Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 19 de agosto de 2012

El soldado listo

Un soldado volvía de la guerra, y como no tenía dinero, le pidió al zapatero que le regalase unos zapatos.
‑Te los daré ‑dijo el zapatero‑ si el abogado, que es el más roñoso del pueblo, te regala un traje.
El soldado se fue a ver al abogado y le dijo:
‑¿Sabe Usía de dónde vengo? Pues del infierno, donde he visto un lugar preparado especialmente para los abogados que no regalan nada a su prójimo.
Y el abogado, que era muy miedoso y supersticioso, dijo:
‑¿Qué quieres que te regale para que veas que yo no soy así?
‑¡Un traje! ‑repuso el soldado.
El abogado le regaló el traje, el zapatero los zapatos para cumplir su promesa, y el soldado siguió su camino tan contento, con traje y zapatos nuevos.

999. Anonimo

El soldadito de plomo

Al niño de la casa le regalaron un ejército de soldados de plomo, entre los que había uno cojito, pues el plomo se había acabado antes de hacerle la segunda pierna.
Pero, eso sí, tenía un gran corazón, así que se enamoró inmediatamente de una bailarina de papel que vio en la mesa.
La miraba fijamente, hasta que ella se dio cuenta y comenzó a coquetear con un payaso para hacerle rabiar. El niño jugaba con los soldados, y al cojito le ponía siempre el último de la fila, a causa de su pierna, así que nunca podía demostrar su valor en las batallas.
Un día, el niño se enfadó con los soldados y los tiró al suelo, con tan mala suerte que el soldadito fue a caer al fuego.
-¡Qué caliente es el amor! -suspiraba, creyendo que ardía de ver a la bailarina. ¡Sólo siento que ella no se dé cuenta!
Pero, ¡ay!, una ráfaga de viento entró por la ventana, levantó de la mesa a la bailarina y la empujó hasta el fuego, junto al soldadito de plomo, que se sintió muy feliz de pronto. También la bailarina notó el calor y abrazó al soldadito.           
Al día siguiente, entre la ceniza, encontraron sus dos corazones juntos y muy unidos. ¡No los pudieron separar!

999. Anonimo,

El soldado cody

Nuestro viejo conocido, Búfalo Bill, tenía diecisiete años cuando en los Estados Unidos estalló la guerra entre el Norte y el Sur. Bill Cody se alistó en el Ejército del Norte.
-Soldado Cody -le dijo el comandante, voy a enviarle al Fuerte Larned con una misión de vital importancia. Pero debo informarle que nuestros dos últimos mensajeros cayeron en poder del enemigo. Aquí está el mensaje. Suerte, Cody.
Bill se lanzó por un terreno intrincado. Su mirada penetrante descubrió pronto huellas de caballos borradas intencionadamente.
-Me aguardan -susurró para sí, con todos sus sentidos alerta. Y comprendió que se lanzarían sobre él al vadear el río por el remanso.
Rápidamente, se lanzó a un galope furioso y fue a precipitarse en la parte más impetuosa de la corriente, sorprendiendo descolocado al enemigo, que disparó sus carabinas inútilmente. Bill pudo llegar al Fuerte, donde el mensaje era esperado con ansia. Siguiendo las instrucciones recibidas a través del soldado Cody, se organizó la triunfal defensa.

999. Anonimo,

El serrucho

Al principio creyó que se trataba de una obsesión refleja de su monótono trabajo en la serrería. Y no le dio más importancia al asunto, pese al insomnio que le producía aquel aserruchar constante que, a través de las sienes, se le introducía en todas las fibras de su cerebro, como si en el mismo se hubieran dado cita un millón de pertinaces cigarras leñadoras, desde el momento en que se acostaba hasta el amanecer.
  Se repuso con dificultad y sacudió la cabeza para desenmarañar la absurda tela que la araña voraz había tejido en su interior. Tonterías, se dijo; tonterías. Aún así, todavía un cosquilleo nervioso le hacía temblequear los dedos cuando, de nuevo, introdujo las manos en el baúl para extraer de sus entrañas lo que, ya sin lugar a dudas, resultó tratarse de un vulgar y aficionado serrucho de bricolaje. Es decir, del mismo serrucho que él había pensado..., o que él, tal vez, había soñado.

El primer día, después de haberse mudado a aquel viejo y destartalado piso amueblado del barrio antiguo de la ciudad, comentó a los compañeros, incluso con buen humor, cuando se incorporó al trabajo.
-Aquí alguien debiera de pagarme horas extras. Porque me he pasado toda la noche serrando.
Tardó en descubrir, sin embargo, que el zumbido continuo y uniforme de las sierras eléctricas que se utilizaban en la factoría de maderas era distinto al rasgueo intermitente y jadeante, como el de un serrucho manejado por una mano cansada, que le inundaba, que le sesgaba a trozos el cerebro todas las noches. Y aunque pretendía creer que se trataba de un sueño obsesivo que pronto cesaría de manifestarse, lo cierto era que no dormía, que se sabía con los ojos abiertos y lúcido, mientras el ras-ras-ras cada vez más atormentante seguía seccionando incansablemente en sus vísceras largos listones de madera..., o de huesos. ¡Eso era! ¡Listones de huesos, acaso humanos! Porque la madera no crujía tan tenebrosamente, al ser aserrada, como lo hacía aquella materia que el invisible serrucho oxidado desgajaba en su cabeza.

*  *  *
Aprovechando el domingo, decidió investigar en el baúl de desechos que el anterior inquilino de la casa de su capataz en la serrería, y que la había dejado al mejorar de posición ni siquiera se había dignado a llevarse consigo, y que se hallaba arrinconado en una oscura alacena. Lo arrastró pesada-mente hasta el comedor y lo abrió con la esperanza, acaso, de encontrar en su interior algún objeto útil, puesto que lo demás, iría a para aquella noche irremisiblemente a la basura. Nada. Solamente ropas apolilladas, vajillas rotas, papeles enmohecidos, porquerías inútiles, y eso era todo. Nada.
No sin que le invadiera las entrañas una sensación aprensiva o de asco, fue trasladando todas aquellas repugnancias a las bolsas de plástico que había preparado al efecto, pues el baúl, en todo caso, sí podía servirle a él para guardar esas cosas que nunca se sabe dónde almacenar. Y, de pronto, cuando ya tocaba fondo, sus dedos rozaron una lámina fría, que en seguida supo era metálica, y, más aún, con un estremecimiento que le erizó los vellos de los brazos, supo también que se trataba de un serrucho.
Retiró las manos del baúl, como si lo hubiera picado una serpiente. Tras unos segundos en que la mente se le convirtió en una araña voraz, se encontró a sí mismo temblando como una marioneta y sudando igual que un demonio, con las espaldas apretadas, como intentando soldarse a la pared, y los ojos, incapaces de parpadear, fijos en el arcón. Quería entender..., sí, quería entender que aquel era el serrucho vivo que todas las noches, a lo largo de aquella semana, le había martirizado. Pero... ¿cómo era posible? No; él quería creer, más no creía en los fantasmas. ¡Ja! Y, sin embargo, sin embargo...
Y, sin mayores miramientos, lo metió en una de las bolsas para la basura, todas las cuales bajó inmediatamente a la calle y depositó en uno de los grandes cubos habilitados al efecto frente al portal del edificio.

*  *  *
Aquella noche durmió como un bendito. ¡Por primera vez en siete días! Quería y no quería relacionar el cese de sus insomnios con el exilio de aquella herramienta barata de carpintería que casi había llegado a considerar maléfica y criminal. Pero, no; todo habían sido casualidades, todo bromas o chantajes de la imaginación, traumas de su pensamiento a causa de los problemas que le había ocasionado la mudanza de piso. Mas ahora todo estaba  bien, todo se hallaba en orden. ¡A la mierda el recuerdo del serrucho!
Y regresa a casa, cantando, con ese su saco al hombro de cosas medio inútiles que había dejado recogido en su taquilla de la serrería, a fin de incorporarlo ya definitivamente en las tripas del baúl vacío, cuando se topó con aquella muchedumbre mugrienta, la habitual muchedumbre de la barriada, en la puerta del edificio.
-...y al angelito -decía una mujer-, ya habían empezado las ratas a comérsele las orejitas.
Dejó de cantar y se abrió paso a codazos hasta el portal de la casa.
-¿Qué es..., qué es lo que ocurre? -preguntó a un hombrecillo que, en el dintel, no dejaba de santiguarse.
-Un horrible crimen, señor... Un horrible crimen.
Y, espantado, escuchó el relato del hombrecillo; allí mismo, en uno de los grandes cubos para la basura, y en el interior de una bolsa de plástico, los empleados municipales habían hallado el cadáver de un niño, descuartizado, troceado como con un hacha... o como con un serrucho.
Subió las escaleras apresuradamente, más sin saber que las subía. Porque, cuando se reintegró a su propia conciencia, nunca pudo precisar cuánto tiempo después, encontró su cuerpo sentado sobre el baúl, en medio del comedor, y el saco de sus cosas arrebujado entre las piernas. Un espejo en la pared le devolvió su imagen, que casi desconoció: estaba pálido, desmelenado, tiritante. Y en su mente, el fantasma del serrucho, seccionando el cuerpo de un niño..., de un niño, ¡Santo Dios!
Se pasó las manos por la cabeza al tiempo de ponerse en pie, y se propinó dos bofetadas en las mejillas a fin de colorearlas, o, tal vez, sub-conscientemente, al objeto de espantar de su imaginación la idea que ya había empezado a punzarle a propósito de que él era, en cierto modo, un tanto responsable de aquel crimen. Si no hubiera arrojado el serrucho a la basura... No, no, no. El no era responsable, no podía serlo, y posiblemente no había sido un serrucho, sino un hacha, tal y como había sugerido el hombrecillo del portal, lo que había descuartizado al niño.
Decidió, ya más calmado, no variar sus propósitos para el resto de la jornada, de modo que bajó de nuevo a la calle, haciendo caso omiso a los comentarios de los tertulianos que, como cuervos, seguían arremolinados junto a los cubos de la basura, y se dirigió hacia la cafetería en que ya habitualmente, a aquellas horas, solía cenarse unos emparedados acompañados de una jarra de cerveza, mientras leía las secciones de deportes y los sucesos de los periódicos vespertinos. En ellos vio la noticia: a primeras horas de la mañana, cuando los empleados del servicio de recogidas de basuras procedían al vertido de un cubo, apareció en el interior de una bolsa de plástico el cadáver descuartizado de un niño, aún no identificado; las postales de la policía se centraban, por el momento, en la localización del arma homicida. ¡Se habían dado prisa en enterarse los condenados reporteros!
Todavía pidió otra jarra de cerveza. Y otra. Y otra.
-...y mire usted camarero... Después del cafetito, me va a servir una copa de brandy.
La noche había arropado la calle con una espesa y húmeda capa de niebla, que obligaba a las luces de los escaparates a jugar al escondite con sus observadores. Llegó a casa tambaleante, pero otra vez cantando, y maldiciendo también las fachadas de los edificios que se aterremotaban cuando apoyaba sobre ellas su borracha anatomía. Pero llegó a casa, al fin. Crock: el interruptor de la luz; huags, huags, huags: el vómito; zasga, zasga: el arrastrar de sus pies. Y se echó a reír de pronto, sin saber de qué, ni por qué, ni para qué se reía. ¿El serrucho...? Ja. Y ja. ¡Y ja, ja, ja, ja!
«Lo primero -se dijo-, lo primero es meter este saco en el baúl»
Y fue entonces cuando abrió el baúl; y fue entonces cuando su risa se desgozonó, igual que un madero inútil. Porque allí estaba: solo y solitario en las entrañas del baúl, allí estaba el serrucho. Como una cosa viva, puesto que entre sus dientes, aún barboteantes, se acuñaban unos rizosos coágulos de sangre todavía no muerta. ¡De sangre! No podía ser otra cosa aquel líquido negruzco y pegajoso que se le adhirió a las manos cuando tomó entre ellas la herramienta.
Y... «Las pesquisas de la policía se centraban, por el momento, en la localización del arma homicida»
Tal vez nadie le oyó gritar cuando se sintió manchado por la sangre que rezumaba el serrucho. La casa era vieja, de gruesos muros. Pero su grito rompió el espejo del comedor, igual que si lo hubiera atacado con un martillo.

*  *  *
A media noche, tomando infinitas precauciones, arrojó el serrucho, envuelto en papeles de periódico, en un solar que servía de escombrera en la barriada. Regresó a casa, entre las sombras, más tranquilo. Sabía que él no era el asesino, pero también era seguro que la policía, de haber encontrado el serrucho en su poder, no lo consideraría así. En cualquier caso, su mente no estaba en condiciones de reflexionar a propósito del inaudito hallazgo del serrucho en el baúl, cuando él estaba perfectamente convencido de que la noche anterior lo había depositado en la basura. Y el cansancio, el cansancio...
Se quedó dormido, sin saber cómo, hasta la hora justa en que el hábito le despertaba para dirigirle a la serrería.

*  *  *
Desplegó el periódico hacia la sección de sucesos con no cierto recelo, mas con la esperanza, igualmente, con toparse con la noticia de que la policía había apresado ya al asesino del niño del cubo de la basura. El día había sido muy duro para él, en tanto un extraño e incómodo ente obsesivo le había perseguido el cerebro con la insistencia carnívora de un millón de hormigas hambrientas, por lo que su trabajo se redujo a nada, e, incluso, su falta de atención provocó una amonestación hacia su persona por parte del vigilante capataz de la sección. El zumbido de las sierras electrónicas, inacabable-mente monótono, había contribuido a ponerle aún más nervioso, y sólo ahora, cuando se enfrentó a sus emparedados y a su jarra de cerveza, sólo ahora pareció respirar un poco más humanamente, un poco más consciente de sí mismo.
De modo que desplegó el periódico hacia la sección de sucesos. Uno de los emparedados se le quedó a la mitad de camino entre el plato y su boca, porque allí estaba la noticia. Pero no la noticia que él esperaba, que él deseaba leer, sino una muy diferente y tremenda noticia.
El descuartizador de las afueras ¿así le habían rebautizado ya los reporteros al asesino? se había cobrado una segunda víctima. Se trataba en este caso, y por las apariencias, de un mendigo o de un vagabundo, ya que el cadáver que había aparecido troceado en un solar de la barriada no portaba documentación alguna que pudiera identificarle. De lo que ya no le cabía duda a la policía era de que el muerto había sido seccionado con un serrucho, posiblemente el  mismo que ya los forenses tenían pruebas que había descuartizado al niño hallado en el cubo de basura. Y que al encuentro de esa arma de carpintería proseguían dirigiéndose todas las investiga-ciones, al objeto, a su vez, de arribar con el homicida.
No terminó de cenar. Llegó a casa, otra vez con el temblor en las manos y un presentimiento en las sienes. El espejo roto en mil pedazos, todavía en el suelo del comedor, hizo de él un fantasma centelleante, mil veces multiplicado por sí mismo, cuando pulsó el interruptor de la luz. Allí, al pie del baúl, estaba aún su saco de las cosas irreme-diablemente íntimas. Pero él creía saber que...
Lo abrió con un movimiento preciso de sus tactos, y los cristales del espejo roto se rieron con goce de hiena bajo sus pies. Tampoco él pudo contener la risa. Mas era la suya una risa histérica, mientras se alzaba y se alzaba con el serrucho extraído del fondo del baúl, el serrucho que manaba sangre y sangre, sangre y más sangre, hasta empaparle de sangre las palmas de sus manos.

*  *  *
Ahora, y de nuevo a medianoche, tiró el serrucho al río. No supo si durmió, pero sí supo que, a la hora habitualmente en punto, se hallaba en pie, presto a dirigirse al trabajo.
Aquel día, su comportamiento en la serrería no mejoró al de la jornada precedente, de modo que el capataz le insinuó durante el almuerzo que se tomara unas vacaciones, unos días de descanso. Pero él sabía que unas vacaciones o unos días de descanso equivalían a un despido. Por eso se forzó en el oficio hasta el límite último de sus físicos y síquicos resortes, olvidándose del serrucho, aún cuando no por ello fuera capaz de rendir ni la mitad de su reconocida valía.
¿Qué le estaba pasando...? La cabeza había empezado a dolerle a intermitencias, con aguijonazos de abejas furiosas, y el estómago se le había convertido en una garra de oso. ¿Qué le estaba pasando...?
No necesitó aquella tarde abrir el periódico para enterase de la noticia; venía en primera  página:
El asesino del serrucho había actuado por tercera vez. En esta ocasión la víctima se trataba de una mujer, aparentemente joven, cuyo cadáver des-cuartizado había aparecido en las inmediaciones del río...

*  *  *
Sí: y el serrucho estaba, de nuevo, en el fondo del baúl.
Lo limpió de sangres y de óxidos con una paciencia y serenidad que incluso a él lo desconcertaron. Estaba decidido: el serrucho no volvería a matar. ¿O tal vez era él el asesino, el descuartizador, y no lo sabía...? ¿Qué ocurría en sus noches desde que se desligó de la pesadilla aserrante que le había atormentado...? ¿No viviría inconscientemente otra vida, una vida criminal que él mismo desconocía...? Pero estaba decidido: el serrucho no volvería a matar.
Antes de acostarse, lo introdujo bajo la colchoneta y se tomó cuatro tabletas de valium, a fin de saber que dormiría, que nada podría despertarle durante la noche y que, en consecuencia, ya no habría un cuarto crimen.

*  *  *
A la salida del cementerio, el capataz de la serrería se caló el sombrero. Acababan de enterrar a uno de sus oficiales, quién lo iba a decir, el mismo del que él sospechaba que podría arrebatarle el cargo. Se había tratado de la cuarta víctima del descuartizador del serrucho. Había aparecido en la cama, cortado a trozos, en la casa que él le había proporcionado cuando ascendió al puesto de capataz. Pobre hombre.
Y, por cierto...
Le sonó un llavero en el bolsillo. Sí: era un juego de llaves, que aún conservaba, del piso del difunto. El capataz había dejado allí un baúl, y, en su interior, un objeto muy entrañable y decisivo para él.
Se dirigió hacia la casa, a fin de recogerlo. No quería que lo hallara antes la policía e hiciese nuevas especulaciones en relación con el asesino del serrucho.

 999. Anonimo,

El secreto del rey

Existió una vez un Rey en un Reino muy lejano. En cierta ocasión, este Rey se burló de su Hada Madrina, y ésta le castigó de un modo muy divertido: le hizo crecer las orejas.
¡Era un gran secreto!, el Rey no permitía que nadie le viera las orejas, y para disimular se peinaba de modo especial. Así que sólo su peluquero estaba en el secreto; cada mañana, le peinaba con el pelo delante de las enormes orejas, para que no le vieran sus cortesanos el horrible efecto.
El peluquero había guardado siempre el secreto; ni siquiera se lo había contado a su mujer. Pero un día no pudo aguantarse más; fue al río, hizo un agujero en la orilla, metió la cabeza en él y murmuró:
‑¡El Rey tiene orejas de burro!
Inmediatamente se sintió muy aliviado. Pero ¡ay!, al día siguiente, todas las cañas del cañaveral susurraban con el viento:
«El Rey tiene orejas de burro, el Rey tiene orejas de burro!»
Ni qué decir tiene que el peluquero tuvo que huir del Reino, pues el Rey se enfadó muchísimo porque ya todos sabían su vergonzoso secreto...

999. Anonimo,

El secreto del principe

Un joven príncipe bueno y apuesto, se enamoró de la bonita hija de un herrero y como sabía que sus padres no consentirían su matrimonio, se casó en secreto con la muchacha.
Y eran muy felices, a pesar de las frecuentes ausencias del príncipe, que no podía permanecer mucho tiempo alejado de palacio.
Pero la reina sospechó que su hijo tenía un secreto. Ella era una ogra y engullía todo cuanto se le presentaba. El rey se había casado con la ogra porque tenía una inmensa fortuna y su reino estaba en la miseria.
Pero la reina no dejaba de ser ogra y aunque el príncipe la amaba, también la temía.
Por eso no le dijo que su esposa, hija del herrero, había tenido una hijita a la que pusiera por nombre, Aurora. Y también calló el nacimiento de su segundo hijito, a quien llamaron Día.
Un día, el anciano rey murió y el joven príncipe, viéndose dueño y señor de todo el reino, decidió dar a conocer su secreto. Así que se presentó en la corte acompañado de su bella esposa y de sus dos hijos Aurora y Día.

999. Anonimo,

El sastrecillo valiente

Al sastrecillo le estaban molestando las moscas.
Cogió un matamoscas, esperó a que se posaran y descargó un buen golpe.
‑¡He matado a siete, a siete de un golpe! ‑gritó de la alegría y salió a la calle chillando‑ ¡He matado a siete de un golpe!
Le oyó un guardia y se lo contó al Rey, que quiso verle.
‑Sabes que tres ogros han raptado a mi hija y nos tienen atemorizados
‑le dijo el Rey‑. Si tú has matado a siete, no te importará matar a los ogros, que son sólo tres...
Así que el sastre se vio de camino en busca de los ogros, sin saber qué hacer cuando los encontrase. Por lo pronto, se subió a un árbol con varias piedras, y al rato llegaron los ogros de sus correrías y se sentaron a dormir la siesta debajo.
El sastre dejó caer una piedra sobre uno de ellos, que se despertó y dio un mamporro al que tenía al lado.
Al ratito, el sastre tiró otra piedra a los otros dos. ¡La que se armó!
‑¡Toma, por despertarme! ¡Toma, toma! ‑gritaba uno.
‑¡Y tú, encaja esta patada, por pegarme! ‑gritaba otro.
¡Zis, zas!, se dieron tal paliza que se mataron los tres. El sastre no tuvo más que llamar a los soldados para que vinieran a recoger a los ogros, y rescatar a la Princesa cautiva.
¡Y el Rey cumplió su promesa: casó a su hija con él!

999. Anonimo,

El saquillo magico


Un joven labriego se sentía muy desdichado porque su mujer le amargaba la vida con sus continuas quejas y exigencias.
Una mañana salió de caza dispuesto a regresar con una pieza que contentara a su mujer. Revisando sus trampas, tuvo la suerte de encontrar presa a una hermosa grulla.
-¡No me mates! -suplicó el animal. Seré como una hija para ti.
Tan asombrado se sintió al escuchar a la grulla, que no dudó en ponerla en libertad. Lo malo fue regresar a su casa con las manos vacías. ¡Qué impro-perios los que le lanzó la mujer!
Pocos días después, cuando estaba montando sus trampas, se le apareció la grulla y le dijo:
-Fuiste tan bondadoso conmigo que te he traído este saquillo. Es mágico y vas a verlo ahora mismo. ¡Salid los del saquillo!
En el acto saltaron de la bolsa dos jóvenes que pusieron una mesa con los más exquisitos manjares. Cuando el labriego hubo comido a su satisfacción, la grulla ordenó:
-¡Al saquillo todo!
En un instante desaparecieron los dos jóvenes y los restos del festín.
El labriego estaba muy contento. En cuanto su mujer viera el saquillo dejaría de mortificarle.

999. Anonimo,

El saco de guisantes

Había una vez un rey que quería saber si existía la suerte y pidió a un oficial suyo, que creía en ella, que se lo demostrase. Este accedió y propuso al rey un plan que mostraría que la suerte existe.
Aquella misma noche, colgó el oficial del techo de una de las habitaciones de palacio un saco cuyo contenido sólo conocían él y el rey, y encerraron en dicha habitación a dos hombres. Cuando cerraron la puerta, uno de ellos tumbóse en un rincón, y se dispuso a dormir; pero el otro paseó la mirada en torno suyo, y sus ojos descubrieron enseguida el saco que colgaba del techo.
Cogiólo y metió en él la mano, y sacóla llena de guisantes, y a falta de mejor cena, decidió comérselos.
Al llegar al fondo del saco, sacó un puñado de brillantes; mas como entre tanto se había apagado la luz, creyó que eran piedras desprovistas de valor, y arrojóselas a su compañero, diciéndole:
-Por perezoso, sólo cenarás esas piedras.
A la mañana siguiente, entró el rey en la habitación, acompañado del oficial, y dijo a los dos hombres que podían guardarse cada uno para sí lo que hubiesen encontrado. El uno se quedó con los guisantes que se había comido y el otro con los diamantes.
-Y ahora ¿qué tiene Vuestra Majestad que decir? -preguntó el oficial.
-Realmente -contestó el rey- tu argumento parece decisivo. Es posible que exista eso que llamas suerte, pero es tan rara como el encontrar un saco lleno de brillantes y guisantes; así que nadie se forje la ilusión de que ha de vivir de ella.

999. Anonimo,

El ruiseñor enamorado


Erase un jardín delicioso que tenía un rosal y un árbol frondoso, en el que vivían un ruiseñor y un gorrión. En el rosal sólo quedaba una rosa, pero era tan bella como una princesa.
-Piripí, piripí -le cantaba el ruiseñor. No puedo dejar de mirar a mi hermosa rosa. La miraré hoy, mañana, al año que viene, siempre.
-Eres un iluso -le dijo el gorrión. ¿No sabes que las rosas duran poco? En cuanto llegue el frío se helará.
-¡No! -gritó el ruiseñor. ¡No lo consentiré!
Y siguió mirando la hermosa rosa, con más amor cada día. Una tarde llegó un viento frío y el fiel ruiseñor, temiendo la muerte de su rosa, se acercó a ella para darle calor y conservarla con vida, pues la había visto estremecerse y palidecer.
A la mañana siguiente, el gorrión empezó a buscar a su amigo, el ruiseñor. ¿Qué había ocurrido? Sencillamente, tanto se apretó contra la rosa para traspasarle su calor, que las espinas del rosal atravesaron su corazoncito, causándole la muerte. Su sangre generosa tiñó de rojo los pétalos de la rosa, que se había quedado pálida con el frío.
-¡Tiene el color de la sangre de mi amigo, el ruiseñor! -se dijo el gorrioncillo, con los ojos empañados de lágrimas.

999. Anonimo,

El ruiseñor


El Emperador de la China, paseando un día por su jardín, oyó cantar al ruiseñor y lloró de emoción. Le invitó a su Palacio.
El ruiseñor fue, pero un cortesano hizo un pájaro mecánico imitando los colores y el canto del ruiseñor, y casi todo el mundo prefirió al falso pájaro, que era de oro y joyas.
El ruiseñor volvió al bosque, y sólo una criadita iba a oírle por la tarde; ella sí sabía apreciar su arte.
El Emperador le echaba de menos, pero no quería llevar la contraria a nadie y calló su pena.
Al año siguiente, el Emperador enfermó. Los médicos no sabían dar con el remedio, y la criadita se lo contó al ruiseñor.
Aquella tarde, el pájaro apareció en la ventana del cuarto del enfermo, y cantó como nunca lo había hecho; tan bien, que el corazón del Monarca latió con más fuerza y le sanó.
‑¡Gracias, ruiseñor! ‑exclamó al sentirse tan bien‑. ¡Me has curado, amigo! ¡A pesar de que no fui amable contigo...!
‑No lo creas ‑repuso el pájaro‑.
Una vez te vi llorar al oír mi canto; nunca me han hecho mejor regalo que aquellas lágrimas. Por eso he vuelto, en pago de tu emoción de entonces.
El Emperador vivió muchos años más, y el ruiseñor cantó para él cada tarde. Ningún pájaro mecánico pudo sustituirle.

999. Anonimo

El rubí de los siete anillos


Cuando procedían a la demolición del viejo manicomio de Devonshire, en las afueras de Londres, una de las excavadoras que operaban en el jardín extrajo de la tierra un herrumbroso cofrecillo metálico cuyo interior, sin embargo, había permanecido incólume al cabo de medio siglo. Esto ocurrió a mediados de los años cincuenta, y el contenido del cofrecillo no se dio entonces a la publicidad. El director de la institución, fuertemente impresionado por lo que allí había, consideró más oportuno entregarlo directamente a Scotland Yard. Al cabo de veinticinco años, el hallazgo ha permanecido oculto en sus archivos secretos. Y sólo ahora, según ordena la ley, ha podido entregarse a la curiosidad de ciertos investigadores de lo insólito. Yo soy uno de ellos. Confieso que he dudado mucho antes de dar a mis lectores cumplida noticia de este cofre. Mis dudas no han desaparecido del todo, como no ha desaparecido el tufillo maligno y obsesionante que emana del objeto. Pero tengo tanto derecho a librarme de mis obsesiones como cualquier ser humano, y no encuentro mejor modo de hacerlo que divulgar esta historia.
El cofre contenía un cuaderno de tapas raídas, pero cuyo interior era perfectamente legible, y una hoja de papel con cuatro dobleces en la que alguien, con mano firme y viveza de colores, había dibujado una extraña joya. Se trataba de un rubí octogonal, cuyo rojo sangrante, violento, contrastaba en el dibujo con la plateada frialdad del engarce. Consistía éste, en efecto, en siete círculos concéntricos de plata grabados con profusión de signos retorcidos, al parecer de carácter alfabético. Digo «al parecer» porque si, como se sospecha, la exacta minuciosidad del dibujo quiere representar aquí una escritura, ésta no tiene parangón con todas las hasta ahora conocidas en la tierra. La representación gráfica desprende un aroma arcaico y tenebroso. Da la impresión de ser una joya de antigüedad inconcebible, tanto más por su ausencia de identidad  con la orfebrería de cualquier civilización. Si se trata de la obra de un loco (cosa que dudo, después de haber leído el cuaderno manuscrito que se encontró junto al dibujo), hay que decir en su descargo que poseía una imaginación fuera de lo común, y una capacidad extraordinaria para representar, con toda la fuerza de la realidad, un objeto imaginario. Tengo la impresión, rayana en el convencimiento total, de que la joya no era imaginaria. Y esta impresión proviene, como las dudas sobre la insania de su autor, de la lectura del manuscrito. Hay en él párrafos de una lucidez espantosa, intuiciones terribles cuya asimilación probable-mente crearía serios problemas en el equilibrio psíquico del lector medio. Esta es la causa de que sólo en parte lo transcriba a continuación:
«No estoy loco. Lo cual, escrito aquí, en este hospital, no constituye ninguna novedad. Todos los encerrados conmigo manifiestan lo mismo. Pero, a diferencia de ellos, quisiera estar verdaderamente loco. Pues de esa forma podría considerar producto de mi locura la horrible realidad de mi pasado. Los médicos piensan que es una consecuencia de la insania el hecho de que me despreocupe absolutamente de mi persona, o de que me pase las horas muertas mirando a la pared de mi celda, ajeno por completo al mundo que me rodea. Pero mi mente recuerda el horro, revive uno a uno todos los momentos  de mi pesadilla. Tengo mucho que pensar, es preciso que comprenda las razones más íntimas de lo sucedido, aunque con ello no logre alcanzar la paz que anhelo, esa serenidad que me ha sido negada para siempre. ¡Para siempre! Me estremece imaginar que sólo la muerte (y tal vez ni siquiera la muerte) me liberará de esta angustia que se ha incrustado en mi corazón...»
«... No soy culpable de las muertes que me achacan. El supuesto cadáver del niño no ha podido hallarse. Sencillamente, porque ese cadáver no existe... ¡Está vivo! Las alcantarillas de Londres, o Dios sabe qué ominosos subterráneos, son ahora su guarida. A veces lo siento bajo mis pies. Sé que está abajo, muy abajo, quizá alimentándose de carroña, respirando los vapores de la descomposición, bebiendo licores pútridos y haciendo crecer incesantemente su odio hacia mí. Ojalá lo hubiera matado, como se aseguró en el juicio. Ojalá me hubieran ahorcado, como pedía el fiscal. Que felicidad si, como aseguraba mi defensor, yo no fuera otra cosa que un simple loco. Llegaron a esta conclusión porque mis ojos estaban extraviados, porque me negaba a pronunciar palabra alguna, porque permanecía ajeno e indiferente a cualquier posible castigo. Si les hubiera dicho la verdad, ni el fiscal mismo dudaría de que, efectivamente, estaba loco. Porque habrían preferido mil veces considerarme loco antes que aceptar la verdad; nada dije de lo que en realidad había sucedido, y tuve que guardarme las espantosas evidencias para mí solo. Pero el horror almacenado en mi memoria se ha hecho tan insoportable que he decidido vertirlo en este cuaderno. No espero la compren-sión de nadie, al menos, entre los obtusos contemporáneos, fanatizados por la mitología del racionalismo y de la ciencia empírica. Tal vez en un futuro más sensato y menos mecanista alguien pudiera llegar a comprenderme. Y si no es así, qué importa. La tierra devorará estas páginas como ha devorado tantos secretos espeluznantes a lo largo de los siglos, como acabará devorándome a mí mismo... Y tal vez, a fin de cuentas, eso sea lo mejor que pueda suceder».
«Mi esposa, Katherine Taylor, era una mujer de belleza extraordinaria, aunque no de ese tipo de belleza que enciende de inmediato la voluptuosidad de los hombres. Era rubia, delgada, de rasgos finos y aristocráticos, y de sus ojos azules, claros como el mar de madrugada, se desprendía una delicadeza tan atractiva que despertaba sentimientos de elevada espiritualidad aún en los caracteres más groseros. Ni que decir tiene que estaba perdidamente enamorado de ella, y que en los cuatro años transcurridos de nuestro matrimonio habían constituido para ambos una continua fuente de delicias... Cuando pienso en la felicidad del pasado, casi acepto pagar el horror que ahora me ahoga como se acepta una medida de justicia. Sólo una sombra  había en nuestro matrimonio, y era que Katherine no me había proporcionado descendencia. La vieron médicos ilustres, se sometió a toda clase de pruebas, intentó todos los remedios imaginables sin resultado. Empecé a sospechar que procedía de mí, y no de ella, la causa de su infertilidad».
«El dieciocho de noviembre de 18..., dos días antes de su cumpleaños, me enojé con ella desmedidamente, por un motivo nimio. Era la primera vez que en nuestro matrimonio sucedía tal cosa. Abandoné mi hogar dando un portazo. Pero nada más llegar a la calle comencé a apesadumbrarme por mi des-proporcionada manera de proceder. Sabía que había sido injusto con ella, que Katherine estaba ahora sola en casa, llorado. Mi primer impulso fue volver de inmediato, arrojarme a sus pies y suplicarle que me perdonara. Atribuí la causa real de mi enojo, la que me tenía secretamente malhumorado, al hecho de que no lograra darme un hijo. Pero advertí también la enormidad de mi conducta, la injusticia de mi ira. Así que me propuse regalarle algo valioso, algo que me ayudara a hacerle disipar su tristeza.».
«Portobello Street, la calle de los anticuarios, estaba cerca de nuestra casa. Eran las cuatro de la tarde y un viento gélido torturaba a los escasos viandantes. Niebla, viento y frío invitaban a entrar en cualquier sitio cerrado y confortable. Lo era la primera tienda de anticuario con que me tropecé, a pesar de su estrechez, escasa iluminación y tortuosas escaleras que eran preciso descender para llegar al pequeño mostrador. Al otro lado, un anciano con bonete, de expresión difusa y nariz judía, se esforzaba por sonreírme al tiempo que se frotaba incesantemente las manos. En los días que sucedieron jamás logré dar con esa tienda; lo que achaqué, en un principio, a lo exaltado de mis ensoñaciones que me acometieron al entrar allí, y que me distraían bastante del mundo exterior. Y me hubiera satisfecho hallarla porque sospecho en la actuación de aquel anciano un papel de desenca-denador consciente de los acontecimientos que habrían de sucederme en el futuro. Lo sospecho ahora, aunque entonces simplemente estaba algo inquieto por su persistente manera de mirarme, por la inteligencia algo siniestra que desprendían sus ojos oscuros».
«Le expuse mi propósito de hacerle un regalo valioso a mi esposa, con motivo de su próximo cumpleaños. "Tengo lo que usted necesita", dijo, y de inmediato puso en el mostrador, sobre un trozo de terciopelo verde, el rubí de los siete anillos. "Se que es muy antiguo -añadió-, y desconozco de dónde procede.
Pero se trata, como puede comprobar, de una joya única". Quedé fascinado. No soy un entendido en piedras preciosas, pero aquel colgante emanaba un fulgor de belleza indescriptible. Si mis dedos no hubieran comprobado la frialdad del cristal hubiera jurado que se trataba de un ser vivo, cálido y sensible, o de un fuego minúsculo de incesante radiación. Era, evidentemente, el regalo perfecto, según sugería la poco agraciada voz del anciano. Le pedí explicación sobre la significación de los signos concéntricos que rodeaban la piedra y fingió ignorarlas, si bien creí advertir en su expresión el intento de borrar un gesto maligno. Convenimos el precio -nada elevado, para mi asombro- y lo satisfice en el acto, eufórico por haber realizado una buena y oportuna compra, contento al imaginar la joya sobre los delicados senos de mi mujer».
«Como había sospechado, encontré a Katherine secándose las últimas lágrimas. Mis palabras de consuelo, acompañadas por el regalo, surtieron el efecto deseado, y pude complacerme nuevamente al contemplar su rostro radiante, al estrecharla y sentir sobre los míos el calor de sus labios. De inmediato se colgó la joya del cuello y me dijo: "Aquí la llevaré siempre. Sólo me desprenderé de ella si volviéramos a enfadarnos". Le aseguré que, en ese caso, la joya le acompañaría hasta la tumba... ¡Como me maldigo ahora por haber pronunciado esas palabras!
«En efecto, Katherine, mientras vivió, no se separó nunca de la piedra. Recuerdo que aquella noche, cuando le hice el regalo, se disipó la niebla. Había luna llena y, según mi costumbre, la contemplaba absorto desde los ventanales del salón. Escuché a mis espaldas los tenues pasos de sus pies descalzos, y luego su voz, llamándome por su nombre:» -«¡Edgard!»
«Volví la cabeza. El fuego del hogar lanzaba cálidas oleadas de luz rojiza, que incidía con la luz pálida de la luna sobre el cuerpo desnudo de mi mujer. Porque así, sin más atavío que la piedra pendiente de su cuello, se ofrecía a mis ojos, ansiosa de amor. Jamás olvidaré, mientras viva, aquel momento de felicidad suprema, ese recuerdo ardiente que trata en vano de mitigar, a veces, los espantosos acontecimientos que le sucedieron. La poseí sobre la alfombra, al calor del fuego, bajo la turbadora mirada de la luna. Fue hermoso y terrible. El rubí rozaba la punta de sus senos. Sus gemidos, que al principio eran de placer, se prolongaron aún después de que la unión hubiera concluido. En aquel momento cumbre, cuando el orgasmo nos envolvía, sentí una sombra entre nosotros, una presencia intangible cuyos dedos de hielo quisieran desgarrar nuestra gozosa intimidad. El fuego bramó de pronto, como impulsado por una inexistente corriente de aire, y sus llamas se agigantaron. Katherine se estremeció y, como digo, siguió gimiendo aún cuando yo hube deshecho nuestro abrazo. A duras penas conseguí tranquilizarla. Sus ojos se habían contagiado del tenebroso brillo del rubí. Le pregunté que le había sucedido y si, como temía, no había logrado yo, con mis amorosas acometidas, hacerle participar por completo de mi placer».
-«No lo sé -me respondió-, pero tuve la sensación... Debo decírtelo: tuve la sensación de que no eras tú quien me poseías. Fue horrible..., horrible...»
«Sus ojos se humedecieron mientras pronunciaba esas últimas palabras».
»Pasó el tiempo. Katherine, después de aquella noche, ya no era la misma. Tenía frecuentes  crisis de malhumor, absolutamente injustificadas. A menudo, su tensión y su desasosiego eran permanentes, haciéndose más agudos a la caída de la tarde. Entonces sólo yo, con toda la paciencia que el amor me inspiraba, podía soportarla. Me sentía vagamente culpable, sin saber por qué. Al cabo de tres meses me anunció, menos feliz de lo que podía esperarse, que estaba embarazada».
«Mi júbilo fue enorme. El de ella, inexistente. Atribuí las irregularidades de su carácter a su nuevo estado. En vano traté de engañarme pensando que, cuando el embarazo fuera en aumento, la alegría natural de la maternidad borraría todas las melancolías de su espíritu. Estaba completamente equivocado».
«El suyo no era un embarazo normal. Katherine iba enflaqueciendo día a día, mientras su vientre crecía y se abultaba de un modo anormal. Era evidente la vampirización de que el feto le hacía objeto. Un hilillo de sangre acuosa le brotaba con frecuencia de la nariz y, lo que resultaba mucho más espantoso, de los ojos y de los oídos. Su aliento se fue haciendo más fétido de día en día, hasta el punto de que difícilmente podía soportar su presencia en la cama común. Dios me había dado, sin embargo, infinitas provisiones de paciencia. Mi amor por ella fue poco a poco transformándose en una agria compasión. Su estado era en extremo lamentable, hasta el punto de que las ojeras, amoratadas, cercaban sus ojos como dos sentencias de muerte. Con frecuencia abandonaba yo la casa, porque la creciente alteración de sus nervios estaba contagiando los míos. Pero se negaba empecinadamente a dejarse visitar por un médico, ya que todos esos síntomas los consideraba normales de su nuevo estado».
«Eran frecuentes sus explosiones de cólera. Su tensa sensibilidad le impedía soportar el menor ruido. Su mente se debilitaba tanto como su cuerpo, y fue presa de las obsesiones más extravagantes. Aunque su capacidad mental disminuía, dio en pensar que yo maquinaba un secreto plan para asesinarla. Quise convencerla del absurdo de semejante suposi-ción, pero no lo logré. Sus movimientos fueron haciéndose nerviosos, frenéticos hasta el paroxismo, y desplegaba, a veces, una energía indos-pechada. Se ponía en guardia de un modo animal, automático, cuando por descuido, me acercaba yo a su deforme vientre algo más de lo que ella estimaba conveniente. Por mi parte, sospeché que de la forma que aquel odioso feto (el estado de su madre no me permitía albergar hacia él otros sentimientos) se alimentaba cruelmente de su sangre, la mente que en él estaba encarnándose absorbía con avidez creciente la energía cerebral de Katherine. Mi mujer, o mejor dicho, lo que de ella quedaba, había adoptado el hábito de tomar ingentes cantidades de estimulantes, tal vez en un esfuerzo desesperado por permanecer consciente, pese a lo cual parecía estar, a menudo, con la mente en blanco. Soporté todos estos síntomas con la agitación y tristeza que cabe imaginar, pero nada me dolía tanto como su desconfianza hacia mi persona, que llegó a hacerse casi absoluta, como su mutismo».
«Las costumbres de la casa no habían variado, sin embargo, substancial-mente. Aunque sus tensiones me impedían dormir muchas noches, seguíamos compartiendo la misma cama. Hacia el octavo mes, muy próximo ya al alumbramiento, me despertó una noche con un grito terrible. Me apresuré a encender el quinqué de la mesilla de noche. La vi incorporada en la cama, con el rostro congestionado, presa de agudos espasmos. Su vientre monstruoso se agitaba a intervalos, sacudido por movimientos concéntricos de dudosa naturaleza. «¡Me está ahogando! -dijo- ¡Mátalo, mátalo ahora mismo! ¡Me ahoga!» Aquellas expresiones me inmovilizaron hasta el estupor. Logré calmarla un tanto con grandes esfuerzos. Su crisis histérica se manifestaba ahora con lágrimas incontenibles. En medio de las cuales, entre sollozos, añadió: "Mi vientre está inmundo... Siento las manos sucias, sucias, cada vez más sucias". No cesaban las sacudidas de su vientre. Puse la palma de la mano sobre él y, por vez primera, Katherine no me lo impidió. El feto, al notar el contacto de mi mano, cesó en sus movimientos y se contrajo hasta ponerse duro como una piedra. Asombrosamente, el vientre estaba frío. No sé de dónde procedía la insufrible sensación de asco que me hizo apartar la mano de inmediato. Tal vez fue el presentimiento de que ese feto, aunque vivo, tenía la sangre helada. Katherine cesó de llorar, sufrió un último espasmo y quedó rígida, tendida en la cama. Sobresaltado, me incorporé en el lecho. Temí seriamente por su vida. Sin embargo, aunque de forma débil, seguía respirando. Y su vientre, antes duro y contraído, se mostraba ahora blando y móvil, en contraste con la rigidez general de su cabeza, pecho y miembros. Comencé a vestirme apresuradamente, para llamar a un médico, pero no tardó Katherine en recobrar el sentido. Al cabo de un minuto, estremeciéndose, me aseguró que tenía mucho frío. Sentí por ella una honda compasión. La arropé con la manta y fui a estrecharla entre mis brazos, pero me rechazó.

"¡No me toques! -dijo- ¡Estoy maldita...! ¡Maldita!"»
«Tres días después llegó el momento horrible del alumbramiento. Katherine me lo anunció, pálida como un papel, con el rostro helado, la respiración afanosa y todo su ser temblando por los efectos de una oscura premonición. Descubrí en el fondo de sus ojos algunos restos resplan-decientes de la antigua Katherine y me conmoví hasta los tuétanos, porque yo también intuía que su fin estaba próximo. La abracé fuertemente, sin poderme contener y mis lágrimas se sumergieron en su todavía hermoso cabello. Pero el feto, al sentir mi contacto, se retorció en el fláccido y abultado vientre y Katherine, lanzado un grito de dolor, cayó desmayada».
«La deposité sobre la cama. Su corazón latía aceleradamente. Sus ojos giraban sin cesar, con movimientos desacompasados. Su aliento era más fétido que nunca. Salí de casa corriendo, en busca de la comadrona. Al regresar con ella, Katherine gritaba, desde la alcoba, como una poseída. Subimos las escaleras lo más rápido que nos fue posible. La encontramos aullando, retorciéndose entre las sábanas. No me creí con fuerzas para asistir al alumbramiento, y no sé cómo pude resistir hasta el final. Mi cuerpo estaba tenso, mi mente inquieta, mi corazón sobresaltado por un tenebroso sentimiento que me mantenía paralizado, a los pies de la cama, desde las primeras contracciones de Katherine».
«Por el ensangrentado útero asomó una pequeña mano. La comadrona cruzó conmigo una mirada significativa: el parto no se presentaba para nada bien. Mi mujer, continuamente sacudida por espasmos dolorosos, no tenía ya fuerzas ni para gemir y permanecía semiinconsciente. La comadrona introdujo de nuevo la pequeña mano y trató de cambiar la posición del feto para que saliese primero la cabeza. Mientras estaba realizando estas operaciones observé algo sobre el pecho de Katherine que me cortó la respiración. Era que en el nacimiento de los senos, justamente debajo de donde solía apoyarse el rubí, había surgido la mancha de una quemadura cuya forma coincidía, punto por punto, con la de la joya, que seguía pendiente de su cuello. Cruzó por mi mente, con la rapidez de un impulso instintivo, el propósito de arrancársela. Pero en ese momento la comadrona solicitaba mi ayuda. Quería que yo sujetase, firmemente abiertas, las piernas de mi mujer, mientras ella trataba de extraer la cabeza. Me aferré a las pantorrillas de Katherine conteniendo sus convulsos temblores. Desde mi posición podía observar perfectamente la salida del feto... Mi mano tiembla, como temblaban las pantorrillas de Katherine, al recordar lo que vi».
«Su cráneo era anormalmente grande, de color amarillento y desprovisto de pelo como la cabeza de un anciano. Me negaba a aceptar que semejante engendro pudiera ser mi hijo, y eso fue lo primero que pensé al ver la arrugada piel del cráneo, sus orejas membranosas. Pero nada me inquietó tanto como ver su rostro renegrido y tembloroso, sus ojos abiertos, su boca llena de diminutos y puntiagudos dientecillos... Adiviné que la comadrona trataba de contener un grito de asco y horror. Por mi parte, estaba tan fascinado ante el insólito espectáculo del recién nacido que no me di cuenta, en aquellos momentos, de que las piernas de Katherine habían dejado de temblar. Creo que murió momentos antes de que la comadrona cortara el cordón umbilical».
«Tras la tensión acumulada, aquella horrible escena me hizo perder el conocimiento. No lo recobré enteramente sino cinco días después, gracias a la solicitud de mi hermana Lucille, que vino a cuidar de mí y del engendro nada más enterarse de lo sucedido. Pasé esos cinco días enfebrecido, asaltado por multitud de pesadillas, negándome a salir de la cama para enfrentarme con la realidad; mucho más espantosa, entonces para mí, que todas esas pesadillas. Lucille, mostrando una entereza de ánimo que yo mismo estaba muy lejos de poseer,  se ocupó también del entierro de Katherine y de hacer que, en la medida de lo posible, el ritmo de la casa regresara a los cauces de la normalidad».
«Consentí a salir de la cama pero me negué a ver a mi presunto hijo. Lucille hacía el papel de madre a la perfección, aunque su extraño aspecto le inquietara y los múltiples dientes de la criatura le produjeran un cierto temor. Pronto se dejaron sentir las huellas de esos dientes en el biberón con que lo alimentaba».
«Por intermedio de Lucille llegué a conocer algunas otras particularidades de aquel ser que, a los pocos días de su nacimiento, empezaba a demostrar un apetito insaciable y una movilidad absolutamente desproporcionada para su edad. No dormía nunca, pero semejante circunstancia no parecía afectar para nada a su fisiología. Sus cortas y velludas piernas se fortalecieron pronto lo bastante como para poder soportar el peso del cuerpo. Tenía las manos pequeñas y delicadas, pero sus brazos eran igualmente robustos y velludos. El vientre, fuerte pero abultado en exceso, daba muestras de la incipiente capacidad de su estómago. Al cabo de una semana, la leche resultó insuficiente para alimentarlo y Lucille probó, con éxito, ofrecerle alimentos sólidos, que aquel raro organismo devoraba a satisfacción. Mordisqueaba y engullía la carne con especial avidez».
«Eran, sin embargo, sus ojos, lo que más inquietaba a Lucille. Tan claros que apenas si se distinguían de la córnea. Parecían los ojos de esos ciegos atacados de tracoma, pero veía perfecta-mente. A menudo permanecía quieto como una estatua de sí mismo, pero reaccionaba con extraordinaria celeridad al menor estímulo exterior. La temperatura de su cuerpo, según yo había intuido, era sensiblemente más baja de lo normal, pero ni el frío ni el calor parecían afectarle demasiado... Sólo la infinita compasión de Lucille, la gran bondad de su corazón podían hacerle medianamente llevadero el cuidado de semejante bestia que permaneció oculta, por expreso deseo mío, a la vista de familiares y curiosos».
«Lucille comenzó tomando su ingrata tarea con apasionamiento, pero al cabo de quince días le resultó difícilmente soportable. Prejuicios de carácter moral y, sobre todo el temor y la repugnancia que me impedían acercarme al engendro, conservaron su integridad física, ya que la idea de darle muerte empezó a ser acogida por mi espíritu como la única liberación posible».
«El desenlace, sin embargo, ocurrió de una manera mucho más horrible. Una noche, hacia las tres de la madrugada, un grito espantoso rompió violentamente mi sueño. Reconocí la voz de Lucille. Encendí una vela y bajé corriendo a la planta baja. La puerta del dormitorio estaba entreabierta. De su interior se escuchaba una respiración entrecortada y violenta. Confieso que sentí un miedo cerval antes de empujar esa puerta. Un olor acre y fuerte, que al principio no logré identificar, inundaba el ambiente. Atravesé al fin esa puerta, con la vela levantada y el color de la sangre, espantosamente esparcida por todo el cuarto, me confirmó la ominosa naturaleza del olor que había percibido».
«Hubiera preferido arrancarme los ojos para no haber visto el atroz espectáculo que la macilenta luz de la vela me ofrecía. Sobre la cama, el cuerpo destrozado a mordiscos de Lucille se estremecía con los últimos estertores. Me miraba sin ser capaz ya de percibirme, con los ojos abiertos a un horror infinito. Vi sus vísceras despedazadas, sus pechos horriblemente mutilados... ¡Dios mío! Yo también grité, retrocedí ahogado de espanto. Y entonces una negra figura, de ojos centelleantes, cruzó rápidamente la puerta, rozando mis piernas con su asquerosa frialdad, manchándome de sangre fresca las pantorrillas. Cuando al fin pude reaccionar traté de salir en su persecución por la oscuridad del pasillo. Me detuve, sin embargo, al escuchar un ruido de cristales rotos procedentes de la puerta. Cuando comprendí al fin lo que sucedía era demasiado tarde. El monstruo, envuelto en girones rojos, escapaba corriendo por la calle. La débil luz de un farol de gas me permitió ver todavía cómo aquella masa infrahumana, con inimaginable fuerza, levantaba la tapa de una alcantarilla y se hundía en las profundidades subterráneas. Si entonces hubiera cedido al imperioso deseo de acabar con mi vida, me hubiera ahorrado para siempre el horror de estos recuerdos. Esa misma noche profanaron la tumba de Katherine. El rubí que colgaba del cuello del cadáver había desaparecido».

999. Anonimo

El rosal


En una ocasión, cierto granjero plantó un arbusto junto a su corral. Belinda, su hija menor, extrañada de que su padre plantara aquello tan lleno de espinas y aparentemente reseco, exclamó:
-¡Qué cosa tan fea! Además, me impide jugar en la hierba.
-No sabes apreciar el valor de las cosas, hija mía. Este arbusto reseco y feo, dará con el tiempo unas flores maravillosas.
El tiempo fue transcurriendo y, cuando apuntaba la primavera, el arbusto de aspecto miserable se fue cubriendo de hojas de color verdoso, mientras que unos menudos capullitos comenzaron a brotar.
Una mañana, Belinda gritó entusiasmada:
-¡Papá, ven! ¡Ven a ver qué maravilla!
Acudió el hombre y, al ver una hermosa rosa abierta, de un color semejante al de las mejillas de su hija, explicó:
-¿Ves cómo con paciencia podemos descubrir la belleza de las cosas? A pesar de las feas espinas y de lo reseco de su aspecto, las rosas han florecido de un modo magnífico y con su aroma nos alegran. El arbusto, como las personas, ha pasado vicisitudes, pero ahora está disfrutando de una singular alegría, pues sus rosas son por todos admiradas.

999. Anonimo

El rey, el cirujano y el sufi .999

En la antigüedad, un rey de Tartaria estaba paseando con algunos de sus nobles. Al lado del camino se encontraba un Abdal (un sufí errante), quien exclamó:
-Le daré un buen consejo a quienquiera que me pague cien dinares.
El Rey se detuvo y dijo:
-Abdal, ¿cuál es ese buen consejo que me darás a cambio de cien dinares?
-Señor -respondió el Abdal-, ordena que se me entregue dicha suma y te daré el consejo inmediatamente.
El Rey así lo hizo, esperando escuchar algo extraordinario.
El sufí le dijo:
-Este es mi consejo: nunca comiences nada sin que antes hayas reflexionado cuál será el final de ello.
Ante estas palabras, los nobles y todos los presentes estallaron en carcajadas, diciendo que el Abdal había sido listo al pedir el dinero por adelantado. Pero el Rey dijo:
-No tienen motivo para reírse del buen consejo que este Abdal me ha dado. Nadie ignora que deberíamos reflexionar antes de hacer cualquier cosa. Sin embargo, diariamente somos culpables de no recordarlo y las consecuencias son nefastas. Aprecio mucho este consejo del derviche.
Así, el Rey decidió recordar siempre el consejo y ordenó que fuese escrito en las paredes con letras de oro, e incluso grabadas en su vajilla de plata.
Poco después, un intrigante concibió la idea de matar al Rey. Sobornó al cirujano real con la promesa de nombrarlo primer ministro si clavaba una lanceta envenenada en el brazo del Rey. Cuando llegó el momento de extraer sangre al Rey, se colocó una jofaina para recoger la sangre. De repente, el cirujano vio las palabras grabadas allí: Nunca comiences nada sin que antes hayas reflexionado cuál será el final de ello. Fue entonces cuando el cirujano se dio cuenta de que, si el intrigante se convertía en rey, lo primero que haría sería ejecutarlo, y así no necesitaría cumplir su compromiso. El Rey, viendo que el cirujano estaba temblando, le preguntó que le ocurría, y éste le confesó la verdad inmediatamente.
El autor de la intriga fue capturado; el Rey reunió a todas las personas que habían estado presentes cuando el Abdal le dio el consejo, y les dijo:
-¿Todavía se ríen del derviche?

999. Anonimo

El rey y su avaricia


El Rey era tan ambicioso, que asfixiaba a sus súbditos con impuestos muy fuertes. Cada año, le tocaba a un pueblo contribuir a los gastos del Rey con todas sus cosechas, de modo que casi se morían de hambre. Pero los pueblos pagaban porque le tenían mucho miedo, pues él se preocupaba de hacer correr la voz de que tenía muchísimos soldados, aunque no era cierto.
Le llegó la vez a un pueblo de valientes, que se reunieron a tratar el problema. El alcalde habló así:
‑Si pagamos, no comeremos; y si no pagamos, nos atacarán. Sólo veo una solución: que ataquemos el Palacio antes de que llegue el día del pago. Si les pillamos por sorpresa, quizá, con suerte, venzamos. Es nuestra única posibilidad.
Eso decidieron, y todos los hombres se armaron con horcas y palos y acudieron al Palacio del Rey.
Naturalmente, el Rey estaba desprevenido, pues no sospechaba ese ataque, y todo el dinero se lo gastaba en sí mismo, por lo cual ni siquiera tenía muchos soldados.
Así que le vencieron rápidamente, y le echaron del Reino para siempre, con lo que todo el país se vio libre de él y fue mucho más feliz y próspero.

999. Anonimo

El rey que no sabía temblar


Hubo una vez un joven Rey tan valiente, que no sabía lo que es temblar, y aunque era muy feliz, le decía a su mujer:
‑Sólo me falta una cosa en la vi a saber temblar.
La Reina le quería mucho, así que fue a ver a su Hada Madrina para tratar de encontrar una solución al problema del Rey.
‑Esta madrugada, sal de la cama, toma un cubo y coge agua y peces del estanque del Palacio ‑le dijo el hada. Después le echas por encima el contenido del cubo. ¡Ya verás!
A la Reina le pareció una solución un poco simple, pero obedeció al pie de la letra; se levantó el alba, llenó un cubo con agua y peces del estanque, y se lo echó encima a su marido mientras éste aún dormía. ¡Pronto se despertó!
‑¿Qué me pasa? ‑exclamó tiritando- ¿Por qué tiemblo?
La Reina se echó a reír; los pececillos y el agua fría habían hecho temblar a su valiente marido.
Desde entonces, el Rey supo temblar y no hubo nada que empañase su felicidad ni la de su esposa la Reina.

999. Anonimo