arriba?
-No sé -contestó el lagarto azul mo­
viendo su cabeza.
-¡Deben ser los pájaros! -terció una flor de voz aterciope­lada.
-Veamos, veamos -dijo el búho levantando el vuelo.
-¿Qué ha ocurrido? -preguntó una orquídea.
-¡No sabemos! El señor búho ha ido a ver qué pasa.
-¡Vaya horas de armar ruido! -dijo una liebre. Y a lo me­jor sin motivo alguno.
-¡No sé, no sé! -dijo la pereza sin moverse. El ruido vie­ne de aquel árbol.
-¿Quién vive en él? -inquirió el zamuro.
-Unos nuevos vecinos que han llegado hace poco.
-¿Sabe cómo se llaman?
-No tengo la menor idea -contestó la martineta estiran­do sus alas.
-Yo los conozco -terció el pequeño cay agitando su cola y subiendo velozmente entre las ramas. ¡Yo los conozco, yo los conozco...!
-Y yo también -afirmó el papagayo estirando el cuello.
-¿Quieren callarse de una vez? -refunfuñó enfadada la comadreja. No son horas de molestar a nadie sin un moti­vo fundamental y urgente.
-¡Quizá lo sea! -dijo el astuto zorro.
-¡Vamos! ¿Queréis decir de una vez cómo se llaman? -exi­gió el zamuro.
-Ogaraití -aclaró el mono.
-¡Ah!, también se les conoce por "horneros" -dijo el pa­pagayo.
-¡Alonsito, también! -aclaró la martineta.
-¡Qué barbaridad! ¡Nunca he conocido a alguien que tu­viera tantos nombres! -dijo pausadamente la pereza.
-Y.. ¿qué les pasa? -preguntó el colibrí.
-Nadie sabe. Pero... ¡ah!, ahí viene el búho.
-¿Y bien? -preguntó la comadreja sin poder contener un bostezo.
-Los horneros acaban de tener dos polluelos -dijo el búho.
-Y ¿para eso tanto ruido? -se quejó la comadreja.
-¡Es natural! Estos polluelos son su primera cría -aclaró el búho. Además, son una familia muy alegre y están muy contentos.
-¿Has entrado en su nido? -preguntó el papagayo.
-No. Soy demasiado corpulento y su nido muy pequeño. Además, construyen de una manera muy singular. No es co­mo todos los nidos.
-¿No? -preguntaron a coro.
-No -prosiguió el búho. Son muy activos y hacen su ca­sa con mucha precisión y al abrigo de posibles ataques de se­res destructores.
-¿Ah, sí? ¿Y cómo es esa sorprendente casa? -preguntó cu­riosa la pereza.
-Son dos habitáculos que se comunican entre sí. Pero de tal modo, que el hombre, a quien como sabéis muy bien le gustan mucho los nidos, no puede meter su mano. Así se de­fienden de ellos y de otros posibles enemigos.
-¡Qué sabios! -dijo muy convencida la chuña estirando sus largas patas.
-La verdad es que me gustaría verlo. Pero no les conozco -reflexionó el colibrí.
-Puedo presentárselos, si quiere -dijo muy ufano el papa­gayo­
-¿Esta misma noche? -preguntó de nuevo el colibrí.
-Sí. ¡Vayamos!
Levantaron el vuelo y suavemente se posaron en la rama donde el hornero había construido el nido.
Quedaron quietos observando el ir y venir del horne­ro-padre, quien en cada viaje dejaba delicadamente a la puerta de su nido una luciérnaga.
-¿Qué hacen? -inquirió en voz baja el colibrí.
-Están iluminando la casa para que los polluelos puedan ver desde el primer momento a sus padres -informó el pa­pagayo.
-¡Qué curioso! Nunca había visto una cosa igual.
-Además, ahora, cuando tengan bastante luz, invitará a sus amigos para que los visiten y vean a sus hijos -aclaró con mucha suficiencia el papagayo.
-Son pájaros muy distinguidos, ¿no?
-¡Claro! Son de muy buena familia y mejores costumbres.
-¡Ah! -exclamó asombrado el colibrí.
La luna seguía curiosa e interesada alumbrando mucho para saber con exactitud qué pasaba en aquellos parajes, donde un buen número de habitantes se habían despertado en contra de sus buenas costumbres.
-¿Qué hacemos? -preguntó el colibrí.
-Esperar a que haya más luz para acercarnos.
-¡Está bien! ¡Esperemos entonces!
-¡Oh!, ahí viene.
Efectivamente, papá-hornero llegaba con una nueva lu­ciernaga en su pico. La deposito suavemente y se acercó a los visitantes.
-¡Muy buenas noches, señor hornero!
-¡Muy buenas noches, amigos!
-Sabemos -dijo el papagayo- que les acaban de nacer dos hijos.
-Así es. Y tanto mi señora como yo estamos muy contentos. 
-Por eso hemos venido a felicitarles.
-¡Gracias! Son nuestros primeros hijos.
-Su señora estará satisfecha y muy contenta.
-Así es. ¿Quieren verlos?
-¡Con mucho gusto!
Las aves se acercaron al nido. Las luciérnagas se habían co­locado en los sitios donde podían dar más luz y todo el nido estaba muy bien iluminado. Así que todo se veía perfecta­mente.
-Mi esposa. Estos son nuestros pequeños -dijo el horne­ro posándose en el techo del nido. Pasen...
-¡Felicidades, señora! Sus hijos son muy lindos.
-¡Oh! gracias. Son ustedes muy amables.
-No les conocíamos -dijo el papagayo.
-Es que hace muy poco que vinimos y no hemos tenido tiempo de presentarnos y visitar a los vecinos.
-¿Son de muy lejos? -preguntó el colibrí.
-Sí. Venimos del Plata.
-¡Ah! -exclamó asombrado el colibrí sin saber dónde es­taba el lugar.
-Nunca fuimos por esos rumbos -aclaró el papagayo.
-Algún día irán, supongo -dijo Papá-hornero.
-¡Quizá, quizá! -contestaron ambos pájaros.
-Tienen una casa preciosa -alabó el colibrí.
-¡Gracias! -dijo mamá-hornera. ¿Quieren pasar?
-Yo no podría -aclaró el papagayo. Es demasiado pequeña.
-Yo sí -opinó el colibrí-, pero lo haré en otra ocasión, porque ahora no me parece muy oportuno.
-Quizá mañana o pasado -dijo mamá-hornera con voz de cansancio.
-¡Está bien! Mañana cuando estén más descansados vol­veremos.
-¡Gracias, son muy amables! -contestaron los horneros.
-Si necesitan algo, ya saben dónde encontrarnos.
-¡Gracias, muchas gracias!
-¡Adiós, adiós! Buenas noches.
-¡Buenas noches!
Volaron hasta sus nidos dejando a los dichosos padres con sus hijitos, y el grato sentimiento de haberles felicitado.
Cuando el papagayo y el colibrí llegaron a su árbol, los de­más habitantes preguntaron muchas cosas. Pero como aún era muy de noche y la luna tenía que seguir su camino, el búho dijo:
-Creo que lo más sensato es que se duerman. Mañana po­drán hablar con más tranquilidad.
-¡Claro!, como tú puedes ver en la noche... -se quejó re­sentido el cay.
-¡Vamos, vamos, no protesten y descansen! Mañana será otro día -concluyó enérgicamente el búho.
-Tiene razón -opinó la comadreja- es lo más sensato: ma­ñana, ¡ya hablaremos! -y dicho esto se metió en su agujero.
Algunos moradores refunfuñaron pues no estaban con­formes, querían saber más; pero al final, todos quedaron quietos y callados.
El bosque respiró con la pausa de siempre y la quietud y el sueño cubrieron la totalidad de la espesura.
La luna miró una vez más el curioso nido de los horneros y siguió su camino satisfecha de haber visto el nacimiento de unos nuevos habitantes.
El río silenció su paso y siguió fluyendo mansamente ha­cia otros lugares.
La iguana y el lagarto azul volvieron a su morada, que es­taba bajo una gran piedra protegida por duros arbustos.
La pereza cerró sus ojos y siguió en la misma postura. La chuña ocultó su cabeza bajo el ala y también se entregó al sueño. La liebre aún anduvo de un lado a otro antes de me­terse en su madriguera.
Los que no dormían eran los horneros. Estaban muy con­tentos con sus hijitos y no se cansaban de contemplarlos. Pe­ro los polluelos decidieron dormir y entonces papá-hornero habló con las luciérnagas y todas salieron quedamente del nido y fueron a posarse en el envés de unas grandes hojas muy cercanas, por si los pájaros volvían a necesitarlas.
El más absoluto de los silencios se extendió sobre la selva. Solamente se oía en la espesura el opaco crascitar de algún zamuro y el sonido de la voz del búho, advirtiendo que cum­plían su cometido de velar en la noche.
Pero llegó el amanecer y despertó al sol para que saliera de su casa. Todo se iluminó y los habitantes del bosque comen­zaron a despabilarse. A los pocos momentos el silencio huyó para dejar paso a la tremenda algarabía que formaron los moradores comentando el acontecimiento ocurrido en la noche.
-¡Hasta el río despertó! -dijo riendo el petirrojo.
-Pero ¡si nunca duerme! ¿No ves que siempre está cami­nando? -aclaró una estrella que se había quedado rezagada y corría en busca de la noche.
-Eso es cierto -dijo el río. Fui el primero en darme cuenta que ocurría algo insólito en la noche.
-En la noche, no. Dirás en la casa de los... ¿cómo dijeron que se llamaban? -inquirió la comadreja.
-Horneros, ogaraitís, alonsitos... -informó el colibrí.
-Bueno, bueno, con un solo nombre me basta -dijo la comadreja.
-La luna también se detuvo e ilumino todo muy bien -terció el cay.
-Sí, pero lo más curioso -aclaró el colibrí- es que los hor­neros iluminan sus casas con luciérnagas.
-Es que ellas son muy colaboradoras -afirmó el zamuro.
-¿Por qué? La luna da muy buena luz -terció la orquídea.
-Es que sus casas son muy raras. Tienen techo, puerta y un pasillito que lleva a la habitación interior -explicó el colibrí.
-¡Qué raro! Nunca había visto una cosa así -comentó la chuña.
-Son raros... quizá sí, quizá no, pero son muy amables y he sido invitado a visitarles hoy -dijo muy ufano el colibrí.
-¡Que importancia se da! -observó el cay moviendo su cola.
-Pues yo iré a felicitarles -indicó la martineta.
De pronto escucharon un bonito y armónico canto que se extendió por todo el bosque. Era como un himno de gracias.
-¿Quién canta? -preguntó el zamuro.
-¡Los horneros! ¿Es que aún no conoces su canto? -inte­rrogó el papagayo.
-La verdad, no me fijo casi en esas cosas -detalló el za­muro.
-Nadie canta aquí como ellos -repuso el loro.
-¡Callaos! ¡Algo se mueve entre las ramas!
-Es el búho que va a descansar. Creo que debemos mar­charnos y dejarle que duerma tranquilo.
Las aves levantaron el vuelo y fueron a posarse cerca del nido de los horneros.
-Pues lo que es yo, no me voy de aquí -murmuró la pe­reza moviéndose lentamente y mirando cómo se alejaban las aves.
El nido de los horneros estaba en silencio. Las aves que lo rodeaban se miraron sorprendidas.
-¿Qué habrá pasado? -murmuró el papagayo.
-¡Nada! ¡Que estarán durmiendo! -dijo el túcán. Ano­che les nacieron dos polluelos y ahora descansan.
-¡Claro, claro! -dijeron todos a una.
-Pero, ¡qué rara su casa! Está toda cerrada y sólo tiene ese pequeño agujero -comentó la martineta.
-¿Por qué será? -preguntó la golondrina.
-El búho dijo que las hacían así para protegerse.
-Sí -aclaró el papagayo-, por eso les llaman horneros. Real­mente la casa parece un horno.
-Pero tú no la viste -afirmó el colibrí.
-¡Lógico! ¿Crees que mi corpulencia puede entrar por ese diminuto agujero?
-¡No! Por eso no entiendo cómo puedes saber que es un horno.
-Ese nombre se lo han puesto los hombres. Ellos sí tienen algo que se le parece -concretó el papagayo.
-Eres un pájaro muy instruido -dijo el zamuro.
Y así explicaron unos y otros cuanto sabían o suponían respecto a los horneros. De algunas cosas estaban seguros porque el búho, que es quien tiene más conocimientos del bosque, de la selva o de las altas torres de los pueblos, se lo había explicado, y otras, porque se lo figuraban o lo in­tuían.
-Bueno, creo que debemos ir a nuestras tareas -sugirió el cay.
-Esta familia tiene que descansar y nosotros no hacemos nada aquí -señaló el papagayo.
Iban a levantar el vuelo cuando vieron llegar a papá-hor­nero.
-¡Oh, buenos días! Hemos venido a felicitarles -habló la martineta estirando sus alas.
-¡Muchas gracias! Salí en busca de comida y me entretu­ve hablando con el sol y nuestros amigos los árboles. Todos fueron muy gentiles anoche.
-Es lo natural -contestaron los visitantes muy orgullosos.
-Creo que les presentaré a mis hijos dentro de unos días. Aún están como adormecidos.
-Eso no es extraño -aclaró una periquita, a todos los pe­queñuelos les ocurre lo mismo en los primeros días.
-Nos parece correcto señor hornero. Es muy natural que ahora descansen. Habrá tiempo para todo. Ya nos vamos. Que tengan un buen día.
-¡Gracias, muchas gracias! ¡Son ustedes muy amables y sobre todo muy comprensivos!
-Es que la mayoría de nosotros también somos padres nos hacemos cargo del hecho.
-¡Gracias, amigos!
Las aves volaron y los animalitos que no podían trepar por los árboles, corrieron por los caminos del bosque.
De un lado a otro circuló la voz del nacimiento de los pe­queños horneros y hasta las flores hablaron sobre eho.
Mientras tanto, en el nido de los horneros todo era ale­gría y regocijo. Mamá-hornero alimentaba cuidadosa­mente a los pequeños con la comida que papá-hornero había llevado.
-Quizá vengan hoy los vecinos a visitarnos para conocer a nuestros hijitos.
-Acabo de verlos y les he dicho -aclaró papá-hornero­que dentro de unos días podrán verlos. Así tendrán los ojos abiertos.
-Pero ya están presentables -dijo mamá-hornero muy or­gullosa.
-Lo sé, lo sé. Pero prefiero que pasen unos días, si a ti no te importa.
-¡Como quieras! -dijo mamá-hornero mirando tierna­mente a los pequeños y, sin hablar más, siguió pausadamen­te dándoles de comer.
Y así fue. Cuando los diminutos pájaros ya podían po­nerse en pie, los horneros los sacaron fuera del nido y los ha­bitantes de aquella parte de la selva pudieron contemplar a los nuevos moradores.
Todos quedaron encantados y prendados de las diminutas avecillas, que se apretaban amorosamente a mamá-hornero para que los cobijara y les diera calor con sus protectoras alas.

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Los monos rojos

Hablan, cuentan, dicen y quizá sueñan los viejos sabios de la tribu, que no ha mu­cho tiempo, en las noches de plenilunio, cuando el bosque descansa y aparentemen­te duermen todos sus moradores, en la es­pesura, en lo más recóndito e intrincado, suena -al principio muy quedo, para con­vertirse después en un torrente inexplicable- el son de unos extraños tambores que ninguna tribu posee, y que sin em­bargo, en esas noches, inmensas y claras, el Tam, Tam, Tam, resuena en los confines más remotos. Sube al cielo y también se adentra en el mundo subterráneo y en lo más profundo de las aguas.
Nadie, nadie, sabe qué es, pero lo cierto es que todos tie­nen miedo y quedan subyugados, inmóviles, como las oscu­ras piedras, o tal vez intentan confundirse con el verde oscuro de la vegetación, huyendo de las claras noches de luna.
Sin embargo, un miembro de la tribu, cuando comienza el sonido persistente y agudo de los tambores, lentamente, como si el sueño lo empujara, sale solo del poblado, sin ar­mas, con las manos a lo largo de su cuerpo y la mirada ardien­te y alucinada, como una mágica montaña cubierta de pri­mavera. Los demás hombres del poblado, incluyendo al ma­go sabio, y al piache conocedor de todo lo creado, no se atreven siquiera a dejar su chinchorro y seguir al muchacho, que, insomne y atrevido, va en busca del persistente Tam, Tam, Tam, nocturno.
Al amanecer, cuando las estrellas corren a otros cielos o van en busca de sus grutas dejando limpios los caminos de la bóveda celeste para que el sol lo ilumine todo, el hombre va­liente y temerario -al que llamaremos Warekarík- vuelve si­lencioso, con un brillo diferente en los claros ojos, y en su piel lleva restos de blancas cenizas y hojas verdes y tiernas, de no sé qué extraño o mágico arbusto.
Al parecer llega cansado, y sin decir a nadie nada, busca su chinchorro, se tiende en él, y con los ojos bien abiertos, mirando al cielo que dejan ver las enramadas, se pasa las ho­ras. El piache, extrañado y curioso, cargado de todos sus amuletos, sus vistosas plumas, sus tiras de raras pieles y su varita de madera viva en la mano derecha, se acercó al chin­chorro donde descansaba Warekarík. Dio varias vueltas alre­dedor, agitando su varita y musitando extrañas palabras. Levantaba los ojos al cielo, para bajarlos después hacia la tie­rra como si buscara algo transcendental y enigmático. Tres veces seis hacia la derecha y cuatro veces siete a la izquierda, para quedarse inmóvil y esperar que lo extraordinario le ha­blara, explicando qué sucedía en el alma de Warekarík.
Pero el conjuro, el exorcismo o el tarem, la palabra mági­ca, el gesto insólito y de sabor antiguo, no daban paso al mi­lagro o al hecho concreto.
-¡Warekarík!, ¡Warekarík!, ¡Warekarík! Los abuelos de tus abuelos, los más lejanos, y acaso más, mucho más allá de ellos, dirigen la voz de la sabiduría para que me contestes y digas lo que sucede en tu alma, después de estar en el lugar de los tambores.
Warekarík callaba. No salía de su mutismo. Los ojos le brillaban y en el fondo de sus pupilas la selva palpitaba en toda su grandeza. La noche le inundó de blancos rayos, y las hojas de los milenarios arbustos ofrecieron su verdor primi­genio.
Y de nuevo la voz del piache se perdía entre los sonidos de la selva como una incansable jaculatoria. Sus gestos eran po­derosas órdenes que Warekarík despreciaba en su quietud y con su silencio.
-¡¡Habla, habla, Warekarík!! Es el espíritu de la selva quien te ha embrujado. Sólo diciendo la única palabra te li­brarás del mal. El maleficio de la selva es muy peligroso. ¡Ha­bla, habla!
Una y otra vez la voz del piache sonó en todos los tonos y matices. Una y otra vez los gestos del exorcismo trazaron cír­culos y rayas en el cristal limpio del aire, en el devenir de las ca­lladas horas. El sol paseó sus rayos por aquel lugar y vio la cara de Warekarík, dispuesto a permanecer en el más absoluto de los silencios. Sonrió y le envió un fuerte rayo para calentar y toni­ficar sus músculos. El indio dio media vuelta en su chinchorro.
-¡¡Warekarík, Warekarík, Warekarík!! ¿Qué pasó anoche? ¿De quién son los tambores? ¿Son amigos? ¿Son enemigos?
Warekarík volvió su cabeza y miró al piache como si no le conociera.
-¡¡Warekarík!!
-¡Los monos rojos!
-¡No es posible! ¿Qué dices?
-¡Los monos rojos!
-¿Dónde están?
-¡Allá, allá!
Y señaló lo intrincado, lo remoto, la frontera vegetal don­de las huellas del hombre se borran a medida que camina y donde la sombra desaparece.
El piache quedó sin saber qué decir. De nuevó bailó alre­dedor del chinchorro, pronunciando quedas y misteriosas palabras, al tiempo que agitaba nerviosamente su varita de madera viva. Pero todo fue inútil. De los labios de Wareka­rík no volvió a salir una palabra más.
Llegó de nuevo la noche. Las estrellas tachonaron el cielo de blancura. La luna salió radiante iluminando el verdor de los árboles, el espejo de las aguas y el sueño inquieto de los habitantes del poblado.
De pronto, el silencio, el sueño de la noche, fue turbado por el ruido entre suave y fuerte de los lejanos tambores.

Warekarík bajó del chinchorro y de nuevo, tranquilo y se­guro con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, se adentró en la espesura.
-¡¡iTam, tam, tam, tam, tam, tam!!!
El sonido del tambor era una llamada incesante y preci­sa. Algo así como el clamor apremiante de algo urgente, y que no admitía espera.
Warekarík corrió entre los árboles. Saltó arroyos y mato­rrales. Buscó las escondidas trochas, hasta llegar a un amplio calvero iluminado totalmente por la luna.
-¡¡iAaaaaaa, heeeeeee, aejeüi!!!
Un corro de seres gigantescos se abrió ante la llegada de Warekarík, quien saltó rápido y firme al centro del extraño corro. Los tambores cambiaron de tono, como si dieran la bienvenida al recién llegado. Los extraños seres inclinaron sus cabezas y, en silencio, comenzaron a moverse en un enig­mático baile. Parecía un fascinante ritual portador de algo inaudito y desconocido.
Warekarík, en el centro del corro, fue moviéndose hasta acom-pasarse al ritmo adecuado. Entonces los tambores au­mentaron y subieron su tono. Todos bailaban rítmicamente y con un determinado compás.
¿Cuánto duró aquello? No podemos decirlo, pero sí es cierto que los seres gigantescos, y que en realidad eran mo­nos de rojo pelaje, bailaban misteriosamente mientras golpea­ban con sus enormes manos los blancos vientres donde no se veía un solo pelo.
Warekarík bailó y se abrazó con ellos cuando el movi­miento lo requería. Miró sus ojos y pronunció sus: "Aaaa, heee, aejüi". Y cuando la noche alcanzaba la mitad de su ca­rrera, todos dejaron de bailar y se sentaron en el suelo. De la espesura salieron otros seres de igual pelambre, pero más pe­queños. Eran los seres femeninos, que llevaban en sus manos una especie de cesta con toda clase de frutas tropicales. To­dos comieron con apetito.
Warekarík se dirigió al que parecía el jefe y dijo:
-El piache de mi tribu está preocupado por mis ausencias y pregunta siempre qué vengo a hacer a la espesura.
-¡No debes hablar! Es tu secreto.
-¿Por qué no puedo hablar de vosotros?
-Nos buscarán y nos seguirán hasta nuestras madrigueras.
-¿Por qué?
-El hombre es así. Le gustan nuestras pieles. Además, cree que somos peligrosos y dañinos.
-Pero no es verdad. Yo lo sé y lo diría.
-Si tú hablas, nos iremos para siempre y no podremos proteger a tu tribu.
-Les diré la verdad y...
-No te creerán.
-Sí... diré...
El mono miró a Warekarík con una mirada triste e infini­ta. Con el dolor de algo grande e incomprensible. Sabía muy bien quién era el hombre y también que, a pesar de los si­glos, no había cambiado absolutamente nada.
Las estrellas comenzaron a ocultarse. La luna corrió por los senderos del cielo... La selva se estremeció... Una lechuza se refugió en la copa más tupida de un soñoliento árbol... Una gran rana, vestida de blanco y verde, comenzó a croar llamando a los suyos... Una hoja cayó sobre las aguas bo­rrando o escondiendo a la última de las estrellas... El peti­rrojo lanzó su grito, guacamayos y loros jijearon batiendo sus verdes y rojas alas. La cacatúa despertó sobresaltada, un águi­la joven levantó su majestuoso vuelo... El lago, donde dor­mitaban los cocodrilos, movió sus aguas concéntricamente, acusando la caída de un cuerpo desconocido y toda la selva comenzó a respirar con pausa y suavidad.
-Tenemos que irnos, Warekarík.
-¿Cuándo os veré?
-En el próximo plenilunio.
-¿A tres lunas?
-Dos veces tres lunas. ¡Adiós!
Se levantaron los seres rojos de blancos vientres. Sus gran­des pies caminaron sobre las arenas y las ramas caídas en bus­ca de los árboles que forman la espesura infinita. Algunos corrieron presu-rosos, pero todos, absolutamente todos, de­saparecieron velozmente sin dejar rastro alguno.
Warekarík quedó pensativo y apesadumbrado, pero no pudo hacer nada para evitar su marcha. Sabía que se trataba de los temidos monos rojos, que tenían fama de feroces y vengativos. Pero él sabía muy bien que eran seres buenos, comprensivos, y que no hacían mal a nadie. Los cazadores buscaban con ahínco esta especie, afortunadamente sin lo­grar encontrarla. Veían sus huellas, el leve rastro que a veces dejan después de sus reuniones en los plenilunios y aunque algunos han escuchado el sonar insistente de sus tambores, siempre, siempre, el mono rojo se desvanece como si fuera un ser irreal, una sombra, una imagen que sólo la mente del hombre de la selva crea y es capaz de ver.
Warekarík dio media vuelta para encaminarse a su pobla­do y vio, al lado de una gran piedra, uno de los pequeños tambores que habían usado sus amigos, los monos rojos. Lo cogió y sus dedos tocaron la extraña y rugosa superficie. Sin­tió deseos de golpearla, pero cuando fue a hacerlo, escuchó una voz que decía:
-¡No lo hagas, Warekarík!
-¿Por qué?
-Llamarías al más sabio de los monos rojos y deberá acudir interrumpiendo su sueño, que ha de ser muy res­petado.
-¿Es de él?
-¡Sí!
-¿Por qué lo dejó olvidado?
-Para probar tu sabiduría. Si esperas al nuevo plenilunio, te enseñarán todos los secretos de la selva y te darán el má­gico "Kumí".
-¿Es cierto eso?
-Podrás verlo y comprobarlo, si eres discreto.
-Pero... ¿quién me habla? ¿quién eres tú?
-Soy el alma de la selva. No puedes verme porque aún soy invisible a tus ojos.
-¡Quiero! ¡Necesito verte!
-No puedes hacerlo. Cuando seas Gran Jefe y sepas ma­nejar el "Kumí", entonces... quizá puedas.
-¿Qué he de hacer con el tambor?
-Debes dármelo a mí -dijo un gran tronco mostrando un hueco en sus raíces.
-¿A ti?
-Sí. Mira aquí abajo. ¿Ves ese hueco? Pues ahí debes de­jarlo. Lo guardaré como he hecho muchas veces y cuando ellos vengan, sabrán dónde encontrarlo.
-Está bien. Ahí tienes.
Dejó el pequeño tambor de piel áspera y rugosa en el si­tio que le habían indicado.
-Ahora puedes ir tranquilo -dijo el árbol. Si necesitas al­go, puedes venir a pedírmelo.
-¿Podrás complacerme?
-Creo que sí.
-¿En todo?
-Casi en todo.
-¡Está bien! ¡Adiós!
-Adiós, Warekarík. No digas a nadie lo que viste y menos aún que bailaste con los monos rojos. Nadie te creería.
-Así lo haré.
Buscó la más escondida trocha que lo acercaba al po­blado y corrió. Iba pensativo por lo que había dicho el ár­bol y el alma de la selva. Comprendió que había sido elegido y sintió la plenitud de la grandeza vegetal. Miró a su alrededor: todo se movía suavemente como un sereno respirar en el infinito insomne de los días luminosos. Son­rió al pensar que tendría en sus manos el mágico y mara­villoso "Kumí", capaz de hacer a un hombre invisible o transformarlo en cualquier cosa, planta o animal. Una gran alegría invadió todo su ser. Pensó que era la criatura más importante y más grande de toda la selva. Deseaba vi­vamente que pasaran las tres lunas para reunirse de nuevo con sus amigos y protectores. Los monos rojos eran buenos y sabían más que nadie, incluyendo la sabiduría de todos los piaches conocidos. Él les iba a complacer satisfactoriamen­te, aprendiendo cuanto le enseñaran; además les mostraría en forma adecuada su fidelidad, para responder a su con­fianza.
Se sentía contento, muy contento y más aún, satisfecho. Respiró profundo y dio un gran grito de alegría que resonó y encontró eco en toda la umbría y quizá más allá, mucho más allá de ella, al confín donde nadie había osado llegar.
Saltó sobre los obstáculos que se oponían a su caminar. Abrazó a los árboles y acarició a las flores que se inclinaban a su paso.
Corrió al poblado, convencido y seguro de que de su bo­ca no saldría una sola palabra que pudiera revelar su secreto. Los monos rojos comprenderían que Warekarík siempre se­ría su verdadero y fiel amigo.

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