Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 30 de julio de 2012

Para los niños que no quieren irse a dormir

Era una noche oscura y tormentosa, y doce ladrones estaban reunidos al amor de la lumbre en una gruta. El jefe de la banda le dijo al que estaba sentado a su lado:
-¡Cuéntanos una historia!
Y el ladrón comenzó:
-Era una noche oscura y tormentosa, y doce ladrones esta­ban reunidos al amor de la lumbre en una gruta. El jefe de la banda le dijo al que estaba sentado a su lado:
-¡Cuéntanos una historia!
Y el ladrón comenzó:
-Era una noche oscura y tormentosa, y doce ladrones esta­ban reunidos al amor de la lumbre en una gruta. El jefe de la banda le dijo al que estaba sentado a su lado:
-¡Cuéntanos una historia!
Y el ladrón comenzó:
-Era una noche oscura y tormentosa, y doce ladrones esta­ban reunidos al amor de la lumbre en una gruta. El jefe de la banda le dijo al que estaba sentado a su lado:
-¡Cuéntanos una historia!
Y el ladrón comenzó:
-Era una noche oscura y tormentosa y doce ladrones...
Y así sucesivamente, hasta que los niños, por fin, se queda­ron dormidos en su cama.

Fuente: Gianni Rodari

039. anonimo (inglaterra)

Los tres deseos

Una vez, hace mucho tiempo, un leñador vivía en una cabaña de troncos en medio del bosque. Se dedicaba a talar árboles y ganaba bastante para mantenerse a sí mismo y mantener a su mujer. Una mañana, como tantas otras, salió de su casa para cumplir con su trabajo de siempre. Había decidido derribar una gran encina y calculaba ya, muy contento, cuántas tablas y cuánta leña obtendría. Cogió su hacha, se echó a sus espaldas la bolsa con un trozo de pan y una cantimplora con agua y se puso en marcha.
En cuanto llegó junto a la encina, dejó la bolsa en el suelo, se quitó la chaqueta, se escupió las manos y alzó el hacha como si quisiese derribar la encina de un solo golpe. Pero no hubo ningún golpe. De la encina salió una vocecita muy fina y, de inmediato, apareció una prodigiosa hada ante el leñador, que se quedó boquiabierto y tan sorprendido que el hacha se le escapó de las manos.
El hada le suplicó:
-Buen hombre, no le hagas daño a este árbol y tendrás tu recompensa.
El leñador, compadecido y confuso, respondió:
-Haré lo que desees, hermosa hada.
Se puso la chaqueta, recogió el hacha y la bolsa e hizo ademán de marcharse. Pero la hermosa hada lo retuvo:
-Te lo agradezco, buen hombre. Quiero premiar tu buen corazón. Expresa tres deseos y lo que desees ocurrirá.
Dicho esto, el hada desapareció.
El leñador se encaminó hacia su casa. En el camino, sintió mucha hambre y, antes de trasponer el umbral, le dijo a su mujer:
-Querida, sírveme enseguida el almuerzo, que tengo un hambre de lobos.
-¿El almuerzo? Querido, tendrás que esperar por lo menos una hora, sé paciente. No te esperaba tan pronto. ¿Y qué te apetece comer?
-Arroz con pollo. Pero quiero una olla tan grande como esta mesa.
No bien acabó de hablar, apareció en la mesa una olla humeante llena de arroz con pollo. Al leñador y a su mujer se les desorbitaron los ojos. Sólo entonces el hombre se acordó de la buena hada del bosque y se dio con un canto en los dientes.
-¡Ah, qué tonto soy!
Y le contó a su mujer lo que le había sucedido.
-¡Eres francamente un tonto, el rey de los tontos! -lo reprendió su mujer. Me gustaría que esta olla se te enganchase en la nariz.
No bien acabó de decir estas palabras, la olla se enganchó en la nariz del leñador y lo hizo doblarse hasta tocar el suelo con la cabeza.
Al leñador y a su mujer se les desorbitaron los ojos aún más y comenzaron a tirar de la olla para desengancharla, pero no había manera de lograrlo.
-¿Ahora qué hacemos? -se preguntaron el uno al otro, dejando caer flojos los brazos de cansancio.
¿Qué hacer? Ya no quedaba otra opción que pronunciar el tercer deseo:
-Que la olla se desprenda de la nariz.
En cuanto lo dijeron, la olla cayó sobre la mesa con gran estruendo.
El leñador y su mujer se sentaron a la mesa y comieron el arroz con pollo.
Estaba delicioso, en toda su vida no habían comido un plato tan bueno. Y no era para menos: ¡lo había guisado el hada!

039. anonimo (inglaterra)

Los tres cerditos

Había una vez una cerda que tenía tres cerditos. No tenía cómo alimentarlos, así que les pidió que se echasen al mundo para bus­carse la vida por sí solos.
Después de mucho caminar, el primer cerdito se encontró con un hombre que llevaba un haz de paja.
-Dame un poco de esa paja -pidió amablemente el cerdito, querría construirme una casa.
El hombre le dio un poco de paja y el cerdito se construyó una pequeña casa. Poco después, llegó el lobo.
-Cerdito, cerdito, ábreme la puerta y déjame entrar.
Pero el cerdito respondió:
-¡No, no, señor lobo, no abriré la puerta jamás, así que us­ted en mi casa no entrará!
Y el lobo repuso:
-Entonces soplaré, soplaré, y haré que tu casa se venga abajo.
Y sopló y se enfureció hasta que derrumbó la casa. Después se comió al cerdito de un solo bocado.
Mientras tanto el segundo cerdito, después de mucho cami­nar, se encontró con un hombre que llevaba un haz de ramitas. El cerdito dijo:
-Por favor, dame algunas ramitas para que pueda cons­truirme una casa.
El hombre accedió y el cerdito se hizo una casa. Poco des­pués llegó el lobo, que llamó a la puerta diciendo:
-Cerdito, cerdito, ábreme la puerta y déjame entrar.
Pero el cerdito respondió:
-¡No, no, señor lobo, no abriré la puerta jamás, así que us­ted en mi casa no entrará!
Y el lobo repuso:
-Entonces soplaré, soplaré, y haré que tu casa se venga abajo.
Y sopló y se enfureció hasta que derrumbó la casa. Después devoró al cerdito de un solo bocado.
Mientras tanto el tercer cerdito, después de mucho caminar, se encontró con un hombre que transportaba una carga de la­drillos. El cerdito dijo:
-Dame unos ladrillos para que pueda construirme una casa.
El hombre le dio unos ladrillos y el cerdito se construyó la casa. Poco tiempo después, pasó el lobo y llamó a la puerta di­ciendo:
-Cerdito, cerdito, ábreme la puerta y déjame entrar.
Pero el cerdito respondió:
-¡No, no, señor lobo, no abriré la puerta jamás, así que us­ted en mi casa no entrará!
Y el lobo gritó:
-Entonces soplaré, soplaré, y haré que tu casa se venga abajo. Y sopló y se enfureció pero, por más que soplase y se enfu­reciese, la casa se mantenía en su puesto.
Entonces el lobo decidió vencer al cerdito con astucia y le dijo:
-Cerdito, cerdito, ¿sabes tú por casualidad dónde crecen buenos nabos?
-No, ¿dónde crecen? -preguntó el cerdito.
-En aquella pequeña colina, detrás del taller del herrero -respon-dió el lobo-. ¡Si quieres, vendré a buscarte mañana por la mañana e iremos juntos a darnos un buen atracón!
-¿A qué hora debo esperarlo?
-A las seis.
Pero el cerdito no esperó al lobo. Se levantó a las cinco y, antes de que llegase el lobo, se fue a recoger los nabos y volvió. El lobo llegó a las seis y llamó:
-Cerdito, cerdito, ¿vienes conmigo al campo? Pero el cerdito exclamó:
-¿Y por qué? Yo ya he ido, he traído a casa unos cuantos nabos y en pocos minutos prepararé un buen desayuno.
El lobo hizo lo posible por ocultar su enfado y dijo:
-Cerdito, cerdito, ¿sabes tú por casualidad dónde hay unas hermosas manzanas maduras?
-No, ¿dónde?
-En el huerto, en la cima de la colina -respondió el lobo. Mañana por la mañana, a las cinco, vendré a buscarte e iremos juntos a recogerlas.
El cerdito no esperó al lobo. Se levantó muy temprano y fue a coger manzanas. Pero esta vez calculó mal. Había comido ya unas cuantas y estaba bajando del árbol cuando apareció el lobo:
-Cerdito, cerdito, has llegado antes que yo. ¿Son realmente buenas esas manzanas?
-Sí, son muy buenas -respondió el cerdito-. Le tiro una, así podrá comprobarlo usted mismo.
Y le arrojó al lobo una hermosa manzana roja. La manzana rodó colina abajo y, antes de que el lobo pudiese alcanzarla, el cerdito bajó del árbol y corrió a encerrarse en su casa.
Al día siguiente, el lobo volvió a la casa del cerdito y le dijo:
-Cerdito, cerdito, ¿sabías por casualidad que mañana hay mercado en la ciudad?
-Claro que lo sé -respondió el cerdito. Y voy a ir. ¿A qué hora irá usted?
-A las tres -respondió el lobo.
Tampoco esta vez el cerdito esperó al lobo. Se dirigió al mercado antes de la hora fijada y se compró una chocolatera. Luego retomó el camino hacia su casa. Cuando estaba en la cima de la colina vio que el lobo avanzaba por el sendero.
Entonces el cerdito se metió en la chocolatera y se dejó ro­dar colina abajo, en dirección al lobo. Cuando el lobo vio esa cosa extraña que se le venía encima, fue presa del pánico, puso pies en polvorosa.
Al día siguiente, el lobo volvió a la casa del cerdito y le con­tó que había visto una cosa horrible rodando colina abajo. Pero el cerdito se echó a reír y exclamó:
-Pero ¡si era yo! Fui al mercado y me compré una chocola­tera. Cuando lo vi venir, me metí en la chocolatera y llegué a mi casa rodando.
El lobo montó en cólera y se juró a sí mismo que se comería al cerdito esa noche sin falta. Esperó que oscureciese. Luego tre­pó al tejado de la casa del cerdito y comenzó a deslizarse por la chimenea. Pero el cerdito lo oyó y no se quedó con los brazos cruzados. Puso al fuego una enorme cacerola con agua y, cuan­do el lobo saltó al interior de la casa por la chimenea, el cerdito levantó la tapadera. El lobo cayó dentro de la cacerola, el cerdi­to la tapó, dejó que el agua entrase en ebullición y esa noche cenó lobo hervido.

Fuente: Gianni Rodari

039. anonimo (inglaterra)

La viejecita y el huesecillo

Había una vez una viejecita chiquita chiquita chiquí, que vivía en una casita chiquita chiquita chiquí, en un pueblo chiquito chi­quito chiquí. Un día la viejecita se puso un sombrerito chiquito chiquito chiquí en su cabecita chiquita chiquita chiquí y salió a dar un paseíto chiquito chiquito chiquí. Brincando por una ca­llecita chiquita chiquita chiquí, la viejecita llegó a una verjita chiquita chiquita chiquí y detrás de la verjita, en un senderito chiquito chiquito chiquí había un huesillo chiquillo chiquillo chiquí. La viejecita traspuso la verjita, cogió el huesillo y pensó: «Con este huesillo podré hacerme un caldito chiquito chiquito chiquí» .
La viejita guardó el huesillo en el bolsillito chiquito chiquito chiquí de su abriguito chiquito chiquito chiquí y volvió brincan­do a su casita.
Una vez en su casita, como estaba un poquito cansadita puso el huesillo en una repisita chiquita chiquita chiquí y se acostó en la cama chiquita chiquita chiquí. Acababa de dormirse cuando, desde la repisita, se oyó una vocecita chiquita chiquita chiquí que decía:
-Devuélveme mi hueso.
La viejecita se asustó un poquito, se tapó su cabecita con la mantita chiquita chiquita chiquí y se volvió a dormir. Pero en un minutito la vocecita se hizo oír un poquito más altita y dijo:
-Devuélveme mi hueso.
La viejecita se asustó un poquito más aún y por eso escondió aún más la cabecita bajo la mantita y se volvió a dormir. Pero pasado un momentito, se hizo oír la vocecita de la repisita un poquito más altita aún y gritó:
-Devuélveme mi hueso.
La viejecita se asustó otro poquito más, asomó su cabecita fuera de la mantita y gritó con todas sus fuerzas chiquitas chi­quitas chiquí:
-Cógelo tú, a la una, a las dos y a las tres. ¿O no lo ves?

039. anonimo (inglaterra)

La rana macho y su esposa

Una vez, una viuda quería hacer una tarta y le pidió a su hijo que fuese a buscar agua al pozo. La muchacha cogió el cántaro y sa­lió, pero, al llegar al pozo, vio que estaba seco. Se sentó en la hierba y comenzó a llorar, porque tenía miedo de que su madre la castigase si volvía con las manos vacías. Había otro pozo, pero se encontraba muy lejos, al otro lado del bosque.
Mientras lloraba con el cántaro entre sus manos y humede­cía la hierba con sus lágrimas, una rana macho saltó fuera del pozo, se sentó en una piedra junto a la muchacha y le preguntó:
-¿Por qué lloras?
-Porque el pozo se ha secado y no puedo llevarle agua a mi madre.
-No llores. Si me prometes que te casarás conmigo, te daré un cántaro lleno de agua.
La muchacha se echó a reír. ¿Dónde se ha visto que una chi­ca se case con una rana macho?
-De acuerdo -acabó diciendo. Te lo prometo.
La rana saltó al pozo y volvió con el cántaro lleno de agua. La muchacha le dio las gracias y se dio prisa en volver a su casa muy contenta. Antes de anochecer, ya había olvidado por com­pleto a su pretendiente rana.
Cuando llegó la hora de dormir, oyó croar junto a la puerta:

Abre la puerta, niña bonita,
abre la puerta, mi mujercita.

-¿Qué ocurre? -preguntó la madre.
-Nada, nada, es sólo la rana del pozo, que quiere entrar.
-Entonces ve -dijo la madre- y hazla entrar, pobrecita.
La muchacha se levantó e hizo entrar a la rana macho, que se sentó a la mesa y volvió a croar:

Hazme de comer, niña bonita,
hazme de comer, mi mujercita.

-¿Qué ocurre? -preguntó la madre.
-Nada, nada, es sólo la rana del pozo, que quiere comer.
-Pues anda -dijo la madre-, dale de comer a la pobrecita.
Cuando acabó de comer, la rana macho apartó el plato y volvió a croar:

Hazme la cama, niña bonita,
hazme la cama, mi mujercita.

-¿Qué ocurre? -preguntó la madre.
-Nada, nada, es sólo la rana del pozo, que quiere dormir.
-Pues anda -dijo la madre-, y acuesta en la cama a la po­brecita.
La muchacha se incorporó y llevó a la rana macho a la cama.
En cuanto estuvo en la cama, la rana macho volvió a croar:

Tráeme un hacha, niña bonita,
tráeme un hacha, mi mujercita.

-¿Qué ocurre? -preguntó la madre.
-Nada, nada, es sólo la rana del pozo, que quiere un hacha.
-Entonces ve -dijo la madre, y tráele el hacha a la pobre­cita.
La muchacha se incorporó y le llevó el hacha a la rana.
La rana macho cogió el hacha y croó:

Córtame la cabeza, niña bonita,
córtame la cabeza, mi mujercita.

-¿Qué ocurre? -preguntó la madre.
-Nada, nada, es sólo la rana del pozo. Quiere que le corte la cabeza, pero me da no sé qué.
-Anda -dijo la madre, córtale la cabeza a la pobrecita si realmente es eso lo que quiere.
La muchacha se incorporó y le cortó la cabeza a la rana ma­cho. Y en cuanto la cabeza quedó separada del cuerpo, la rana se transformó en un bellísimo príncipe, que se casó con la mucha­cha y vivieron siempre juntos, felices y contentos.

039. anonimo (inglaterra)

La hábil hilandera

Había una vez una viuda. Un día, preparó cinco pasteles, los sacó del horno y le dijo a su hija:
-Pon estos pasteles sobre la mesa del comedor y déjalos un momentito, a ver si suben un poco más.
-¿Subir? -se sorprendió la muchacha. Si pueden subir, entonces también pueden bajar otros. Lo mejor es que me los coma enseguida.
Y sin decir agua va, se comió los cinco pasteles y dejó el plato vacío sobre la mesa. Por la tarde, su madre volvió a casa y dijo:
-Ve a ver si los pasteles han subido.
La muchacha fue hasta el comedor, pero el plato estaba tan vacío como antes. Volvió a donde estaba su madre y le dijo:
-Sí, mamá, han subido.
-¿Los cinco?
-Los cinco.
-Bien, entonces tráeme el más grande, que tengo hambre.
-Pero ¿cómo quieres que te lo traiga si ya no están?
-¿No están? ¿Y qué has hecho con ellos?
-Me los he comido. Tú dijiste que debían subir, y yo pensé
que si subían también podrían bajar otros.
-Ah, qué desgracia de hija me ha tocado -suspiró la madre. Y se quedó sin merienda.
Se sentó en el umbral, cogió la rueca y el huso y comenzó a hilar, mientras canturreaba:

Me ha tocado vivir cosas tremendas,
mi hija se ha comido mi merienda.

Mientras hilaba y cantaba, pasó por allí el rey, frenó su caballo y preguntó:
-¿Qué canción estás cantando, buena mujer?
A la viuda le daba vergüenza haber hablado mal de su hija mientras pasaba el rey, así que cantó de esta otra manera:

Que sea feliz Dios lo dispuso:
mi hija hoy ha hilado cinco husos.

-¿Qué dices? ¿Cinco husos en un día? -se maravilló el rey. Nunca he oído hablar de una hilandera capaz de semejante cosa. Buena mujer, dame la mano de tu hija. Conmigo estará bien, no por nada soy el rey. Durante once meses, pensará sólo en ponerse hermosos vestidos, en bailar y en celebrar fiestas. Al duodécimo mes hilará para mí, cada día, cinco husos. Si lo hace, la querré; si no lo hace, perderá la cabeza.
¿Qué podía hacer la pobre viuda? Dio a su hija como esposa al rey y, en cuanto a hilar, se consoló pensando que, de algún modo, se las arreglaría.
La hija de la viuda se fue a vivir al palacio del rey. Y, tal como dijera el soberano, durante once meses pensó solamente en ponerse hermosos vestidos, en bailar y celebrar fiestas. Olvidó la rueca y el huso.
Pero el rey no lo había olvidado.
Cuando llegó el duodécimo mes, llevó a su mujer a una habitación vacía, donde había sólo un huso, una mesa y una silla, y le dijo:
-Aquí tienes cáñamo y alimento para todo el día. Antes de que anochezca, deberás hilar cinco husos. Si lo haces, te seguiré queriendo; si no, te quedarás sin cabeza.
Después la encerró con llave y se marchó.
La pobre reina estaba terriblemente asustada. Sola y sin ayuda, ¿cómo habría podido hilar cinco husos en un solo día, ella que no había hilado ni siquiera en su casa? Se sentó, se cogió la cabeza con las manos y comenzó a llorar amargamente.
Quién sabe cuánto tiempo se quedó allí llorando. De repente, oyó que alguien golpeaba la ventana. La reina se incorporó, fue a abrir y entró en la habitación un hombrecito negro, un enano con cola de ratón.
-¿Por qué lloras así, hermosa reina?
-No serviría de nada contártelo, ya que no creo que tú puedas ayudarme.
-Eso no lo sabes.
-Entonces escucha -dijo la reina, le contó toda la historia de los cinco pasteles y los cinco husos, y concluyó. Y ahora, si no sé hilar, el rey ordenará que me corten la cabeza.
-No llores -dijo el enano, yo te ayudaré. Vendré aquí todas las mañanas, cogeré el cáñamo y por la noche te traeré cinco husos hilados.
-¿Y qué tendré que darte a cambio?
-¿A cambio? Todas las noches intentarás, tres veces, adivinar cómo me llamo. Si al cabo de un mes no lo has adivinado, te llevaré conmigo.
-De acuerdo -respondió la joven reina, mientras pensaba: sería ridículo que en un mes no llegase a adivinar cómo se llama.
El hombrecito cogió el cáñamo y desapareció. Al anochecer, golpeó de nuevo la ventana. La reina abrió y el enanito saltó a la habitación con cinco husos llenos de cáñamo hilado a la perfección.
-Aquí están tus husos -dijo, y ahora adivina cómo me llamo.
-¿Te llamas Pedro? -dijo la reina.
-No.
-¿Te llamas Pablo?
-No, no.
-Je llamas Juan?
-Qué va -se rió el enano y desapareció.
Poco después, el rey fue a buscar a la reina.
-Veo que has sido buena -la elogió. Aquí tienes cáñamo y comida para mañana.
Lo mismo ocurrió un día tras otro. El enanito iba cada mañana a coger el cáñamo y por la noche lo devolvía hilado. El rey estaba cada vez más contento, pero la reina se iba sintiendo cada día más triste. No lograba de ningún modo adivinar el nombre del enano.
Llegó la penúltima noche del mes. El enano le entregó los cinco husos con el cáñamo hilado y le dijo:
-¿Sabes ya cómo me llamo?
-¿Te llamas Nicodemo? -preguntó la reina, temblando de miedo.
-No.
-¿Te llamas Habacuc?
-No, no.
-¿Te llamas Matusalén?
-Pero ¿qué dices? -se rió el enano, y sus ojos brillaban como brasas encendidas. Mañana te lo preguntaré por última vez y, si no sabes responderme, tendrás que venir conmigo, te guste o no.
Y, dicho esto, desapareció.
La reina estaba muerta del susto. Sabía que ya no se le ocurriría ningún otro nombre. Pero en ese momento el rey entró en la habitación.
-Veo que has sido buena y diligente durante todo el mes -le dijo. Un día más, y tu prueba se habrá terminado. Tenemos que celebrar el aconteci-miento. Esta noche cenaremos juntos. Cuando se sentaron a la mesa, ricamente preparada, el rey se acordó de algo y se echó a reír.
-¿Por qué te ríes de ese modo? -preguntó la reina que, por otra parte, no tenía ninguna gana de reírse.
-Ahora te lo explicaré. Hoy, mientras estaba cazando, pasé junto a una pedrera y oí un extraño murmullo. Me apeé del caballo, me acerqué y ¿a que no sabes qué vi? Una especie de hombrecito negro, así de alto, con una cola de ratón, que hilaba tan deprisa que no se le veían los dedos y que, mientras tanto, canturreaba:

Tim Tit Tot es mi nombre de verdad.
Nadie en el mundo lo adivinará.

Al escuchar este relato, también la reina se echó a reír y, tan contenta estaba, que se hubiese puesto a bailar.
La noche siguiente, el enano le llevó los últimos cinco usos y tenía una sonrisa más burlona que nunca.
-¿Sabes finalmente cómo me llamo?
-¿Te llamas Salomón? -preguntó la reina.
-No.
-¿Te llamas jeremías?
-No, no.
-¡Entonces te llamas Tim Tit Tot! -exclamó alegremente la reina.
El enano lanzó un chillido, salió con la cola entre las piernas y desapareció.
Y la reina no volvió a verlo nunca más.
El rey mantuvo su promesa. Quiso a su esposa y no la hizo hilar ni siquiera una vez más.

039. anonimo (inglaterra)

El señor vinagre y su mujer

El señor Vinagre vivía con su mujer en una botella de vinagre. Un día, el señor Vinagre salió de la botella para atender sus ne­gocios y su mujer, que era una excelente ama de casa, se dispuso a hacer la limpieza. En cierto momento, maldita casualidad, es­taba tan entusiasmada que golpeó la pared con la escoba y toda la casa se le vino encima. Desesperada, acudió a su marido y le echó los brazos al cuello:
-¡Ay, querido, tesoro mío, qué desgracia! He golpeado con la escoba nuestra hermosa casita y se ha hecho añicos. El señor Vinagre la consoló:
-No te preocupes, querida, hay cosas peores. Veamos qué se puede hacer. Mira: la puerta aún está entera. ¿Sabes qué hare­mos? Me la llevo a cuestas y nos vamos a buscar fortuna a otra parte.
Así se fueron por el mundo a buscar fortuna. Caminaron todo el día y, al anochecer, llegaron a un bosque. Los dos esta­ban muertos de cansancio y el señor Vinagre dijo:
-¿Sabes qué haremos ahora, querida? Treparé con la puerta a este árbol y después subirás tú también.
Y así lo hicieron. Treparon al árbol, acomodaron la puerta, extendieron sobre ella sus cuerpos cansados y se durmieron. Hacia medianoche, varias voces susurrantes despertaron a los señores Vinagre. Él miró a su alrededor y a duras penas pudo contener un grito de miedo. Bajo el árbol, había unos bandole­ros que estaban repartiéndose el botín.
-Uno a mí, uno a ti, uno a él, uno a mí, uno a ti, uno a él, uno a mí...
El señor Vinagre temblaba como una hoja. También su mujer temblaba y ¿sabéis qué ocurrió?, tembló también la puerta, que se precipitó sobre la cabeza de los bandoleros. Éstos, sin decir tus ni mus, pusieron pies en polvorosa y no se dejaron ver nun­ca más por aquella zona. A la mañana siguiente, el señor Vina­gre bajó del árbol para recuperar la puerta y ¿qué me diréis que vio al levantarla?: un montón de monedas de oro.
-Querida -le dijo a su mujer, baja, querida, nos hemos vuel­to ricos.
La señora Vinagre bajó lo más rápido que pudo y, al ver aquel montón de monedas de oro, se puso a bailar de alegría.
-Te diré qué haremos, mi amor. Justamente hoy es día de mercado. Coge estos cuarenta ducados, ve a la ciudad y compra una vaca. Con la leche que nos dé, prepararé mantequilla y que­so, iremos a venderlos al mercado, ganaremos dinero y vivire­mos como si estuviésemos en el paraíso.
El señor Vinagre aceptó lo que su mujer le proponía. Cogió el dinero y se fue derecho a la feria. Dio un paseo tranquilo hasta que vio una hermosísima vaca roja. Era una vaca lechera como pocas.
-Si tuviese una vaca como ésta, sería el hombre más feliz de la tierra -se dijo el señor Vinagre.
Le entregó los cuarenta ducados al campesino y compró la vaca. La cogió por el ronzal y se dio un paseo por el mercado, orgulloso de su compra. De pronto, frente al aguntamiento, vio a un jovencito que tocaba la flauta: flaaauta, flaaauta, pimpiri­flauta... A su alrededor, había una piña de niños y de todos la­dos lanzaban a su gorra monedas de oro.
-Qué maravilla -pensó el señor Vinagre. Si tuviese una flau­ta como ésa, sería el hombre más feliz de la tierra. Me volvería rico en muy poco tiempo.
Se acercó al flautista y le dijo:
-Amigo, tienes una flauta magnífica y, por lo que veo, te da mucho dinero.
-Pues claro -respondió el astuto flautista.
-¿No me la venderías? -preguntó el señor Vinagre.
-Venderla, no la vendo -dijo el flautista, pero, como veo que eres una buena persona, te daré la flauta a cambio de tu vaca roja.
-Trato hecho -exclamó el señor Vinagre muy contento.
Cambió su vaca roja por la flauta y se dio un paseo por la fe­ria, orgulloso, hinchando el pecho. Pero de la flauta sólo salían sonidos desafinados y, en vez de darle dinero, la gente le lanza­ba palabrotas y piedras.
El pobre señor Vinagre no tuvo más remedio que marcharse. Durante el trayecto de vuelta a casa, soplaba un viento frío que le helaba los dedos. Y de pronto, como si lo hubiese llamado, fue a su encuentro un hombre que llevaba puestos unos guantes muy bonitos.
-Tengo mucho frío en los dedos -suspiraba el señor Vina­gre. Si tuviese unos guantes como ésos, sería el hombre más fe­liz del mundo.
Detuvo al hombre con los guantes y le dijo:
-Amigo mío, ¿ya te han dicho que tienes unos guantes estu­pendos?
-Sí, y llevan razón -respondió el hombre. Es como tener las manos en un horno.
-¿No me los venderías?
-Venderlos, no los vendo -dijo el hombre, pero como veo que eres una buena persona, estaría dispuesto a dártelos a cam­bio de tu flauta.
-Trato hecho -exclamó el señor Vinagre.
Se puso los guantes y, muy satisfecho, siguió su camino. La carretera era larga y era terrible el azote del viento. El señor Vi­nagre estaba muerto de cansancio. En ese momento vio a un hombre que iba a su encuentro apoyándose en un bastón. Era un bastón absolutamente vulgar, pero el señor Vinagre comenzó en­seguida a suspirar:
-Si pudiese tener un bastón como ése, sería el hombre más fe­liz del mundo.
Detuvo al hombre y le dijo:
-Amigo, ¿sabías que tienes un bastón magnífico?
-Sí, tienes razón -respondió el hombre. Me apoyo en él y no siento siquiera que estoy caminando. Pero, si te gusta mucho, es­taría dispuesto a dejártelo a cambio de tus guantes.
Al señor Vinagre ya se le habían calentado las manos; las piernas, en cambio, se le aflojaban por la debilidad. Así que cambió enseguida los guantes por el bastón. Pero, cuando llegó al bosque, donde había dejado a su mujer, oyó que lo llamaba una voz. Posado en una rama, había un papagayo que se burla­ba de él:
-Ay, señor Vinagre, eres francamente un tonto, tienes menos cerebro que un mosquito. Fuiste al mercado a comprar una vaca y pagaste por ella el doble de lo que valía. La cambiaste por una flauta, cuando por una vaca podrías haber pedido al menos una docena. Cambiaste la flauta por un par de guantes, cuando po­drías haber conseguido al menos seis pares. Finalmente, perdis­te los guantes a cambio de un bastón que podrías haber tenido sin gastar un céntimo, tan sólo mirando a tu alrededor en el bos­que, donde crecen bastones por millares. Permíteme que me ría: la, la, la, la...
Al oír cómo se reía el papagayo, el señor Vinagre montó en cólera y levantó el bastón para vengarse a golpes del papagayo burlón. Naturalmente, no llegó a golpearlo, porque el ave alzó el vuelo entre chillidos. Y también, naturalmente, el bastón quedó enganchado entre las ramas, así que el señor Vinagre tuvo que volver a su casa sin bastón, sin guantes, sin flauta, sin vaca y sin dinero. Su mujer, después de escuchar relato tan absurdo, cogió un cucharón de la cocina y le propinó tantos golpes que el señor Vinagre los recuerda todavía hoy.

039. anonimo (inglaterra)

El ratón y la gata

El ratoncito fue a hacer una visita a la gata y la encontró en el umbral de su casa ronroneando y tejiendo con mucho empeño.
Dijo el ratón:
-¿Qué haces, querida amiga, qué haces ahí con tanto esmero?
La gata respondió:
-Me hago un suéter, querido amigo, un suéter y unas medias para cuando venga el frío.
Dijo el ratón:
-Que os duren mucho, querida amiga, que os duren muchos años más.
La gata respondió:
-Durarán, durarán, querido amigo, hasta que se rompan y no sirvan más.
Dijo el ratón:
-Justamente ayer, querida amiga, justamente ayer he limpia­do mi casita.
La gata respondió:
-Estará, pues, muy limpia, querido amigo, seguro que estará muy limpia y muy bonita.
Dijo el ratón:
-He encontrado una moneda, querida amiga, he encontrado una moneda de plata de ley.
La gata respondió:
-Entonces eres rico, querido amigo, entonces eres rico y vives como un rey.
Dijo el ratón:
-He ido al mercado, querida amiga, con la moneda de plata he ido al mercado.
La gata respondió:
-Qué bonito paseo, querido amigo, qué bonito paseo habrás dado.
Dijo el ratón:
-He comprado queso y un poco de afrecho, querida amiga, con la moneda de plata, queso y afrecho.
La gata respondió:
-Buen provecho, querido amigo, imagino que estarás muy sa­tisfecho.
Dijo el ratón:
-He puesto todo en la ventana, querida amiga, lo he dejado todo en la ventana.
La gata respondió:
-En la ventana, querido amigo, la comida se mantiene más fresca y más sana.
Dijo el ratón:
-Se la ha comido la gata, querida amiga, la gata se la ha comido.
La gata respondió:
-Y a ti también te comeré, querido amigo, ratoncito pre­sumido.
Se abalanzó entonces sobre el ratón y en un bocado...

039. anonimo (inglaterra)

Cómo el colirrojo arturito se casó con una tortolita

El viejo gato Gruñón paseaba por la orilla del río cuando vio, en medio de unos arbustos, al colirroj o Arturito.
-¿Adónde vas, adónde vas, colirrojo Arturito? -preguntó el viejo gato Gruñón.
-A ver a su majestad el rey. Quiero desearle buenos días con una hermosa canción -dijo el pequeño colirrojo Arturito.
-Ven aquí, acércate, colirroj o Arturito -dijo el viejo gato Gru­ñón. Quiero que veas el círculo blanco que tengo en el cuello.
-No, no iré, gato Gruñón, no me acercaré -respondió el colirro­jo Arturito. Cómete a un ratón pero no te metas conmigo.
Y el pequeño colirrojo Arturito se marchó deprisa deprisa. Voló, siguió volando, llegó a un viejo seto, y en el viejo seto es­taba posado el viejo gavilán Comelotodo.
-¿Adónde vas, adónde vas, colirrojo Arturito? -preguntó el viejo gavilán.
-A ver a su majestad el rey. Quiero desearle buenos días con una hermosa canción -respondió el pequeño colirrojo Arturito.
-Ven aquí, acércate, colirrojo Arturito -dijo el gris gavilán.
Quiero que veas las bonitas plumas de mis alas.
-No, no iré, querido gavilán, no me acercaré -respondió el co­lirrojo Arturito. Cómete una alondra pero conmigo no te metas.
Y el pequeño colirrojo se marchó muy deprisa.
Voló, siguió volando, llegó a un barranco, y en este barranco vio al astuto zorro.
-¿Adónde vas, adónde vas, colirrojo Arturito? -preguntó el astuto zorro.
-A ver a su majestad el rey. Quiero desearle buenos días con una hermosa canción -dijo el pequeño colirrojo Arturito.
-Ven aquí, acércate, colirrojo Arturito -dijo el astuto zorro, quiero que veas qué mancha graciosa tengo en la punta de la cola.
-No, no iré, zorro astuto, no me acercaré -respondió el colirro­jo Arturito. Cómete un cordero pero no te metas conmigo.
Y el pequeño colirrojo Arturito se fue deprisa deprisa.
Voló, siguió volando, y llegó a un arroyuelo. En la orilla del arroyuelo estaba sentado un chico.
-¿Adónde vas, adónde vas, colirrojo Arturito? -preguntó el chico.
-A ver a su majestad el rey. Quiero desearle buenos días con una hermosa canción -respondió el colirrojo Arturito.
-Ven aquí, acércate, colirrojo Arturito -dijo entonces el chi­co, tengo el bolsillo lleno de unas piedras muy bonitas y quiero darte algunas.
-No, no iré, jovencito, no me acercaré -respondió el colirro­jo Arturito. Búscate una alondra pero no te metas conmigo.
Y el pequeño colirrojo Arturito se marchó deprisa deprisa. Voló, siguió volando, y al fin llegó al palacio del rey. Se posó en el alféizar de la ventana y le dio los buenos días con una hermo­sa canción. El rey se detuvo a escucharlo y le dijo después a la reina:
-¿Qué podríamos darle al buen colirrojo Arturito, ya que nos ha brindado una canción tan bonita?
-Podríamos darle por esposa a la pequeña tortolita -sugirió la reina.
Y así fue. Colirrojo Arturito se casó con la tortolita y, duran­te la fiesta de bodas, también bailaron el rey y la reina acompa­ñados de toda la corte. Después de la fiesta, el colirrojo volvió a su casa, entre los arbustos, a la orilla del arroyuelo, y allí se lo ve dando saltitos todavía.

039. anonimo (inglaterra)