Hace muchos, muchos años,
las aves no vivían como hoy en día, en los bosques, en los campos y entre las
personas. Habitaban una aldea aislada, al pie de una montaña altísima. Una vez,
después de haber bailado hasta las tantas de la noche al compás de los
tambores, las aves se fueron a dormir y se olvidaron de atizar el fuego. Por la
mañana, cuando se despertaron, ga no encontraron ni una sola brasa, ni el más
pequeño tizón encendido entre las cenizas. Comenzaron las lamentaciones, porque
el fuego que hasta entonces les había dado calor había acabado para siempre.
Cuando Quiquiriquí, el
gallo, vio lo que había ocurrido, prometió a las demás aves que recuperaría el
fuego perdido. Y agitando sus robustas alas, se echó a volar.
Voló durante todo un día
y, al llegar la noche, se refugió para dormir en una cueva rocosa, en el
corazón del bosque. A la mañana siguiente, retomó su vuelo. Voló otro día más y
llegó a un promontorio que asomaba en medio del mar. En este promontorio vio
una casa y, cerca de esta casa, una hermosa muchacha con rizos negros y ojos
radiantes como estrellas, sentada junto al fuego. Quiquiriquí voló hacia la
muchacha y se detuvo a su lado.
Cuando la muchacha lo
vio, se quedó fascinada. Le pidió que se quedase y se casase con ella.
Quiquiriquí no dijo una palabra, cogió un tizón del fuego y se fue volando.
-Dime dónde puedo
encontrarte -le gritó la muchacha al gallo que se iba volando.
-Me encontrarás cuando
des una vuelta completa por el promon-torio y oigas un redoble de tambores
-respondió el gallo alejándose.
Cuando sus padres
volvieron a casa, la muchacha les suplicó tanto y tantas lágrimas derramó que
aceptaron acompañarla para salir en su viaje en busca del gallo. Los tres
subieron a una barca, cogieron unas cuantas nueces de coco, un cestito y partieron.
Remaron durante varias
horas hasta que dieron la vuelta completa alrededor del promontorio. De repente
la muchacha comenzó a gritar:
-Un momento: ¿no oís un
redoble de tambores? Pero el padre respondió:
-No oigo ningún tambor.
Son simplemente unos niños que están jugando.
Y siguieron remando. Cayó
la noche, pero no se dejaba oír ningún redoble de tambores.
-El gallo te ha engañado
-le dijo la madre a la muchacha.
-No, no, no es posible.
¿No oís los tambores que redoblan? -gritó la muchacha-. Bum, bum, bum. Es allí
donde vive mi bienamado.
Y era verdad: habían
llegado a la aldea de las aves al pie de una montaña muy alta. A la luz de las
estrellas, podían ver claramente a las aves que bailaban batiendo las alas
bajo las palmeras.
Pero ¿cómo reconocer a
Quiquiriquí, el gallo, bajo una luz tan débil? Deberían esperar hasta que
amaneciese.
Cuando, a la mañana
siguiente, sopló la fría brisa de la montaña y las estrellas se ocultaron una
tras otra en el cielo, las aves se despertaron y salieron de sus moradas. El
primero en despertar fue el dodo, una especie de pavo enorme.
-¿Ése es tu novio?
-preguntó el padre.
-No, no es ése -respondió
la muchacha-. Mi novio es mucho mas guapo.
El segundo en salir fue
el papagayo.
-¿Es ése? -preguntó de
nuevo el padre.
-No, mi novio es mucho
más guapo -volvió a responder la muchacha.
Salió después el ave del
paraíso.
-¡Ése es, sin duda!
-exclamó el padre.
-No, mi novio es aún más
guapo -replicó la muchacha.
Y finalmente salió el rey
de todas las aves, Quiquiriquí, el gallo. Cuando la muchacha lo vio, cogió una
nuez de coco y grito:
-¡Amor mío! Ven a ver lo
que te he traído.
-No -respondió el gallo,
porque era el rey de las aves y no podía obedecer a una mujer.
-Amor mío, no puedo
llevártelo -insistió la muchacha. Te lo ruego, ven aquí.
Quiquiriquí se sintió
tentado de ir, porque le encantaban las nueces de coco. Por ello se dijo a sí
mismo: «La muchacha debe de estar viajando. ¡Quién sabe dónde estará mañana!».
Y se acercó a la barca.
Entonces la muchacha y
sus padres le lanzaron el cestito a la cabeza e hicieron prisionero al gallo
Quiquiriquí. Lo subieron a la barca y emprendieron el regreso a casa. Desde
entonces, Quiquiriquí y sus descendientes vivieron entre las personas.
En la aldea de las aves
todos sintieron un gran disgusto.
-Pobres de nosotras -se
lamentaban, ¿dónde está nuestro rey? ¿Dónde nuestro guía?
Al cabo de pocos meses,
toda la población de la aldea de las aves acabó dispersándose y alzando el
vuelo. El dodo se refugió en el hueco de un árbol y, probablemente, vivió allí
hasta que se extinguió; la perdiz aún merodea entre la hierba; y el rey de codornices
decidió irse a vivir a zonas húmedas. Las otras aves se dispersaron por el
bosque y por las llanuras, y cada una construyó su propio nido en sitios
diversos.
Desde entonces, ya no
existe la aldea de las aves.
140. anonimo (papuasia)
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