Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 4 de junio de 2012

Cabra cabratis

36. Cuento popular castellano

Leción, epístola Guadiana:
la cabra coja no sana, que la ha encojado el pastor, porque se va a las cebadas, que corta la espiga y deja la caña.
La cabra cabratis
se ha subido a las peñas peñatis.
Llega el lobo lobatis,
la agarra del gargaveratis.
Le dice:
-Lobo, lobatis, no me comas. ¿No te alcuerdas que confesastis con el cura Peculunio, y te dio de penitencia, no comer carne cabruno en este mes, ni en el de junio?
-¿No sabes, cabra cabratis, que habiendo hambre, no hay pecatis?

Arcones, Segovia.
Narrador LXXV, 28 de marzo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, Hijo

058 Anónimo (castilla y leon)

Cabra cabrates

37. Cuento popular castellano

Estaba la cabra cabrates en las altas peñas peñates. Debajo estaba el lobo lobates.
-Baja, cabra cabrates,
a comer de los ricos mirlates,
a beber agua de la fuente clarates.
-No bajo, no, que me comerás.
-No te como, no, que me está prohibido comer carne en todo el mes de mayo.
Bajó la cabra cabrates a comer de los ricos mirlates, a beber agua de la fuente clarates.
¡Aleluya! No la dejó más que la cencerra y eso porque no era suya.

Pedraza, Segovia.
Narrador LVII, 24 de marzo, 1936.

Recopilación: Aurelio M. Espinosa, hijo   

058 Anónimo (castilla y leon)   

Yuha, el juez

Había una vez un hombre que era carnicero. Tenía una caja abierta en la que iba poniendo las monedas de plata que le entragaban al comprar la carne.
Otro hombre, que le ayudaba, iba marcando las monedas
que le daban al carnicero antes de guardarlas en la caja. Cuando hubo vendido toda la carne, le dijo:
-No cierres la caja y dame mi dinero. Me voy a casa. 
-¡Pero qué dices, hombre! ¡Este dinero es mío! -res­pondió el carnicero.
-¡Ni hablar! ¡Lo he ganado yo con mi trabajo! -replicó furioso.
-Si tienes alguna duda, vamos ante un juez.
Se presentaron ante Yuha, que era el juez, y el carnicero, indignado, le explicó el problema.
-Bueno -respondió Yuha-, ¿de dónde has sacado tú este dinero?
-Lo he ganado vendiendo mi carne.
-¿Y tú, cómo lo has conseguido?
-Vendiendo la leña que había recogido -respondió el
hombre.
-Es fácil saber quién de los dos miente -contestó Yuha.
Hizo traer a sus criados una cacerola llena de agua y les mandó ponerla sobre el fuego. Acto seguido echó en ella las monedas de plata.
A medida que el agua se iba calentando iba apareciendo en su superficie una capa cada vez más espesa de grasa. Y Yuha dijo al carnicero:
-Puedes recogerlas, son tuyas. La leña no desprende gra­sa alguna.

 051 Anónimo (saharaui)


Yuha y su hija

Yuha tenía una hija muy hermosa que estaba en edad de casarse y tenía muchos pretendientes.
Vino uno a pedir su mano y Yuha le expuso sus condi­ciones:
-No puedo casar a mi hija si no engorda la vaca.
-¿Por qué? -preguntó sorprendido el joven.
-Porque quiero que después de parir la vaca pueda en­gordar mi hija con su leche.
Pasó el tiempo y notificaron a Yuha que la vaca ya había parido.
Se enteró el pretendiente y fue a ver a Yuha de nuevo, quien le dijo:
-Yo no me refería a este parto, sino al próximo. Pues así mi hija crecerá y engordará más. Mientras, no voy a con­cederla a nadie.

 051 Anónimo (saharaui)

Yuha y el peregrino

Había una vez un hombre que peregrinaba a La Meca y que tenía mucho, mucho dinero.
Al llegar a su destino buscó a un mercader al que los pe­regrinos dejaban sus pertenencias para que se las guardase y que tenía fama de ser una persona honrada, aunque en rea­lidad era un ladrón.
El hombre rico se presentó ante él y le dijo:
-Traigo conmigo mucho dinero. Voy a dejártelo para que me lo guardes.
-Tengo ya muchos encargos, pero a ti voy a hacerte este favor -respondió.
Pasado un tiempo, ya de vuelta de su peregrinación, re­gresó el hombre rico y le dijo:
-Dame el dinero que me guardaste.
-Yo no te conozco de nada. A mí nunca me has dado ningún dinero.
El buen hombre salió en busca de ayuda y fue a ver a Yuha, a quien relató lo que había ocurrido.
-Esto no es ningún problema. Vamos a hacerle una buena jugada.
Empezó a pedir dinero a sus familiares y amigos y reunie­ron mucho más dinero del que el hombre rico le había entre­gado al mercader. Y Yuha le explicó su plan:
-Como hemos reunido más dinero del que tú tenías, yo me voy a presentar con el cofre lleno a la casa de ese hom­bre. Voy a abrirlo y a enseñarle todas las riquezas que contie­ne. En ese momento llegas tú y le reclamas tu dinero. Verás cómo resulta.
Así lo hicieron. En el mismo instante en que Yuha estaba mostrando al mercader el contenido del cofre y pidiéndole que se lo guardase, entró el hombre rico y le dijo que venía a re­coger el dinero que le había entregado.
El mercader, con los ojos brillantes de codicia, le rogó que esperase un momento a que acabara de atender a su cliente. Pero Yuha, astutamente dijo:
-No, por favor, atiéndale primero a él, pues aquí hay tan­to dinero que va a tardar dos o tres días en contarlo.
El mercader fue a buscar rápidamente el dinero del hom­bre rico y se lo devolvió sin rechistar, tentado por la gran for­tuna que traía Yuha, quien se despidió diciendo:
-Mira, ya no necesitamos tus servicios, pues nosotros ya tenemos lo nuestro.

 051 Anónimo (saharaui)

Yuha y el judío rico

Había una vez un judío que era muy rico y era vecino de Yuha. Éste se sentía molesto porque el judío, a pesar de te­ner muchas riquezas, nunca le había ofrecido nada.
Un día se subió arriba a la azotea y se puso a gritar con todas sus fuerzas:
-¡Ay, Dios! ¡Dame cien monedas! ¡Y si falta sólo una no las cogeré!
El judío escuchó las palabras de Yuha y se dijo:
-Voy a poner noventa y nueve monedas en el lugar don­de se pone siempre Yuha, para ver lo que ocurre.
Y así lo hizo.
Al llegar Yuha para repetir sus súplicas vio las monedas y se las metió en el bolsillo sin dudar un instante. En éstas, llegó el judío rico y le dijo:
-¡Venga, dame mi dinero!
-¿Qué dinero? Yo nada tengo que ver contigo. He en­contrado unas monedas en el tejado y simplemente las he re­cogido -respondió amablemente Yuha.
-Ese dinero es mío. O me lo devuelves o nos vamos ante un juez.
-Sólo si me das tu mulo y la vestimenta que llevas pues­ta te acompañaré, si no, no.
-Está bien. Ponte mis ropas, monta en el mulo y vámo­nos ya.
Llegaron por fin ante el juez y éste le mandó a Yuha que le contara el motivo de su visita:
-Yo, señor juez, subí a la azotea y le pedí a Dios que me concediera cien monedas, sin que faltara ni una. Me dio sólo noventa y nueve, así pues, me dejó sin una. Además, ahora tengo miedo por lo que pueda ocurrirles a mi mulo y a las ropas que llevo puestas.
-Dime qué te ha sucedido a ti -ordenó el juez al judío.
-Yo, señor juez, encontré a este hombre en la azotea y pedía a Dios cien monedas, diciendo que si faltaba sólo una no las tocaría. Dejé allí noventa y nueve monedas, vino él y las cogió.
-Pero si Yuha no te había pedido nada a ti, no podía sa­ber que eran tuyas. O sea que no es culpable de nada. Asun­to resuelto. Ya podéis marcharos -sentenció el juez.
Y Yuha partió orgulloso hacia su casa con las monedas en el bolsillo, las ricas vestiduras puestas y montado sobre el mulo.

 051 Anónimo (saharaui)

Yuha

Una vez, Yuha [1] trabajaba en casa del jefe de la ciudad. Un buen día molestó al jefe con sus tonterías y éste decidio matarlo. Reunió a toda su gente y les dijo:
-Sin que Yuha se entere, mañana, cada uno de vosotros deberá traerme un huevo.
Al día siguiente, reunidos todos de nuevo les preguntó si tenían un huevo. El único que Yuha, a quien dijo: el jefe de la ciudad:
-¿Dónde está tu huevo, Yuha?
-Todos estos huevos tienen un padre, -contestó.

Fuente: Carme Aris/Lluisa Cladellas                                                       

051 Anónimo (saharaui)

[1] Protagonista de algunos cuentos saharauis y mauritanos, muy astuto y gracioso.

Yahdih quiere conocer mundo

Había una vez una familia tonta y otra inteligente. Ambas tenían un niño de la misma edad. Un día se juntaron en una fiesta y al irse, sin darse cuenta, se cambiaron los hijos. Pasa­ron los años y los niños crecieron.
La familia inteligente se dio cuenta de que su hijo era muy torpe y se enteraron de que la familia tonta tenía un hijo listí­simo, por lo que decidieron ir a reclamarles el muchacho, in­sistiendo en que se trataba de su hijo. La otra familia se negó a sus deseos y decidieron ir ante un cadí.
Éste, después de escuchar sus peticiones, decidió poner una prueba a los dos muchachos: deberían ir los dos juntos a conocer mundo; hablarían con la gente, descubrirían su for­ma de ser, sus costumbres, observarían todo lo que ocurriese a su alrededor y, al cabo de un cierto tiempo, volverían a pre­sentarse ante él para contarle lo que habían visto.
Transcurrido ese tiempo el cadí les preguntó qué habían observa-do. El chico tonto no supo qué responder. El mucha­cho listo con-testó:
-He encontrado las señales de un frig que acababa de levantar el campamento. Había atravesado un uad mojado con agua de lluvia. En el frig había un camello que tenía el rabo cortado, otro cargado con las crías de una perra recién pari­da, otro camello que era tuerto y también una mujer encinta.
El cadí, sorprendido, le preguntó cómo había podido co­nocer todos estos detalles con tanta precisión.
-He dicho que había un camello con el rabo cortado por­que sus excrementos estaban todos juntos en el mismo sitio. Dije un camello tuerto porque sólo comía la mitad de las plan­tas y también un camello con las crías de una perra recién parida porque estaban sus huellas dando vueltas alrededor del camello. Mencioné que había una mujer en estado porque en­contré las huellas que habían dejado sus manos al apoyarse en el suelo para poderse levantar.
El cadí supo quién era cada uno y mandó al chico listo con la familia inteligente y al chico tonto con la suya.
Al cabo de un tiempo el muchacho inteligente le dijo a su padre:
-Tengo que marcharme, padre, necesito conocer mun­do, viajar y ver nuevas tierras. Dame esta oportunidad.
El hombre quedó satisfecho con la petición de su hijo y le con-testó:
-De acuerdo. Aquí tienes un caballo y una espada. Cuan­do quieras volver ésta será tu casa.
El hijo inició su viaje. Tras unos días de camino llegó a un lugar y supo que allí habitaba una chica muy hermosa que tenía cuarenta pretendientes, todos ellos de familias podero­sas y adineradas. Buscó un lugar para dejar su caballo, su ar­mamento y su ropa y se vistió con ropas viejas, sucias y rotas.
Se dirigió al lugar donde estaban reunidos los pretendien­tes. Cuando entró todos se burlaron de él diciendo:
-¿Tú también quieres casarte con la chica? ¡Ja, ja!
-No. Yo soy pobre. Sólo busco a alguien que quiera dar­me trabajo como criado -y empezó a trabajar ayudando a los sirvientes de la casa.
La chica, que siempre estaba informada de lo que ocurría entre sus preten-dientes, de quién llegaba nuevo y quién se marchaba, pidió a sus criados una explicación completa de lo que había ocurrido.
-Vino un hombre mal vestido y pobre que buscaba trabajo.
-Observadlo bien y me informáis de todo lo que haga -ordenó la muchacha.
Unos días más tarde a la chica se le ocurrió una idea para ponerlo a prueba y dijo a los criados:
-Hoy, para comer, ponéis una gasha [1] de cuscús [2] con carne de camello. Pero antes, en el fondo habréis puesto car­ne de corderito asado con edhin [3], de tal manera que quede completamente cubierta por el cuscús con camello.
Los criados así lo hicieron y los pretendientes, huéspedes de la familia, nada percibieron del suculento manjar que esta­ba escondido y comieron el cuscús. Invitaron al muchacho a comer con ellos, pero éste les dijo humildemente:
-¿Cómo es posible que un pobre criado coma con tan notables señores? No, yo esperaré a que ustedes terminen.
Los pretendientes no insistieron porque en el fondo les mo­lestaba que se sentara con ellos.
Una vez saciados tras la comida, le dieron la gasha al chi­co y éste, que tenía muy buen olfato, apartó el cuscús y em­pezó a comer el delicioso cordero mientras exclamaba:
-¡Qué sabroso!
Los pretendientes quedaron muy sorprendidos de que hu­biese sido capaz de oler tan exquisito manjar.
La chica fue informada inmediatamente y reiteró a sus cria­dos que siguiesen observándole atentamente.
Aquella misma noche raptaron a la muchacha y sus pre­tendientes se prepararon para perseguir al gazi que la había cogido. Salieron detrás de él, pero no consiguieron darle al­cance y regresaron. El muchacho decidió partir en su busca, cogió un palo y un caballo y empezó a cabalgar. Los preten­dientes se rieron de él una vez más.
Al alcanzar a los secuestradores hizo galopar más rápida­mente a su caballo hasta sobrepasarlos. Luego se dio la vuel­ta y arremetió con fiereza contra el grupo, derribando a uno de ellos. Repitió esta acción varias veces, hasta derrotarlos a todos.
Regresó con la muchacha sana y salva y todos quedaron muy sorprendidos de su hazaña. Ella dijo que sólo se casaría con este muchacho tan valiente, y su familia aceptó. Los cua­renta pretendientes no tuvieron otra opción que marcharse.
Se hicieron todos los preparativos para la ceremonia de la boda y se casaron.
El chico la esperó la primera noche y ella no se presentó. No dijo nada. Ni al día siguiente con su noche, ni al otro supo nada de ella. Y después de tres noches y tres días de espera, al fin preguntó:
-¿Qué pasa con la novia? ¿Va a venir o no?
-Tiene un pelo muy largo -le respondieron- y necesi­ta siete días con sus noches para trenzarlo.
-¡Menudo fastidio! ¡Tardar tantos días para eso...!
La muchacha, al conocer su reacción ante esta nueva prue­ba, ordenó:
-Decidle que se vaya. No quiero ser su mujer. Si ya em­pieza a criticar desde ahora, ¿cómo va a ser nuestra vida?
Los padres intentaron hacer reflexionar a la joven, pero ella no cambió de opinión. Cuando le comunicaron su deci­sión al muchacho, contestó-:
-De acuerdo -y se marchó.
Regresó a buscar sus pertenencias, el caballo, las armas y sus ropas, y las vendió. Vestido todavía de pobre fue en bus­ca de un nuevo trabajo. En el camino encontró a un viejo que parecía extran-jero y le dijo:
-Busco trabajo, ¿me puedes ayudar?
El viejo, que necesitaba a alguien para cuidar de su gana­do, le contestó:
-Si quieres, yo te doy trabajo de pastor.
Aceptó y continuaron juntos el camino.
Después de unos días de viaje llegaron a una comarca don­de había mercado y se podía comprar de todo. El viejo apro­vechó para abastecerse de cuanto necesitaba y el chico le dio un querch [4] diciéndole:
-Cómprame algo para montar.
El viejo, sorprendido, le contestó:
-Con un querch no se compra un camello. 
-Bueno -respondió el chico.
Y siguieron su marcha. Andando, andando, encontraron un rebaño de machos cabríos y el muchacho exclamó al verlos:
-¡Qué rebaño más tuerto!
-¡Qué tonto eres! ¿No ves que todos ven, que tienen unos ojos muy grandes? -respondió el viejo empezando a enojarse.
Reanudaron la marcha hasta que divisaron un rebaño de ovejas. El chico comentó:
-Este rebaño no tiene cabezas.
El viejo, ya harto de sus observaciones, le gritó:
-¡Sinceramente, eres tonto de remate! ¿Cómo puedes afirmar que este rebaño no tiene cabezas si todas las ovejas la tienen en su sitio?
Siguieron de nuevo su camino y el viejo empezaba a arre­pentirse de haberlo tomado como pastor. Tras un largo reco­rrido encontraron una jaima, y la familia que en ella habitaba los invitó a entrar. Les ofrecieron su hospitalidad, tal como es costumbre entre los nómadas, y la mujer les dio de beber en una gira [5] muy bonita. El chico la cogió y se la pasó al vie­jo, quien tras beber en ella se la devolvió diciendo: -¡Qué gira más preciosa!
-Lo sería si no tuviese una ferra [6] -añadió el muchacho. El pobre viejo, ya fuera de sí, exclamó:
-¡Ahora sí que veo que eres un idiota! ¡No sé lo que voy a hacer contigo! ¿Tú no ves que es una gira nueva? ¿Cómo quieres que tenga una ferra?
Tras el descanso continuaron su camino hacia el lugar don­de habitaba el viejo. Después de andar un buen trecho llega­ron por fin a su destino, donde la familia del hombre le estaba esperando.
Todos se alegraron mucho de ver a los recién llegados y la hija del viejo le preguntó:
-¿Quién es ese muchacho que traes contigo?
-Es un joven que va a cuidar del ganado, pero es muy tonto. Creo que no tiene remedio. Espero que al menos para pastor sí sirva, aunque no estoy muy seguro de ello.
La chica se quedó algo inquieta y, tras un momento de reflexión, le preguntó sorprendida a su padre:
-Papá, ¿puedes decirme cómo has sabido que es tonto?
-No merece la pena contarlo. Vamos.
-Por favor, papá. Cuéntame algo sobre vuestro viaje. El buen hombre empezó a contar con desgana:
-Bueno, lo primero que dijo ese tonto al llegar al merca­do fue que le comprase algo para montar con un querch.
¿Cómo se puede comprar un camello con esa cantidad?
-Pero, papá... Ese chico no se refería a un camello sino a unas sandalias. ¿Cuánto cuestan?
-Un querch.
-¿Ves, papá, cómo tengo yo razón? Cuéntame más, venga...
Al buen hombre no le quedó más remedio que seguir re­latando su viaje:
-Una vez que encontramos un rebaño de machos cabríos se le ocurrió decir que eran todos tuertos.
-¿En el rebaño sólo había machos, verdad? Pues tiene razón de nuevo: era un rebaño tuerto porque le faltaban las hembras y donde faltan las hembras falta la mitad. ¿Qué más te dijo?
-Cuando nos tropezamos con un rebaño de ovejas me dijo que no tenían cabeza.
-Pero, papá... ¡Ese chico vuelve a tener razón! El reba­ño era de ovejas solas y necesitaban al macho; una hembra necesita siempre a alguien que la defienda. ¿Qué más ocurrió?
-Un día que una mujer muy hermosa nos ofreció leche en una gira nueva y muy bonita, se le ocurrió decir que tenía una ferra.
-¿Había algo raro en la jaima? ¿Alguien de la familia te­nía algo especial?
-La mujer que nos ofreció la leche era muy bella, pero tenía un ojo tuerto.
-¡Papá, ese chico es muy inteligente! Lo que dijo se refe­ría a la mujer, no a la gira.
Al fin, el viejo se convenció de que era un muchacho muy listo y decidió casar a su hija con él. Después de celebrarse la boda los dos jóvenes marcharon a otra comarca, con otra gente distinta, donde fueron muy felices, vivieron muchos años y tuvieron muchos hijos, que crecieron sanos y fuertes y se hicieron mayores.
El padre de esta familia gozó de buena salud durante mu­chos años. Era un hombre fuerte, que se dedicó a la ganade­ría y llegó a poseer grandes rebaños. Tenía una yegua muy bonita, a la que alimentaba exclusivamente con la leche de una camella blanca, que era su preferida.
Así pasaron los años, hasta que un buen día desapareció la camella blanca. El hombre preguntó a sus criados:
-¿Cómo no ha vuelto todavía hoy? Es una camella adies­trada que cada día, al llegar, se sienta bajo el faldón de mi jaima. ¿Por qué no está aquí?
El criado, temeroso, empezó diciendo:
-Señor, no sé si contároslo o no, estoy asustado.
El señor insistió una vez más:
-¿Dónde está la camella blanca? ¿Por qué no ha venido esta noche?
-Señor, os lo diré con una condición: tenéis que prome­terme que no iréis donde está vuestra camella.
-No te preocupes. Dilo ya.
-Señor, la camella blanca no es la única que ha desapa­recido estos días. Ha ocurrido lo mismo con otras. Últimamente toda la gente que vivía en esta zona se ha marchado por cau­sa de un yinn [7] que cada noche se lleva una camella y se la come. Vive en aquella montaña, pero, por favor, no vayáis allí.
-De acuerdo -contestó pensativo el señor.
Al día siguiente cogió su yegua y la preparó para ir a la montaña, a la cueva del yinn. Al llegar ante ella se encontró con que éste acababa de traer una nueva camella y le invitó a compartirla.
-Yo sólo quiero verte a ti.
-¿Para qué?
-Para pelearme contigo, porque estoy harto de que me robes cada día un camello. Y ayer cogiste mi camella blanca, a la que sólo ordeño para alimentar a esta yegua.
-No pienso pelearme contigo hasta que almorcemos. Pasa.
El señor entró, el yinn preparó la comida y se sentaron a almorzar juntos. Mientras comían, el yinn empezó a hacer muecas grotescas y horribles para impresionar al señor y co­mió de un solo bocado la carne del muslo de un camello. El señor hizo lo mismo. El yinn cogió el hueso, lo partió con las dos manos y sorbió ruidosamente el tuétano. El hombre co­gió otro hueso igual, lo rompió sólo con los dedos e hizo lo mismo. Y así siguieron, intentando impresionarse mutuamen­te, hasta que no quedó ni rastro de comida.
Dijo el señor al yinn:
-¿Quieres que luchemos a pie o montados a caballo?
-Lo haremos sobre los caballos.
Acordaron el sitio donde tendría lugar la lucha y echaron a suertes quién de ellos daría el primer golpe.
Empezó el yinn y con un golpe de su espada quitó el tur­bante al señor. El segundo golpe era para él. Dieron una vuelta a galope y se preparó para atacar. Cuando vio que el yinn se agachaba para no recibir un golpe en la cabeza y captó su intención, bajó la espada tanto como le fue posible y la levan­tó hacia arriba rápidamente, cortándole así la cabeza, que rodó por los suelos dando terribles aullidos.
El señor recogió la camella y volvió con su familia. A par­tir de aquel momento volvió a reinar la paz en aquella comar­ca y los que se habían ido volvieron.
Pasaron muchos años y se convirtió en un viejo muy vie­jo. Era un anciano venerable y respetado por todos, que po­seía numerosas riquezas.
Una vez que estaban levantando el frig para acampar en otra zona donde había llovido, dijo:
-Yo quiero ir montado sobre una camella que haya aca­bado de parir.
Su mujer y sus hijos le contestaron sorprendidos:
-¿Por qué tú que eres un hombre rico, de buena posi­ción y muy conocido quieres montar en esa camella? Tienes muchas más, escoge otra.
-Pero yo sólo quiero montar en esa camella.
-Eso está mal visto que lo haga una persona rica, sólo montan en camellas recién paridas los pobres. La gente se va a reír de ti.
Por mucho que dijeron y dijeron, no hubo forma de di­suadirle. Subió en la camella que acababa de tener un cría e iniciaron todos juntos la marcha. Tras algunos días de viaje, llegaron a un lugar en el que se encontraba gente acampa­da y pasaron cerca de unas muchachas que estaban jugando. Estas se sorprendieron al verlos y los observaron con curiosi­dad. Una de ellas empezó a reírse del viejo y las demás la imitaron.
El viejo dijo:
-Hijos, yo voy a quedarme aquí. Seguid vuestro camino.
Le ayudaron a desmontar y llamó a las jóvenes, que acu­dieron riéndose aún. Hizo que se sentasen a su alrededor y empezó a contarles su historia.
La joven que había empezado a reír lo escuchaba atenta­mente y comenzó a llorar. El viejo iba contando su vida lentamente. Las demás muchachas se fueron y sólo quedaron ellos dos.
El viejo seguía hablando, hablando y la muchacha seguía llorando, hasta que se murió.
El hombre siguió contando su historia, hasta que murió también él.


 051 Anónimo (saharaui)



[1] Gasha: Plato grande del que todos pueden comer.
[2] Cuscús: Plato a base de sémola de trigo cocida al vapor, a la que se añade carne y verduras. Es una comida típica de los pueblos norteafricanos.
[3] Edhin: Grasa de cordero muy refinada, usada para elaborar guisos muy exquisitos.
[4] Querch: Moneda de un real.
[5] Gira: Cuenco de cerámica usado para beber.
[6] Ferra: Agujero dejado por un diente delantero roto. En sentido figurado significa «roturas».
[7] Yinn: Demonio, espíritu malvado que ocasiona daño a las personas.

Shreser dahbú

Había una familia que había tenido siete hijos, todos ellos varones. Pasó el tiempo y los muchachos crecieron. Todos deseaban tener una hermana. Cuando supieron que su madre se hallaba de nuevo encinta, todos querían que fuese una niña.
Al llegar el día en que su madre sintió los primeros dolo­res de parto, los muchahos le dijeron a la criada:
-Nosotros vamos a alejarnos. Estaremos junto al rebaño de camellos. Si nace una niña levantas la cuchara y si es un niño el musaad [1].
Aguardaron impacientes la señal de la criada, pues habían acordado que si nacía otro varón se irían de allí para no vol­ver nunca más.
Alzó la criada el musaad y ellos se marcharon. Pero la cria­da se había equivocado al hacer la señal, pues había nacido una hermosa niña, a la que llamaron Shreser Dahbú.
Pasó el tiempo y ésta creció. Hizo amistad con los niños vecinos y jugaba siempre con ellos. Hasta que un buen día empezaron a criticarla y le decían:
-¡Mira la niña a la que dejaron sus hermanos! Tú eres la culpable, si fueras buena no se habrían ido.
Shreser Dahbú estaba cada día más triste. Perdió el apeti­to y las ganas de jugar. Y pasaba las horas llorando sola en un rincón.
Su madre se dio cuenta de que algo le pasaba a la niña y le preguntó qué ocurría.
-Los niños del vecindario ya no quieren ser mis amigos. Dicen que por mi culpa se marcharon mis hermanos -explicó.
-No hija, no es cierto. Eso es una mentira -contestó la madre para calmarla y hacerla callar.
Pasó el tiempo y la chica creció. Parecía haberse tranquili­zado, pero un día le dijo a su madre:
-Ya no puedo seguir viviendo aquí, donde no están mis hermanos. Voy a ir a buscarlos.
La madre le equipó bien un camello. Llamó a la criada, Kumba, le dio las riendas y le dijo:
-Ayuda a Shreser Dahbú a encontrar a sus hermanos. Partieron las dos, la muchacha montada en el camello y la criada a pie. Estuvieron andando, andando, durante mu­cho tiempo, hasta que la criada se cansó y dijo:
-Shreser Dahbú, déjame montar contigo.
Y decían las piedras:
-No, no lo hagas.
Siguieron andando, andando y la criada dijo de nuevo:
-Shreser Dahbú, móntame contigo.
Y decían las plantas:
-No, no lo hagas.
Siguieron andando, andando, hasta que la criada, ya muy cansada, volvió a insistir:
-Móntame.
Y decían las montañas:
-No, no la subas.
Y siguieron caminando. Hasta que llegaron a un uad lle­no de dátiles. Cogieron cuantos necesitaban para su sustento y reanudaron su camino. Después de haber cruzado el valle, cada vez que la criada le pedía que la montase las voces se oían más lejos. Al llegar a un lugar más alejado, Kumba obli­gó a Shreser Dahbú a bajarse y se montó ella.
-Coge las riendas y camina -dijo.
Siguieron andando, andando, hasta que encontraron un uad de leche y Kumba ordenó:
-Detén el camello.
Descendió de él y se sumergió en la leche. Cuando salió, su piel negra se había vuelto completamente blanca. Volvió a montarse y dijo:
-Shreser Dahbú, coge las riendas y sigue andando.
Después de un buen trecho, la muchacha estaba cansada y suplicó:
-Kumba, deja que me monte contigo.
La criada no le hizo ningún caso y siguieron caminando hasta que Shreser Dahbú tuvo que andar a cuatro patas por­que no se podía tener en pie. Kumba iba dándole golpes y le decía:
-Sigue llevando las riendas.
Encontraron un uad lleno de alquitrán y Kumba le orde­nó que se metiera en él para convertirla en negra, como ella era antes.
Salió Shreser Dahbú con la piel completamente negra y Kumba le mandó coger las riendas y seguir caminando.
Llegaron a un lugar habitado, en el que encontraron a va­rias personas, animales, un mercado... Iban preguntando a quienes hallaban:
-¿No habréis visto a siete hermanos, que siempre andan juntos y el mayor se llama Ahmed?
Quienes los conocían les iban indicando el lugar donde po­dían encontrarlos. Siguieron caminando. Shreser Dahbú, ne­gra, guiando el camello, y Kumba, blanca, montada en él. Hasta que llegaron al frig [2] en el que vivían los siete hermanos.
-Yo soy vuestra hermana -dijo Kumba-, y ésta ha ve­nido para guiar el camello.
Los hermanos se alegraron mucho de saber que tenían una hermana y organizaron un banquete en su honor. Mientras, Shreser Dahbú hacía de esclava y tenía que recoger leña, fre­gar, cocinar, guardar el ganado...
Estuvo mucho tiempo así. Cuando llegaba a las jaimas, después de una dura jornada de trabajo, se sentaba fuera. Si le daban comida comía, si no, no.
Salía por la mañana con el ganado y se pasaba el día llo­rando. Cuando decía a sus hermanos que ella era su hermana no la creían.
Un día Ahmed salió a ver cómo pastoreaban los caballos. Llegó donde estaba Shreser Dahbú y la encontró llorando y cantando. Como tenía la voz tan hermosa, los caballos baila­ban al ritmo de su canción y ni siquiera comían.
Se acercó a ella y le dio una paliza. Fueron tantos los gol­pes y arañazos, que salpicó sus ropas con sangre de la chica.
Al regresar las lavó varias veces, pero la sangre no se mar­chaba. Se dio cuenta de que ocurría algo extraño.
Fue a donde había un cadí [3] y le contó toda la historia. Después de escucharla atentamente éste le dijo:
-Esto indica que hay lazos de sangre entre vosotros.
-¿Qué debo hacer? -preguntó Ahmed.
-Vuelve donde está ella. No la toques ni le digas nada. Debes preparar una jaima con siete venias [4], colocándolas una encima de otra. Matarás un cordero y no dejarás ninguna parte por cocer. Cuando lo tengas todo servido, invitarás a las dos muchachas a comer. Tú las observarás por un agujero y así sabrás cuál es tu hermana.
Ahmed hizo todo lo que había indicado el cadí. Cuando hubo servido la comida a las dos muchachas, se retiró a ob­servar lo que sucedía.
Kumba, la criada que se hacía pasar por hermana, cogió la cabe-za, las vísceras y todas las partes menos nobles para comérselas.
Shreser Dahbú escogió una costilla y al tenerla entre los dedos exclamó:
-¡Ay, quién pudiera llevarle esta costillita a su madre, a la que dejó abandonada!
Kumba, con un golpe, le dijo:
-¡Cállate!
Shreser Dahbú volvió a dejar la costilla en el plato y se quedó mirándola pensativa, sin comérsela.
Mientras, Kumba siguió devorando el cordero hasta sa­ciarse.
Ahmed, que las había estado observando en silencio, adi­vinó en seguida el engaño. Quitó las siete venias y abrazó a su hermana. Cogió a Kumba y le dio una paliza diciéndole:
-¡Ahora vas a contarme la verdad!
Kumba le explicó lo que había sucedido durante el viaje y cómo lo había hecho para cambiar el color de la piel de las dos, para hacerse pasar por su hermana.
Ahmed, muy encolerizado, fue a ver a sus vecinos del frig y les pidió a cada uno un camello. Amarró los brazos y las piernas de Kumba en camellos distintos y los fustigó para que se separaran y volvieran cada uno con su dueño. Kumba quedó descuartizada.
Ahmed volvió a ver al juez para preguntarle cómo podría devolver a su hermana el color blanco de su piel, y éste le respondió:
-Llévala al uad de leche y báñala allí.
Así lo hizo y Shreser volvió a ser blanca y hermosa como antes. La llevó a vivir a su jaima, pero como era tan bella, todas las mujeres le tenían envidia y se inventaban historias extrañas sobre ella. Siempre estaban pensando qué maldad podrían hacerle.
Un día le trajeron un huevo de una serpiente e hicieron que se lo comiese a la fuerza. Luego fueron a ver a Ahmed y le dijeron que su hermana se encontraba embarazada. Este dijo:
-¿Cómo puede ser? Seguro que es una patraña vuestra. Siempre andáis inventando cuentos sobre ella.
-La verdad es que está embarazada. Si no lo crees ve, pídele que te rasque la cabeza y te acuestas sobre su regazo. Verás cómo oyes el corazón del niño.
Ahmed lo hizo así y oyó el ruido de las serpientes dentro del vientre de su hermana. Se la llevó a un pozo cercano y la echó dentro. Después lo derrumbó.
Pero Shreser Dahbú pudo refugiarse en una especie de gruta que había en la pared. Permaneció allí durante mucho tiempo y el pelo le fue creciendo hasta que salió por encima de la tierra.
En las cercanías habitaba un hombre muy rico, que tenía muchos camellos y muchos caballos. El pastor acostumbraba a llevarlos a pacer cerca del pozo. Cuando los caballos comían la hierba se encontraban con los cabellos de Shreser Dahbú. Al intentar comerlos, ésta les gritaba desde abajo:
-¡Por favor, por favor, caballos! ¡No comáis mi pelo!
Cuando los caballos la oían no podían comerlo. Y ella se pasaba todo el día cantando. Lo mismo le ocurría al pastor, que cuando oía su voz, se sentaba cerca del pozo para escu­charla.
Shreser Dahbú seguía cantando hasta el anochecer. Cuan­do se callaba, los caballos se iban sin haber comido.
El hombre rico se dio cuenta de que algo les ocurría a sus animales, pues cada día estaban más flacos. Llamó al pastor y le preguntó qué pasaba. Éste le contestó:
-No sé qué ocurre. Yo cada día los llevo a los pastos y hay mucha hierba. No sé por qué no comen.
Pasado algún tiempo, y viendo que sus caballos no en­gordaban, volvió a insistir:
-Tienes que contarme lo que les pasa a mis animales. Aquí ocurre algo raro.
-Se oye una voz donde pastan los caballos, que los deja embrujados. Se paran a escucharla y no comen. Es una voz muy hermosa que sale de la tierra -explicó el pastor.
-Me cuesta creer esa historia. Si es mentira, pagarás con tu cabeza -contestó el señor.
Fueron juntos a los pastos, a ver qué ocurría. Al llegar oye­ron la voz que salía de la tierra, cantando una triste canción. Excavaron en el lugar y encontraron a una mujer muy her­mosa, con una larga cabellera y una piel blanquísima. Se la llevaron a casa y el señor se casó con ella.

Los hermanos, después de haberla enterrado en el pozo, se trasladaron a vivir a otro lugar. Uno de ellos, que había oído la extraña historia de una mujer bellísima que un hombre ha­bía rescatado de un pozo, decidió volver al lugar donde habían vivido y descubrió que se trataba de su hermana.
Se quedó a vivir allí. Pero un día que había salido a pa­sear se tropezó con un águila que intentaba matar a una serpiente. Con su bastón ahuyentó al ave y salvó a la serpiente, quien, en agradecimiento, se hizo su amiga y prometió ayu­darle siempre que estuviera en apuros.
Varias veces, en sus paseos, procuraba acercarse a la casa de su hermana, que había tenido ya un hijo, para verla y char­lar con ella, sin confesarle nunca que era su hermano.
El marido se enteró de estas visitas y decidió espiarlos la próxima vez que fuera a ver a su mujer para matarlo. Cuan­do iba a clavarle su cuchillo apareció la serpiente, que se le enroscó en el cuello y abrió su enorme boca frente a la de él.
-Si me dejas marchar, la serpiente no te hará nada -dijo el muchacho.
El hombre ordenó a sus criados que lo soltasen. La ser­piente se desenroscó y se escondió.
El chico fue en busca de sus hermanos a contarles lo que había sucedido.
Mientras tanto, el marido se había enterado de la existen­cia de los siete hermanos y del trato que habían dado a su mujer. Decidió pedir ayuda a sus amigos para vengarse.
Una noche, los hermanos llegaron cerca del frig donde vi­vía Shreser Dahbú y acamparon allí.
Shreser Dahbú se enteró de su llegada, pero no pudo ver­los porque su marido le había prohibido que saliese sola de la jaima.
El marido también supo que habían llegado forasteros y que eran los hermanos de su mujer. Convocó a sus amigos y urdieron un plan para matarlos cuando estuviesen dormidos. Shreser Dahbú lo oyó todo y se quedó pensando cómo podría avisarlos, sin salir de la jaima y con su marido durmien­do al lado. Cogió una aguja y pinchó con ella a su hijo pe­queño para que llorara. Se puso a consolarle cantándole:

¡Ahmed, Ahmed, hijo de mi madre!
¡Huye, huye, que la gente es enemiga!
iReída, Reida, la gente es enemiga!
ilnflad las guerbas [5] y dejadlas acostadas!
¡Salek, Salek, monten los caballos
y dejen los camellos!

Cada vez que lo repetía, sus hermanos la oían. Ahmed hizo que se levantaran todos y empezaron a elaborar un plan para ponerse a salvo. Siguieron las indicaciones de Shreser Dahbú, pusieron las guerbas infladas en el lugar donde ellos estaban durmiendo, cogieron los caballos más veloces, deja­ron los camellos amarrados junto a su jaima y salieron hu­yendo.
Cuando llegó el marido acompañado de sus amigos, em­pezaron a golpear las guerbas hasta que descubrieron el enga­ño. Buscaron por los alrededores sin encontrar a nadie, hasta que se dieron cuenta de que habían logrado escapar.

 051 Anónimo (saharaui)



[1] Musaad: Cuchara grande para remover la harina.
[2] Frig: Grupo de jaimas que viajan y acampan juntas.
[3] Cadí: Juez, persona que interviene en la resolución de los conflictos.
[4] Venia: Cortina de tela fina que recubre el interior de la jaima.
[5] Guerba: Odre de piel de cabra, usado para guardar agua o leche.