Un
matrimonio tenía tres hijos varones. El menor era muy trabajador y
diligente y le sabían llamar por costumbre el Chiquillo. Los otros
dos mayores eran flojos y descomedidos.
Cuando
los dos hijos mayores llegaron a una edad entre muchacho y hombre,
pensaron en salir a rodar tierra. Pidieron permiso a los padres. La
madre se desesperaba pensando lo que les podía pasar a los hijos,
tan flojos, y se daba con los bastos, llorando. El padre la
convencía de que había que dejarlos ir ya que no querían estar con
los padres, y le decía:
-¡Dejalos
que se vayan! ¡Los piojos los van a trair, al trote, aquí a su
casa! ¡Dejalos no más!
Cuando
los hijos vinieron a despedirse, les dijo el padre:
-¿Qué
quieren más, cien pesos cada uno, o que les eche la bendición?
Y
ellos contestaron en un mismo parecer los dos, que qué podrían
hacer con sólo la bendición, que ellos preferían los cien pesos
cada uno.
Así
fue. El padre les dio cien pesos a cada uno. Se despidieron y se
fueron a caballo, los dos hermanos juntos, a rodar tierra.
Muchos
días anduvieron sin rumbo y no, encontraron trabajo. Todas las
provisiones que llevaban se les habían terminado y no tenían con
qué comprar nada, porque el dinero que les dio el padre, cuando
quisieron echar mano de él, vieron con sorpresa que se les había
convertido en carbón. Ya se morían de necesidá en pago ajeno.
Hasta se habían comido los caballos que montaban. Pensaban a veces
matarse uno al otro, para remediar en algo sus necesidades. No podían
siquiera volver a su casa.
A
todo esto estaba muy triste el Chiquillo con la ausencia de sus
hermanos. Al Chiquillo también le entró la chinche por irse.
Cuando les avisó a los padres que él también quería salir a rodar
tierra se desesperaron y trataron de convencerlo de que no fuera. Le
decían que era muy chico, que no era capaz de gobernarse solo, y que
no tenía necesidad de irse a sufrir teniendo sus padres. Pero, nada
consiguieron los padres, le entró como una fiebre de irse. Le
parecía que podía ayudar a sus hermanos, que lo andarían
necesitando. Y los convenció a los padres diciendolés que los iba a
buscar y los iba a traer a los hermanos. Al fin, el padre le dijo,
para ponerle una dificultad muy grande:
-Bueno,
sí, te dejaré ir, pero primero me tenís que agarrar el animal que
me anda haciendo daño en la chacra.
-Bueno,
mi padre -le contestó el Chiquillo, me comprometo a pillarle el
animal que le hace daño, aunque yo sé que es muy peligroso.
Esa
noche se fue a la chacra para ver si podía pillar el animal, pero le
fue imposible. Al día siguiente andaba por el compo, muy preocupado,
pensando en cómo podía ingeniarse para hacerlo, cuando se le
apareció un viejito y le dijo:
-¿Qué
hacís, hijo? ¿Por qué estás tan triste? ¿En qué pensás?
El
Chiquillo le contestó:
-Acá
estoy, tata viejo, sin saber qué hacer para satisfacer un mandado de
mi padre.
El
Chiquillo le contó todo lo que le había pasado y que su intención
era ir a rodar tierra y salvar a sus hermanos. Entonces el viejito le
dijo que no tuviera cuidado por nada y que él le ayudaría en todo.
Le recomendó que no le dijera de esto nada a sus padres y le
aconsejó que hiciera así:
-Te
acostás y tratás de dormir un rato. Cuando sea más o menos la
medianoche, te levantás y vas a la chacra. Allí estará el animal,
comiendo. Llevás un bozal para agarrarlo, que yo te voy a ayudar a
pillarlo. En este mismo animal salí de viaje mañana mismo. Tu padre
se prendará de este animal tan bonito, pero no se lo vas a dejar por
nada del mundo. Tus hermanos están a más de setenta leguas de aquí,
y están que perecen de hambre, tratándose de matarse uno al otro
para vivir. Ya se han comido un caballo. Después te daré otras
recomendaciones.
Dicho
esto, el viejito se fue y el muchacho tomó para su casa, a esperar
la noche. Ya llegó la noche y como en las dos anteriores, le
preguntó su padre:
-Y,
amigo, ¿ya agarró el animal?
A
lo que contestaba muy humilde el Chiquillo:
-Bueno,
entonces -decía el viejo.
Llegó
la tercera noche. El muchacho se acostó y cuando eran más o menos
las doce, sintió un ruido para el lado de la chacra. Se viste y sale
bozal en mano. Llegó, y se sorprendió mucho de ver un animal tan
bonito, bien overito, como nunca había visto nada mejor. Le pareció,
eso sí, muy arisco. Trató de tomarlo, pero le fue imposible. El
animal era muy ligero y sumamente desconfiado. El muchacho ya creía
que no lo iba a poder agarrar, cuando sintió un ruido entre las
plantas. Era el viejito. Sale y le ayudó a agarrar el animal, que
cuando lo vio al viejito no disparó más. Le dio otros consejos y le
hizo entrega de unas alforjitas, muy chicas, que contenían de un
lado un mantelito que era de virtud y unos higos secos, y del otro
lado, unos pedacitos de pan. Le dijo que al mantelito le podía pedir
la comida que quisiera, y que de los higos y del pan los podía comer
lo que quisiera, que nunca se terminarían. Le dijo también que el
caballo no se cansaba nunca, anduviera lo que anduviera, y que no
precisaba comer. Se despidió de él y le recomendó que saliera
llegando el día y le dilo para el lado que tenía que tomar.
Al
llegar el día, ya tenía su caballo ensillado, en el palenque, con
sus alforjitas puestas sobre el recado, y estaba listo para salir.
El
padre del Chiquillo se levantó, y al ver este caballo tan bonito se
quedó prendado de él. Le preguntó como de costumbre al hijo:
-Y,
amigo ¿agarró el animal que hacía daño?
-Éste
es el dicho animal, mi padre -le contestó el Chiquillo.
Entonce
el padre le pidió que se lo dejara y que él se fuera en otro
cualquiera, el que eligiera. El Chiquillo no lo consintió de ninguna
manera. No tuvo más remedio que conformarse, el padre, y le preguntó
como a los otros hermanos:
-¿Qué
querís más, cien pesos o la bendición?
-La
bendición, mi padre -le contestó el Chiquillo.
-Que
el Señor te bendiga -le dijo al muchacho.
Se
despidió de los padres y salió. Y les dijo que se iba a buscar a
sus hermanos.
Ya
iban lejos los hermanos. En eso que iban, uno miró atrás y vio que
venía uno que era muy parecido al Chiquillo. El otro miró, y dijo
que no podía ser porque iba en un caballo muy lindo, que no era de
su padre. Ya llegó, y se convencieron que era el hermano. Les dijo
que los venía a socorrer y les dio de comer. Comieron hasta no poder
más. Ya les entró envidia a los dos de verlo al Chiquillo tan bien
montado y con tantas provisiones. Uno de ellos le propuso al otro
quitarle lo que tenía el Chiquillo. Con un pretexto lo agarró uno,
le pegó, le quitaron lo que tenía, pero el Chiquillo consiguió
dispararse.
Quedó
muy triste el Chiquillo, en el medio del campo, cuando se le apareció
nuevamente el viejito. Ya sabía todo lo ocurrido. Le entregó otra
vez todas sus cosas y el caballo. Le dijo que sus hermanos lo querían
matar, que tuviera cuidado. El Chiquillo dijo que los iba a seguir
otra vez, porque era seguro que necesitarían de él.
Siguió
el Chiquillo. Los alcanzó a los hermanos. Éstos se hacían los que
lo habían hecho todo por broma, y le pidieron de comer otra vez. El
Chiquillo les dio hasta que se llenaron. Estaban muy asombrados de
que éste los volviera a seguir y de que trajera las alforjas y el
caballo que a ellos se les habían desaparecido. Pero, como le tenían
mucha envidia, se hicieron los que se enojaban por cualquier cosa, lo
agarraron y lo degollaron. Le separaron después la cabeza del
cuerpo. Y se llevaron el caballo y las alforjas.
Llegó
el viejito, le juntó la cabeza con el cuerpo, le dio vida y le
entregó su caballo y sus alforjas. Lo volvió a aconsejar que
tuviera cuidado con sus hermanos, que no podían verlo de envidia.
Pero él dijo que no podía dejar de socorrerlos. Se despidieron y el
Chiquillo le agradeció mucho al viejito, todo el bien que le hacía.
Siguió
el Chiquillo y los volvió a alcanzar a los hermanos cuando ya iban
muertos de hambre. Les dio otra vez de comer hasta que se llenaron.
Al terminar de comer, se volvieron a poner de acuerdo, y lo agarraron
y lo mataron. Pensando que era brujo, porque no se explicaban cómo
volvía a vivir después de muerto, lo descuartizaron y tiraron los
pedazos para un lado y otro. Se fueron.
El
viejito, que sabía todo, viene al lugar, junta los pedazos del
muchacho y los comienza a componer. En eso se da cuenta que le falta
un huesito de un dedo. Buscaba y buscaba y no lo podía encontrar. En
eso levanta una pata el overo, que ya se les había disparado a los
hermanos, y ve el huesito. Lo alzó, lo limpió, terminó de componer
el cuero y le dio la vida. Le dijo, entonces, que los hermanos ya
estaban por llegar a la casa de un gigante. Que este gigante tenía
tres hijas muy hermosas, y que éstos se alojarían en su casa. Que
él llegara después, que lo mismo lo iban a recibir muy bien y le
iban a dar una pieza. Que el gigante mataba a todos los que se
alojaban en su casa. Que los hacía acostar con sus hijas. Que las
niñas siempre se acostaban con la cabeza atada con un pañuelo con
puntas de diamante, porque así en la oscuridá, mataba a los que no
tenían pañuelo. Que les cambiara el pañuelo a sus hermanos, cuando
todos estuvieran dormidos. Que el gigante, cuando se diera cuenta que
él salvaba a sus hermanos, lo iba a querer matar, pero que él
huyera y que tratara de pasar la mar que había más allá del
palacio.
Todo
pasó como le dijo el viejito. Llegó al palacio del gigante y lo
hicieron pasar, y lo hicieron acostar en una pieza. Cuando todo era
silencio, se levantó y fue a la pieza donde estaban sus hermanos
durmiendo con las hijas del gigante. Les desató el pañuelo con
puntas de diamante a las niñas, y se los ató a los hermanos. Fue y
se acostó, pero no se durmió. Al rato sintió que alguién se
acostaba a su lado. Cuando sintió que se había dormido, que era
otra hija del gigante, le desató el pañuelo y se lo ató él. Al
rato se dio cuenta que venía el gigante. En medio de la oscuridá,
tocó las cabezas, y a la que no tenía pañuelo se la cortó con su
espada. Fue a la pieza de los hermanos y procedió en la misma forma.
El
Chiquillo se quedó despierto, muy impresionado. Al alba se levantó
y se fue a despertar a los hermanos. Les desató el pañuelo con
puntas de diamantes y los guardó muy ocultamente. Les contó lo que
había pasado y les recomendó que siguieran camino lo más pronto
que pudieran. Él también ensilló su caballo y se fue campo afuera.
En
cuanto aclaró, un loro adivino que tenía el gigante, le dio aviso
que los huéspedes huían y que las tres niñas habían sido
degolladas. Que el Chiquillo tenía la culpa de todo.
Al
pronto el gigante se levanta y ve que realmente él había dado
muerte a sus hijas. Furioso sale en persecución del Chiquillo y de
los hermanos. Los alcanzó cuando ellos entraban a la mar. Como el
gigante no pudo pasar, les gritaba:
-¡Chiquillo
maldito! ¡Ah, has de volver algún día! ¡Me has hecho degollar a
mis hijas y me llevás los tres pañuelos de puntas de diamantes! ¡Ya
me las pagarás!
-¡Para
la otra luna he de volver! -le gritó el Chiquillo.
Cuando
ya pasaron la mar y estuvieron a salvo y les contó a sus hermanos
todo lo ocurrido y de qué manera los había podido librar de la
muerte. Los hermanos le agradecieron mucho y lo abrazaron llorando.
Siguieron
el camino los tres, y llegaron a la casa de un Rey que tenía una
hija muy hermosa. Pidieron alojamiento y trabajo. El Rey les dio
trabajos en el campo. A los dos mayores les dio trabajos de pala,
hacha y azadón. La hija del Rey le pidió que le dejara el menor, al
Chiquillo, para darle ella diversos trabajos. Los mayores trabajaban
en trabajos muy pesados y ganaban menos, en cambio el Chiquillo
trabajaba poco y ganaba mucho más. Él tenía que cuidar unos pollos
de la hija del Rey, a los que alimentaban con granitos de oro. El
resto del día se lo pasaba echado de panza, jugando todo el día.
Los
hermanos no podían más de envidia. Entonces trataron de
malquistarlo. Se apersonaron ante el Rey y le dijeron que el
Chiquillo se había dejado decir que él era capaz de traer a
presencia del Rey una ovejita que bostea plata, que el gigante que
mató las hijas tenía en su palacio.
-¡Ah!
¡Ah! -dijo el Rey, nada me han dicho. Llamen al Chiquillo
inmediat-mente a mi presencia.
Vino
el Chiquillo, y el Rey le dijo:
-He
sabido que usted se ha dejado decir que es capaz de traer a mi
presencia una ovejita que bostea plata, que tiene el gigante que mató
a las hijas. Si no me la trae, le corto la cabeza.
-¡Ah,
no importa! Si usted no la trae, le haré cortar la cabeza.
Muy
triste andaba el Chiquillo, pensando que ya tenía segura la muerte,
cuando se le apareció el viejito. Lo consoló y le dijo que no
tuviera miedo, que él lo iba a ayudar. Le dijo que le pidiera al Rey
dos cajas de dulce, para que engañara con dulce al loro adivino del
gigante. Le explicó cómo tenía que hacer para robar la ovejita que
bostea plata.
El
muchacho tomó lo que necesitaba, y se fue presto.
En
cuanto pasó la mar ya lo sintió el loro y se vino volando a
interrogarlo y a ver quién había traspasado los límites del
gigante. El Chiquillo se le acercó al loro y le dio un poco de
dulce. Entonces pudo entrar en conversación con él, y le preguntó
por la ovejita que bostea plata. El loro, contento con el dulce, le
dijo al muchacho:
-Es
difícil ver la ovejita que bostea plata porque está encerrada, bajo
siete llaves, y el gigante la cuida personalmente.
El
Chiquillo le ofreció darle dos cajas de dulce si le ayudaba a robar
la ovejita. El loro que era tan goloso, le prometió ayudarlo, y le
dijo:
-Cuando
el gigante está con los ojos abiertos, está durmiendo, y cuando
está con los ojos cerrados está despierto. Tiene las llaves donde
está encerrada la ovejita.
Le
enseñó cómo tenía que hacer para sacarla, y le explicó que
entrara cuando el gigante estuviera con los ojos abiertos y le
pusiera un manojo de paja en la nariz. Entonce el gigante iba a
estornudar y con el estornudo iba a hacer saltar las llaves. Con esas
llaves tenía que abrir muchas puertas, y en la última iba a
encontrar la ovejita. Y le dijo:
-En
cuantito te vea, la ovejita, se va a venir a toparte. Pero, sin miedo
la agarrás no más y pasás lo más presto que sea posible sin que
te sienta el gigante y disparás a tu casa.
Así
hizo todo el muchacho. Cuando llegó, el gigante estaba con los ojos
abiertos. Entró y le metió el manojo de paja en las narices. El
gigante estornudó, saltaron las llaves y él se dio vuelta y se
quedó dormido otra vez. El Chiquillo agarró las llaves, abrió
todas las puertas y llegó a la pieza donde estaba la ovejita. La
ovejita se le vino al humo, a toparlo, pero él abrió los brazos, la
agarró, salió sin que lo viera el gigante, montó en su overo y le
prendió carrera hacia el mar.
Cuando
iba llegando a la mar, el loro empezó a gritar:
-¡El
Chiquillo le robó al gigante la ovejita que bostea plata y se la
lleva!
Con
los gritos se despierta el gigante y lo sigue a toda carrera. Junto
con lo que llega a la mar, el Chiquillo ya había entrado y él, como
no podía cruzar el agua, le grita desde la orilla:
-¡Ah,
Chiquillo!, me hicistes matar a mis tres hijas, me llevastes los tres
pañuelos con las puntas de diamantes y ahora me robás la ovejita
que bostea plata. ¡Andá no más! ¡Algún día volverás y me la
pagarás!
-¡Para
la otra luna volverá! -le gritó el Chiquillo desde la otra orilla
del mar.
Llegó
al palacio del Rey y le entregó la ovejita que bostea plata. El Rey
quedó contentísimo con la ovejita que era una mina de plata.
Los
hermanos no se explicaban cómo el Chiquillo había hecho esa hazaña
y había salido con vida. Comenzaron a pensar cómo lo volverían a
malquistar con el Rey y a ponerlo en peligro. A los pocos días van y
le dicen al Rey:
-El
Chiquillo se ha dejado decir que él es capaz de tráir el loro
adivino que tiene el gigante.
-¡Ah!
¡Ah! -dijo el Rey, nada me han dicho. Que se presente el Chiquillo
inmediatamente.
Ya
cuando vino el Chiquillo, le dijo:
-Usted
se ha dejado decir que es capaz de tráirme el loro adivino que tiene
el gigante, ¿no?
Y
el Chiquillo le contestó humildemente:
-No,
mi Majestad. Yo no he dicho tal cosa.
-Haiga
dicho u no haiga dicho, usté me trái acá el loro adivino, y si no
lo trái, le corto la cabeza.
No
hubo más que hacer, y el Chiquillo se fue muy triste. En eso que
había caminado cierta distancia, le sale el viejito y le dice que no
pasase pena, que él le iba a ayudar y a decirle cómo tenía que
hacer para conseguir el loro. Le dijo que le pidiera tres cajas de
dulce al Rey. Que fuera y se las diera al loro. Que cuando las
acabara lo invitara a que se dejara traer al palacio del Rey en donde
iba a encontrar dulce en abundancia todos los días.
Así
lo hizo, el Chiquillo. Se encontró con el loro al otro lado de la
mar. Le dio las tres cajas de dulce y cuando se las comió, lo invitó
a venir al palacio para buscar mayor cantidad. El loro, al principio
no quería, pero al fin, como le gustaba tanto el dulce, dijo que
bueno. El Chiquillo lo agarró bien seguro, de modo que no se le
pudiera escapar, y se pusieron en marcha. Cuando comenzaron a cruzar
la mar el loro gritó:
El
gigante dio un salto, salió corriendo y llegó en el momento en que
el Chiquillo ya estaba muy adentro de la mar. Como el gigante no
podía cruzar el agua, le gritaba desde la orilla:
-¡Ah,
Chiquillo!, me hiciste matar mis hijas, me robastes los pañuelos con
puntas de diamantes, me robastes la ovejita que bostea plata y ahora
me robás el loro. ¡Algún día volverás y me las pagarás!
-Para
la otra luna volveré -le contestó el Chiquillo.
El
Chiquillo llegó y le entregó el loro al Rey. El Rey se puso muy
contento de poder tener todas estas maravillas. Lo comenzó a tratar
todavía mejor al Chiquillo por las hazañas que cumplía y la viveza
con que hacía estos trabajos tan difíciles. Mayor envidia sentían
los hermanos y volvieron a buscar un motivo para hacer morir al
Chiquillo. Se fueron y le dijeron al Rey que el Chiquillo se había
dejado decir que era capaz de traer al mismo gigante en persona.
El
Rey hizo llamar al Chiquillo en el acto, y le preguntó si era cierto
que él se había dejado decir que era capaz de traer al gigante en
persona. El Chiquillo se llevó un gran susto con esto y negó que él
hubiera sido capaz de decir semejante cosa, que le iba a costar la
vida, sin ninguna escapatoria. El Rey le dijo que aunque no lo
hubiera dicho, si no lo cumplía le hacía cortar la cabeza.
Se
fue muy triste el Chiquillo. En eso que iba por su camino se le
apareció el viejito y le dijo que no tuviera cuidado, que él lo iba
a ayudar. Le dijo que fuera, y le pidiera al Rey que le hiciera una
jaula de fierro para encerrar al gigante, que no le entrara aire por
ningún lado, y con una puerta con candado de tuercas y tornillos
reforzados. Que la hiciera en forma que pudieran tirarla cuatro
caballos. Le explicó cómo tenía que pintarse todo el cuerpo de
negro, y la forma en que se iba a hacer un sobrino de él, que venía
a socorrerlo. El gigante estaba casi ciego de tanto llorar por la
pérdida de las hijas y de las prendas de virtud que le había
llevado el Chiquillo.
El
Chiquillo siguió todos los consejos del viejito, y cuando tuvo la
jaula, cruzó la mar y llegó al reino del gigante. Se pintó de
negro, llegó a presencia del gigante y le dijo:
-¿Quién
me habla? -contestó el gigante.
-Yo
soy un sobrino suyo que viene a auxiliarlo, ya que usté está tan
solito y enfermo. Lo vengo a llevar a mi casa. Ya sé que le hicieron
matar sus hijas, le robaron los pañuelos con puntas de diamantes, la
ovejita que bostea plata y el loro adivino.
Lo
conversó tanto al gigante que al fin consintió en subir al coche
que le ofrecía el sobrino. Cuando estuvo adentro de la jaula, le
preguntaba si no sentía frío por algún lado, mientras él
atornillaba la puerta. Cuando lo tuvo bien asegurado, le dijo que él
era el Chiquillo, que lo venía a llevar. El gigante daba unos saltos
y unos gritos tremendos, pero no podía hacer nada. Castigó los
caballos el Chiquillo y cruzaron la mar.
Llegó
el Chiquillo al palacio y le entregó al Rey el gigante. Éste era el
peor enemigo que tenía el Rey, así que se quedó tan contento que
lo abrazó al Chiquillo y le dijo que le pidiera lo que él quisiera,
que se lo iba a dar.
-Por
ahora, mi Majestad, tengo que decirle que mis hermanos se han dejado
decir, uno, que poniéndose en la boca de un cañón, es capaz de
atajar la bala con la mano; y el otro, que es capaz de tirar una
naranja desde la torre de la iglesia, venirse detrás de ella y
volver a subir con la naranja en la mano.
El
Rey los hizo llamar y les preguntó si ellos se habían dejado decir
que eran capaces de hacer esas dos hazañas. Ellos negaron, pero el
Rey ordenó que lo cumplieran. Así murieron los dos malos hermanos
que tanto habían buscado la muerte del Chiquillo.
El
Rey, en premio de todo el bien que le había hecho el Chiquillo lo
hizo casar con su hija.
El
Chiquillo trajo a su palacio a sus padres viejos, y así todos
vivieron muchos años felices y llenos de riquezas.
Luis
Jerónimo Lucero, 50 años. Nogolí. Belgrano. San Luis, 1945.
Cuento
1062. Fuente: Berta Elena Vidal de Battini
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