Había una vez un rey que tenía tres hijas; dos
eran altivas y soberbias, la tercera era dulce y buena. El rey era muy viejo y
decidió repartir entre sus hijas la herencia antes de su muerte. Por ello las
mandó llamar y les dijo:
-Queridas hijas, quiero repartir el reino
entre vosotras, pero primero me gustaría saber cuánto me queréis.
-Yo te quiero como a un sol -respondió
altivamente la primera.
El rey se quedó complacido con esta respuesta
y le regaló a su primera hija una tercera parte del reino.
-Yo te quiero tanto como a mi propia vida
-dijo la segunda hija.
El rey se alegró también por esta respuesta y
le regaló a su segunda hija otra tercera parte del reino.
Le tocaba ahora hablar a la muchacha más
joven. Ella dijo simplemente:
-Te quiero como al pan y la sal.
El rey montó en cólera ante semejante
respuesta.
-¿Cómo es eso? ¿Me quieres tan poco que me
comparas con cosas tan vulgares como el pan y la sal? Vete, ya no eres mi hija.
Ordenó a sus criados que soltasen los perros, y la joven huyó y se refugió en
el bosque.
Durante tres días y tres noches, la pobre
princesa erró por la selva, alimentándose de raíces y moras silvestres y
durmiendo en la copa de los árboles.
Una mañana, al amanecer, la despertó un
terrible estruendo. A los pies del árbol en el que estaba durmiendo, ladraba y
se agitaba una jauría de perros de caza. Y con ellos estaba su amo, el joven
príncipe del reino vecino.
El príncipe alzó los ojos hacia el follaje pya
estaba a punto de disparar una flecha, cuando de pronto bajó el arco. Había
visto, entre las hojas, el rostro de una joven bellísima.
-¿Quién eres tú y qué haces ahí arriba? -le
preguntó, maravillado, el príncipe.
La pobre princesa le respondió:
-Soy la princesa del reino que limita con el
tuyo, pero mi padre me echó de casa y tuve que refugiarme en el bosque.
Y le contó al bello cazador lo que le había
respondido a su padre, el rey, y lo que había ocurrido después.
El príncipe se quedó encantando con la
muchacha. La ayudó a bajar del árbol, la hizo montar en su caballo y la llevó a
su palacio, donde hizo preparar enseguida una espléndida fiesta de bodas.
Invitaron a la boda a todos los reyes de los
reinos vecinos, entre ellos el padre de la flamante esposa. Pero el viejó rey
no fue. Alguien contó que sus hijas lo habían despojado también de la tercera
parte del reino, que él había reservado para sí mismo, y ahora reinaban solas.
El viejo rey se vio obligado a vagar pidiendo
limosna y nadie sabía dónde se encontraba.
La joven esposa comenzó a llorar e,
inmediatamente después de la boda, dio la orden de que llevasen a su presencia
a todos los mendigos que llamasen a la puerta del castillo.
Una noche, llamó un viejo de cabellos blancos,
cubierto de harapos.
Como a los otros mendigos, también a él lo
llevaron ante la joven reina. Ella lo reconoció a primera vista: era su padre.
Pero la reina contuvo las lágrimas. Hizo sentar a la mesa al viejo y le sirvió
pan y sal con sus propias manos.
El viejo dijo:
-Te agradezco, noble señora, este pan y esta
sal. Son las cosas más preciosas de la tierra, como he podido aprender en carne
propia.
-Tienes razón -respondió la joven reina, pero
cuando le dije eso a mi padre, él montó en cólera, ordenó a sus criados que
soltasen los perros y tuve que refugiarme en el bosque.
Sólo entonces el viejo rey reconoció a su hija
y, echándose a llorar, se arrojó a sus pies. Pero la joven hizo que se
incorporase, lo abrazó y le pidió que se quedase a vivir en el palacio.
¿Qué sucedió, mientras tanto, con las dos
hijas mayores? Tan codiciosas eran que no les bastaba ya con la parte del reino
recibida en herencia de su padre: disputaban entre sí. Estalló entre ellas una
guerra, en la que murieron las dos. De tal modo, el reino le tocó por derecho
propio a la hija más joven y a su esposo, que reinaron juntos, con justicia,
hasta su muerte.
132. anonimo (suecia)
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