Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 27 de julio de 2012

Los azulones y la tortuga estúpida

Había una vez una tortuga que vivía en un lago y era amiga, de dos azulones. En una ocasión se produjo una gran sequía y el lago estaba a punto de desaparecer. Los dos azulones decidieron irse volando a otra parte.
-No me abandonéis -suplicó la tortuga. ¡De otro modo cuando el lago se seque, me moriré!
Los azulones respondieron:
-Vale, tortuga, te llevaremos con nosotros. Cogeremos una rama larga y cada uno de nosotros la sostendrá por sus extremos con el pico. Tú sólo tendrás que agarrarte con tu boca a la rama. Pero recuerda que, durante el viaje, no debes hablar. De otro modo, caerás a tierra.
Dicho y hecho. Los dos azulones alzaron el vuelo, con la tortuga en el medio, rumbo a otro lago. Volaron sobre un pueblo y la gente miraba hacia arriba y se quedaba perpleja:
-¿Qué llevan esos azulones? ¡Parece la rueda de un carro!
Ofendida por aquella frase, la tortuga gritó:
-¡Estúpidos! ¿No os dais cuenta de que soy una tortuga y en la rueda de un carro?
Pero al abrir la boca, naturalmente, dejó de estar sujeta de la rama, cayó a tierra y se mató.

004. anonimo (india)

La sirenita

En una cabaña, a la orilla del mar, vivía una mujer muy pobre. Era vieja, muy vieja, y resultaba un verdadero milagro que su cabaña, aún más vieja que ella, se mantuviese en pie. Pero la po­bre mujer vivía allí a gusto porque no tenía hijos y no habría su­bido adónde ir.
Para trabajar era demasiado vieja. No se moría de hambre porque recogía en la plaga pececillos, pequeños cangrejos, alme­jas, todo aquello que las olas llevaban a la orilla. Cuando había tormenta, la vieja se quedaba encerrada todo el día en casa pa­deciendo hambre. Pero al menos estaba segura de que, acabada la tormenta, encontraría en la plaga muchos peces y hasta algu­nos leños para encender fuego.
Una noche estalló un terrible temporal. Llovía, silbaba el viento, el mar aullaba.
En cuanto amaneció, la vieja salió de su cabaña. Consiguió a duras penas llegar a la playa, pues el viento soplaba cada vez más fuerte y enormes olas encrespaban el mar. Mientras recogía los pececitos, una ola gigantesca la alcanzó y la cubrió comple­tamente. La pobre vieja sospechó que había llegado su última hora y con ambas manos se aferró a algo duro. Cuando la ma­rea descendió, vio que se había agarrado a la concha de un gran molusco.
-Tendré algo para comer -pensó aliviada, y colocó la concha en la cesta junto con las almejas, los pequeños cangrejos, todo lo que había recogido.
En casa, al preparar la comida, se dio cuenta de que la con­cha estaba semiabierta. Se ayudó con un cuchillo para abrirla del todo y, con gran sorpresa, encontró dentro a una niña: pequeña, muy hermosa y despierta. Tenía los ojos verdes, una larga cabe­llera, un cuerpo centelleante de madreperla y, en lugar de los pies, una cola de pez.
No sabiendo qué hacer, la vieja se fue con la concha a con­sultar a una adivina. Ésta observó a la niña y dijo:
-No es una criatura humana. Es la hija de la reina del mar. Debe de haberse escondido en la concha por miedo a los tiburo­nes. Debes llevarla de nuevo al mar, dejarla en una roca y espe­rar a ver qué sucede.
La vieja obedeció. Llevó a la sirenita, dentro de la concha, a la orilla del mar, la colocó en una roca y se escondió. Poco des­pués, oyó una voz. Salió de su escondite y vio en el agua, junto a la orilla, a una maravillosa sirena. Largos cabellos le cubrían todo el cuerpo y estaban adornados con perlas.
-La niña es mía -dijo la sirena. La escondí en la concha para salvarla del tiburón que mató a mi marido y que quiere obligarme a ser su mujer.
Luego la sirena amamantó a la pequeña y le pidió a la vieja que la llevase todas las mañanas a la orilla del mar. A cambio, le dijo, le conseguiría todos los peces que quisiera para subsistir.
La vieja albergó a la sirena en su cabaña y, cada mañana, la llevaba a la orilla del mar para que su madre pudiese alimentar­la. Y cuando volvía a la cabaña, su cesta siempre estaba llena hasta el borde.
La sirena creció a ojos vistas y, en cuanto se hizo mayor y fuerte, su madre quiso llevársela consigo. Pero cada vez que la vieja se dirigía a la orilla, la joven sirenita salía del mar, la besa­ba y le regalaba un puñado de hermosas perlas.
La vieja ya no volvió a pasar hambre, pues lo tenía todo en abundancia. Y lo más importante era que pa no estaba sola.

004. anonimo (india)

La mona y la tortuga

Una mona vivía en una isla lejana, en un bosquecillo de higueras cerca del mar. Se alimentaba de fruta y se lo pasaba muy bien. Sólo le faltaba un amigo y pronto lo encontró. Una mañana vio en el agua, no lejos de la playa, una gran tortuga que había lle­gado nadando desde la isla vecina. La mona arrancó enseguida un higo maduro y se lo arrojó a la tortuga, que se lo comió en­seguida, y le pareció tan exquisito que no dejaba de darle las gracias.
-Ni una palabra más -exclamó la mona. Si te gustan los hi­gos, puedo darte más.
Desde aquel momento, la mona y la tortuga entablaron una amistad. La mona estaba contenta por haber encontrado a al­guien con quien conversar; la tortuga, por haber encontrado a una anfitriona tan generosa y unos higos tan dulces.
Por la misma época, el rey León se enfermó. Al borde de la muerte, ya nada podía salvarlo, salvo un corazón de mona que, como se sabe, cura cualquier enfermedad. El rey León prometió una abundante recompensa y un título de nobleza a quien le lle­vase un corazón de mona.
La tortuga se enteró y pensó enseguida en su amiga de los higos.
Sin perder tiempo emprendió viaje, nadó hasta el bosqueci­llo de las higueras, aceptó los dulces frutos que le daba la mona y, finalmente, le dijo:
-Amiga mía, me gustaría tanto compensar tu hospitalidad... ¿Quieres venir a visitarme?
-Con mucho gusto -respondió la mona. Pero, ¿cómo haré para cruzar el mar?
-Muy sencillo: irás montada sobre mí, yo te llevaré.
La mona, sin sospechar nada malo, montó sobre la tortuga y comenzó la travesía.
Cuando estuvieron en medio del mar, de repente, la tortuga dijo:
-Oye: ¿es cierto que tu corazón cura cualquier enfermedad?
La mona soltó unos chillidos de terror. Sólo ahora se daba cuenta del peligro en que se encontraba. Pero ¿cómo salvarse a esas alturas? Estaban en alta mar y a ella no se le daba bien la natación. Reflexionó un momento y al fin respondió:
-Es verdad, tortuga, mi corazón es la mejor medicina. ¿Hay algún enfermo entre vosotros?
-Sí, nuestro rey.
-Pero, ¿por qué no me lo dijiste antes? Si lo hubiese sabido, habría cogido el corazón para dártelo.
-¿Cómo? ¿No llevas contigo tu corazón?
-Claro que no. Debes saber que nosotras, las monas, cuando salimos de viaje, dejamos el corazón en casa. Pero todo tiene re­medio: llévame de vuelta a casa y te lo daré.
La tortuga obedeció, cambió el rumbo y llevó a la mona a su casa. Al llegar, naturalmente, la mona trepó al primer árbol que vio y no volvió a separarse nunca más de sus higos.

004. anonimo (india)

La hermosa blancanube y su hija nieveblanca

Hace muchísimo tiempo el Fuego, que era un terrible gigante, se casó con la hermosa Blancanube y la llevó a vivir a su caverna entre los montes. Pero Blancanube no era feliz. El gigante era muy celoso y la mantenía encerrada en la caverna como en una prisión. No podía salir al exterior. Su única alegría era su hija, una muchacha tan hermosa y tan blanca que el gigante le había dado el nombre de Nieveblanca.
Un día, el gigante salió de caza y se olvidó de cerrar la entra­da de la caverna con la pesada roca que hacía de puerta. Blanca­nube, muy contenta, cogió de la mano a su niña y se dio prisa en salir.
Sin embargo, justamente en los alrededores de la caverna es­taba cazando el peor enemigo del gigante, el Viento. En cuanto vio a Blancanube la alzó con sus brazos y se la llevó muy lejos.
Cuando el Fuego regresó, se encontró en la entrada de la ca­verna con la pequeña Nieveblanca. La hermosa Blancanube ha­bía desaparecido con el Viento más allá de los montes.
El Fuego pataleó de rabia, gritó airado y bramó presa de la cólera. Cada vez que pataleaba temblaba toda la tierra; cada vez que gritaba se abría un cráter en la cima de la montaña; cada vez que bramaba brotaban del corazón de la montaña lla­mas y piedras candentes. Los habitantes de los alrededores hu­geron despavoridos hasta el mar. Pero la cólera no le sirvió de nada al gigante: Blancanube no regresó jamás.
Al Fuego le quedaba solamente su hermosa hija Nieveblanca. La amaba como a la niña de sus ojos y, temiendo por ella, le prohibió que saliese de la caverna. Cuando iba a cazar, la deja­ba bajo la custodia de su criado, un enano pequeño, muu negro, y hacía rodar una enorme piedra delante de la entrada a la ca­verna.
El enano era feo como la noche, pero la muchacha se enamo­ró de él, porque era su único amigo, la única criatura con la que podía intercambiar palabra.
Pasaron los años. Blancanube había pasado varias veces cer­ca de la montaña donde se ocultaba la caverna del Fuego, pero en vano había buscado algún rastro de su hija. Jamás conseguía verla y, bañada en lágrimas, debía seguir al Viento que la impul­saba hacia delante. Cuando sus lágrimas caían sobre la tierra, la gente decía:
-Está lloviendo.
Y cayeron tantas lágrimas que los arroquelos se transforma­ron en torrentes, y los torrentes en ríos amenazadores que inun­daron todo el valle. Los habitantes tuvieron que huir hasta el mar para ponerse a salvo.
Así siguieron las cosas durante un buen tiempo. Cada vez que el Fuego divisaba en el cielo a Blancanube, comenzaba a patale­ar, a gritar y a bramar, y cada vez que Blancanube pasaba sobre las montañas y no veía a su hija, no paraba de llover.
Nieveblanca, mientras tanto, había crecido y sentía una gran nostalgia por el cielo abierto. Cada día le suplicaba al enano que la dejase salir sólo un momento, cada día le rogaba y le implo­raba, hasta que el enano le prometió que cumpliría con su deseo, pero sólo de noche.
Y una noche, en efecto, cuando el Fuego se acostó y se quedó dormido, el enano p la muchacha salieron de la caverna y pase­aron por la montaña. Nieveblanca creía soñar y, desde entonces, quiso salir todas las noches. El buen enano la complacía, pero la hacía volver a la caverna antes de que amaneciese. Una noche, el resplandor de las estrellas era tan intenso que la muchacha ex­presó el deseo de tener una.
-Enano negro, tráeme una estrellita. ¡Me gustaría tanto po­nérmela en la frente...!
El enano negro respondió:
-Soy demasiado pequeño para complacerte. A esa altura sólo es capaz de llegar mi amo, el Fuego.
-Entonces habla con él y pídele que me la traiga -dijo la mu­chacha; si no, no me casaré nunca contigo, aunque mi padre te lo haya prometido.
El enano prometió que hablaría con el gigante y llevó a Nie­veblanca de vuelta a la caverna. Al cerrar la entrada, sin embar­go, se distrajo y no arrimó del todo la piedra. Después fue a ha­blar con su amo.
En cuanto se hizo de día, un haz de luz entró en la caverna a través de la rendija. La muchacha se sintió fascinada, porque no había visto nunca en su vida una luz tan hermosa. Ansiosa por echar un vistazo, se deslizó por la estrecha abertura y salió al ex­terior. Se presentó ante sus ojos el paisaje espléndidamente ilu­minado por los tonos rojizos de la mañana. Verdeaba la hierba a su alrededor, en ella brillaban las flores, en el aire cantaban los pájaros. En ese momento, el sol dejó asomar su cabeza por enci­ma de la cumbre de la montaña. Nieveblanca corrió a su en­cuentro. Subía cada vez más y se sentía cada vez más feliz y al mismo tiempo cada vez más débil.
Muy cerca de la cima, sintió que qa no podía seguir p se sen­tó en una roca para recobrar el aliento. Justo en ese instante pasó sobre la montaña su madre, Blancanube. Al ver a su hija, se dio prisa en cubrirla para protegerla del sol ardiente, pero fue en vano, ya que el Viento no le permitió detenerse y la alejó con su soplo.
Nieveblanca se quedó sentada en la roca. Era tan blanca y tan hermosa que el propio Sol se enamoró de ella. Entonces des­cendió un poco, se inclinó sobre ella y la besó. Pero al rozarla con sus labios inflamados, la muchacha se derritió.
Cuando el Fuego y el enano negro llegaron a la cima de la montaña, sólo vieron en la roca unas pocas gotas de agua más pura que el cristal.

004. anonimo (india)

La cabra toma el pelo al león

Una vez, una cabra llegó tarde al prado. Era vieja y no conseguía correr como las demás. Y comenzaba a oscurecer cuando la po­bre cabra aún estaba muy lejos del pueblo. Cuando se dio cuen­ta de que no podría llegar a la casa y que debería pasar la noche al raso, la vieja cabra se dedicó a buscar un lugar abrigado para descansar. Poco después, vio una gruta en una roca y se dirigió corriendo hacia allí.
Para su desgracia, aquella gruta era la guarida de un león fe­roz. Cuando la cabra tomó conciencia de ello, fue presa del pá­nico, pero ya era demasiado tarde para volver atrás. Si se volvía y escapaba, sin duda el león la habría perseguido hasta alcan­zarla y hacerla pedazos.
Le quedaba sólo la esperanza de sorprender al león con su astucia, y fue así como decidió ir a su encuentro.
El león no había visto jamás a ningún animal dirigiéndose hacia su guarida sin el menor asomo de miedo.
-¿Quién eres tú? -le preguntó a la cabra.
-Soy la reina de las cabras y he hecho un solemne juramen­to: antes de morir, quiero devorar cien tigres, veinticinco elefan­tes y diez leones. Ya he devorado los cien tigres y los veinticinco elefantes. Ahora estoy buscando los diez leones.
Al escuchar aquellas palabras, el león se sintió aterrorizado. Le rogó a la cabra que lo dejase ir al río para darse su último baño antes de morir. La cabra accedió, el león puso pies en pol­vorosa y se alejó de la gruta.
Poco después, el león se encontró con un chacal:
-Pero ¿a quién le tienes tanto miedo? -preguntó el chacal.
-A un animal terrible que ha venido a mi guarida. Obser­vándolo bien, parecía una cabra; tenía grandes ojos verdes, cuer­nos gruesos 9 una barbilla blanca. Pero no le tenía miedo a nada y andaba buscando leones para devorarlos. Quería comerme también a mí. He tenido el tiempo justo para escapar.
El astuto chacal se echó a reír.
-En tu lugar, yo intentaría descubrir de qué animal se trata en realidad. Si quieres, podemos ir juntos. Esta noche tendremos una cena estupenda.
El león volvió a su guardia en compañía del chacal.
Cuando la cabra vio al león y al chacal juntos, salió a su en­cuentro y dijo:
-¿Es ésta la forma, chacal, de seguir mis órdenes? ¿Te ordené que me consiguieses diez leones de una vez y tú vuelves trayén­dome sólo uno? Te comeré también a ti, por tu desobediencia.
Al escuchar aquellas palabras, el león creyó que el chacal ha­bía querido engañarlo y se le lanzó encima con un terrible rugi­do. Mientras el león y el chacal se ensañaban luchando, la cabra salió de la guarida y volvió a su casa.

004. anonimo (india)



Hay hierba en las palmeras?

Un día, un ladronzuelo se deslizó en un jardín y trepó a un co­cotero para robar algunos cocos. Antes de que lograse arrancar uno, apareció el jardinero dando voces. El ladrón bajó deprisa del árbol, pero no pudo escapar porque el jardinero lo agarró por el cogote:
-¡Eh! ¿Qué estabas haciendo subido a la palmera?
-Nada malo, amigo -respondió rápidamente el ladrón. Es­taba buscando un poco de hierba fresca para mi ternerito.
-¿Hierba fresca? ¿Y desde cuándo la hierba crece en los co­coteros?
-No crece hierba, es evidente -respondió el ladrón, pero yo no lo sabía. Ahora lo sé, y por eso he bajado tan deprisa.
El jardinero se quedó boquiabierto, sorprendido por la res­puesta, y el ladrón aprovechó la ocasión para ponerse a salvo.

004. anonimo (india)

El sol, la luna, el viento y el cielo

Hace mucho, muchísimo tiempo, cuando el mundo era aún muy joven, el Sol, la Luna y el Viento fueron invitados a comer a casa de sus primos, el Trueno y el Relámpago. Madre Cielo los pre­paró para el viaje, les deseó que se divirtiesen y se quedó sola en casa.
El Sol y el Viento eran muy golosos. Comieron todos los manjares que sus primos les servían, y no pensaron ni un instan­te en su madre, que se había quedado sola, y en ayunas, en su casa. Sólo la más joven, la pequeña Luna, se acordó de ella, y dejó aparte una porción de cada uno de los platos que había en la mesa.
Cuando el Sol, el Viento y la pequeña Luna volvieron a casa, Madre Cielo les preguntó:
-Hijos míos, ¿no me habéis traído nada?
-¿Cómo se te ocurre, Madre? -replicó con soberbia el Sol, que era el mayor de los tres. Me invitaron para divertirme y disfrutar de la comida, no para hacer de recadero y traerte una tartera. Por otra parte, ni siquiera habrías sido capaz de apreciar los exquisitos manjares que nos sirvieron.
-Claro, claro -aprobó el Viento. Después de todo, ya no te queda ni un solo diente. Y además: ¿te parece elegante traer alimentos en los bolsillos cuando nos invitan a comer fuera? Ya lo sé: una mujer de campo no puede entender estas cosas.
-¡Qué groseros y vulgares que sois! -exclamó la más joven, la pequeña Luna. ¡Me da la impresión de que ninguno de vo­sotros sabe cómo se le habla a una madre!
-Se volvió a la vieja señora y la consoló:
-Te he traído comida, madre. Pruébala. Te he traído un poco de todo lo que nos sirvieron.
-Ojalá que vivas mucho tiempo, mi pequeña Luna -dijo Ma­dre Cielo y luego, dirigiéndose a sus otros hijos, añadió:
-Voso­tros, en cambio, tendréis el castigo merecido. ¡Tú, Sol, porque fuiste a un banquete y no pensaste un solo momento en tu vieja madre, arderás con un fuego sin fin! Lanzarás ferozmente tus ra­yos y jamás sentirás el alivio del aire fresco. ¡Y tampoco tú, Viento, por ser tan egoísta, no volverás a vivir en paz! ¡Secarás todo lo que toques y nunca te quedarás quieto! Pero tú, pequeña Luna, como te has acordado de tu madre, serás siempre fresca, pacífica y hermosa, y todo el mundo te querrá siempre. Cuando alcen sus ojos hacia ti, cantarán tus virtudes y te bendecirán.

004. anonimo (india)

El sol, la luna y las estrellas

El Sol y la Luna eran hermanos. El Sol tenía mil hijos y la Luna, mil hijas. Los hijos del Sol paseaban todo el día con su padre por el cielo y atormentaban a los hombres con sus rayos insoportablemente calurosos. Las hijas de la Luna paseaban toda la noche con su madre por el cielo y atormentaban a los hombres con sus rayos insoportablemente fríos. Y así siguió siendo durante muchos años.
Una vez, sin embargo, como ya no podían más, los hombres se dirigieron al Sol y a la Luna y les dijeron:
-Querido Sol, querida Luna, os queremos mucho a ambos. Tu calor, Sol, hace madurar las plantas, y tú, Luna, nos das luz cuando salimos a pescar de noche. Pero vuestros hijos nos atormentan. Ordena a tus hijos, Sol, que dejen de quemarnos; y tú, Luna, impide que tus hijas nos atormenten con tanto frío.
El Sol y la Luna se enfadaron con sus hijos y sus hijas porque atormentaban a los hombres de ese modo. El Sol arrojó a sus hijos al mar, donde se ahogaron todos. Al ver el destino de sus primos, las hijas de la Luna le rogaron a su madre que las perdonase y le prometieron que dejarían de atormentar a los hombres. La Luna las perdonó.
Desde aquella época, el Sol viaja por el cielo solo, y la Luna, en cambio, siempre está rodeada de sus hijas, las estrellas. Y las estrellas, como lo prometieron, ya no atormentan a los hombres con sus rayos helados. Al menos, no como antes.

004. anonimo (india)

El regalo del pajarito


Vivieron hace tiempo, en una pequeña aldea, un viejo y una vie­ja. El hombre tenía un pajarito por el que sentía mucho afecto. Lo cuidaba, le daba de comer y beber, e intentaba que tuviese una vida feliz.
Un día, el viejo tuvo que irse de casa por una temporada. Antes de marcharse, le suplicó a su mujer que diese regularmen­te de comer y beber a su pajarito. Pero la vieja se olvidó de él y se ocupó sólo de sus asuntos.
Como debía hacer secar el trigo, llenó una escudilla y la puso al sol en el alféizar de la ventana. Pasa un día, pasan dos, pasan tres.
Finalmente el pájaro, que se moría de hambre, comenzó a dar picotazos a las rejas de la jaula, se abrió paso, escapó, corrió derecho hacia la escudilla y se comió el trigo.
Cuando la mujer se dio cuenta de lo ocurrido, echó al paja­rito fuera de casa. Después de un tiempo, el viejo regresó y la mujer le dijo que el pajarito se había escapado. El hombre se sin­tió muy mal y, cuando vio que el pajarito no volvía, decidió sa­lir a buscarlo por el bosque.
Rebuscó por todo el bosque y finalmente lo vio en la parte más tupida. Le rogó que volviese con él, pero el pájaro no quiso saber nada.
El hombre se quedó un rato en el bosque en compañía del pajarito y, cuando estaba a punto de volver a casa, el pájaro puso frente a él dos cestos -uno grande y pesado, el otro pequeño y ligero- y le dijo que eligiese uno como regalo. El hombre dio las gracias al pajarito:
-Si no puedo hacerte cambiar de idea, dame el pequeño. El grande sería demasiado pesado para mí.
Cogió el cesto pequeño, lo equilibró sobre su cabeza, dijo adiós al pajarito y volvió a casa por el mismo camino.
En casa le contó todo a su mujer y juntos decidieron mirar qué contenía el cesto. Lo abrieron y ¡vaya sorpresa! estaba lle­no de oro, plata y piedras preciosas.
La mujer, con los ojos brillantes de codicia, gritó:
-Deprisa, viejo, dime enseguida dónde puedo encontrar al pájaro. Seré más astuta que tú y cogeré el cesto grande.
La mujer salió en busca del pajarito. En cuanto lo en­contró, empezó a hablar:
-Oh, mi querido pajarito, hace mucho tiempo que te estoy buscando. He recorrido todo el bosque y por fin he logrado en­contrarte. Déjame, te lo ruego, un pequeño regalo de recuerdo.
El pájaro saludó cortésmente a la mujer, como si hubiese ol­vidado su mala acción, y le propuso también a ella que eligiese entre dos cestos: uno grande y pesado, el otro pequeño y ligero.
La mujer, ávida, sin vacilar un momento, cogió el cesto más grande y volvió deprisa a su casa, olvidándose incluso de darle las gracias. En cuanto traspuso el umbral de la casa, abrió el ces­to e introdujo sus manos. Pero, en lugar de oro y piedras precio­sas, encontró allí serpientes y escorpiones que se retorcían inten­tando salir. La vieja se asustó tanto que puso pies en polvoro­sa y huyó de casa. Y, por lo que podemos saber, aún huye desesperada de aquí para allá, sin saber adónde ir.

Fuente: Gianni Rodari

004. anonimo (india)

El origen de los animales


Hace mucho tiempo, el Sol era un gran cacique q tenía su tienda en el cielo. El Sol brillaba todo el día y calentaba el mundo. De las demás tareas se ocupaba su ayudante grande y corpulento, llamado Napi. El Sol y Napi trabajaban todo el día. Pero, en una ocasión, Napi acabó con sus labores un poco antes que de costumbre. Se sentó junto a una fuente, encendió su pipa y se quedó allí, fumando tranquilamente. Mientras tanto, como se aburría, cogió arcilla y comenzó a amasarla. Primero hizo un animalito, después otro, final-mente un tercero, hasta modelar todas las especies de animales que viven hoy en la Tierra.
Napi colocó a los animales en una piedra lisa, para que se secasen, se llevó de nuevo la pipa a la boca y se quedó pensando.
Un momento después, cogió el primer animalito de arcilla, le sopló y le dijo:
-Ve, hijo mío, tú serás el bisonte y vivirás en los montes.
Cogió cada uno de los animales de barro, uno tras otro, les dio vida con su aliento y así nacieron el antílope, el ciervo, la cabra, el zorro. En definitiva, Napi dio un nombre a todos los animales de la Tierra y a cada uno le asignó el lugar en el que debía vivir.
Sólo había quedado en la piedra un trocito de arcilla. Napi se quedó mirándola pensativamente, mientras fumaba. La cogió, le dio vida con su soplo y dijo:
-Ve, hijo mío, tú serás el hombre y vivirás en medio de los lobos.
Así llegaron los animales a la Tierra y, con ellos, el hombre.
Después de haber creado a los animales y de haberles asignado un puesto a cada uno, Napi pensaba que lo había hecho todo bien y que todos debían estar contentos. Pero no era así. Unos días más tarde, Napi volvió a sentarse junto a la fuente a descansar, pero no había acabado aún de encender su pipa cuando comenzaron a llegar de todas partes sus animales. Estaban descontentos y se lamenta-ban. El primero en hablar fue el bisonte:
-Gran padre, no has hecho las cosas bien: todos estamos insatisfechos.
-¿Y por qué? Os he dado a cada uno una parte de la tierra, ¿de qué os quejáis?
-Por ejemplo, me has ordenado que viva entre los montes, pero yo no puedo vivir allí. Los senderos son tan estrechos que no puedo caminar a mis anchas. Las rocas son tan duras que me quiebran las pezuñas y, para colmo, hay tan poca hierba que no tengo lo suficiente para comer. De verdad, gran padre, que no puedo vivir allí.
La cabra montés dijo:
-Gran padre, no puedo vivir en el desierto. Allí no encuentro nada que me permita reforzar mis pezuñas, no hay sitio por donde trepar ni comida suficiente.
Napi escuchó al bisonte, escuchó a la cabra montés, al antílope, al oso, al puma, al lobo, a todos los demás animales, y finalmente dijo:
-De acuerdo, hijos míos. Dividiré de nuevo la tierra entre vosotros. Tú, bisonte, vivirás en el desierto, y el antílope irá contigo. Tú, cabra montés, vivirás entre los montes, y la oveja de montaña irá contigo. Tú, oso, irás a los bosques de las colinas, y contigo vivirá el puma. El lobo de la estepa y el tejón vivirán en los lugares más solitarios. Y también a los hombres les asignaré una parte de la tierra.
Así dividió Napi la tierra entre los animales, y ellos se sintieron satisfechos. Sólo los hombres no se quedaron conformes y por ello se esparcieron por toda la tierra y aún siguen viviendo hoy por todas partes.

004. anonimo (india)

El mirlo y la zorra


Un día se encontraron el mirlo y la zorra.
-Querido mirlo, ¿quieres jugar? -preguntó la zorra.
-Buena idea, pero ¿a qué?
-Yo conozco un juego muy entretenido que se llama pregun­ta y responde.
-De acuerdo -dijo el mirlo, comienza.
Y comenzaron:
-¿Quién se arrastra y no se quiebra?
-La culebra.
-¿Quién croa por la mañana?
-La rana, la rana.
-¿Quién suena a cera y no bosteza?
-La cereza.
-¿Quién roe a veces sin ton ni son?
-El ratón.
-¿Quién gruñe por el pasillo?
-El cochinillo.
-¿Quién no es caballo ni se encabrita?
-La cabrita.
-¿Quién prefiere la hierba a la espinaca?
-La vaca.
-¿Quién lleva en el casco herradura?
-El caballo.
-¿Y quién se sienta en la montura?
-El hombre.
Fin de la historia: me callo.

004. anonimo (india)

El matrimonio codorniz roba una vaca


Un día, la señora Codorniz le dijo a su esposo, el señor Co­dorniz:
-Oye, ven, hay una vaquilla en el campo. Vamos a robarla.
-Vale, vale -dijo el señor Codorniz.
Salieron juntos y robaron la vaquilla. La mataron y la lleva­ron al bosque.
-Rápido, rápido -le gritaba la señora Codorniz a su esposo, el señor Codorniz.
-Vale, vale -jadeaba el señor Codorniz.
Pero la vaquilla pesaba, pesaba mucho. Imaginaos a dos po­bres codornices intentando levantarla.
Aún hoy, si os detenéis a escucharlas, oiréis cómo hablan las codornices:
-Rápido, rápido -dice la hembra.
-Vale, vale -responde el macho.

004. anonimo (india-chakasia)

El más poderoso de todos

Una vez un poderoso mago, mientras estaba dándose un baño en el río, vio a una ratoncita a punto de ahogarse. La sacó fuera del agua y la transformó en una hermosa muchacha. Tan hermosa que el mago pensó en encontrar para ella un marido maravilloso.
-Cásate con el sol -le dijo a la muchacha.
-No, no me casaré con el sol -respondió ella. No tiene piernas, sólo brazos de fuego. El mundo gira a su alrededor todo el día y por la noche desaparece. Y además tiene dos esposas: la luz y la sombra.
-¡Pero el sol es el más poderoso! -exclamó el mago.
-No, no soy el más poderoso -lo interrumpió el sol. Las nubes son más fuertes que yo. ¡Si quieren, pueden ocultarme!
-Cásate con una nube, entonces -continuó el mago diri­giéndose a la muchacha.
-No, no me casaré con una nube. Es negra y está llena de agua. Nadie quiere a las nubes, porque vuelven húmedo todo lo que tocan. Y además la nube tiene un hijo terrible: el relámpago.
-¡Pero la nube es la más poderosa! -observó el mago.
-No, no soy la más poderosa -intervino la nube. El viento es más fuerte. Si quiere, puede soplar y obligarme a que me vaya.
-¡Cásate, pues, con el viento! -le sugirió el mago a la mu­chacha.
-No, no me casaré con el viento. Corre siempre detrás de cualquier cosa, fastidia a las personas, hiere y reseca todo lo que toca.
-¡Pero el viento es el más poderoso! -insistió el mago.
-No, no soy el más poderoso. La colina es más fuerte. Cuando me lanzo contra ella, acabo siempre hecho pedazos.
-¡Cásate, pues, con la colina!
-No, no me casaré con la colina. Sólo está llena de piedras y de matojos secos. ¿Qué podré hacer con la colina? -replicó la muchacha.
-¡Pero la colina es la más poderosa! -dijo el mago.
-No, no soy la más poderosa. Es más fuerte el hermano Ra­tón. Si quiere, puede roerme y hacer que me desmorone.
-¿Te casarás, entonces, con el hermano Ratón? -preguntó el mago.
-Sí -respondió la muchacha y le sonrió al ratón de dientes fuertes y agudos y de ojitos rojos.
Entonces el mago transformó de nuevo a la muchacha en una ratoncita y ella se echó a correr velozmente por el campo con su querido ratoncito.

Fuente: Gianni Rodari

004. anonimo (india)

El león, el lobo, el chacal, el cuervo y el camello

Reinaba en el bosque y en el desierto Su Majestad el león, rey de todos los animales. Sus consejeros eran el lobo, el chacal y el cuervo. El rey León reinaba y era aficionado a la cacería. Sus consejeros le daban consejos p comían los restos de la comida que él dejaba.
Un día, un camello se extravió y llegó al reino del león. Éste, que nunca antes había visto semejante animal, sintió un poco de miedo.
-¿Quién eres, extranjero, y qué buscas por estas tierras? -le preguntó cortésmente.
-Soy el camello y necesito protegerme de los seres humanos. Al león le agradaron mucho estas palabras, hasta tal punto que le dijo:
-En ese caso, quédate conmigo. Serás mi huésped y nadie podrá hacerte daño.
El camello aceptó con alegría la invitación y, desde aquel día, vivió en la residencia palaciega del león. No le faltaba pasto para pastar, tenía agua en abundancia y el rey León en persona protegía su vida.
Pero, justo por esas fechas, al león le ocurrió una tremenda desgracia. Se batió a duelo con un elefante que le produjo dos profundas heridas con sus largos colmillos.
El león estaba tendido en su cama y, de tan débil, no lograba siquiera moverse. Está claro que no podía salir de caza en se-mejante estado, y muy pronto sus consejeros comenzaron a sentir los ardores del hambre.
-¿Qué podemos hacer? -se preguntaban.
-Solos no podremos conseguir comida -se lamentaba el lobo, que era muy perezoso.
-¿Por qué no nos comemos al camello? -sugirió el chacal.
-El león no nos dejará -observó el lobo. El camello es su huésped.
-Yo creo que sí, que nos dejará -dijo el cuervo. Dejadlo por mi cuenta.
Y se fue volando enseguida a hablar con el león enfermo.
-Majestad -le dijo, con su voz más doliente, estamos muy preocupados por ti. No comes, no bebes, la debilidad te está consu-miendo. Te haría falta una comida sustanciosa.
-Tienes razón, cuervo -respondió el león, pero ¿qué quieres que haga? Por el momento, no puedo salir a cazar.
-¿Y por qué tendrías que salir a cazar? ¿No te das cuenta de que tienes comida a tu alcance? -insinuó malignamente el cuervo.
-¿Qué quieres decir, granuja? -se irritó el león. ¿Que debería comerme al camello, que es mi amigo y mi huésped? He dado mi palabra de rey de que protegeré su vida.
-No hace falta que dejes de cumplir con tu palabra -respondió el cuervo. Ya verás cómo el propio camello te ofrece su carne. Y en ese caso, naturalmente, no podrás negarte a comerlo.
-En ese caso, claro que no -refunfuñó el león.
El cuervo volvió a donde estaban sus compañeros. Les explicó lo que debían decir y qué debían hacer; después se fue con ellos a buscar al camello. Y los cuatro juntos se reunieron con el león.
En presencia del soberano, el primero en tomar la palabra fue el cuervo:
-Majestad, la debilidad te está consumiendo porque no comes nada. Pero nosotros, que somos tus fieles servidores, te ofrecemos de buena gana nuestra vida. Cómeme, pues, y sanarás. El chacal no lo dejó acabar siquiera y dijo a su vez:
-Ah, no, Majestad. El cuervo no es más que piel y huesos, sería peor el remedio que la enfermedad. Es mejor que me comas a mí.
El lobo no lo dejó siquiera terminar y exclamó:
-Ah, no, Majestad, la carne del chacal apesta, no lo digeriríais bien. Es mejor que me comas a mí.
Pero los otros dos dijeron enseguida que la carne del lobo era venenosa.
El camello, que hasta ese momento se había quedado escuchando, se dijo para sus adentros:
-Es hora de que yo también le demuestre al rey mi reconocimiento. Por lo que veo, no creo que los consejeros del rey permitan aceptar que el comido sea yo.
Se adelantó y dijo:
-Poderoso León, si no puedes comer al cuervo ni al chacal ni al lobo, recibe como señal de gratitud mi propia carne. Cómeme.
Aún no había acabado de hablar cuando el cuervo, el chacal y el lobo exclamaron al unísono:
-Claro, Majestad, ésa es la carne que te hace falta.
Se abalanzaron sobre el camello y lo desgarraron sin piedad.

004. anonimo (india)

El gato, la codorniz y el conejo

Una codorniz tenía su nido en un arbusto. Después de vivir un tiempo allí, desapareció y nadie la volvió a ver. Los vecinos cre­ían que le había ocurrido algo malo. En el nido abandonado, construyó su refugio un conejo, quien se quedó allí, feliz y con­tento, durante más de un año.
Fue entonces cuando volvió la codorniz y, al ver su nido ocu­pado, comenzó a chillar:
-¡Fuera de aquí, ladrón! ¡Fuera de mi casa!
-¿Tu casa? -repuso el conejo. Si el que esta viviendo aquí soy yo, quiere decir que la casa es mía.
-¡Pero yo la he construido!
Y el conejo:
-Y yo la he reparado y la he dejado más bonita.
-¡Tengo pruebas de lo que digo!
-También las tengo yo.
-Reclamaré ante el juez.
-Y yo también.
-Ya -se interrumpió la codorniz, pensativa, pero ¿quién hará de juez entre nosotros dos?
-¿Quién, según tú?
Los vecinos aconsejaron:
-El gato montés que vive más allá, en el hueco del árbol, en la linde del bosque.
La codorniz y el conejo se fueron a ver al gato. Vivía en el tronco vacío de una vieja encina. Cuando vio llegar a los dos litigantes, adivinó de qué se trataba. Colocó la cabeza entre sus patas y adoptó una actitud meditabunda.
La codorniz se detuvo a una respetuosa distancia, saludó y dijo:
-Perdona, gato sabio, si interrumpimos tus meditaciones. Hemos venido a hacerte una consulta.
El conejo añadió:
-Hemos oído hablar de tu sabiduría y de tu lucidez, y desea­mos que juzgues nuestro caso.
Pero el gato sabio sacudió la cabeza:
-Queridos míos, si queréis algo de mí, tenéis que acercaros un poco más. Ya sabéis que soy viejo y no oigo muy bien.
La codorniz y el conejo se armaron de valor, se adelantaron unos pasos y volvieron a rogarle al gato que hiciese de juez entre ellos dos. Pero el gato repitió:
-Más cerca, amigos, más cerca. Ya os he dicho que estoy un poco sordo.
La codorniz y el conejo se acercaron aún más y repitieron su petición por tercera vez. Pero el gato, por tercera vez, maulló:
-Es inútil. Si no me habláis al oído, no llego a comprender ni una sola palabra.
La codorniz y el conejo se colocaron finalmente muy cerca y comenzaron a contarle su caso, hablándole al oído.
En la mitad del relato, el gato dio un salto, atrapó a la co­dorniz con sus uñas, al conejo con sus dientes y, en sendos bo­cados, devoró a los dos litigantes.
La codorniz y el conejo deberían haber tenido en cuenta que, frente a dos que discuten, quien se lo pasa mejor es el tercero.

004. anonimo (india)

El chacal y los polluelos

Una vez, trabaron amistad un chacal y una gallina clueca. El chacal trataba a la gallina con mucho afecto, le llevaba granos de trigo, robaba para ella arroz del granero, y no cabía en sí de contento al verla cada vez más gordita. Cuando pensó que ya es­taba bastante gorda, el chacal le dijo:
-Nos conocemos desde hace mucho tiempo. Sería bueno que nos hiciésemos visitas.
-De acuerdo -dijo la clueca, prepararé cerveza y te invitaré a beber unos tragos.
-Primero debes venir tú a mi casa -respondió el chacal. Yo también prepararé cerveza.
Y los dos comenzaron a hacer los preparativos. El chacal co­gió ratones, ranas, luciérnagas y saltamontes, los echó en una gran olla q elaboró una cerveza que apestaba. La clueca, en cambio, hizo su cerveza con arroz y trigo, y despedía un aroma estupendo.
Cuando los dos estuvieron listos, el chacal invitó a la clueca a su casa y le sirvió una jarra de cerveza; pero la gallina se limi­tó a olerla y la dejó allí.
-¿Por qué no bebes? -preguntó el chacal.
-Perdóname, ¿vale?, pero tu cerveza apesta. Vayamos mejor a beber la mía.
-Vamos -dijo el chacal y siguió a la gallina hasta su casa.
La cerveza de la clueca era excelente. Bebieron una jarra, después otra, y la gallina comenzaba a sentir la cabeza pesada. Después de la tercera jarra, se durmió como un tronco. Era lo que esperaba el chacal. Le retorció el cogote, se la llevó a su ma­driguera y se la comió.
-Qué buena es la carne de gallina -decía, muy contento. Mañana me haré también amigo de los polluelos.
El chacal creía que los pollitos se habían ido ya a dormir y que no habían visto nada. Pero, en realidad, no dormían y lo ha­bían visto todo. A la mañana siguiente, el chacal los encontró llorando.
-¿Por qué lloráis, queridos polluelos?
-Lloramos porque nuestra madre ha muerto.
-¿Y esta noche adónde iréis a dormir?
-Dormiremos sobre la paja -respondieron los polluelos.
-Hacéis bien -dijo el chacal y se fue pensando: «volveré esta noche y me los comeré».
Pero los polluelos sabían muy bien qué ideas le rondaban por la cabeza al chacal. En vez de ir a dormir sobre la paja, de­jaron allí unos cuantos clavos y agujas y se ocultaron bajo la mesa.
Cuando oscureció, el chacal entró sigiloso en la casita y hun­dió el hocico en la paja, pero se pinchó con tantos clavos y agu­jas que tuvo que escapar aullando de dolor.
A la mañana siguiente, el chacal volvió a encontrarse con los polluelos y les preguntó de nuevo:
-¿Por qué lloráis, queridos polluelos?
-Porque se ha muerto nuestra madre.
-¿Y esta noche adónde iréis a dormir?
-Bajo la mesa -respondieron los polluelos.
-Hacéis bien -dijo el chacal y se fue pensando: «volveré esta noche y me los comeré».
Pero los polluelos sabían muy bien qué ideas le rondaban por la cabeza al chacal. En lugar de irse a dormir bajo la mesa, colocaron allí hachuelas y cuchillos y después se escondieron en­tre las cenizas de la chimenea.
Cuando oscureció, el chacal entró sigiloso en la casita y me­tió el hocico bajo la mesa, pero acabó con tantas heridas que tuvo que escapar aullando de dolor.
Al tercer día, el chacal volvió a ver a los polluelos y les pre­guntó:
-¿Por qué lloráis, queridos polluelos?
-Lloramos porque se ha muerto nuestra madre.
-¿Y esta noche adónde iréis a dormir?
-Entre las cenizas de la chimenea, porque está muy calentita.
-Y hacéis bien -dijo el chacal y se fue pensando: «esta noche no se me escaparán, me los comeré a todos».
Pero los polluelos sabían muy bien qué ideas le rondaban por la cabeza al chacal. Dijeron:
-Tenemos que encontrar la manera de acabar con el chacal. Si no, nos matará como hizo con nuestra madre.
Uno de ellos cogió un huevo, lo puso entre las cenizas de la chimenea y le dijo:
-Cuando llegue el chacal, lánzate sobre su hocico y déjalo ciego.
Otro polluelo cogió un garrote, lo puso junto a la puerta y le dijo:
-Cuando el huevo se rompa en su hocico y el chacal vaya ha­cia la puerta, golpéale la nariz y dale una paliza.
Un tercer polluelo cogió el mortero, lo puso sobre la puerta y le dijo:
-Cuando el garrote lo golpee y el chacal intente salir por la puerta, lánzate sobre su cabeza y mátalo.
-Pero ¿cuándo vendrá el chacal? -preguntaron el huevo, el garrote y el mortero.
-Una vez que anochezca.
-De acuerdo -dijeron el huevo, el garrote y el mortero. Como él no ha tenido piedad de vosotros y os ha dejado huérfa­nos, nosotros no tendremos piedad de él.
Y se escondieron para cumplir los órdenes de los polluelos.
Cuando oscureció, el chacal se deslizó sigiloso hacia la casi­ta y metió el hocico entre las cenizas de la chimenea. De repente el huevo estalló en su hocico y lo cegó. El chacal dio un salto hasta la puerta, asustado. Pero allí lo esperaba el garrote, que comenzó a darle unos golpes muy fuertes. Aún más asustado, el chacal intentó huir, pero el mortero cayó sobre su cabeza y... buenas noches.
Libres del miedo al chacal, los polluelos vivieron desde aquel día muy felices gracias al huevo, el garrote y el mortero.

004. anonimo (india-cultura santali)