Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 6 de agosto de 2012

Cómo el gallo se volvió ave doméstica


Hace muchos, muchos años, las aves no vivían como hoy en día, en los bosques, en los campos y entre las personas. Habitaban una aldea aislada, al pie de una montaña altísima. Una vez, des­pués de haber bailado hasta las tantas de la noche al compás de los tambores, las aves se fueron a dormir y se olvidaron de atizar el fuego. Por la mañana, cuando se despertaron, ga no encontra­ron ni una sola brasa, ni el más pequeño tizón encendido entre las cenizas. Comenzaron las lamentaciones, porque el fuego que hasta entonces les había dado calor había acabado para siempre.
Cuando Quiquiriquí, el gallo, vio lo que había ocurrido, prometió a las demás aves que recuperaría el fuego perdido. Y agitando sus robustas alas, se echó a volar.
Voló durante todo un día y, al llegar la noche, se refugió para dormir en una cueva rocosa, en el corazón del bosque. A la mañana siguiente, retomó su vuelo. Voló otro día más y llegó a un promontorio que asomaba en medio del mar. En este pro­montorio vio una casa y, cerca de esta casa, una hermosa mu­chacha con rizos negros y ojos radiantes como estrellas, sentada junto al fuego. Quiquiriquí voló hacia la muchacha y se detuvo a su lado.
Cuando la muchacha lo vio, se quedó fascinada. Le pidió que se quedase y se casase con ella. Quiquiriquí no dijo una pa­labra, cogió un tizón del fuego y se fue volando.
-Dime dónde puedo encontrarte -le gritó la muchacha al ga­llo que se iba volando.
-Me encontrarás cuando des una vuelta completa por el pro­mon-torio y oigas un redoble de tambores -respondió el gallo alejándose.
Cuando sus padres volvieron a casa, la muchacha les supli­có tanto y tantas lágrimas derramó que aceptaron acompañarla para salir en su viaje en busca del gallo. Los tres subieron a una barca, cogieron unas cuantas nueces de coco, un cestito y par­tieron.
Remaron durante varias horas hasta que dieron la vuelta completa alrededor del promontorio. De repente la muchacha comenzó a gritar:
-Un momento: ¿no oís un redoble de tambores? Pero el padre respondió:
-No oigo ningún tambor. Son simplemente unos niños que están jugando.
Y siguieron remando. Cayó la noche, pero no se dejaba oír ningún redoble de tambores.
-El gallo te ha engañado -le dijo la madre a la muchacha.
-No, no, no es posible. ¿No oís los tambores que redoblan? -gritó la muchacha-. Bum, bum, bum. Es allí donde vive mi bie­namado.
Y era verdad: habían llegado a la aldea de las aves al pie de una montaña muy alta. A la luz de las estrellas, podían ver cla­ramente a las aves que bailaban batiendo las alas bajo las pal­meras.
Pero ¿cómo reconocer a Quiquiriquí, el gallo, bajo una luz tan débil? Deberían esperar hasta que amaneciese.
Cuando, a la mañana siguiente, sopló la fría brisa de la mon­taña y las estrellas se ocultaron una tras otra en el cielo, las aves se despertaron y salieron de sus moradas. El primero en desper­tar fue el dodo, una especie de pavo enorme.
-¿Ése es tu novio? -preguntó el padre.
-No, no es ése -respondió la muchacha-. Mi novio es mucho mas guapo.
El segundo en salir fue el papagayo.
-¿Es ése? -preguntó de nuevo el padre.
-No, mi novio es mucho más guapo -volvió a responder la muchacha.
Salió después el ave del paraíso.
-¡Ése es, sin duda! -exclamó el padre.
-No, mi novio es aún más guapo -replicó la muchacha.
Y finalmente salió el rey de todas las aves, Quiquiriquí, el gallo. Cuando la muchacha lo vio, cogió una nuez de coco y grito:
-¡Amor mío! Ven a ver lo que te he traído.
-No -respondió el gallo, porque era el rey de las aves y no podía obedecer a una mujer.
-Amor mío, no puedo llevártelo -insistió la muchacha. Te lo ruego, ven aquí.
Quiquiriquí se sintió tentado de ir, porque le encantaban las nueces de coco. Por ello se dijo a sí mismo: «La muchacha debe de estar viajando. ¡Quién sabe dónde estará mañana!». Y se acercó a la barca.
Entonces la muchacha y sus padres le lanzaron el cestito a la cabeza e hicieron prisionero al gallo Quiquiriquí. Lo subieron a la barca y emprendieron el regreso a casa. Desde entonces, Qui­quiriquí y sus descendientes vivieron entre las personas.
En la aldea de las aves todos sintieron un gran disgusto.
-Pobres de nosotras -se lamentaban, ¿dónde está nuestro rey? ¿Dónde nuestro guía?
Al cabo de pocos meses, toda la población de la aldea de las aves acabó dispersándose y alzando el vuelo. El dodo se refugió en el hueco de un árbol y, probablemente, vivió allí hasta que se extinguió; la perdiz aún merodea entre la hierba; y el rey de co­dornices decidió irse a vivir a zonas húmedas. Las otras aves se dispersaron por el bosque y por las llanuras, y cada una cons­truyó su propio nido en sitios diversos.
Desde entonces, ya no existe la aldea de las aves.

140. anonimo (papuasia)

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