Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 16 de junio de 2012

El cuento de la buena pipa

Cuentos de nunca acabar

-¿Quieres que te cuente el cuento de la buena pipa?
-Sí
-Yo no te digo ni que sí, ni que no, yo sólo te digo: ¿que si quieres que te cuente el cuento de la buena pipa?
-Bueno
-Yo no te digo que "bueno", yo sólo te digo: ¿que si quieres que te cuente el cuento de la buena pipa?

(y así sucesivamente hasta que se canse el cuentista)
999. Anonimo, 

El cristal de colores

En un antiguo reino, lejano y fabuloso, murieron los monarcas dejando huérfano a un niño de pocos años llamado Bartahí. Era el legítimo heredero del trono, pero un pariente ambicioso hizo que el niño fuera llevado muy lejos, al otro extremo de la Tierra y así se proclamó rey de aquel país.
Bartahí se encontró solo en una tierra desconocida y cuya lengua no entendía. El servidor había desaparecido, así él vagó sin rumbo, comiendo lo que podía, durmiendo allá donde llegaba la noche, hasta que pasados algunos días fue recogido por un pastor que le llevó a su cabaña del monte. Al principio no podían entenderse, pero poco a poco el niño fue aprendiendo la lengua del pastor y llegaron a ser grandes amigos. Así, pudo contarle lo que había sucedido en su lejano reino.
El pastor, que era muy listo, le aconsejó:
-No hagas nada por recuperar tu trono, Bartahí, al menos de momento. Eres muy joven y te vencerían las fuerzas del mal. Mi casa es tu casa. Estoy solo y estás solo. Seamos hermanos.
Y Bartahí aceptó tan generoso ofrecimiento y nunca le faltó el queso, el pan y la tierna carne de los mejores corderos.
Pero, en el fondo de su corazón y de su memoria, tenía muy presentes su palacio y su reino.
-Cuando sea mayor -se decía- regresaré a él.
Un día, entre la hierba descubrió un cristal de colores. La luz le arrancaba reflejos maravillosos y lo guardó en la cabaña, junto a sus pobres vestidos.

999. Anonimo,

El conejo astuto

Erase un conejo astuto que se las ingeniaba para comer sin trabajar.
Un día que tumbado a la puerta de su cueva tomaba el sol, acertó a divisar a un burro, desenganchado de un carro lleno de verduras, mientras el labriego comía.
El conejo se acercó al burro y le dijo:
-¡Cómo se regala tu amo! Supongo que a ti te mantendrá bien.
-¡Quía! -respondió el animal con un rebuzno-. Me da lo indispensable para que pueda trabajar.
-Eso está muy mal. Ahora que está distraído, quítale del carro unas cuantas zanahorias y coles y guárdalas para otra ocasión.
-Me verá -contestó el burro, con otro rebuzno.
-No; yo te las guardaré en mi casita. Y todos los días, cuando te vea venir, te iré sacando tu ración.
Accedió el borrico, y el conejo guardó todo en las profundidades de su madriguera y ya no volvió a salir hasta que necesitó aprovecharse de algún otro pobre burro para seguir viviendo sin trabajar.

999. Anonimo,

El conductor de diligencias

Nuestro amigo Bill Cody, o Búffalo Bill, experimentó durante toda su vida la irresistible atracción de los espacios abiertos. Por eso, al terminar la guerra, se hizo conductor de diligencias, peligroso oficio en unos tiempos en que en los desfiladeros y los bosques se escondían y hacían de las suyas toda clase de bandidos, conocidos como los "fuera de la ley".
Bill, que había ganado en un concurso de tiro una carabina último modelo llamada Lucrecia, empezó a ser temido.
-¡Cuidado con ese conductor! -se alertaban unos a otros los forajidos-. Su puntería es prodigiosa.
Una tarde, cuando empezaban a caer las sombras, el famoso bandido John "el Tuerto", seguido de seis de sus secuaces; acechaba en un recodo el paso de la diligencia. Quiso su mala suerte que fuera Bill el conductor. Sin dejar de arrear los caballos, en un instante, con sus certeros disparos, arrancó los rifles de las manos de John y de sus amigos, puso en fuga a todos y siguió la endiablada marcha como si nada hubiera ocurrido.
Su fama crecía día a día en el lejano y salvaje Oeste.

999. Anonimo,

El comerciante y los monos

Un comerciante viajaba sobre un camello. Al mediodía decidió descansar a la sombra de una palmera. Pero antes quitó al camello la carga que llevaba. Luego se tendió en la hierba y se quedó dormido.
Cuando despertó, volvió a cargar su camello y entonces echó en falta los sombreros que llevaba en uno de los cestos. Era raro, pues por allí no había pasado nadie.
Sintió de pronto chillar y alzó la cabeza. En las ramas de la palmera gesticulaban varios monos, todos con sus correspondientes sombreros, en la cabeza.
-¡Vaya con estos imitadores! -se dijo. Y arrojó su sombrero al suelo y los monos hicieron lo mismo. Entonces recogió los sombreros y los puso en su cesto. Hecho esto, notó que la palmera tenía muchos cocos y decidió cobrarse la broma. No llevaba en sus alforjas más que un coco, el único que pudo alcanzar con las manos y lo arrojó al suelo. Inmediatamente los animalitos arrancaron hasta el último de los cocos y los arrojaron también al suelo.
De este modo el comerciante se fue con sus sombreros y una buena provisión de cocos, con los que pudo alimentarse en su largo viaje por el desierto.

 999. Anonimo,


El ciervo engreído

Èrase una vez... un ciervo muy engreído. Cuando se detuvo para beber en un arroyuelo, se contemplaba en el espejo de sus aguas. "¡Qué hermoso soy!", se decía, ¡No hay nadie en el bosque con unos cuernos tan bellos!" Como todos los ciervos, tenía las piernas largas y ligeras, pero él solía decir que preferiría romperse una pierna antes de privarse de un solo vástago de su magnífica cornamenta. ¡Pobre ciervo, cuán equivocado estaba! ¡Un día, mientras pastaba tranquilamente unos brotes tiernos, escuchó un disparo en la lejanía y ladridos pe perros...! ¡Sus enemigos! Sintió temor al saber que los perros son enemigos acérrimos de los ciervos, y difícilmente podría escapar de su persecución si habían olfateado ya su olor. ¡Tenía que escapar de inmediato y aprisa! De repente, sus cuernos se engancharon en una de las ramas más bajas. Intentó soltarse sacudiendo la cabeza, pero sus cuernos fueron aprisionados firmemente en la rama. Los perros estaban ahora muy cerca. Antes de que llegara su fin, el ciervo aún tuvo tiempo de pensar: "¡Que error cometí al pensar que mis cuernos eran lo más hermoso de mi físico, cuando en realidad lo más preciado era mis piernas que me hubiesen salvado, no mi cornamenta que me traicionó!"

999. Anonimo, 

El ciempiés bailarín

Jimmy el ciempiés, vivía cerca de un hormiguero.
Su gran afición era bailar. Tenía unas patitas ágiles como las plumas.
Le encantaba subirse encima del hormiguero y empezar a taconear.
Jimmy cantaba: ¡Ya está aquí, el mejor, el más grande bailaor!
Era muy molesto oír tantos pies, retumbando y retumbando sobre el techo del hormiguero.
Las hormigas asustadas salían para ver lo que ocurría.
El ciempiés seguía cantando: ¡Ya está aquí, el mejor, el más grande bailaor!
¡Otra vez Jimmy! decía: la hormiga jefe.
¡No podemos trabajar, ni dormir!
¡No puedes irte a otro sitio a bailar!
La hormiga jefe ordenó a su tropa de hormigas que llevaran a Jimmy a otro lugar.
¡No, hormiga jefe!
¡Ya me voy! Dijo Jimmy.
Jimmy se acercó a la casa del señor topo.
Se puso al lado de la topera y vuelta a taconear.
Seguía con su canción: ¡Ya está aquí, el mejor, el más grande bailaor!
El señor topo enfadado, salió y le dijo: ¡Jimmy, estoy ciego pero no sordo!
¿No puedes ir a otro sitio a bailar?
Jimmy estaba un poco triste, porque en todas partes molestaba.
Cogió sus maletas y se marchó de allí.
Empezó a caminar y caminar, hasta que estaba tan cansado que no tuvo más remedio que descansar.
Se quedó dormido bajo un árbol.
Cuando despertó al día siguiente, estaba en un campo lleno de flores.
¡Este será mi nuevo hogar!: dijo el ciempiés.
Tanto se entusiasmo Jimmy, que no se dio cuenta que un gran cuervo estaba justo encima de él, en el árbol.
Jimmy se puso a taconear con tanta alegría que llamó la atención del cuervo.
El cuervo inclinó el cuello y vió a Jimmy taconeando.
¡Pobre Jimmy!
El pájaro se lanzó sobre él, con gran rapidez.
Abrió su bocaza y cogió al ciempiés.
El ciempiés gritaba: ¡Socorro, socorro!
Un cazador, que andaba por allí, observo, al cuervo volando.
No le gustaban mucho los cuervos, pues él creía que le daban mala suerte.
Hizo un disparo al aire para asustarlo. El cuervo soltó al ciempiés.
Al caer, el ciempiés se dio un gran batacazo.
Esto le sirvió de lección. Aprendió a ser más responsable y fijarse bien dónde se ponía a bailar.
Buscó un lugar seguro y allí danzaba y bailaba.
No molestaba a nadie ni a él, le molestaban.
Así fue como el ciempiés empezó a ser respetado por todos.
 
999. Anonimo,  

El cielo de los gruñones

Erase una ciudad donde el cielo estaba siempre cubierto de negras nubes como castigo por el malhumor de sus gentes. Y cuanto más enfadados estaban más negro se ponía también el cielo y aquello era el cuento de nunca acabar.
Y como no conocían la alegría y se volvían más y más gruñones, el cielo se oscureció del todo y también durante el día andaban con velas en la mano.
Un día llegaron al lugar unos titiriteros: un mono, un perro y un niño y a la luz de las velas, empezaron la función. Tantas cabriolas divertidas efectuaron y saltos y gritos burlones, que empezaron todos a reírse, como no lo habían hecho en todos los días de sus vidas.
Y cuando el mono imitó a las gentes del lugar, llevando con gesto grotesco una vela, todos se troncharon de risotadas.
Y de pronto, ¡oh, maravilla!, el cielo se fue aclarando, aclarando, hasta que su negrura se transformó en luminoso azul.
Alguien pensó que el cielo se reía con ellos y, además de tratar con agradecimiento a los cómicos y colmarles de regalos se comprometieron a no enfadarse nunca más.
Y ya sólo encendieron las velas en las noches que no salía la Luna.

 999. Anonimo,

El cielo de los amores


-¿Será que puedes venir un momento? -dijo ella
-Si claro ya voy dijo Andrés, y colgando el teléfono se dirigió a su casa.
Mientras Andrés se dirigía a casa de Ángela, "ÉL" empezaba a sentirse mal, empezaba a sentir algo que lo preocupaba, y no era para menos, cuando Andrés llegó y toco la puerta, la cara de Ángela no era la misma de siempre, lo invito a pasar y se sentó frente a el, la conversación que fue surgiendo entre ellos poco a poco llevaba hacia ese terrible destino, Ángela decía que la relación ya no era la misma y Andrés así lo sentía, pero "EL" sentía que eso no era lo peor, y así fue, pronto Ángela le dijo que quería terminar la relación, Andrés dijo que si, que el había pensado lo mismo y en ese momento "EL" murió.
"ÉL" era un amor, un amor como cualquier otro, que cuando murió, al igual que todos los amores, fue al cielo, al cielo de los amores y al llegar allá, fue recibido por el amor de la portería que le pregunto ciertos datos, un poco extrañado le dijo que el no tenia nada que estar haciendo por esos lados, pero que sin embargo, siguiera y diera unas vueltecitas mientras el averiguaba que había pasado; Y así fue, el amor entro y empezó a caminar por el cielo, pero pronto, pronto se dio cuenta que todos los amores tenían un grupo definido y tenían su grupo de amigos iguales, él empezó a pensar que tipo de amor sería.
Al principio creyó que iba a ser sencillo, pero poco a poco empezó a ver grupos cada vez más distintos en los que el no se sentía bien, así que acercándose al primer grupo, un grupo de niños que jugaban alegres, les pregunto: "saben ustedes de casualidad, que tipo de amor soy yo?", Uno de ellos, con esa sonrisa de niño precoz se le acerco y le dijo con una voz muy tierna, "no, pero solo podemos decirte que nosotros somos los amores infantiles", él empezó a recordar que en un principio él fue un amor infantil, pero poco a poco creció y le pareció ilógico que ahora que estaba muerto tendría que ser considerado de nuevo un amor infantil, así que con una sonrisa se despidió del niño.
Siguió caminando el amor por el cielo cuando encontró un bus que venia recorriendo el cielo, como ya estaba cansado se subió en él y al ver a cantidades de amores viajando en él, les dijo: "¿perdón, de casualidad no saben ustedes que tipo de amor soy yo?" Uno de los amores que iba en el bus lo miro y le dijo: "no, solo te puedo decir que nosotros somos los amores pasajeros, aquellos que pasamos sin dejar huella".
Triste porque no podía encontrar su identidad el amor, siguió caminando, se encontró con un grupo de amores, de apariencia griega, con unas grandes batas y pensativos, el temeroso de interrumpirlos se acerco y de nuevo les pregunto que si sabían ellos que clase de amor era él, pero uno de ellos se volteo lo miro y le dijo: "nosotros solo sabemos que somos los amores platónicos".
Siguiendo con su camino, se encontró con una serie de amores que miraban la pantalla de un computador muy pequeño, este decía algo así como: "y esta es tu misión, si decides aceptarla, este mensaje se destruirá en 5 4 3 2 1", al amor no le fue difícil comprender que estos eran los amores imposibles y que él, no había sido un amor imposible.
Caminando ya sin querer preguntarle a nadie, se encontró con un anciano que estaba sentado solo bajo un árbol, "perdido?", le dijo él, y el amor se dio vuelta para decirle, si, lo que pasa es que no sé quien soy, me encuentro dando una vuelta porque resulta que estoy aquí por error, quien sabe que habrá pasado, y mientras tanto trato de buscar mi identidad, pero no la encuentro y eso me preocupa, el anciano dejo escapar una breve sonrisa, y le dijo:
¿De casualidad no te has sentido identificado con todos y a la vez sin ser parte de ninguno?
Si, eso es exactamente lo que me pasa, dijo el amor, ya un poco más feliz, porque parecía ser que el anciano lo entendía.
Mm, ya veo, sabes, hace mucho no encontraba alguien como tu, o alguien como yo, es que es algo muy raro, tu estas todavía muy joven y tal vez por eso te confundes, yo ya llevo muchos años y aunque la pareja que me dio vida, ya se encuentra muerta, yo todavía vuelvo a la tierra cada vez que alguien me recuerda, estoy aquí de vacaciones, porque realmente no estoy muerto.
¿Cómo así? ¿Perdón, pero realmente no entiendo, dijo el amor, usted dice que yo soy como usted? ¿Que me quiere decir?
En ese momento, una voz con mucha autoridad le dijo al amor que lo necesitaba ya en la entrada del cielo, este intento quedarse haciéndole preguntas al anciano, pero en ese momento una fuerza divina lo transporto hacia la entrada, ahí estaba el guardián del cielo de los amores, diciéndole que si, que efectivamente el no estaba muerto, que había quedado en un estado de shock por el golpe tan duro.
En ese momento Andrés llamo a Ángela y le dijo que no podía vivir sin ella, que ese tiempo solo le había servido solo para saber y confirmar cuanto la amaba, Ángela le dijo que sentía lo mismo y "ÉL" se empezó a sentir vivo de nuevo, bajo del cielo a la tierra, volvió a vivir y volvió a sentirse feliz.
El anciano del cielo no se quedo triste, sabía que lo volvería a ver, estaba un poco extrañado de que un amor de su clase fuera tan joven, el pensó que ya no existían, pero bueno, estaba equivocado, pues lo había visto.
Lo que el joven amor no sabe y tal vez no sepa en muchos, pero muchos años es que él pertenece a esa raza única, no es parte de ningún amor, pero a la vez es parte de todos, un amor que nunca muere, un amor que sufre y llora pero siempre sale adelante, lo que el anciano no le alcanzo a decir es que el, era el amor verdadero.

999. Anonimo,

El cementerio

Cuando somos pequeños, una de las cosas que más nos impresionan y que a la vez menos comprendemos es la muerte. Y generalmente explicarles a sus hijos qué es la muerte y por qué existe es una de las tareas más difíciles que han de afrontar los padres. Yo os voy a contar cómo me explicó mi madre lo que era la muerte.
Cuando yo era pequeña, el día 1 de Noviembre, fuimos al pueblo donde nació mi madre. Esto me sorprendió porque a aquel pequeño pueblo sólo íbamos en verano y alguna que otra Semana Santa. Cuando estábamos en el pueblo mi madre me llevó a un jardín, y mientras andábamos por un sendero ella me empezó a describir como era el cementerio donde estaban enterrados mis antepasados. Me describió lápidas, tumbas, cruces, ángeles de piedra y de mármol... y yo le estaba viendo todo.
Yo no comprendía como todos mis antepasados, mis abuelos, bisabuelos, tatarabuelos... y los de todos los demás podían estar en tan poco espacio. Estaban allí todos juntos, cuando nosotros, que somos muchos menos necesitamos grandes edificios, y mucho espacio para correr... Vimos la tumba de mi tía Pilar, que había muerto no hace mucho de una grave enfermedad. En su epitafio ponía: "Amó y fue amada por todos."
Seguimos andando y mi madre me mostró los nichos. Y vi como allí, en cajas de zapatos, se encontraban cerca unos de otros, vecinos que antes no se podían soportar.
Llegamos a un cementerio abandonado. Allí todo era un gran caos, las cosas estaban desordenadas y nadie se acordaba ya de las personas que había allí enterradas, porque no quedaba nadie que las tuviese en su memoria. Aquel lugar me daba escalofríos, miré a mi madre y no parecía asustada, pues si ella no estaba asustada, yo tampoco tenía por qué estarlo. Mi madre se sentó en un banco de piedra. El frío del mármol hizo que un escalofrío subiese por mi espalda y me pusiese los pelos de punta. Pero mi madre no parecía pre-ocupada, así que yo tampoco tenía por qué estarlo. Y tampoco se preocupó mi madre cuando se escuchó un sonido de dos piedras rozando.
Y fue entonces cuando vi que la losa de la lápida que estaba frente a nosotras se estaba moviendo para dejar la tumba abierta. De allí salió lo que quedaba del ser que habitaba aquella tumba y comenzó a leer el epitafio de su tumba: "Murió a los 51 años. Fue honesto, amó a sus personas queridas y murió amado por todos."
Entonces aquel ser cogió algo del suelo y fue borrando una a una las letras de su epitafio, y cuando hubo terminado sopló y esparció el polvo. Entonces con su huesudo dedo índice comenzó a escribir en la lápida: "Murió a los 51 años" pensé que eso era igual que antes, pero lo siguiente era absolutamente diferente, "pronunció constantes palabras groseras para matar a su padre del que quería heredar, maltrató a su mujer y murió de forma ruin." Miré a mi madre, pero ella estaba tranquila, así que yo también debía estarlo. Miré a mi alrededor y vi que todo el cementerio se había levantado y estaba escribiendo en sus epitafios la verdad que sus familiares habían querido ocultar u olvidar. Cuando llegué a la tumba de mi tía Pilar ponía: "salió a engañar a su marido, enfermó y murió"
Entonces ya no pude aguantar más y grité: 
-¿Qué es todo esto mamá?, ¿Qué está pasando? 
Y vi, al final del cementerio, en una tapia, a una sombra que no había salido de ninguna tumba. Estaba escribiendo algo en la pared. Me acerqué y vi que decía:

"Soy aquella de la que todos hablan y nadie me conoce.Y porque no me conocen me calumnian,mientras que aquellos que me conocen callan y no me defienden.Todos tratan de evitar conocerme,pero todos acaban recibiendo mi visita.Y cuando por fin me encuentran descansan.Pero yo nunca descanso."


Me encontraron desvanecida y traspuesta en un frío banco de piedra, y así fue como descubrí qué era la muerte.

999. Anonimo,

El cazador y las aves

Tranquilas y alegres se hallaban las aves al pie de un árbol, mientras que un pajarero preparaba sus redes y trampas para cazarlas. En su sencillez e ignorancia, creían las aves que aquel hombre les arreglaba nidos y viviendas para su comodidad. Pero un ave experimentada, que ya había caído alguna vez en el lazo, les dijo:
-¡Sois tontas! ¡Qué mal conocéis al hombre! Está preparando vuestra perdición. Id más lejos y observadle y ya veréis cómo si llega a coger a alguna de vosotras será para matarla.
Todas obedecieron al experimentado pájaro, todas menos una jovenzuela burlona que creía que gracias a sus poderosas alas nadie sería capaz de abatirla.
Desde lejos, vieron las demás cómo se cumplía la profecía del ave experimentada, pues la avecilla orgullosa pasó a mejor vida.
-¡Si hubiera seguido el buen consejo que se le dio, no le hubiera ocurrido esto! -dijo una de sus hermanas mayores.

999. Anonimo,

El cazador hambriento

El príncipe Arnaldo, el que buscaba esposa, se internó en el bosque para satisfacer su afición a la caza; pero los animalitos, que eran muy astutos, se escondieron en sus nidos y no se dejaron ver.
Al anochecer, el cazador estaba hambriento y se quedó dormido bajo los rayos de la luna y cuando al amanecer salió el sol despertó con gran apetito.
Dejó su caballo atado a un árbol y se adelantó tratando de hallar algo que llevarse a la boca. Notaba que sus piernas no le sostenían y se le nublaban los ojos, más de pronto llegó al prado donde estaban Helga y Gretchen.
-¡Ayudadme, por favor! -suplicó.
Ellas comprendieron por su atavío que era el príncipe y Helga puso a disposición de Su Alteza todos sus pavos reales.
-Gracias, muchacha -replicó Arnaldo. Lo que sobran en mi palacio son pavos reales. La verdad, preferiría un pato de tu compañera.
Gretchen se apresuró a escoger el pato más gordo y lo asó.
El príncipe no dejó de él más que los huesos.
-Además de ser una buena cocinera -le dijo, eres la muchacha más gentil y bella de estos contornos.
Y se enamoraron, se casaron y fueron felices años y años y años...

999. Anonimo,


El cazador de osos


Era un joven y apuesto cazador, que cazaba osos para vender su piel y vivir de ello.
Pero un día hirió a una osa.
‑¡Perdóname la vida y te ayudaré a cazar! ‑exclamó el animal.
El cazador sintió pena y le curó la herida. Desde aquel día, la osa fue su mejor compañía y le ayudaba en su tarea.
Pero al llegar una primavera, la osa se fue, Y tanto la echaba de menos el cazador, que la buscó por todos los montes durante meses sin dar con ella.
‑¿Dónde estará mi osa querida?
¡Parece que sin ella el bosque es menos alegre, y mi caza más escasa y difícil!
Un día iba por el campo cuando vio a lo lejos que un águila atacaba a un oso. Sintió muchos deseos de salvar al animal y así lo hizo; corrió a auxiliarle y lo consiguió. ¡Cual no sería su alegría al ver que se trataba de su amiga la osa!
Le curó las heridas amorosamente, y ella le dijo:
‑Otra vez me has salvado. Llévame ahora al río a lavarme y verás recom-pensado tu buen corazón.
El cazador la llevó al río, y al lavar la peluda piel, ésta se iba despren-diendo, hasta que de la osa no quedó su anterior forma, sino que se había convertido en una bellísima mujer ricamente vestida.
¡Y con ella, que era una Princesa encantada, se casó!

999. Anonimo

El castillo de los olores


En una casita del bosque, vivía un matrimonio, con tres hijos.
La mayor de ellos, era una niña caprichosa y egoísta, que sólo pensaba en ella. Nunca compartía sus juguetes, ni siquiera sus deseos y sueños.
Un día, de repente enfermó. Nadie sabía qué le ocurría.
Vinieron varios doctores y hasta un anciano muy sabio para ver si encontraban la causa de su mal. Pero todo fue inútil. No sabían cómo curarla.
Sus hermanos lloraban sin consuelo. ¡Tenían que encontrar un remedio!
Un día un leñador viejecito que pasaba por la casita, vió a los niños llorando y les preguntó: ¿Por qué lloráis?
Los niños, le contaron lo sucedido.
El leñador escuchó atentamente y después de unos minutos dijo:
La enfermedad que tiene tu hermana no es del cuerpo, es una enfermedad del alma.
Los niños se quedaron sorprendidos, pues no comprendían lo que quería decirles el anciano leñador.
¿Qué significa eso de enfermedad del alma?
El leñador respondió: Tu hermana se ha vuelto tan egoísta y tan caprichosa, que nadie quiere jugar ni hablar con ella. Tus padres soportan sus malos modales, porque es su hija, pero les gustaría que fuera mejor. Ella no se da cuenta, del daño que hace. Pero ahora, el daño también se lo está haciendo a ella, porque ve que los demás la rechazan y no se siente a gusto consigo misma.
Por eso, empezó a comer mal, a no dormir hasta que enfermó.
¿Tú tienes una solución para eso, preguntaron los niños al leñador?
Si, pero no sólo se curará con eso, podremos ayudarla pero ella tiene que dejarse ayudar.
¡Lo intentaremos, dijeron los niños!
El castillo de los olores tiene la solución. Es un castillo que guarda los aromas más bellos que en el mundo existen.
Cada aroma representa alguna cualidad buena de las personas: la bondad, el amor, la generosidad y la humildad.
Debéis ir allí. Necesito que me traigáis en cuatro tarros de cristal, los cuatro aromas. Yo los mezclaré y salvaremos a tu hermana.
Hay un problema, ella debe ir con vosotros. Por eso os decía antes que solo funcionará, si ella quiere curarse.
Convencieron a su hermana, le fabricaron una camilla y la llevaron con ellos.
Después de largos días de camino, llegaron al castillo.
El castillo, estaba rodeado de árboles, pero no daba un aspecto misterioso, sino tranquilo y apacible.
Llegaron hasta el puente levadizo, que estaba abierto, cómo si alguien les esperara.
Entraron en la gran sala y descubrieron cuatro puertas.
¡Aquí debe ser, comentaron los niños!
¡Vamos a explorar la primera puerta!
Al pasar, un extraño aroma les recibió.
De repente vieron un pequeño pajarillo tendido en el suelo con un ala rota.
¡Pobrecillo, dijeron los niños!
La niña, le miró y aunque se encontraba muy mal, le dio tanta pena que dijo a sus hermanos: ¡Dejad que yo lo coja!
Al tocarlo, un vientecillo sopló y llenó uno de los tarros de cristal que llevaban los pequeños.
Pasaron a otra puerta, pero la abrieron con tanta fuerza, que al entrar dejaron caer un gran escudo que colgaba de la pared.
El escudo se cayó, encima del pié de uno de los niños y le hizo daño.
El otro hermano intentó ayudarle pero pesaba demasiado. La niña se levantó como pudo de la camilla e intentó de nuevo quitar el escudo de encima de la pierna de su hermano.
Con todo cariño lo levantó y sacaron la pierna herida.
La niña rompió su lindo vestido y le vendó, para que pudiera andar.
Otro de los frascos se llenó. Ya sólo quedaban dos.
Al llegar a la tercera puerta, comenzaron a sentir hambre, pues llevaban ya mucho tiempo allí. Sólo tenían para comer dos trozos de pan.
La niña pidió uno para ella, y el otro repartido para sus dos hermanos.
Pero al ver, la carita del pequeño, que no tenía suficiente con el trocito que le había tocado, le dio un trozo del suyo.
Vieron como el tercer frasco también se llenaba. Entusiasmados, llegaron a la cuarta puerta.
Colgado de la pared había un gran tapiz, pero no era un tapiz cualquiera. El dibujo que tenía representaba a un caballero que maltrataba sus siervos y en otro lado el mismo caballero vencido y humillado por ellos.
La niña lo miró, en un principio no lo entendió, pero al observarlo durante un buen rato, comprendió el significado y se echó a llorar.
¡Ya lo entiendo, exclamó!
¡Yo soy como el caballero, os he herido sin querer, no he disfrutado de vuestros juegos, ni de vuestros sentimientos, ni del amor de mis padres!
¡Sólo he pensado egoístamente en mí, por eso, ahora me encuentro tan triste!
El cuarto frasco se llenó y los niños regresaron a casa.
Cuando ya estaban cerca de la casita, de repente, la niña se levantó de la camilla y empezó a caminar sola.
Al llegar a su casa, el anciano leñador, estaba esperándoles.
Sus padres sorprendidos de ver a la niña, lloraron de emoción.
El leñador le dijo a la niña: Espero que esto te haya servido de lección.
Ya estás curada.
A partir de entonces, la niña cambió y su corazón volvió a reír.
Se prometió a sí misma que disfrutaría de la vida, de las pequeñas cosas de cada día y del amor que le daban los suyos.

 999. Anonimo,

El castillo de iras y no volverás .999

Érase que se era un pobrecito pescador que vivía en una choza miserable acompañado de su mujer y tres hijos, y sin más bienes de fortuna que una red remendada por cien sitios, una caña larga, su aparejo y su anzuelo.
Una mañana, muy temprano, salió el pescador camino de la playa con el estómago vacío, la cabeza baja, descorazonado, y cargado con los trebejos de pescar.
A medida que andaba, el cielo se iba ennegreciendo y cuando llegó al lugar donde acostumbraba a pescar observó que se había desencadenado una horrorosa tempestad.
Pero el infeliz pescador no pensaba más que en sus hijos y en su esposa, que ya hacía dos días que no probaban bocado, por lo que, sin hacer caso de la lluvia que le empapaba, ni del viento que le azotaba, ni de los relámpagos que le cegaban, armó la red y la echó al mar.
Y cuando fue a sacarla, la red pesaba como si estuviese cargada de plomo; por lo que el pescador tiró de ella con todas sus fuerzas, sudando a pesar del viento y de la lluvia, latiéndole el corazón de alegría al pensar que aquel día su familia no se acostaría sin cenar, como en tantas otras ocasiones.
Finalmente, con la ayuda de Dios y de la Virgen del Carmen, a la que imploró, viendo que le faltaban las fuerzas, el pescador consiguió aupar la red, viendo que en su interior no había más que un pez muy chiquito pero gordito, cuyas escamas eran de oro y plata.
Asombrado al ver que le había costado tanto trabajo pescar aquel único pez, el pobre pescador se lo quedó mirando con la boca abierta.
De repente el extraño pececillo rompió a hablar y dijo con voz dulcísima, extraordinariamente armoniosa y musical:
- ¡Échame otra vez al agua, oh pescador, que otro día estaré más gordo!
- ¿Qué dices, desventurado? -preguntó el interpelado, que apenas podía creer lo que oía.
-¡Que me eches otra vez al agua, que otro día estaré más gordo!
-¡Estás fresco! Llevan mis hijos y mi mujer dos días sin comer; estoy yo dos horas tirando de la red, aguantando el viento y la lluvia, ¿y quieres que te tire al agua?
-Pues si no me sueltas, oh pescador, no me comas. Te lo ruego...
-¡También está bueno eso! ¿De qué me habría servido cogerte, si no te echara en la sartén?
-Pues si me comes -prosiguió diciendo el pececillo, te suplico que guardes mis espinas y las entierres en la puerta de tu casa.
-Menos mal que me pides algo que puedo hacer... Te prometo cumplir fielmente tu solicitud.
Y marchóse, contento de su suerte, camino del hogar.
A pesar de ser tan chiquito el pececillo, todos comieron de él y quedaron saciados. Luego, el pescador enterró, como prometiera, las espinas en la puerta de su choza.
Por la mañana, cuando Miguelín, el hijo mayor del pescador, se levantó y salió al aire libre, encontró, en el lugar donde habían sido enterradas las espinas, un magnífico caballo alazán; encima del caballo había un perro; encima del perro un soberbio traje de terciopelo y sobre éste una bolsa llena de monedas de oro.
El muchacho, que anhelaba correr el mundo, pero que estaba dotado de excelente corazón, dejó la bolsa a sus padres, sin tocar un céntimo, y, seguido del can, emprendió la marcha sin rumbo fijo.
Galopó durante tres días y tres noches, recorriendo la selva de los árboles parlantes y el bosque de las campanillas áureas y argentinas, que sonaban al ser acariciadas por el viento, formando un seráfico concierto, llegando finalmente a una encrucijada donde vio un león, una paloma y una pulga disputándose agriamente una liebre muerta.
-Párate o eres hombre muerto, -rugió el león. 
-Y si eres, como dicen, el rey de la creación, sírvenos de juez en este litigio. La paloma y la pulga estaban disputándose la liebre... ¿Para qué quieren ellas un trozo de carne tan grande...? Yo, confieso que he llegado el último, pero para algo soy el rey de la selva... La liebre me corresponde por derecho propio... ¿No lo crees así?
La paloma habló entonces y dijo, arrullando:
- Ya habías pasado de largo, cuando yo descubrí desde lo alto a la liebre, que estaba mortalmente herida... Me corresponde a mí, por haberla visto morir.
La pulga, a su vez, exclamó:
-¡Ninguno de vosotros tiene derecho a la liebre! No la habrían herido, si no le hubiese dado yo un picotazo debajo de la cola cuando iba corriendo, con lo que le obligué a detenerse y entonces, un cazador le metió una bala en las costillas... ¡La liebre es mía!
Y ya estaba la disputa a punto de degenerar en tragedia si Miguelín no hubiese mediado como amigable componedor.
-Amiga pulga -dijo. ¿Qué harías tú con un trozo de carne como ese, que asemeja una montaña a tu lado?
Y sacó el cuchillo de monte, cortó a la liebre muerta la puntita del rabo y lo entregó a la pulga, que quedó complacidísima.
Del mismo modo, cortó las orejas y el resto del rabo, que ofreció a la paloma, la cual confesó que tenía bastante con aquellos despojos.
Lo que quedaba, o sea, la liebre entera, se la cedió al león, que quedó encantado de juez tan justiciero.
-Veo que eres realmente el rey de la creación -exclamó, con su más dulce rugido- pero yo, el rey de los animales, quiero recompensarte como mereces, como corresponde a mi indiscutible majestad.
Y arrancándose un pelo del rabo lo entregó a Miguelín, diciéndole:
-Aquí tienes mi regalo; cuando digas: «¡Dios me valga, león!», te convertirás en león, siempre que no pierdas este pelo. Para recobrar tu forma natural, no tendrás más que decir: «¡Dios me valga, hombre!»
Marchóse el león, alta la frente, orgullosa la mirada, pero sin olvidar llevarse la liebre, y se internó en la selva.
La paloma, para no ser menos, se arrancó una pluma y dijo:
-Cuando quieras ser paloma y volar, no tienes más que decir: «¡Dios me valga, paloma!»
Y agitando las alas, se remontó por el aire.
-Yo no tengo plumas ni pelos -dijo la pulga- pero puedo oírte dondequiera que digas: «¡Dios me valga, pulga!» y convertirte en un ente tan poco envidiable y molesto como yo.
Miguelín volvió a montar a caballo y prosiguió su camino sin descansar, hasta que, al cabo de tres días y tres noches, vio brillar una lucecita a lo lejos.
Preguntó a un pastor que encontró:
-¿De dónde procede esa luz?
El pastor respondió:
-Ese es el «Castillo de Irás y No Volverás».
Miguelín se dijo:
-Iré al «Castillo de Irás y No Volverás».
Al cabo de tres días y tres noches, se encontró con otro pastor.
-¿Podrías decirme, amigo, si está muy lejos de aquí el «Castillo de Irás y No Volverás»?
-Libre es el señor caballero de llegar a él -repuso el pastor, echando a correr como alma que lleva el diablo.
Pero el hijo del pescador era firme de voluntad y duro de mollera y se había propuesto ir al castillo, aunque fuese preciso dejar la piel en el camino; así es que, sin pizca de temor, siguió cabalgando tres días con tres noches, al cabo de los cuales la lucecita parecía acercarse, ¡por fin!, ante sus ojos.
Y he aquí que, después de muchas, muchísimas fatigas, llegó ante el suspirado «Castillo de Irás y No Volverás».
De oro macizo eran sus muros y de plata las rejas de sus ventanas y las cadenas de sus puertas; en lo alto de sus almenas, deslumbraban, al ser heridas por el sol, las incrustaciones de jaspe y lapislázuli, el ónix, el marfil, el ágata e infinidad de piedras preciosas.
Rodeaba al edificio un bosquecillo donde, posados en las ramas de sus árboles, cuyas hojas eran de oro o plata, según se reflejara en ellas, el sol o la luna, innumerables pajarillos de colores maravillosos saludaban al recién llegado; unos con burlonas carcajadas, otros con sus trinos más inspirados, otros con palabras de ánimo o de desesperanza.
-¡Adelante el mancebo! ¡Adelante nuestro salvador! -decían unas voces.
-¡Atrás! ¡Atrás! ¡Irás y no volverás! ¡Irás y no volverás! -repetían otras.
Pero el hijo del pescador, como si fuese sordo, continuaba su camino sin detenerse un instante a escuchar los maravillosos trinos, ni volver la cabeza para ver de dónde procedían, sin detenerse ante la fuente de cristal que cantaba: «¡Alto! ¡Alto!», ni el árbol de mil hojas que, como manecitas verdes, se agarraban a su casaca para impedirle el paso.
Así hasta las mismas puertas del castillo, pero ¡oh desilusión! Tres perros, del tamaño de elefantes, le impedían la entrada.
¿Qué había de hacer? ¿Volverse, atrás? ¡De ninguna manera! ¡Todo antes que retroceder!
Sacó el cuchillo con aire decidido, mas ¿qué podía aquella arma minúscula contra los formidables monstruos?
De repente recordó las dádivas de los animales litigantes y viendo en lo alto, junto a las almenas, una ventana abierta sacó de su escarcela la pluma y gritó:
-¡Dios me valga, paloma!
Una fracción de segundo más tarde, Miguelín, convertido en paloma, volaba a través de la abierta ventana y se colaba de rondón en el castillo. Cuando estuvo dentro se posó, en el suelo y gritó:
-¡Dios me valga, hombre!
Y recobró en el acto su forma natural.
Encontróse en una sala inmensa, cuyas paredes eran de plata; pero no había en ellas muebles, adornos, ni utensilios de ninguna clase, así como tampoco el menor rastro de persona viviente. Pasó a otra estancia toda de oro y luego a otra de piedras preciosas, esmeraldas, rubíes y topacios que refulgían de tal modo que le cegaban. En todas halló la misma soledad.
La contemplación de tales maravillas no impedía a nuestro héroe sentir un apetito horroroso, hasta el punto de que, impaciente por conocer de una vez la dicha o el peligro que le aguardaba, exclamó:
-¡Diablo o ángel, genio o gigante, dueño de este maravilloso castillo; todo tu oro, toda tu plata, todas tus piedras preciosas, las trocaría de buena gana por un plato de humeante sopa!
Al punto aparecieron ante sus ojos una silla, una mesa con su blanco mantel, sus platos, cubierto y servilleta. Y Miguelín, contentísimo, sentóse a la mesa.
Servidos por mano invisible fueron llegando todos los platos de un opíparo festín, desde la humeante y sabrosa sopa de tortuga, hasta las riquísimas perdices, amén de frutas, dulces, y confituras.
Terminado el banquete, desaparecieron platos, cubiertos, mesa, silla y manteles como por arte de magia, y Miguelín empezó a vagar, desorientado, por los regios y desiertos salones.
-Siete días llevo sin dormir -recordó- si en vez de tanta pedrería hubiera por aquí aunque fuera un jergón de paja...
Al punto apareció ante sus ojos asombrados una magnífica cama de plata cincelada con siete colchones de pluma.
Miguelín se acostó, dispuesto a dormir toda la noche de un tirón. Mas apenas habían transcurrido unas dos horas, despertóle un llanto ahogado, que salía de la habitación vecina.
-Será algún pequeño del hada -murmuró, dando media vuelta.
Pero todavía no había conseguido reconciliar el sueño, cuando los sollozos se dejaron oír con más fuerza, acompañados de suspiros entrecortados y lamentos de una voz de mujer.
-Esto se pone feo -pensó, Miguelín.
Y levantándose de un salto, pasó al salón contiguo, que encontró tan desierto como antes.
Pasó a otro, y a otro, y a otro, hasta recorrer más de cien salones, sin dar con alma viviente y oyendo siempre, cada vez más cercanos, los lamentos.
Creyendo que se burlaban de él, dio con rabia una fuerte patada en el suelo, que se abrió. Y al abrirse, cayó Miguelín por la abertura, en un aposento regiamente amueblado, con las paredes tapizadas de tisú de plata y damasco azul.
En medio de tanto esplendor, una princesita, de rubios cabellos y manecitas de lirio, lloraba amargamente.
-Apuesto doncel -dijo, al verle entrar: -aléjate cuanto antes de este malhadado castillo. No seas uno más entre tantos jóvenes infortunados que aquí han dejado sus vidas, pretendiendo salvar las de otras princesas tan desgraciadas como yo. El gigante dueño de este castillo duerme veintidós días de cada mes, durante los cuales no toma alimento alguno. Cuando despierta, dedica siete días a preparar el banquete con que se obsequia el octavo, después del cual reanuda su sueño. El postre de este banquete consiste en una doncella, princesa si es posible. Mañana despertará el monstruo y la víctima elegida he sido yo. Sólo me quedan ocho días de vida; mas, como nada puedes hacer en favor mío, aléjate, te lo suplico.
-¡No llores, preciosa niña! -exclamó Miguelín. 
-En siete días puede volver a hacerse el mundo. Y no me tomes por tan poquita cosa. Para defenderte, tengo mi cuchillo de monte y si esto no bastara, puedo convertirme en león, en paloma o en pulga. Seca, pues, tus lágrimas y dime dónde está ese dormilón tragaprincesas, que ya me van entrando ganas de conocerlo.
-Nada podrás contra el gigante -contestó la princesita. 
-Ni tu cuchillo ni la garra del más fiero león. Sólo un huevo que se encuentra dentro de una serpiente que habita en el Monte Oscuro, en los Pirineos.
El huevo ha de dispararse con tan certera puntería que hiera al monstruo entre ceja y ceja, matándolo. Entonces quedaría desencantado el castillo. Pero también la serpiente es un monstruo maligno y poderoso: devora a todo bicho viviente que se atreve a acercarse a cinco leguas de ella. Créeme, conviértete en paloma ya que tal poder tienes, y sal por esa ventana antes de que den las doce de la noche y despierte el gigante, porque entonces no podrías librarte de sus iras.
-Así lo haré -repuso Miguelín- mas será para ir al encuentro de esa monstruosa serpiente y si quieres que salga vencedor en la empresa, -añadió- prométeme que te casarás conmigo dentro de siete días, cuando te saque de este castillo.
Prometiólo así la Princesa, y Miguelín, convertido en paloma, voló, al bosquecillo a través de la ventana.
Allí volvió a su estado de hombre, para recoger el caballo y el perro, que, alejados cuanto podían de los tres gigantescos guardianes, le esperaban.
Montado en su alazán y seguido de su perro fiel, salió del bosque y del recinto del castillo, sin hacer caso de las voces con que pretendían detenerle los pájaros, los árboles y la fuente de plata.
Y anduvo, anduvo, durante tres días, siguiendo la dirección que le diera la princesita, hasta llegar al pueblo, cuyas señas retenía en la memoria, y que se hallaba enclavado ante un monte elevadísimo, cubierto de maravillosa vegetación.
Dejó caballo y perro en las cercanías y entró en el pueblo humildemente.
Llamó a la primera casa.
-¿Qué deseas, hermoso doncel? -le preguntaron.
-Una plaza de pastor, sólo por la comida.
-Eres demasiado apuesto para eso -le contestaron.
Y le dieron con la puerta en las narices.
Por fin halló en las afueras del pueblo una casa de labranza de blancas paredes, donde llamó y salió a abrirle una linda muchacha.
-Vengo a ver si necesitan ustedes un mozo para la casa -dijo tímidamente.
La muchacha, prendida de la donosura de Miguelín, fue corriendo a avisar a su padre.
Y éste dio a Miguelín una plaza de pastor.
Vistiendo la tosca pelliza y el cayado en la mano, salió Miguelín al día siguiente, muy de mañana, tras los rebaños flacos y escuálidos.
-No te acerques a aquellas montañas cubiertas de verdor -le advirtió su amo al despedirle -Hay en ellas una serpiente de colosal tamaño, que devora a cuantos pastores y rebaños intentan acercarse siquiera a cinco leguas. Por eso nuestros animales están flacos y en este pueblo la mortandad entre ellos es tremenda, ya que sus únicos pastos son aquellas otras montañas, áridas, y estériles, adonde has de dirigirte.
Pero Miguelín hizo todo lo contrario de lo que le habían aconsejado; es decir, se encaminó en derechura a la montaña de la serpiente.
Anduvo, anduvo y, desde muchas leguas de distancia, cuando apenas había hollado los pastos verdes y húmedos, oyó el silbido espantoso de la Serpiente que se hallaba en la cima de la montaña.
Al poco, la Serpiente llegaba como una exhalación.
Pero Miguelín, al conjuro de «¡Dios me valga, león!» se había convertido ya en imponente fiera.
Y león y serpiente lucharon con todo el brío posible.
Todo era espuma y sangre, silbidos y rugidos de coraje y amenaza.
Al cabo de un buen rato, rendidos y jadeantes, cesaron el combate y se separaron.
La Serpiente dijo rabiosa:

Si tuviese agua de la ría,
¡qué pronto, león mío, te mataría!
Y el león contestó:
Y si yo tuviese un trozo de pan,
una botella de vino y el beso de una doncella
¡qué pronto, serpiente mía, la muerte te diera!

Luego, añadiendo: «¡Dios me valga, pulga!», desapareció, para recobrar la forma natural en la falda de la montaña, donde recogió su rebaño y regresó a la casa de labranza, donde no salían de su asombro al ver a los animales tan gordos y relucientes.
A la mañana siguiente, cuando salió Miguelín con los rebaños hacia el monte, dijo el labrador a su hija:
-Habría que espiar al nuevo pastor, pues no comprendo cómo en un solo día ha podido hacer cambiar de ese modo a los animales. Están gordísimos y lustrosos.
-Padre mío, si quieres, yo iré mañana a vigilarle -contestó ella.
Y a la mañana siguiente, le siguió de lejos y vio cómo se encaminaba a la montaña de la Serpiente y dejaba los rebaños en su falda paciendo a placer, dirigiéndose sin temor al encuentro del monstruo.
Luego le vio convertirse en león y luchar fieramente con la Serpiente.
Todo era espuma y sangre y rugidos de coraje y amenaza. Por fin, rendidos y jadeantes, se soltaron, y la Serpiente, enfurecida, silbó:

Si tuviese agua de la ría,
¡qué pronto, león mío, te mataría!
Y rugió el león:
Y si yo tuviera un trozo de pan,
una botella de vino y el beso de una doncella,
¡qué pronto, serpiente mía, la muerte te diera!
Luego le oyó añadir:
-¡Dios me valga, pulga!
Y desapareció.

La hija del labrador echó a correr hacia su casa, mas se guardó muy bien de referir a nadie lo que había visto. Al día siguiente, cuando salió Miguelín con los rebaños, cada vez más gordos y lustrosos, echó a andar la moza, con un cestito en la mano, siguiéndole de lejos.
Y otra vez vio la moza cómo Miguelín convertido en león acometía a la Serpiente, cómo los ánimos de las dos fieras se encendían de ira, y ambos despedían chispas y todo el suelo se cubría de sangre y espuma, con nunca vista fiereza y demasía.
Por fin, cansados, medio muertos, cesaron el fiero combate y se separaron. Y la Serpiente, azul de cólera, silbó:

Si tuviese agua de la ría,
¡qué pronto, león mío, te mataría!
Y el león, no menos furioso, replicó:
Si yo tuviera un trozo de pan,
una botella de vino y el beso de una doncella,
¡qué pronto, ¡serpiente mía, la muerte te diera!

En aquel instante la hija del labrador salió de la espesura donde estaba escondida, sacó del cesto un pedazo de pan y una botella de vino y se lo dio al león, acompañado de un sonoro beso de sus labios frescos.
El león comió el pan con presteza, bebióse el vino, y de nuevo embistió, con renovada energía a la Serpiente.
Repitióse la lucha, y otra vez manó la sangre y corrió la espuma de los cuerpos maltrechos. Mas la serpiente no tardó en desfallecer y el león cada vez más pujante le atacaba; hasta que al fin la serpiente se desplomó.
Miguelín, recobrando la forma humana, después de haber dado las gracias a la hija del labrador, sacó su cuchillo de monte, abrió al monstruoso reptil en canal y extrajo de su vientre el huevo que había de servirle para libertar a la princesita de rubios cabellos y manecitas de lirio.
No hay que decir el júbilo y los agasajos con que fue recibido nuestro Miguelín en el pueblo, no bien se supo que había dado muerte a la mons-truosa serpiente.
Todos se disputaban el honor de verlo y abrazarle y todos le regalaban sacos, llenos de oro y riquísimas joyas, y el labrador, loco de alegría, quería casarlo a toda costa con su hija.
Pero Miguelín ardía en deseos de correr a libertar a la princesita, a quien sólo quedaba un día de vida.
Así lo notificó al labrador y al mismo tiempo le pidió, la mano de su hija para casarla a su regreso con su hermano, el hijo segundo del pescador.
Todo el pueblo acudió a despedirle, vitoreándole y llevándolo en hombros; pero él sólo pensaba en no llegar demasiado tarde a salvar a su bella princesa.
Cuando, montado en su caballo alazán y seguido de su perro fiel, atravesó, el bosquecillo de los pájaros cantores, de los árboles parlantes y de la fuente de cristal, y se encontró a la puerta del castillo, vio que habían empezado los preparativos para el gran festín.
Inmediatamente dijo:
-¡Dios me valga, paloma!
Y en raudo vuelo llegó hasta el lugar donde el gigante esperaba a que sonara la hora para dar principio a la matanza.
Posose en el antepecho del ventanal y exclamó:
-¡Dios me valga, hombre!
Y en hombre se convirtió.
Y antes de que el monstruo tuviera tiempo de abrir la boca, sacó de la escarcela el huevo de la serpiente, apuntó con precisión y se lo tiró, hiriéndole entre ceja y ceja, matándole.
Oyóse un estrépito horroroso, como de millones de truenos que retumbaran al unísono y el «Castillo de Irás y No Volverás» se derrumbó.
De entre sus escombros surgió Miguelín dando la mano a la Princesita de rubios cabellos y manecitas de lirio.
Otras muchas princesas y otros muchos galanes, encantados desde hacía largos años por el Gigante, salieron también.
Los pájaros cantores se convirtieron en hermosos niños, las hojas de los árboles en apuestos mancebos y la fuente de cristal en una lindísima dama, que se casó con el hijo menor del pescador.
-Acabó mi encantamiento -exclamó la Princesita de rubios cabellos y manecitas de lirio. 
-Yo soy la hija del rey de estas tierras. Vámonos al punto a casa de mi padre.
Y a palacio fueron.
El rey se volvió loco de júbilo; llamó al señor obispo y los mandó casar.
Miguelín quiso que sus propios padres tuviesen un palacio en la ciudad.
La hija del labrador, que tan eficazmente le había socorrido, se casó con su otro hermano, el segundo hijo del pescador.
Y desde entonces vivieron todos felices y contentos, y el que no lo crea que se fastidie; y al que lo crea, albricias.

999. Anonimo,