Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 29 de noviembre de 2013

La vaca que hablaba

Erase una vez una familia muy pobre, compuesta por los padres, Florencio y Amaranta, y por sus dos hijos, Florencito y Amarantita. Tenía tal necesidad la familia, que todas las mañanas se veía obligado el buen Florencio a ir hasta el matadero para comprar a muy bajo precio las tripas de las reses allí sacrificadas. A la postre, y dada la destreza culinaria de Amaranta, las tripas se convertían en un alimento de grato sabor.
Tenían una vecina, llamada Mariquita, que un día se dirigió a la choza de Florencio y Amaranta para pedirles un poco de sal. Al ver a Amaranta guisando aquellas repugnantes tripas, le dijo:
-Las compra Florencio en el matadero que hay cerca del cemen-terio, ¿verdad?
-Así es -respondió Amaranta.
Entonces Mariquita les contó que aquellas tripas no eran de animales, sino de fantasmas.
-¡Qué cosas dices! -exclamó el buen Florencio echándose a reír.
-Es verdad -insistió Mariquita. El cura es el que hace eso; es un brujo.
Poco después murió Mariquita.
Una mañana en la que Florencio iba al matadero, vio venir hacia él una manada de toros. Cuando llegaron a su altura, oyó algo en extremo curioso: un toro le preguntaba a otro, en el idioma de los cristiapos, si era la primera vez que iba al matadero. El toro preguntado respondió que no; que era la tercera vez que lo mataban.
Al poco rato vio pasar a una hermosa vaca, de cuyos ojos brotaban abundantes lágrimas que resbalaban por su hocico, y que lanzaba suspiros de mujer atribulada.
Florencio se dirigió a ella y le preguntó qué le sucedía. La vaca contestó que lloraba porque estaba muerta.
-¿No me conoces? -dijo. Soy Mariquita. He muerto por contaros que el cura convierte a la gente en 'reses.
Entonces contó a Florencio cómo el cura, todas las noches, iba al camposanto y mediante un extraño poder que tenía convertía a los muertos en ganado, los llevaba al matadero y se enriquecía así vendiendo su carne.
En cuanto llegó a su choza, Florencio contó a su Amaranta la conversación que tuviese con la vaca. Amaranta creyó todo aquello; mas como Florencio no terminara de creérselo, decidió ir a preguntárselo en persona al cura. A pesar de la oposición de ella, no cejó en su empeño.
Al día siguiente, muy temprano, se encaminó a la iglesia en busca del cura. Amaranta le siguió hasta la puerta.
El cura le recibió muy bien y le preguntó por el motivo de su visita.
-¿Es verdad que usted convierte a los muertos en reses? -le preguntó el buen Florencio.
El cura aseguró que aquello era una patraña. Luego trató de sonsacar a Florencio quién le había dicho semejante cosa. Al enterarse de que había sido la difunta Mariquita, frunció el ceño.
Luego preguntó a Florencio si había comentado con alguien aquella falsa historia.
-Sólo con mi Amaranta -dijo el buen hombre.
Aquello supuso el fin del infeliz Florencio. Amaranta esperó mucho rato a la puerta de la iglesia, sin que su marido apareciese. Al cabo de un tiempo, vio a un precioso toro negro con manchas blancas en el rabo y en el pecho que salía de la iglesia y que se alejaba. Cansada de esperar, volvió a su casa. Florencio no regresó. Todos creyeron que había muerto y la gente empezó a llamar a su esposa la viuda Amaranta.
Ella se tuvo que poner a trabajar para sacar adelante a sus hijos. Por ayudar a la recolección a sus vecinos, recibía algún dinero y con eso vivía.
Una mañana, en la que se hallaba segando en el campo, se le acercó un hombre muy hermoso. Amaranta sintió gran extrañeza por aquella súbita presenpia de hombre tan bello.
-Dedícate a tejer cintas -dijo el extraño, y también cinturones y fajas, que ya verás cómo.ganas más que segando en el campo. Además, si así lo haces, dispondrás de buenos vestidos para tus hijos y tú podrás quitarte esos harapos que llevas.
Amaranta le contestó que seguiría de buen grado su consejo; pero que no tenía lana ni dinero para comprarla.
Entonces el extraño le dio lana de todos los colores.
-Gracias -dijo ella. ¿Acaso eres Tepozton?
-Sí, yo soy Tepozton. Cuida de tus hijos y que seas feliz.
Y tras decir esto, desapareció tan misteriosamente como llegara.
Amaranta empezó a tejer. Ganaba más dinero que' segando y tanto ella como sus hijos iban bien vestidos y limpios.
Pero llegó un día en el que se le acabó la lana, y de nuevo volvió la miseria a su ya pobre hogar. Tan angustiada se sentía, que no hacía sino repetir:
-¡Si viviera mi marido!
Una mañana, nada más levantarse y nada más proferir este lamento, un gran toro entró por la puerta de su choza.
Era el buen Florencio. El cura le había convertido en toro y se había escapado de la cerca del ganado. Los caporales lo perseguían y llamaban a la puerta. Su esposa le escondió entre unas esteras y unas arpilleras y abrió. Nada encontraron aquellos hombres armados con garrochas.
Cuando se fueron, Amaranta besó y abrazó a su querido esposo, y éste volvió a recobrar su figura de humano. Pasó algunas horas con su familia; mas cuando comenzaron a sonar las campanas de la iglesia, se convirtió de nuevo en toro y hubo de despedirse de los suyos.
Antes de partir dijo a su esposa que dentro de unos días se celebraría una corrida de toros. El era uno de los toros que se iban a lidiar. Al mejor torero se le darían doscientos pesos en premio a su faena, y propuso a la fiel Amaranta que cuando él saltara al ruedo se fijara, para que pudiera reconocerlo, en las manchas blancas de su pecho y de su rabo. Nadie se atrevería a torearlo, ya que pensaba ser fiero, y ella, entonces, debería arrojarse al ruedo provista de una capa roja. No le haría ningún daño, pues sería noble y pastueño con ella, y así podría ganarse los doscientos pesos de premio.
Besó Florencio a su esposa y a sus hijos, y salió raudo. En cuanto ellos le besaron volvió a convertirse en toro.
El día de la corrida, Amaranta, con una capa roja, se dirigió a la plaza siguiendo el consejo del esposo. Se colocó cerca del ruedo y esperó la salida del toro con manchas blancas en el pecho y en el rabo.
El primer toro en saltar a la arena era completamente negro; el segundo tenía algunas manchas blancas, pero no era Florencio. Salió el tercer toro. Era muy grande y muy fiero; tenía manchas blancas en el pecho y en el rabo, y nadie se atrevía a lidiarlo. Amaranta estaba segura de que se trataba de Florencio. Cuando un torero intentó darle un capotazo, le pegó tal embestida que lo echó por los aires, yendo a caer el hombre fuera de la plaza y malamente herido. Nadie más se atrevió a torearlo.
Amaranta, entonces, bajó al ruedo.
La tomaron por una loca. El toro se abalanzó contra ella; pero Amaranta, impasible, dio un bonito lance. La gente seguía asustada.
Siguió toreando y toreando Amaranta, entre el entusiasmo de los espectadores, y al fin, montando la espada, mató de una certera estocada a Florencio.
Ganó Amaranta el premio de los doscientos pesos, y ella y sus hijos tuvieron en lo sucesivo buenos alimentos, aunque no podían superar la tristeza causada por la muerte del esposo y padre.
Pero un muchacho de noble corazón, llamado Chucho, puso fin a la pena de Amaranta y de sus hijos.
Chucho y sus padres vivían en una cabaña. Sólo tenían unas pobres tierras y un cocotero. Los cocos eran su único alimento. Pero, a pesar de tanta pobreza, vivían felizmente.
El padre de Chucho, un mal día, murió. La madre tuvo entonces que ocuparse de todo.
Una noche, mientras dormían madre e hijo, un travieso y saltarín mono empujó una gran piedra hasta la entrada de la choza, tapando él paso a la misma. Chucho, a la mañana siguiente, intentó quitarla de allí; pero no podía. Viéndose encerrados, comenzaron a pedir socorro. Un hombre, que llevaba sus mulas al río, oyó al fin aquellos gritos; y gracias a él pudieron salir de la choza.
El hombre de las mulas se enamoró de la madre de Chucho y a la postre se casó con ella. Entonces, la inadre y el hijo se fueron a vivir al pueblo. El hombre de las mulas se ganaba la vida acarreando trigo, ganado y cocos, y todo lo que a buen precio pudiera vender en los mercados de la región. Chucho le acompañaba en sus viajes.
Un día, estando Chucho en el mercado de la ciudad, se le acercó un chiquillo que se llamaba Joselito.
Pronto se hicieron amigos. Al preguntarle Chucho por su oficio, Joselito respondió que no tenía trabajo, luego de que dejara su oficio de campanero en la iglesia, pues no podía seguir allí. Todas las noches, cuando subía a tocar las campanas, oía en la iglesia unos extraños lamentos, y cuando bajaba para ver de qué se trataba, sentía que una mano le jalaba del pelo. joselito estaba seguro de que se trataba de un fantasma. Además, todo el mundo decía que el cura era un malvado que convertía a las gentes en animales.
Chucho, sorprendido por tan fantástica historia, dijo:
-Yo iré a tocar las campanas por ti.
Así lo hizo, y aquella noche se quedó en la ciudad. Al poco de llegar a la iglesia, oyó un extraño lamento. Después, desde detrás del altar en donde se había escondido, vio a un hombre armado de un cuchillo y a una mujer que le acompañaba. Eran ladrones. Robaron sagrados cálices y las riquezas que encontraron, y todo lo echaban a su saco. Poco después apareció el cura.
Los ladrones se dirigieron a él, diciéndole:
-Esta es tu parte.
Le entregaron una buena cantidad de lo robado.
-Marchaos pronto -dijo el cura; es la hora de tocar las campanas y pronto vendrá gente a la iglesia.
-Podemos subir al campanario y asustar al muchacho que toca las campanas, para que no lo haga. Así no vendrá nadie a rezar a la iglesia.
Al cura le pareció bien la idea, pero dijo que él , se ocuparía del chiquillo.
Cuando Chucho subió a la torre para tocar las campanas, oyó un alarido fantasmal. Era el cura.
Chucho se dio cuenta, y echándose a reír lanzó también él un no menos fantasmal alarido mientras tocaba las campanas.
El cura, en vista de que aquello no le diera el resultado apetecido, empezó a jalarle por los pelos. Pero Chucho seguía tocando las campanas, cual, si nada ocurriese. El cura, furioso, le arrancó mechones enteros de cabello. Chucho, volviéndose rápidamente, empujó al cura, el cual, sin poder guardar el equilibrio, cayó por uno de los huecos del campanario.
Al chocar contra el suelo se hizo pedazos, y aquellos pedazos al poco se convirtieron en humo, para regocijo de las gentes que iban llegando a la iglesia.
Aquellas mismas gentes hicieron prisioneros a los ladrones, y Chucho, desde el campanario recibió los aplausos de la multitud allí abajo congregada.
Todos los que fueran convertidos en animales por el cura, todos los que en su condición de reses fueran sacrificados, volvieron a la vida humana y regresaron a sus hogares con sus familias.
Amaranta y Florencio volvieron a vivir felizmente junto a sus hijos.
-Chucho debe ser Tepozton, el dios que llena de felicidad a los pobres, no hay duda -decían las gentes del lugar.
Pero cuando alguien se lo preguntaba, el buen muchacho respondía:
-¿Cómo voy a ser Tepozton si soy Chucho, el vendedor de los mercados?

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La llorona

En la ciudad de México, y desde hace ya muchos años, al sonar las campanadas de la medianoche en la catedral, recorre las calles desiertas y oscuras una mujer vestida de blanco que lanza agudos gemidos, los cuales aterran a cuantos tienen la desgracia de oírlos, ya porque no duermen, ya porque la curiosidad les domina y les hace esperar, en vela, el paso de la mujer que pena de un extremo a otro de la ciudad, buscando la redención de su alma merced al llanto.
A finales del siglo XVI vivía sola, en una humilde casita de una callejuela oscura, una bellísima joven llamada Luisa. Cada día era mayor el número de sus admiradores, los cuales, deseosos de contemplarla, pasaban a todas horas y animaban la callecita antes solitaria.
No era extraño oír por las noches, en consecuencia, trovas y endechas de galanes enamorados. Y algunas veces, al sorprenderles la ronda de los guardias, la noche era testigo de riñas y de puñaladas que dejaban un rastro de sangre en la calle.
La puerta y las ventanas de la casa de Luisa, sin embargo, permanecían siempre cerradas, como si nadie viviera allí. Jamás se oyó rumor alguno, ni se dejó traslucir un rayo de luz por las rendijas.
La callejuela hacía un recodo cerca de la casa de Luisa; allí, en una modesta hornacina, se veneraba la borrosa imagen de un santo, a quien una mano devota y caritativa encendía todas las noches un pequeño farolillo. En las noches sin luna, oscuras y largas, o cuando la.lluvia o el viento espantaban a los cantores galanes, se oían unos pasos misteriosos que se acercaban con mucho cuidado. Al tiempo, y con gran precaución, se abría la puerta de la casa en donde moraba la hermosa Luisa, y salía de ella una mujer cubierta por un manto, que se acercaba al retablo, bajo la luz del farolillo, para reunirse con un hombre que allí la esperaba embozado en su capa. Quedaban en lánguida plática hasta que el alba daba por concluido el amoroso diálogo.
Una mañana, los vecinos del barrio se sorprendieron al ver las puertas y las ventanas de la casa de Luisa abiertas de par en par, y sin que la joven apareciese. La nueva, de inmediato, corrió por la ciudad y no hubo persona que no pasara de largo por la callejuela, para cerciorarse de que era cierta la noticia, la cual se había convertido en el escándalo de todo México.
Los curiosos allí arremolinados hacían mil alusiones al lance, barajando nombres, especulando con títulos y con cargos, pronun-ciados en voz baja, para referirse al por qué de la desaparición de la bella. Poco a poco, y con el correr de los días, las gentes fueron olvidando el suceso y no volvieron a nombrar a Luisa ni a su desconocido galán. La calle volvió a quedar olvidada y desierta, y en las noches oscuras, el farolillo que alumbraba al santo no volvió a cobijar rondas, ni alumbró más serenatas.
En un apartado rincón de la ciudad, formó su nido de amor no santificado el galán heredero de los Montes-Claros. Allí fue feliz Luisa, consagrada a su pasión por don Nuño y al tierno amor de sus tres hijos. Su existencia, apacible durante aquellos años, fue poco a poco tornándose inquieta y amarga. La ardiente pasión que don Nuño de los Montes-Claros le mostrara iba cambiando, sin que ella diera lugar a desvío semejante. Olvidaba su costumbre de visitarla diariamente, y llegó hasta dejar de hacerlo durante toda una semana. Cuando se dignaba ir a ver a su amante y a los hijos que con ella tuviera, Luisa le recíbía con el mismo amor de siempre, sin lograr retenerlo, no obstante, más de un breve rato, quedandc luego agraviada y con el llanto en los ojos, aún desnuda en el lecho.
Una noche, al toque de queda, mecía Luisa en sus brazos al más pequeño de sus hijos junto a un balcón abierto. La luna, hermosa aquella noche, iluminaba su triste semblante, por el que resbalaban lágrimas que a raudales brotaban de sus ojos. De pronto, movida por un impulso misterioso, colocó al niño en su cuna, y envuelta en un negro mantón se echó a la calle. Sin saber a dónde ir, le llevaron sus pasos frente al palacio de los Montes-Claros. Los balcones del palacio, abiertos de par en par, lucían hermosas luminarias y dejaban salir la alegre música de una fiesta. Se escuchaban, desde la calle, las animadas voces de la concurrencia y el chocar de los vasos en el brindis, fodo ello mezclado con risas y con aplausos.
Luisa no comprendía cómo podía mostrarse tan contento quien la hacía, con su desdén, penar muy hondamente. Se acercó con resolución a unos lacayos que había en la puerta, y preguntó cuál era el motivo de la fiesta.
-Esta mañana se ha casado don Nuño de los Montes-Claros -le dijeron.
Su amante, en efecto, había contraído sagradas nupcias con una mujer de noble cuna, como él lo era.
Luisa, inmóvil y con el corazón helado, quedó largo rato junto a la puerta. Sin una lágrima que pudiera delatarla, se deslizó furtiva-mente por el patio, y llegando a la escalera subió a prisa y se encaminó por un estrecho corredor. Allí pudo ver a don Nuño en amorosa conversación con su esposa, cogiendo entre sus manos las manos de la dama, como en otros tiempos tuviera las suyas a la luz del farolillo del santo.
Sin saber cómo, Luisa volvió a encontrarse sola en la calle, lejos de los rumores y de las luces de la fiesta. Su paso era firme y veloz; parecía escapar de sí misma.
Al llegar a su casa, ciega de dolor y de espanto, se dirigió al armario de su alcoba para buscar afanosamente algo que al fin encontró en una cajita de caoba. Era un pequeño puñal que don Nuño le regalase en los días de su amor. Un horrible relámpago cruzó su mente; corrió hacia las cunas en donde dormían sus hijos, y loca, desesperada, les arrancó la vida a los tres. Con las manos aún ensangrentadas corrió por toda la ciudad, lanzando hondos gritos de un dolor desgarrado y penetrante...
La justicia condenó a Luisa a garrote vil por su horrible crimen. Se levantó el cadalso en una plazuela, junto a su casa. Desde el amanecer, la muchedumbre llenaba las ventanas y los balcones y se apretaba en aceras y calles próximas esperando la llegada de la inhumana madre. A las doce del mediodía, cuando la impaciente plebe se arremolinaba en las calles, se oyó el sonido de la campanilla que anunciaba la llegada del reo al lugar en donde iba a celebrarse la ejecución. Avanzaba el lúgubre cortejo; Luisa, con el cabello en desorden, lívido el rostro, cargado el pecho de reliquias y de escapularios, caminaba con la ayuda de dos hermanos de la Cofradía de los Ajusticiados. De la belleza sin par que en tiempos fuera el encanto de don Nuño de los Montes-Claros, no quedaba ni la más remota huella. Con los ojos bajos subió las gradas del cadalso oyendo los rezos de los sacerdotes. Al llegar al patíbulo, alzó la mirada; y al encontrarse con la que fuera su casa, frente a sí, dio un grito de espanto en medio de un temblor convulso, elevó las manos al cielo y cayó al suelo, inerte. La justicia del cielo se había adelantado a la justicia de los hombres.
Aquella misma tarde, entre cantos y salmodias, salía del palacio de los Montes-Claros el cortejo fúnebre del entierro de don Nuño.
Desde entonces se escucha por las noches, cuando dan las doce horas en el campanario de la catedral, el grito agudo de la llorona.
Es el alma en pena de Luisa que, desde hace muchos años, sin un momento de descanso, deambula por las calles y por las plazas de la ciudad de México.

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La herencia de don juan balandrano

El señor don Juan Balandrano vivía en la ciudad de San Luis Potosí. Huérfano desde edad temprana, tuvo conocimiento, al llegar a la mayoría de edad, de que su hacienda, puesta en mano de tutores, había menguado hasta casi no existir. Don Juan era ya un hombre de voluntad y de firmes decisiones, y se hizo el insobornable propósito de trabajar duramente hasta conseguir una nueva fortuna.
El mismo revisó los negocios que su padre le dejara, y que, debido a la mala fe de sus tutores, acabaron en situación ruinosa. Tuvo que pedir dinero en préstamo. Y sus acreedores, al fin, terminaron por llevarle a la cárcel de la ciudad de México.
Al poco de su entrada en prisión, un guardia le comunicó que cierto fraile franciscano quería hablar con él. Don Juan, sorprendido, pues no conocía a fraile alguno en aquella ciudad, preguntó al guardia si en verdad ese fraile había preguntado por él.
-No hay otro Balandrano aquí -dijo el guardia.
Don Juan siguió al carcelero a través de los silenciosos y oscuros pasadizos. Entraron en una habitación, y allí, en el centro, había un fraile sentado en la silla, junto a la basta mesa. Tenía el rostro seco y macilento; sus ojos no eran sino dos chispas hundidas. Don Juan, en efecto, jamás había visto a aquel fraile.
-Es vuesa merced el señor Balandrano, ¿me equivoco? -dijo el fraile.
-Sí. ¿En qué os puedo servir? -preguntó el preso.
-No temáis nada -dijo el fraile, que vengo en vuestra ayuda.
Pero don Juan, después de tantos sinsabores, no podía creer en la ayuda de nadie. El fraile le sonreía con mucha dulzura. Pero sus ojos seguían siendo ajenos a sus palabras. Aquellos ojos no parecían los de un mortal y don Juan sintió un escalofrío.
-¿Es vuestra merced descendiente de don Francisco Balandrano? -preguntó el fraile.
-Soy su hijo. Hace muchos años que murió mi padre. ¿Le conoció usted?
-No. Pero tengo para vuestra merced una herencia que él dejó en México la última vez que estuvo en esta ciudad.
Don Juan no salía de su asombro; las palabras del fraile habían llevado a su memoria lo que tantas veces oyera a propósito de la estancia en México de su padre, y cómo aquél, en el camino de regreso a San Luis Potosí, cayó en manos de unos indios que le dieron muerte.
-Sí, sé que mi padre estuvo aquí, en México -dijo.
-Y antes de partir dejó una enorme fortuna al cuidado de un fraile franciscano -señaló el fraile.
-¿Sois vos ese fraile? -preguntó don Juan.
-No, no. Yo era muy niño entonces.          
-¿Y cómo sabe vuestra merced que existe esa fortuna?
-Es muy largo de contar, y lo importante es que ya podéis pagar a vuestros acreedores y así abandonar la cárcel para rehacer vuestra vida.
Don Juan Balandrano quedó sin aliento, perplejo. Nunca había oído hablar de esa fortuna perteneciente a su padre. ¿Acaso era todo un sueño?
Pero era, en fin, una realidad... quizá sobrenatural... Miró al fraile... No parecía un ser vivo.
Pocos días después don Juan Balandrano salió de la cárcel. La misteriosa fortuna que los frailes le entregaron era enorme. Había en ella plata labrada y talegas de cordobán repletas de monedas de oro. Don Juan, sobre todo, quería saber el cómo de la llegada de fortuna semejante a manos de los franciscanos. Y un buen día partió hacia el convento de los frailes.
-¿Qué deseáis? -le preguntó el lego que le abrió la puerta.
-Quiero ver al padre prior y a un hermano cuyo nombre des-conozco.
El lego le hizo pasar.
-Diga que está aquí don Juan Balandrano.
El lego esbozó una sonrisa de complicidad. Don Juan miraba la sala; ni un lujo había allí. De repente oyó el rumor de unos hábitos y el pisar de unas sandalias. Por la larga galería se aproximaba el prior, seguido de otro fraile.
Don Juan supo, al cabo, que el misterioso fraile era fray Lucas, el guardián de aquel mísero convento, que poco después le contó el hecho asombroso que sucediera, y merced al cual supieron los frailes de la existencia y de la prisión que padecía don Juan Balandrano.
Ocurrió una noche, a las doce. La campana del convento tocaba a maitines. Los frailes salían de sus celdas y en silencio entraban en el coro. La mustia luz de las velas alargaba sus sombras contra las paredes encaladas. El fraile guardián esperó en la puerta a que todos estuvieran en sus sitios para colocarse en el suyo. Entonces empezaron a rezar. Las voces de los frailes ascendían pausadamente y descendían luego a lo más hondo de su ser.
De pronto se abrió la puerta y un hermano, con la puntiaguda capucha calada sobre el rostro, avanzó hasta el centro del coro para arrodillarse allí e inclinar la cabeza en señal de reconocimiento. Por un momento, pareció que la presencia del nuevo hermano iba a romper la concentración en el rezo, pues un afán de curiosidad se había apoderado de los frailes, aunque ninguno pudiera verle el rostro. Poco después, el convento había quedado en silencio. Todos los frailes estaban en sus celdas, a excepción de fray Lucas, que seguía junto a la puerta del coro esperando a que el recién llegado terminase de orar. Por fin se puso en pie el extraño, y avanzó hacia fray Lucas con las manos cruzadas bajo el pecho y con la cabeza hundida.
-¿De dónde vienes, hermano?
Nada respondió el desconocido.
-¿Acaso venís de jalisco? -volvió a preguntar fray Lucas.
Pero seguía sin recibir respuesta. Fray Lucas, entonces, levantó la vela que sostenía en su mano derecha. Y sus ojos quedaron abiertos de estupor cuando vio que bajo la capucha no había sino una calavera.
Al fin, tras unos segundos que a fray Lucas parecieron una eternidad, oyó el buen fraile una ronca voz que le decía:
-No temas, hermano.
-Dime quién eres y qué deseas. Si quieres misas dímelo, que todos los hermanos rezaremos por tu alma.
-No, hermano -respondió la calavera. No estoy condenado, gracias a la misericordia del Altísimo, que me ha permitido volver a este mundo para confiarte un secreto.
-¿Y tienes que confiarme a mí ese secreto? -preguntó fray Lucas con gran extrañeza.
-Sí, hermano. Pero no temas. Nada malo te sucederá. Y para que no creas que tienes un mal sueño, te digo que soy fray Bernardino de Yepes. En tiempos, como tú ahora, fui guardián de este convento.
Fray Lucas, en efecto, había oído hablar de fray Bernardino. Sabía que en la crónica del convento estaba escrito su nombre y la fecha de su fallecimiento. Muchas veces había visto fray Lucas aquella crónica que se refería a fray Bernardino, pues sentía curiosidad por los frailes que le precedieran en su empleo de guardián.
-Te escucho, hermano -dijo fray Lucas.
-Ya te he dicho -comenzó la calavera de fray Bernardino- que yo también fui guardián de este convento. Una tarde llegaron aquí dos señores que vivían en San Luis Potosí. Eran don Francisco Balandrano y su hermano don Salvador, que venían desde México para recoger una gran herencia que les dejara un rico pariente.
Fray Lucas escuchaba con atención todo lo que la calavera de fray Bernardino le decía.
-Habían recogido -prosiguió el espectro- la herencia y necesitaban regresar rápidamente a San Luis Potosí, pero los indios de aquella región se habían sublevado y temían hacer el camino cargados con tanta riqueza. Entonces me pidieron que les guardase aquí, en el convento, su tesoro. Volverían, una vez apaciguada la región, si es que no tenían a nadie de confianza que lo hiciera por ellos.
-¿Y tú qué hiciste, hermano? -preguntó fray Lucas, que, por mor del interés del relato, había perdido el miedo al espectro de fray Bernardino.
-Yo les dije que les haría el favor que me pedían. Aquella misma tarde trajeron la herencia, que, como te he dicho, era todo un tesoro. Nadie, salvo el que a la sazón era padre prior, supo lo acontecido. En la sala De Profundis, que aún existe en el convento, bajo el gran cuadro de la Porciúncula[1], cavé un profundo foso en el que puse toda aquella riqueza. Pasaron los años y nadie vino a buscar la herencia. A veces me preguntaba si no habría sido un sueño, y ganas me daban de cavar de nuevo para ver si existía o no tal tesoro, pero la misericordia de Dios me libraba de hacerlo, pues era Satanás quien me tentaba. Murió el prior y morí yo. El secreto, por ello, marchó con nosotros a la tumba.

* * *

Cuando don Juan Balandrano hubo escuchado lo sucedido, no cesó de dar gracias a Dios por el gran bien que acababa de procurarle. Repartió entre los más necesitados buena parte de aquella fortuna, y mandó a los frailes franciscanos que dijesen misas por el buen fray Bernardino de Yepes.
Don Juan Balandrano partió, después, hacia San Luis Potosí.
Los frailes se olvidaron pronto del suceso, que pasó a ser una simple historia recogida en su crónica.
Sólo en los ojos de fray Lucas siguió brillando hasta su muerte una luz de espanto.

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[1]Porciúncula: Primer convento de los franciscanos.

La ciudad destruida

Ucú, la hermosa ciudad maya regida por el cacique Ik, recibía lentamente las primeras luces del nuevo día. Los anchos muros de piedra que la protegían, e,,Ctinguidas ya las sombras de la noche, revelaban su esplendor. Kukulkán, la serpiente sagrada esculpida en la dura roca, se retorcía sobre sus fríos pedestales. Yum-Cimil, el dios de la muerte, erguía su temible figura de piedra. Todos dormían en la ciudad. Las armas descansaban junto a los guerreros.
El valiente guerrero Ah-Can, sin embargo, no dormía; ni lo hacía la hermosa Mucuy-Kaak, hija favorita del cacique. Ambos, exponién-dose al más terrible de los castigos, habían decidido verse a solas aquel día y a semejante y temprana hora.
Tengo mucho miedo -dijo la joven temblando; si mi padre nos sorprende te mandará matar y yo seré encerrada de por vida.
-Si tú lo quieres, huiremos de Ucú; nadie sabrá de nosotros.
-Debo respetar la voluntad de mi padre -dijo la muchacha.
-En otra tribu nos casarían. La ceremonia, los sahumerios de maíz y copal, el agua aromatizada con flores y cacao... Todo ello es muy hermoso.
-Sí, me gustaría mucho, Ah-Can; pero jamás abandonaré Ucú.
-Entonces nunca serás mi esposa, porque tu padre me rechaza.
-No lo haría si le ofrecieras riqueza -dijo la bella Mucuy-Kaak.
-Soy el más noble de su tribu, el más valiente de sus guerreros...
-Pero él quiere oro y piedras preciosas.
En los ojos del joven guerrero, al oír aquellas palabras de su amada, alumbró la luz lacrimosa de la desesperación.
-Serás mi esposa -dijo al fin.
Al día siguiente, el guerrero Ah-Can se encaminó al palacio de Ik y presentó sus respetos al cacique. Iba a rogarle, por última vez, que le concediera el don de desposar a su hija.
-Poderoso señor -dijo el guerrero, de nuevo vengo a pedirte que me concedas por esposa a tu hermosa y noble hija. Si no lo haces, moriré de pena.
Mas el cacique Ik, inconmovible, frunció el ceño.
-Tú no puedes -dijo- darme oro ni piedras preciosas.
-No -respondió el guerrero; pero puedo hacerla feliz.
-¿Acaso crees que voy a entregar lo que más quiero a un miserable que sólo posee un arco y sus flechas?
-Con mi arco y con mis flechas ha crecido tu reino.
El cacique Ik se levantó airado de su trono y extendiendo el índice de su mano derecha, dijo lleno de ira:
-Sal de aquí antes de que ordene que te corten la lengua.
Ah-Can palideció, lleno de cólera. Miró de arriba abajo al poderoso y soberbio cacique y se fue.
Cuando el joven guerrero abandonó el palacio, se volvió hacia la entrada del mismo y levantando ambos puños exclamó:
-¡Ya te colmaré de oro y de piedras preciosas, maldito viejo!
El guerrero, impulsado por la ira, se dirigió de inmediato al santuario de Ex-Chuan, el dios de la riqueza. Allí estuvo todo el día orando, y cuando llegó la noche no se dio cuenta de que la oscuridad le envolvía.
-¿Por qué no me escuchas, Ex-Chuan? ¿Vas a consentir mi des-gracia? ¡Concédeme parte de tu inmensa riqueza, sólo una pequeña parte!
La imagen del dios nada respondía.
Pasado algún tiempo, los sacerdotes salieron de su cámara e invitaron a Ah-Can a que abandonara el templo, pues iban a cerrar.
-Estoy rezando a Ex-Chuan -dijo.
-Puedes hacerlo mañana -le respondieron.
-Necesito que me oiga ahora mismo.
-¿Y qué le pides con tanto afán? 
-Le pido oro y piedras preciosas.
Los sacerdotes se echaron a reír.
-Creo que Ex-Chuan no te concederá lo que le pides -dijo uno de ellos.
-Tiene que hacerlo -respondió el joven guerrero.
-A Ex-Chuan no hay que pedirle riquezas; hay que traérselas.
Entonces los sacerdotes, tomando al guerrero cada uno de un brazo, lo sacaron del templo.
Cuando Ah-Can se vio bajo las estrellas, en medio de la noche, y sin una sola joya ni pieza de oro, se llenó de tristeza. Pero aún le quedaba la esperanza de que Ex-Chuan le ayudase. Quizá tuviera, al llegar a su morada, las habitaciones repletas de oro y de piedras preciosas. Con esa ilusión corrió hacia su casa.
Sin embargo, al llegar allí, y rebuscar por todos los rincones in busca del tesoro sin encontrar cosa alguna de valor, Ah-Can volvió a montar en cólera.
-¡Tendrás que entregarme lo que te pido ExChuan, por las buenas o por las malas! -gritó.
Tomó, acto seguido, un pico de pedernal, y salió de su casa corriendo de nuevo hacia el templo del dios de la riqueza.
Allí, en el templo, pasó la noche entera cavando para abrir un hueco que le permitiese llegar a la cámara en donde se enterraban los tesoros del dios. Y cuando ya faltaba poco para el amanecer, Ah-Can hizo saltar la última piedra que le cerraba el paso. Entonces accedió a la cámara.
Lo que vio le llenó de gozo. En el suelo, contra el muro, en arcones, por todas partes, en suma, se agrupaban miles, millones de piedras preciosas. Aquello era increíble. Parecía de fábula. El joven guerrero comenzó a llenar ávidamente un saco, cogiendo a puñados aquellas joyas. Nadie, ni siquiera el propio cacique Ik, tendría tanto como él. Al, viejo avaro no le quedaría otro remedio que conceerle por esposa a su bella hija.
Terminó de llenar el saco y se dispuso a salir, pues tenía que cerrar, antes de volver a su morada, el hueco que abriese. Nadie debía saber lo ocurrido. Ah-Can comenzó a trepar en busca de la salida, pero en ese instante el sótano se llenó de luz y a sus espaldas se dejó oír una voz airada:
-Ah-Can, ¡te has perdido para siempre!
El guerrero se volvió con el arco presto para el tiro, pero no era un humano quien le había hablado. Era Ex-Chuan.
-¿Qué buscas en mi templo, maldito sacrílego? ¿Crees que vas a quedar sin castigo, ladrón?
-Necesitaba un tesoro -dijo el guerrero; por eso me atreví...
-No tendré piedad contigo. Debes morir, Ah-Can.
-Sí, ya lo sé -respondió el guerrero, súbitamente valiente, porque eres cruel e insensible, dios maldito. Te pedí una pequeña cantidad de lo que te sobra, pero nada me diste. Ni siquiera me dirigiste entonces la palabra. No hay más culpable que tú.
-Irás a la casa de las tinieblas -dijo el dios sin conmoverse.
-¡Pero antes sabrás quién soy! -gritó el guerrero.
Ah-Can, entonces, disparó una flecha contra la frente de Ex-Chuan.
El dios cogió la flecha en el aire, soltó una fuerte risotada, y la despidió de nuevo con mucha más fuerza. La flecha se clavó en el corazón del bravo guerrero, que cayó a tierra muerto en el acto.
Mientras todo esto sucedía, la bella y desdichada Mucuy-Kaak, que no pudo conciliar el sueño en toda la noche, paseaba por su cámara. En sus límpidos ojos brillaban aún lágrimas. De pronto se vio envuelta por la misma luz cegadora y la misma voz que antes sorprendiera al desdichado Ah-Can.
Ex-Chuan estaba ante ella. Mucuy-Kaak se estremeció.
-Tú eres la culpable de que Ah-Can haya muerto -dijo el dios.
La joven se echó a llorar, mientras el dios proseguía:
-Tú también vas a morir. Por tu culpa Ah-Can profanó mi templo, y debo saciar mi ira.
Al instante cayó muerta la bella Mucuy-Kaak a los pies del dios.
-Ahora -dijo el dios- destruiré la ciudad, que ya está maldita.
Se produjo un gran estruendo y todo se hundió. Las aguas se desbordaron y las montañas se abatieron.
Ucú fue, a partir de aquel día, la ciudad desolada. Su nombre, como sus propias piedras, quedó borrado por la sangre y por el silencio.

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El zorro mas astuto que el lobo

En una cueva del monte tenía una zorra su cubil, a donde volvía para sentirse a salvo luego de corretear por los montes y por los llanos. Aquella cueva, de tan protegida por los accidentes del terreno como estaba, apenas se podía ver desde la falda del monte.
La zorra, sin embargo, llevaba algún tiempo sin salir de allí más que para procurarse el alimento imprescindible. No quería alejarse de su guarida porque allí dentro, en la estupenda cueva, dormía el retoño recién parido: un hermoso y pequeño zorro al que cuidaba con mucha ternura.
Pero la zorra vivía llena de temor. Sabía de la existencia en el bosque vecino de animales dispuestos a Jevorar a su pequeño zorro. Pero al que más temía de entre todos era al lobo, cruel y capaz de matar por el simple hecho de ver correr la sangre y untarse en ella las patas. Por eso pasaba los días y las noches en vela, temerosa de que el lobo llegase hasta allí, y temerosa también de que al pequeño zorro, en alguno de sus juegos, se le ocurriera salir de la cueva para corretear por el bosque.
Poco a poco fue creciendo el zorro, sin embargo, y pronto tuvo la agilidad y la fuerza suficientes como para valerse por sí mismo. Un día a punto estuvo de salir de la cueva; si no lo hizo fue porque a la entrada se encontraba la zorra, su madre, la cual, si bien con mucho cariño, pero con no menos firmeza, le impidió el paso.
Temerosa, y como debía abandonar poco después al hijo para ir en busca del alimento de ambos, decidió entonces prevenír al pequeño zorro de los peligros que le acechaban.
-Hijo mío -le dijo, cuando yo salga de la cueva seguro que intentas salir tú también a ver mundo. Pero no deberás hacerlo, no deberás traspasar el umbral de nuestra guarida. Más adelante saldrás conmigo, que yo te iré enseñando poco a poco todo lo que hay en el bosque, así como los animales que serán tus amigos y los animales enemigos que tratarán de comerte.
-¿Pero hay animales malos? -preguntó el pequeño zorro lleno de asombro.
-Ya los irás conociendo -dijo la zorra acariciando a su retoño. Sobre todo, hay uno con el que jamás deberás intentar siquiera tener tratos. Ese malvado animal es el lobo.
-¿Me comería el lobo? -preguntó con ingenuidad el pequeño zorro.
-Sin ninguna piedad -respondió tristemente la zorra.
Creyó la zorra haber aleccionado suficientemente a su pequeño.
-¿Y qué es eso de matar? -preguntó entonces el cachorro, cuando la madre se disponía ya a salir en busca de alimentos.
-Mira, hijo mío; el lobo te mordería primero en el cuello con sus poderosos colmillos. Te haría tanto daño que jamás podrías volver a mi lado. Jamás volveríamos a estar juntos. Eso es matar.
-Me cuidaré de no acercarme nunca al lobo -dijo el pequeño zorro.
La zorra, entonces, quedó tranquila. No creyó que su hijo se atreviera a salir de la cueva, en donde, ciertamente, quedó el pequeño zorro muerto de miedo, sin atreverse siquiera a llegar hasta la entrada de la guarida.
Pero transcurrió un largo rato, y con su paso las palabras y las advertencias de la zorra fueron desvaneciéndose en los pensamientos del zorro. El sol, que penetraba por la estrecha entrada al cubil, llenaba toda la cueva con la luz tentadora del bosque. El zorrito, sin recordar ya su miedo de antes, se acercó a la entrada de la cueva, y al cabo se asomó. Todo estaba desierto, pero le pareció muy hermoso el paraje. Emocionado, entonces, salió de la cueva para mirarlo todo detenidamente, regocijándose en la contemplación de los frondosos árboles y de la fresca hierba que se extendía ante sus patas, así como con los tibios rayos del sol que acariciaban su pequeño cuerpo calentándole la piel.
Mas de súbito oyó un ruido, y se sobresaltó creyendo que se trataba del lobo, por lo que echó a correr hasta la cueva.
Poco después llegó la zorra, su madre, con una gallina.
-Ven aquí -dijo al pequeño zorro, soltando la gallina que revolo-teaba. Esta es nuestra comida.
El pequeño zorro parecía no comprender.
-Mira -le dijo la zorra; esto es la muerte.
Y con su pata hizo una profunda herida en el cuello de la gallina, de la cual manaba sangre en abundancia.
-Esto hará el lobo contigo si te caza. ¿Ves? La gallina ya no puede correr y ahora nos la comeremos.
El pequeño zorro, que nada decía, miraba con mucha compasión a la gallina muerta. Aunque en verdad no sintiese pena por ella, sino por él mismo. Pensaba en lo que podría sucederle de caer en las garras del lobo. Se dijo entonces que nunca desobedecería a la zorra.
Al día siguiente se decidió la zorra a llevar de paseo al zorrito por el bosque, pues deseaba mostrarle cuáles eran las astucias más imf escindibles para sobrevivir en aquel peligroso lugar. Quería enseñar-le, además, a cazar por sorpresa. Y, sobre todo, a librarse del lobo, su enconado enemigo.
Correteaba contento el pequeño zorro, sin el temor de verse desamparado, pues sentía junto a sí la presencia de la madre.
-Mira -dijo la zorra de repente: ése es el lobo.
El pequeño zorro, estremecido, se pegó a su madre para no ser visto.
Pasó el tiempo y creció el zorro, que ya correteaba por todas partes, aunque marchaba despavorido hacia la cueva en cuanto veía de lejos al lobo. Pero un día se topó de frente con el maligno, que no llegó a ver al zorro, pues un ruido a sus espaldas atrajo la atención de la fiera, y quedó paralizado por el horror que le produjo tan desagradable encuentro. Después, poco a poco y ocultándose en la hojarasca, retrocedió hasta llegar, casi sin aliento, a su cueva.
-¿Qué te ha sucedido? -le preguntó la zorra al verlo tan demu-dado.
-He visto al lobo.
-¿Y te ha perseguido?
-No, no me ha visto. Pero ya no volveré a salir solo.
Al día siguiente, sin embargo, lo hizo. Y correteando de un lado a otro volvió a distanciarse mucho de la cueva. De pronto sintió el rodar de unas piedrecillas, y al mirar hacia el lugar por donde cayeran, vio al lobo que estaba quieto, al acecho de un jabalí.
El pequeño zorro quedó inmóvil; el terror le había paralizado. Pero poco a poco fue recuperándose, y como era muy curioso, cuando se sintió seguro decidió acercarse hasta quien su madre le señalara como temible enemigo.
-¿Y si no es tan malo? -se dijo el zorro. ¿Y si no son más que suposiciones de mi madre?
El zorro, además, consideraba que poseía ya el valor suficiente como para defenderse de cualquier ataque.
-Buenos días, amigo lobo -dijo cuando estuvo cerca de la fiera.
El lobo se volvió, y de inmediato, al ver tan confiado al zorrito, pensó en vengarse en él de las muchas malas pasadas que le causaran otros zorros.
-Buenos días, amigo zorrito -dijo el lobo con mucha y fingida amabilidad. ¿Qué se te ofrece?
-Nada; estoy paseando. Me gusta pasear por el bosque.
-Pues yo -dijo el lobo- estaba descansando aquí, a la sombra de este árbol tan grande, y nada tengo que hacer. Si quieres puedo acompañarte. Yo te enseñaré el bosque; te enseñaré también dónde viven los hombres, pero no nos acercaremos a ellos, que esos sí que son fieros y malvados.
-¿De veras que quieres ser mi amigo? -preguntó admirado por la nueva el pequeño zorro. ¡Qué inocente es mi madre, la zorra!
-¿Por qué dices eso? -preguntó el lobo, poniéndose en guardia.
-Ella cree que vas a matarme en cuanto me descuide.
-No sé por qué dice eso. Mira, para demostrarte que en verdad soy tu amigo, no sóloo voy a acompañarte por el bosque, sino que, al llegar a mi guarida, cogeré una escopeta que allí guardo, y que robé a un hombre, para irnos juntos de caza. Yo te enseñaré a disparar.
El pequeño zorro dio muestras de mucha alegría, y juntos comen-zaron a caminar por la senda. Cuando al poco llegaron a la guarida del lobo, éste vio a lo lejos a un perro y su primer impulso fue el de echar a correr tras él. Pero se dominó a tiempo, a fin de no atemorizar al pequeño zorro.
-Espérame, que voy a entrar a buscar la escopeta -dijo.
Pero entonces algo insospechado aconteció. El perro, que había quedado al acecho entre los matorrales, se acercó al pequeño zorro.
-¿Cómo es que no echas a correr ahora que aún puedes hacerlo? -le preguntó.
-El lobo es amigo mío -dijo el pequeño zorro.
-¡Sí, sí, amigo! No seas tonto y escucha mi consejo: corre cuanto puedas para alejarte de aquí, como yo lo haré de inmediato, pues no quiero que esa fiera acabe conmigo.
Y acto seguido el perro echó a correr con todas sus fuerzas.
El zorro, no obstante, se quedó pensativo y a punto estuvo de seguir al perro, pero un momento de indecisión fue suficiente para que ya no pudiera hacerlo. El lobo acababa de regresar, armado con la escopeta que robase a un hombre.
-Bien, amigo mío -dijo al zorrito, ya estoy aquí.
-Ya veo que me has traído la escopeta -dijo el pequeño zorro mientras urdía estratagemas a toda prisa para jugarle una mala pasada al lobo.
El lobo notó algo raro en el pequeño zorro, pero como hasta el momento había dado muestras de ser más noble y confiado que un cordero, creyó que el pequeño estaba única y exclusivamente emocionado ante la contemplación de la escopeta.
-Toma, aquí tienes la escopeta -dijo entonces el lobo al zorro. Vas a aprender a cazar como lo hacen los hombres. Para empezar, dispara contra los mosquitos, que ese blanco, al ser pequeño y difícil, te ayudará a conseguir una buena puntería.
-Bueno -dijo el pequeño zorro; primero dispararé contra los mosquitos, y después contra algún otro animal que sea más grande, ¿no?
-Claro, claro -dijo el lobo. Verás qué sorpresa se lleva tu madre cuando le muestres las piezas cobradas -dijo el lobo malvadamente.
Pero el pequeño zorro, astuto como todos los de su especie, no se dejó engañar. En cuanto el lobo le enseñó a manejar la escopeta, dijo:
-Me gustaría probar mi puntería.
-De acuerdo, dispara contra lo que más te apetezca.
-Mira, veo un mosquito posado sobre el anca de ese buey. Voy a disparar.
El lobo reía para sus adentros. Creía haber engañado al pequeño zorro, el cual, en su deseo de aprender, veía mosquitos por todas partes.
-Anda, dispara ya -animó al zorro.
Apuntó el zorro, disparó y comenzó a dar saltos de alegría.
-¡Le he dado! ¡Le he dado! ¡He visto cómo le daba al mosquito en la cabeza!
A punto estuvo el lobo de abalanzarse contra el zorro, pero no pudo de tanta risa como tenía. Pensó, entonces, hacerlo un poco después, luego de que el pequeño zorro le divirtiera un rato.
-Ven conmigo, amigo lobo; vamos a ver al mosquito que he matado -dijo el zorro.
El lobo, aguantándose la risa, siguió al pequeño, que no paró de correr hasta llegar a donde pacía mansamente el buey.
-Amigo buey -dijo, ¿no has visto caer muerto de un balazo al mosquito que tenías encima?
El buey, que rumiaba pacientemente, miró con desconfianza al lobo y al zorro, y pensó que lo mejor y más acertado sería seguirles la corriente para que se fueran cuanto antes.
-Sí -dijo; he visto a un mosquito caer muerto de un balazo a mi lado. Pero me lo he comido con un poco de pasto.
-Gracias, amigo buey -dijo el zorro.
El lobo, entonces, se arrepintió de no haber hecho antes lo que pensara, y no tuvo otra idea que la de alejarse del buey enseguida para dar cumplida y definitiva cuenta del zorrito, que correteaba con la escopeta al hombro.
De pronto perdió de vista al pequeño zorro, para al instante oír su voz:
-Estate quieto, que tienes un mosquito en el lomo.
Disparó de inmediato el zorro. El lobo, sorprendido, apenas pudo dar un salto, pero suficiente para salvar su vida. La bala sólo le atravesó una pata, y sufriendo por el dolor echó a correr para esconderse en su cueva, de la que ya nunca se atrevió a salir y donde murió tiempo después.
Cuando el pequeño zorro volvió a su guarida, llevando consigo la escopeta, y contó a su madre lo sucedido, la zorra le dijo que de ahora en adelante podría salir solo, pues había demostrado suficientemente el valor y la astucia que son comunes a los zorros.

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