Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 18 de junio de 2012

La insatisfacción

Era un joven buscador, pero su propia insatis­facción le consumía. Recorrió buena parte del mundo buscando enseñanzas y conociendo a maes­tros de todas las tradiciones; pero nada terminaba de satisfacerle. Vivió asimismo toda clase de experien­cias mundanas, diversiones y aventuras, pero su insa­tisfacción iba en aumento; hizo muchos amigos y tuvo muchos amores, poseyendo a las mujeres más bellas y fascinantes, pero era su insatisfacción, como una bola de nieve, iba creciendo sin parar. Años de búsqueda, diversio-nes y aventuras; años de investi­gaciones filosóficas y místicas, encuentros y de­sencuentros, viajes y conocimientos, alegrías y des­venturas. Hizo una fortuna considerable y obtuvo honores y privilegios. ¡Tanto más crecía su insatisfac­ción! Las primeras canas salpicaban sus cabellos y las arrugas empezaban a surcar su rostro. Pero la insatis­facción seguía mordiéndole en el alma, sin poder mitigarla. Oyó hablar de un gran sabio. Pero ¡tantos había visitado ya y conocido! Nada, empero, tenía que perder. Era un viaje más, un encuentro más, unas enseñanzas más a recibir. Se trataba de un sabio que vivía en la India, al borde de la frontera con el Tíbet.
Viajó hasta esas remotas tierras. ¡Había viajado tanto a lo largo de su vida; tantas remotas regiones había explorado!
El sabio era un yogui solitario. Daba enseñanza a aquellos que lo buscaban, pero él nunca buscaba a los discípulos. El hombre insatisfecho llegó a su ermita y se sentó a su puerta. Guardó silencio. Transcurrieron unos días y el sabio le invitó a pasar.
-¿En qué puedo ayudarte? -preguntó el sabio.
El hombre le puso al corriente de su larga búsque­da espiritual y material, cotidiana y supracotidiana. Concluyó diciendo:
-Mi insatisfacción es cada día mayor. Tengo co­nocimientos merafisicos y místicos; he obtenido mu­cho dinero y he disfrutado de los más leales amigos y las más bellas mujeres; he recibido honores; he cono­cido casi todo el mundo y he experimentado muchas diversiones. Ha habido épocas en las que el fantasma de la instatisfacción se ha debilitado, pero luego se ha presentado con más fuerza que nunca lo hiciera. Apa­rentemente todo lo tengo, pero en realidad todo me falta. ¿Qué puedo hacer?
-Eres un buscador -dijo el sabio-, pero no has sabido buscar. Eres como un sabueso sin olfato, vagando por dónde no debe vagar. Te has llenado de todo, pero has dejado vacío tu cuenco interior.
-¿Mi cuenco interior? -preguntó sorprendido el hombre. ¿A qué te refieres?
A los buscadores, a aquellos que tienen miras espirituales o inquietudes místicas, el Absoluto les pone un cuenco vacío cuando toman este cuerpo y esta mente. Ese cuenco vacío no puede llenarse jamás con experiencias externas, conocimientos por subli­mes que sean, vivencias cotidianas o diversiones. Ese cuenco, amigo mío, sólo puede llenarse con uno mismo, con la propia felicidad que mana de la fuente interior cuando uno la halla. Para encontrarla, no basta llenarse de conocimientos, sino que hay que realizarlos a través de la práctica interior, la disciplina ética y la meditación. Llena de ti tu cuenco interior y desaparecerá toda esa descomunal insatisfacción que lo externo jamás logrará aplacar.

El Maestro dice: No es acumulando como hallarás felicidad, sino empezando a ser.

Fuente: Ramiro Calle

 004. Anonimo (india),

La inquietud del aspirante

Era un aspirante espiritual que se debatía en pro­fundas dudas, incer-tidumbre e insatisfacción. Todo eran preguntas. Todavía no había respuestas. Se re­unió con su maestro y le preguntó.
-¡Oh, maestro!, -¿cómo podré saber cuándo estoy realmente en la senda hacia la suprema libertad interior? El maestro repuso:
-Querido mío, no te atormentes. Cuando real­mente estés en la senda hacia la suprema libertad inte­rior ya no te harás ese tipo de preguntas.

El Maestro dice: Camina, pero sin compulsión; indaga, pero sin ansiedad; sigue la senda, pero sin urgencia de resultados. El camino ya es la meta.

Fuente: Ramiro Calle

 004. Anonimo (india),

La imperturbabilidad del buda

Durante muchos años el Buda se dedicó a re­correr ciudades, pueblos y aldeas impartiendo la Enseñanza, siempre con infinita compasión. Pero en todas partes hay gente aviesa y desaprensiva. Así, a veces surgían personas que se encaraban al maestro y le insultaban acremente. El Buda jamás perdía la sonrisa y mantenía una calma impertur­bable. Hasta tal punto conservaba la quietud y la expresión del rostro apacible, que un día los discí­pulos, extrañados, le preguntaron:
-Señor, ¿cómo puedes mantenerte tan sere­no ante los insultos?
Y el Buda repuso:
-Ellos me insultan, ciertamente, pero yo no recojo el insulto.

El Maestro dice: Insultos o halagos, que te dejen tan imperturbable como la brisa de aire al abeto.

004. Anonimo (india),

La ilusión de los sentidos

Un maestro vedantín había pronunciado una char­la sobre el denominado fenómeno de superposición, es decir, cuando creemos ver algo que no es tal por la ilu­sión de los sentidos.
-Los sentidos son a menudo engañosos -de­claró-. Hay que ejercitarse para saber ver más allá de los sentidos. A veces los sentidos nos proporcio­nan una información que creemos veraz pero que no lo es.
Cuando finalizó su charla, un contumaz raciona­lista que había entre los asistentes, despóticamente declaró:
-No hay otra cosa que los sentidos y lo que ellos nos dicen. Hablas por hablar y confundes a la gente que te oye; pero conmigo es diferente. Yo no me dejo confundir por tus palabras. ¿A que no eres capaz de poner un ejemplo claro sobre lo que has predicado?
Una leve sonrisa asomó a los labios del maestro de Vedanta. Se había encontrado a menudo con ese tipo de personas que confian sólo en sus sentidos y, empero, no son capaces de ver más allá de sus cejas.
-Te contaré un suceso -dijo cariñosamente el maestro-. Fue hace unos meses, cuando iba viajan­do en tren por el norte de la India. En mi mismo departamento viajaba un campesino tibetano. Como en el Tíbet no hay trenes, era la primera vez que el buen hombre viajaba en tren. Estábamos recorriendo una zona montañosa. En poco tiempo cruzamos siete túneles. Entonces, atónito, el campe­sino dijo:
-¿Para qué sirven estos inventos modernos? Re­sulta que yo con mi burro recorro una distancia mayor en un solo día, y llevamos ya siete días y siete noches en este cacharro y todavía no hemos llegado a nuestro destino.

El Maestro dice: No sólo pueden fallar los sentidos, sino que más a menudo falla el que interpreta la infor­mación de sus sentidos.

Fuente: Ramiro Calle

 004. Anonimo (india),

La historia de nala y damayanti

En el país de los Nishad, a la muerte del anciano rey, subió al trono su hijo Nala, un hombre valiente, ge­neroso y excelente conocedor de las tradiciones sagra­das de su pueblo. Sabía domar caballos salvajes y era hábil en el manejo de las armas. Sin embargo, sentía una pasión irresistible por el juego. Su hermano menor, Pushkar, débil y envidioso, siempre se había aprovecha­do de esta circunstancia en provecho propio.
Aun después de subir al trono, Nala se pasaba horas enteras jugando a los dados. Sin embargo, las ganancias del juego las entregaba a los pobres y no descuidaba el gobierno del reino.
En el reino vecino, el de los Vidarbha, gobernaba el rey Bhim, quien tenía una hija que era considerada por to­dos como la mujer más hermosa del mundo. Su nombre era Damayanti. La fama de su belleza había llegado a to­das partes y el mismo Nala se sintió impresionado por las descripciones que de ella hacían todos cuantos la veían. De esta manera llegó a enamorarse de la joven aun sin haberla visto.
Otro tanto le sucedía a la hermosa princesa, pues Nala era un rey joven y apuesto, dotado de grandes virtudes. El amor de ambos creció en la distancia y era inminen­te el que llegaran a conocerse en persona.
Un día, mientras paseaba por sus jardines, el rey Nala encontró a un cisne que dormía y se apoderó de él. El animal se asustó y dijo lo siguiente:
-¡Oh, rey! ¡No me hagas daño!
Quedó sorprendido Nala al escuchar a un cisne hablar como una persona.
-¿Qué me puedes dar, si te perdono la existencia? -le preguntó, por divertirse con la turbación del animal, pues en absoluto pretendía hacerle ningún mal.
-Puedo servirte bien -replicó el ave-. Volaré, si quie­res, hasta el palacio de la bella Damayanti y le diré cuán­to piensas en ella. Seré el mensajero de tu amor.
Nala accedió gustoso y el cisne voló hasta llegar a un es­tanque de lotos en el que la princesa se estaba bañando.
-¡Oh, bella Damayanti! Soy el enviado del rey Nala, que te ama ardiente-mente y desea que le correspondas.
Damayanti se complació con estas palabras del cis­ne y envió a su vez un mensaje para su amado. De este modo, ambos jóvenes mantuvieron el contacto y su amor creció.
Pasado un tiempo, el monarca creyó que había lle­gado el momento de casar a su hija. De acuerdo con las normas del reino, la princesa tenía la prerrogativa de elegir esposo. Se enviaron mensajeros a todas las cortes y príncipes de todos los lugares, deseosos de obtener la mano de Damayanti, acudieron a la ceremonia. La fama de la joven era tal que hasta el dios Indra y otras deida­des se encaminaron al reino de Vidarbha.
Pero más hermoso que todos era Nala, quien llegó al palacio montado en su deslumbrante carro, causando la envidia de los demás pretendientes.
Una vez que estuvieron todos reunidos en el salón del trono, el rey Bhim hizo una seña y la princesa Damayanti penetró en él. Los allí reunidos contuvieron la respiración al observar la belleza de la joven.
Ésta avanzó entre los pretendientes, llevando en las manos una guirnalda de flores de loto, que habría de co­locar en el cuello del elegido. Todos se hallaban expec­tantes.
Damayanti se detuvo ante el príncipe Nala y ya iba a ponerle las flores, cuando sucedió algo insólito. Y fue que los dioses, sintiéndose humillados por haber sido vencidos por un mortal, tomaron todos la apariencia de Nala, para confundir a la princesa. Ella se encontró de repente ante innumerables hombres que se asemejaban a su amado.
Entonces habló de esta manera:
-¡Oh, venerables deidades! Ya sé que sólo vosotros sois capaces de llevar a cabo este prodigio. Pero, ¡os lo rue­go!, adoptad de nuevo vuestra apariencia verdadera. Amo al Nala desde que el cisne me trajo su mensaje de amor. Bendecid nuestra unión en lugar de obstaculizarla.
La súplica de Damayanti conmovió a los dioses, que recobraron su aparien-cia y bendijeron a la pareja, per­mitiendo que los desposorios se llevasen a término.
Pero uno de los dioses no había perdonado a Damayanti el haberle rechazado y decidió vengarse de la pareja. Para ello instó al ambicioso Pushkar a que invi­tase a Nala a una partida de dados, con el propósito de derrotarle mediante trampas.
Pushkar así lo hizo y Nala, sin sospechar nada, ini­ció una partida con su hermano. Jugaron durante mu­cho tiempo y Nala, aun empleando toda su habilidad, nunca conseguía ganar. De esta manera perdió su anillo real, sus caballos, sus carros, sus elefantes, sus armas, sus joyas y, por último, su reino. Nala se hallaba inmer­so en la pasión del juego y, pese a sus pérdidas, no se de­cidía a abandonar la partida, que ya duraba tres días consecutivos. Damayanti le rogó en vano, pero Nala no cejó hasta que lo perdió todo. Aun así quería seguir ju­gando.
-Pero ya has perdido todas tus pertenencias y hasta tu reino -manifestó Pushkar-. Ya nada puedes apostar. Aunque, pensándolo bien...
-Di -le instó Nala.
-Aún te queda algo, hermano; una valiosa posesión. ¿Quieres jugártela también?
-¿A qué te refieres? -quiso saber Nala.
-Hablo de tu esposa, Damayanti.
Aquello hizo reaccionar a Nala, que se levantó, aban­donando la partida y sintiéndose muy avergonzado.
Al día siguiente Nala y Damayanti abandonaron el palacio, ahora posesión de Pushkar, y emprendieron una vida de mendigos. Caminaron sin rumbo durante varios días hasta que se detuvieron en un bosque, para que Damayanti recobrara fuerzas.
Mientras ella dormía, su esposo se sintió preso de la desespera-ción. Él había sido el causante de aquella tris­te situación en la que se veían. Se reprochaba el haber­lo perdido todo, pero más aún el obligar a su mujer a compartir unas penalidades de las que ella no era res­ponsable.
Nala tomó en aquel momento una decisión. Continuaría solo su peregrinaje y, de esta manera, Damayanti volvería a casa del rey, su padre, y no se ve­ría privada de ninguna comodidad.
Cuando Damayanti despertó, no encontró a su espo­so. Le esperó un tiempo, pensando que habría marcha­do a buscar algún alimento, pero cuando anocheció sin que él volviese, se sintió totalmente desesperada. Llamó a Nala a gritos por el bosque, mas sin resultado alguno. Finalmente, tomó la decisión de emprender el camino y no parar hasta encontrar a su esposo.
La búsqueda duró mucho tiempo. Damayanti reco­rrió varios reinos, sin dejar de preguntar a todas las gen­tes por Nala, pero sus esfuerzos resultaban inútiles. Nadie le conocía, nadie le había visto.
Al cabo de un tiempo, una partida de soldados en­contró a la princesa. La habían estado buscando desde hacía ya tiempo, por orden del rey Bhim. Damayanti fue conducida a su palacio y allí toda su familia se dedicó a proporcionarle cuidados y a hacerle olvidar su triste des­tino; pero ella no cejaba en su empeño de salir en bús­queda de su esposo, por lo que su padre, pese al dolor que esto le ocasionaba, hubo de colocar guardias en la puerta de sus aposentos, para impedirle la salida.
Lo que sí hizo el rey Bhim fue enviar a uno de sus consejeros, de nombre Sudev, para que buscase a Nala.
Éste, mientras tanto, había seguido vagando de lu­gar en lugar. Un día llegó a un espeso bosque que se ha­bía incendiado. Los animales huían, aterro-rizados por las llamas. Nala escuchó entonces una voz que pedía ayuda y, arriesgando su vida, acudió en auxilio del que gritaba.
Éste resultó ser un naga o genio de los bosques, con la mitad del cuerpo de hombre y la mitad de serpiente. Se encontraba encadenado a un árbol. Nala le liberó y am­bos huyeron del fuego. Una vez a salvo, el hombre-ser­piente contó su historia:
-Yo siempre he sido de natural muy alegre y solía bur­larme de un asceta que moraba en este bosque. Le hacía víctima de mis tra-vesuras y siempre le molestaba cuan­do iba a hacer algún sacrificio sagrado. Por fin, el asce­ta se enojó mucho y quiso vengarse de mí. Me encade­nó al árbol, como has visto, y prendió fuego al bosque. Sin tu intervención, hubiese perecido. No sé cómo agra­decértelo.
-No tiene importancia. Hice lo que cualquiera en mi lugar habría hecho.
-No todos los hombres arriesgan la vida por otros se­res. Pero, en fin, me has salvado la vida y he de recom­pensarte, príncipe Nala.
-¿Cómo sabes mi nombre? ¿Me conoces?
-Nuestra raza tiene muchos poderes y pocas cosas se nos ocultan. Sé que has perdido tu reino y que has aban­donado a tu esposa para que no sufriera a tu lado. Pero te aseguro que un día tus males se acabarán. Por lo pron­to, dirígete hacia ese río cercano; verás un árbol en su orilla. Cava entre sus raíces y hallarás un manto rojo. Cúbrete con él y quedarás transformado en un ser feo y repugnante. Permanece disfrazado y desempeña los ofi­cios más humildes y bajos para expiar tu pecado. Un día Damayanti se cruzará en tu camino. Despójate entonces del manto y recobrarás tu forma original.
Nala se despidió del hombre-serpiente e hizo lo que se le había indicado. Se cubrió con el manto rojo y con­tinuó de esta forma su peregrinación, hasta llegar a un reino, en donde se compadecieron de su aspecto y le die­ron un trabajo consistente en limpiar las cuadras reales. Pronto todos en las caballe-rizas se dieron cuenta de las habilidades de Nala para la doma de caballos.
Algunos meses más tarde llegó a aquella corte Sudev, el conseje-ro del rey Bhim, en su búsqueda del esposo de Damayanti. Éste desesperaba ya de dar con el pa­radero de Nala. Se hallaba reclinado en el alféizar de la ventana de su habitación del palacio real, cuando vio a uno de los caballerizos domar hábilmente a un ca­ballo salvaje. Sospechó que aquel hombre pudiese ser el que buscaba e ideó una estratagema para descu­brirle.
Le anunció al monarca de aquel reino que Damayanti, creyéndose viuda, iba a elegir en breve nuevo marido y que él debía presentarse a la elección. El monarca ar­guyó que no habría tiempo para llegar a la ceremonia, pero Sudev le contó que uno de sus caballerizos parecía muy hábil y le podría hacer llegar a tiempo para los fes­tejos.
El soberano mandó que llevasen a su presencia a ese caballerizo y, cuando Nala llegó ante su presencia, le con­tó lo que esperaba de él.
Nala se sobresaltó, temeroso de que su esposa vol­viera a casarse, creyéndole muerto. Respondió que se­ría capaz de llevarle a tiempo al reino de Vidarbha. Eligió los cuatro caballos más rápidos que encon-tró y emprendió la marcha junto con el monarca.
El monarca quedó sorprendido por la habilidad de Nala y, en un alto que hicieron para descansar, le instó a que le enseñase a domar a los caballos.
-Quisiera saber manejar a las bestias como tú lo ha­ces. Enséñame. A cambio, yo puedo enseñarte una de mis varias habilidades, si lo deseas.
-¿Cuál, majestad? -preguntó Nala.
-Soy especialmente hábil en el manejo de los dados -repuso el monarca.
Ambos quedaron de acuerdo y, en los descansos del camino, se enseñaron mutuamente estas dos habilida­des. Por fin llegaron a la corte del rey Bhim con una gran velocidad, penetrando en el palacio como un torbellino.
Allí se encontraba la bella Damayanti, mas no reco­noció a su esposo bajo aquella apariencia horrible y re­pulsiva, y retrocedió asustada.
Entonces, Nala, se desprendió del manto mágico y se mostró en su aspecto original. Damayanti creyó morir de dicha y se arrojó a los brazos de su esposo.
El rey Bhim estaba muy contento por su hija y pro­puso un ataque de su ejército contra el reino de Nishad, para arrebatarle el trono al traidor Pushkar.
Pero Nala no quiso acceder a este plan. Se dirigió él solo al reino que ahora gobernaba su hermano y retó a éste a una partida de dados. Con la habilidad y la técni­ca que había aprendido, ganó todas las partidas y recu­peró todo lo que una vez perdiera. No quiso vengarse de su hermano, sino que se mostró generoso con él, nom­brándole gobernador de una lejana provincia. Sólo en­tonces hizo llamar a Damayanti, que se reunió con él para ya no separarse nunca de su lado.

(Del Mahâbhârata de Vyâsa)

Fuente: Enrique Gallud Jardiel

004. Anonimo (india),



La hermosa laili

Érase una vez un Rajá llamado Dantal, poseedor de montones de rupias, soldados, caballos y elefantes. Tenía también un hijo llamado el príncipe Maxnun, que era un jovencito de dientes como perlas, mejillas sonrosados, cabello color de fuego, labios como rubíes, y cutis como la nieve que cubre las cimas del Himalaya.
Al príncipe le gustaba mucho jugar con Husain, el hijo del Visir, y se pasaban los dos las tardes en los jardines del Palacio, que estaban llenos de árboles y flores. Con sus cuchillos de oro, los dos niños mondaban los frutos y se los comían. También iban los dos a estudiar a las órdenes del profesor que el Rajá había tomado para su hijo.
Un día, cuando los dos muchachos se hubieron convertido en hombres, el príncipe dijo a su padre:
-Husain y yo quisiéramos ir de caza.
El soberano no opuso el menor inconveniente, y los dos jóvenes mandaron preparar sus caballos y arreos de caza. El lugar que escogieron para cazar fue la región de Falana, más no obstante pasar el día entero en ella, sólo encontraron chacales y pájaros pequeños.
El Rajá de la región de Falana, se llamaba Munsuk, y tenía una hija de peregrina belleza, la princesa Laili. Esta princesa recibió una noche la visita de un ángel que le envió Kuda con la orden de que debía casarse con el príncipe Maxnun. Al despertarse, la princesa contó a sus padres la visión del ángel, pero el Rajá no prestó atención.
Desde aquella noche, Laili no dejaba de pronunciar el nombre del esposo que Kuda le destinaba.
-Maxnun, Maxnun; quiero casarme con Maxnun.
Hasta durante las comidas pronunciaba el nombre del Príncipe. Y a tal extremo llegó, que su padre, irritado, le preguntó un día.
-Pero ¿quién es ese Maxnun? ¿Quién ha oído hablar de él?
-Es el hombre con quien Kuda me ha ordenado que me case.
Pasaron los días y Maxnun y Husain llegaron a la región de Falana. La hermosa Laili, que había salido a respirar el puro aire del campo, y por casualidad encontróse detrás de los cazadores, iba murmurando como de costumbre:
-Quiero casarme con Maxnun; Maxnun, Maxnun. El príncipe oyó su nombre, y volviéndose preguntó:
-¿Quién me llama?
Laili, le miró fijamente y al momento quedó locamente enamo-rada.
-Estoy segura de que ese es el príncipe Maxnun con quien tengo que casarme.
Sin esperar más, corrió a Palacio y le dijo a su padre que deseaba casarse con el príncipe Maxnun que había llegado al país.
- Muy bien -replicó el padre, te casarás con él. Mañana le pediremos que acceda a ser tu esposo.
La princesa consintió en esperar, aunque estaba muy impaciente. Pero ocurrió que el príncipe y su amigo abandonaron aquella misma noche el reino de Falana, y cuando se enteró de ello la princesa, creyó enloquecer de dolor. Sin hacer caso de sus padres ni de sus servidores, corrió a la selva y se fue alejando, murmurando mientras caminaba:
-Maxnun, Maxnun; ¿dónde estáis?
Y así caminó durante doce años.
Al cabo de este tiempo encontró un faquir (en realidad era un ángel, pero la princesa lo ignoraba), que le preguntó:
-¿Por qué vas diciendo "Maxnun, Maxnun; quiero casarme con Maxnun"?
-Soy la hija del Rajá de Falana, y quiero encontrar al príncipe Maxnun. Dime dónde está su reino.
-No creo que jamás consigas llegar allí -replicó el faquir. Ese reino está muy lejos y tendrás que cruzar infinidad de ríos.
Laili replicó que no le importaba, que su único deseo era llegar junto al príncipe Maxnun.
-Está bien -replicó el faquir. Cuando llegues al río Bagirati encontrarais un enorme pez que se llamo Roú. Pídele que te lleve al país del príncipe Maxnun.
La princesa llegó al río Bagirati y vio en efecto un enorme pez que se llamaba Roú. En aquel momento estaba bostezando y, sin vacilar un momento, Laili se lanzó dentro del cuerpo del pez. Mientras hacía esto iba murmurando:
-Maxnun, Maxnun; quiero casarme con Maxnun.
Al oír dentro de su estómago estas palabras, Roú llevóse un susto enorme, y queriendo huir de la extraña cosa, metióse dentro del río y nadó, nadó, durante doce años hasta que ya no pudo más, que fue al llegar al reino de Falana.
Un chacal que tomaba el sol junto al río quedó muy asombrado al oír al pez gritar:
-Maxnun, Maxnun; quiero casarme con Maxnun.
-¿Qué te ocurre, Roú? -preguntó.
-No lo sé -replicó con lágrimas en los ojos el pez. Tengo algo dentro de mi cuerpo que me hace hablar como los humanos. ¿Quieres decirme qué es?
-Tendré que meterme dentro de tu cuerpo, pues desde fuera no puedo verlo.
-Métete -contestó Roú.- Quiero verme libre de una vez de esta molestia.
El pez abrió la boca todo lo que pudo, y el chacal metióse dentro de él. A los pocos minutos salió asustado, diciendo:
-Roú, tienes una bruja dentro del cuerpo. Me marcho porque tengo miedo de que me coma.
Tras el chacal llegó una enorme serpiente, que se detuvo ante el pez, al oírte decir:
-Maxnun, Maxnun; quiero casarme con Maxnun.
-¿Qué significan esas voces? -preguntó.
-Por favor -suplicó Roú,- dime qué es lo que tengo dentro del estómago.
-Abre la boca y me meteré hasta tu estómago, y así descubriré este misterio.
El pez abrió de nuevo la boca, y la serpiente se deslizó hasta su estómago, de donde salió al momento, diciendo asustada:
-En el estómago tienes una bruja terrible, y si no la sacas pronto de tu cuerpo, acabará devorándote.
-Pero, ¿cómo me desharé de ella? -contestó muy triste el pez.
-Hay un medio. Si quieres te abriré el vientre con un cuchillo y te sacaré a la bruja.
-Pero si haces eso me matarás.
-No lo creas, porque luego te daré una medicina y quedarás igual que antes.
Convencido por estas palabras, Roú consintió en que le abriesen el vientre, y la serpiente, armada de un cuchillo muy afilado, hizo un largo corte, por el cual salió Laili.
La princesa era ya muy vieja. Doce años había pasado en la selva virgen, y otros doce en el estómago de Roú; no era ya una belleza, y le faltaban todos los dientes.
La serpiente, entregó al pez una botella lleno de un líquido mágico, y tomando sobre sus lomos a la princesa, la condujo al palacio del Rajá Maxnun.
Unos soldados que le oyeron decir: "Maxnun; ¿dónde estás?", le pregunta-ron qué buscaba.
-Quiero ver al Rajá -contestó la princesa.
Los soldados avisaron al Rajá, diciéndole:
-Una vieja muy vieja, quiere veros, Majestad.
-Hacedla pasar y que exponga sus deseos -contestó el soberano.
Los soldados condujeron a Laili a presencia del Rajá, a quien dijo:
-He venido a casarme contigo. Hace veinticuatro años fuiste a cazar a las tierras de mi padre, el Rajá de Falana. Entonces quise casarme contigo, pero te marchaste antes de que pudiera decírtelo y desde entonces te he buscado por toda la India.
-Perfectamente -replicó el Rajá. Nos casaremos cuando tú quieras.
-Antes es necesario que pidas a Kuda que nos vuelva otra vez jóvenes.
El soberano rogó a Kuda que devolviese la juventud que él y la princesa habían perdido, y Kuda, le susurró al oído:
-Toca las ropas de Laili y arderán. Cuando se apaguen las llamas, ella y tú seréis de nuevo jóvenes.
Así ocurrió y durante varias semanas el reino celebró grandes festejos en señal de alegría por el casamiento de su soberano con la hermosa princesa Laili.
Al cabo de un tiempo de casados, el Rajá y Laili se trasladaron al reino de Falana, a visitar a los padres de la princesa. Estos, habían llorado tanto la pérdida de su hija que estaban ciegos, pero Kuda, accediendo a los ruegos de Laili, les devolvió la vista.
Para celebrar este acontecimiento hubo numerosos festejos en el reino, y los esposos permanecieron allí durante tres años.
Transcurrido este tiempo se despidieron del Rajá Munsuk y regresaron al reino de Maxnun.
De cuando en cuando, los esposos solían a cazar, y un día el Rajá quiso entrar en una selva muy espesa.
-No entremos -le dijo Laili.- Tengo el presentimiento de que en esta selva puede ocurrirnos algo malo.
Maxnun se rió de los temores de su esposa y la hizo entrar en la selva. Kuda que les observaba desde el cielo se dijo:
- Me gustaría saber cuánto quiere Maxnun a Laili. ¿Se sentirá muy desolado si muriese? ¿Volvería a casarse? Voy a verlo.
Llamando a uno de sus ángeles le ordenó que descendiera a la selva adoptando la forma de un faquir. El ángel lo hizo así, y al llegar encima de la princesa, tiró unos polvos mágicos, y Laili cayó al suelo convertida en un montón de pavesas.
El Rajá Maxnun lloró copiosamente al ver a su amada Laili convertida en cenizas, y lanzando grandes sollozos regresó a su palacio, del cual no salió en muchos años.
Al fin, el dolor fue menguando, y de nuevo reanudó sus paseos con su amigo Husain. Los cortesanos le aconsejaron que volviera a casarse, pero el Rajá se negó.
-Mi esposa sólo será Laili -contestó firmemente.
-Pero ¿cómo puedes casarte con Laili, si está muerta? -le preguntó Husain-. Ella no puede volver a ti.
-Entonces no tendré otra esposa.
Al pronunciar el Rajá estas palabras, sonó un trueno y de un rosal próximo cayó una rosa al suelo. Una nubecilla de humo brotó de la flor, y al disiparse, apareció más bella que nunca la princesa Laili.
Maxnun se arrodilló ante ella y derramando abundantes lágrimas, le juró que nunca más dejaría de seguir su consejo.
Y cuentan las crónicas del país, que los dos soberanos reinaron más de cien años, sin que ninguno de ellos envejeciera nunca.
El día en que cumplía el siglo de su reinado, Maxnun y Laili, salieron al mirador de su palacio y en aquel momento sonó un trueno lejano y el cielo se oscureció unos segundos. Cuando volvió a hacerse la luz, los esposos habían desaparecido, y cuando los cortesanos salieron al mirador en su busca, vieron sorprendidos que de las losas de mármol habían brotado toda clase de rosas.
Y aunque jamás se regaron, aquellos rosales siguieron viviendo en el mármol y fuera verano o invierno, siempre tenían rosas.
Cuentan los palaciegos que cada vez que se cumple un nuevo centenario de la desaparición de los reyes, las rosas se agitan aunque no haga viento, y en el mirador se oye una voz femenina que dice:
-Maxnun, Maxnun.
Y una voz de hombre replica:
-Laili, Laili.

004. Anonimo (india),

La gota de miel

El maestro reunió a sus discípulos y les dijo:
-El apego nos hace sufrir, origina disputas aun entre los seres más queridos, nos hace aferrarnos y entrar en servidumbre. Es fuente de dolor y de divi­sión, de enemistad y competencia. Poned todo vues­tro empeño en estableceros en el desapego. El apego siempre es apego.
Después de la charla, uno de los discípulos co­menzó a pensar sobre el tema y a darle más y más vueltas. No terminaba de comprender que el apego siempre fuera apego ni que todos los apegos fueran iguales. Confuso, acudió ante el maestro y le dijo:
-Me cuesta creer, señor, que todos los apegos sean iguales.
-Todos tienen en común la misma actitud men­tal -repuso con firmeza el maestro.
-Pero ¿por qué?
-Cierra los ojos y saca la lengua.
Así lo hizo el discípulo. El maestro le puso en­tonces una gota de miel en la boca.
-¿Qué es? -preguntó el maestro.
-Miel -contestó el discípulo, sorprendido.
-Pues bien, nadie puede tomar una gota de miel sin que le sepa dulce. El disfrute es el disfrute, cual­quiera que sea el objeto que lo produzca, pero lo que sí es posible es cambiar la actitud ante el disfrute. Unos se apegan a la miel y otros se ejercitan para no hacerlo, pero la miel es dulce para todos.

El Maestro dice: Es el ego el que se apega y se recrea en el sentido de posesividad. Con una actitud de desa­pego y ecuanimidad, hay disfrute sin encadenamiento y sufrimiento sin mayor sufrimiento.

Fuente: Ramiro Calle

 004. Anonimo (india),

La gema prodigiosa

Iba un hombre caminando por un bosque. Esta­ba pensativo, porque desde hacía tiempo se sentía insatisfecho, atribulado y triste. No encontraba senti­do a la vida; la melancolía iba ganándole terreno.
¿Para qué vivir?, se preguntaba. Caminaba cabizbajo y de repente encontró una gema muy bella en el suelo. La cogió delicadamente entre los dedos y, al contemplarla, en su fondo, vio el amable y hermosí­simo rostro de un hada. Ella era más bella de cuanto pueda imaginarse. ¡Qué ojos inmensos y sugerentes aquéllos! Tanta hermosura sobrecogía. Ella despegó sus labios para decir:
-Soy un hada del bosque. Puedo otorgar cual­quier deseo. Pídeme lo que quieras hombre triste.
Aquellas palabras tocaron lo más profundo del corazón del hombre triste. ¡Qué prodigiosa gema aquella que era la morada de una maravillosa hada!
-Pídeme lo que desees -insistió el hada.
Era su faz tan serena y tan melodiosa su voz, que al punto el hombre atribulado supo que el hada siem­pre haría lo mejor de lo mejor. Así, repuso:
-Maravillosa hada instalada en el refulgente bri­llo de esta gema, sólo te diré: haz aquello que tú con­sideres lo mejor.
Y el hada aclaró:
-¡Oh, amigo mío, eso fue lo que tú me pediste cuando eras un animal y te convertí en el hombre que ahora eres.

El Maestro dice: Entre tantas formas de existencia, hemos hallado la de ser humanos. ¡Cuán difícil era! Tenemos que valorarnos como seres humanos y poner todos los medios para mejorarnos espiritualmente y caminar hacia la completa pureza de la mente y del corazón. No hay oportunidad como ésta: no la perdamos.

Fuente: Ramiro Calle

 004. Anonimo (india),

La fuente interna de felicidad

Ramanuja ha sido uno de los grandes filósofos y místicos de la India. Con él se relaciona la siguiente historia. En una ocasión pasaba por una feria y con­templó cómo el luchador más célebre de la localidad iba detrás de una prostituta como si fuera un perrito, ausente de todo, inerme e inconsciente. ¡Un hombre tan fuerte físicamente y emocionalmente tan débil! Tanto le fascinaba esa mujer, que ni siquiera deseaba enfrentarse a sus adversarios, y, de tal modo le obse­sionaba, que llegaba a la abyección. Ramanuja llamó aparte al luchador y le dijo:
-¿Por qué estás tan obsesionado por esa mujer? ¿Cómo es posible que pierdas así tu juicio?
-¡Oh, señor! -se lamentó el luchador, como si fuera un niño desvalido-, estoy enfermo por la belleza y el atractivo de esa mujer. Nada puedo hacer que no sea pensar en ella, seguirla y reclamar sus fa­vores. No como; no duermo; voy a enloquecer. El sabio le preguntó:
-Si algo te atrajera más que esa mujer, ¿la de­jarías?
-La dejaría en el acto -dijo el atribulado hom­bretón. Ésa sería mi salvación. Creedme, voy a vol­verme loco.
-Acompáñame -dijo Ramanuja.
El sabio y el luchador se desplazaron hasta un bosquecillo cercano.
-Siéntate, buen hombre -le sugirió el sabio-. Cierra los ojos.
Ramanuja puso su mano en la coronilla del lucha­dor y le transmitió su energía de paz.
-Entra en ti -dijo-. Permanece tranquilo. Ve más allá de los pensamientos y obsesiones. Medita en tu propio ser; conviértete en tu propio ser, sé tu propio ser.
El atormentado rostro del luchador se tomó apa­cible y arrobado. ¡Qué expresión de paz la del hom­bre forzudo! ¡Qué hermosa y sublime expresión!
Después de meditar en profundidad, conectado con su naturaleza real, el luchador salió de la medita­ción. Exclamó:
-¡Qué paz! ¡Qué dicha! He hallado la felicidad interior. Nunca volveré a ser un esclavo de nada ni de nadie. Si nací libre, por qué he de ser un siervo?
Había encontrado la fuente interna de la felici­dad. En la ausencia de sensaciones, había hallado la incomparable sensación de ser.

El Maestro dice: No hay otra felicidad que la paz interior.

Fuente: Ramiro Calle

004. Anonimo (india),

La esterilla

Al amanecer, el monarca cogió la esterilla que uti­lizaba para la meditación y se fue al bosque a recitar el mantra divino. Estaba por allí corriendo una mujer en busca de su marido: un leñador que había partido hacía horas, antes de despuntar el día y, como no regresaba, la mujer lo estaba buscando preocupada. Tan ansiosa estaba que pasó junto al rey y, sin querer, tropezó con la esterilla. El rey no pudo por menos que enfurecerse e increparla:
-¡Estúpida! ¿Por qué no pones más atención? Estaba dirigiendo mi pensamiento al Divino y, al tro­pezar con mi esterilla, me has distraído.
La buena mujer replicó:
-Disculpadme, señor. ¿Por qué os irritáis de tal manera? Además, ¿cómo si estabais rezando a Dios no estabais tan absorto en Él que os habéis dado cuenta de mi tropiezo? En cambio, yo estaba tan absorta en la búsqueda de mi marido, que no he reparado en vuestra esterilla. ¿No es Dios mucho más importante que mi marido? ¿Cómo no estabais más absorto en Él que yo en mi marido?

El Maestro dice: No basta con la práctica exterior, sino que hay que acompañarla de genuina motiva­ción, atención y disciplina.

Fuente: Ramiro Calle

 004. Anonimo (india),

La esposa celestial

Existe una famosa ciudad llamada Pataliputra, tan bella que es ornamento de la tierra. Un mercader, de nombre Dharmagupta, vivía en ella. Tuvo este hom­bre una hija, a la que puso por nombre Prabhá, quien, ya desde el momento de nacer, era una verdadera belleza. Además, mostró facultades increíbles, pues nació ha­blando y podía mantenerse de pie.
En el momento en que el padre se percató de estas maravillas, llevó a su hija a una habitación aparte, para que las comadronas no sospechasen nada, y le habló de esta manera:
-¡Oh, gran señora! Las maravillas que he contempla­do me indican que no eres un ser como el resto de no­sotros. Dime quién eres y por qué has tomado cuerpo mortal en mi casa.
-Nada te diré, padre -manifestó la niña. Sólo has de saber que mientras permanezca en tu casa, gozarás de gran prosperidad y toda suerte de felicidades. Todo ello con la condición de que no me entregues a nadie en ma­trimonio. Confórmate con esto que te he dicho, pues no necesitas saber nada más.
Dharmagupta se asustó al escuchar estas palabras y escondió a la niña en unas habitaciones interiores de la casa. Luego salió, se dirigió a las mujeres que estaban allí y anunció que la criatura había muerto.
Pasó el tiempo y Prabhá creció sin salir de aquel ho­gar, convirtiéndose en una mujer de extraordinaria her­mosura.
Un día se hallaba en el balcón de su casa, contem­plando las festividades de la primavera, cuando Chandra, el hijo de otro mercader de la ciudad, la vio, quedando prendado de su belleza.
El joven regresó a su hogar en un estado de gran agi­tación. Sus padres se preocuparon por él y al final hubo de contarles el amor súbito que sentía por aquella mu­chacha.
Guhasén, el padre de Chandra le amaba mucho y, sin demora, corrió a casa de Dharmagupta a solicitar la mano de su hija. Pero el mercader se negó a ello, ale­gando que su hija estaba loca. Guhasén no creyó esta historia y, cuando regresó a su hogar y contempló el es­tado de ansiedad de su hijo, no supo qué hacer.
"Acudiré a ver al monarca", se dijo, tras meditarlo mucho. "Le he hecho algunos favores en el pasado y no podrá negarse a esto que le pido. Él hará que Dharmagupta dé en matrimonio a la muchacha."
Marchó entonces el hombre ante el soberano, lle­vándole algunos regalos, y le puso en antecedentes de lo acaecido, pidiéndole ayuda. El soberano apreciaba mu­cho a Guhasén y mandó al jefe de su guardia que rodea­se con sus tropas la casa de Dharmagupta.
Éste fue presa del pánico y creyó que había llegado el fin sus días. Su hija le tranquilizó.
-No te angusties, padre -aconsejó la muchacha-. No permitiré que sufras por mi causa. Entrégame en ma­trimonio. Pero has de poner la condición de que mi ma­rido no debe nunca yacer conmigo. Has de dejarle esto muy claro a mi futuro suegro.
Dharmagupta aceptó el entregar su hija en matri­monio a Chandra, con la condición estipulada. Guhasén accedió a ello, pero sus intenciones eran otras.
"Cuando la muchacha sea mi nuera y esté bajo mi te­cho, ¡ya veremos lo que sucede!", pensó.
Chandra llevó a su mujer a su casa y, entonces, su pa­dre le dijo:
-Hijo, no hagas caso de lo que se ha dicho y disfruta de tu esposa. ¿Cuándo se ha visto que un marido no pue­da yacer con su mujer?
Prabhá escuchó esto y sintió mucha ira. Se volvió ha­cia su suegro y le señaló con el dedo. Al verlo, Guhasén se sintió tan aterrorizado que le faltó la respiración y cayó muerto en suelo.
Chandra pensó que su esposa era una diosa de la muerte y, en adelante, la evitó siempre. No se acercaba a ella bajo ningún concepto, aunque la muchacha seguía viviendo en la casa. Pero, por otra parte, conservar el ce­libato se le hacía muy difícil. Sintió una gran depresión y ningún placer le agradaba. Se dedicó a los ayunos y a la vida contemplativa.
Un día llegó a la casa un brahmán mendicante y se asombró al ver la hermosura de la mujer. Preguntó a Chandra quién era y el des-venturado esposo le contó toda su historia. Entonces el brahmán, que poseía po­deres adquiridos tras largos años de penitencias, se com­padeció de Chandra y le dio una fórmula mágica que ha­ría que sus deseos se cumpliesen.
El joven recitó la oración sagrada ante el fuego y el mismo dios Agni se personificó ante él, en la apariencia de un sacerdote.
-Hoy -le anunció el dios- seré tu huésped. Comeré de tu comida y pernoctaré en tu casa. Te revelaré la ver­dad sobre tu esposa y te concederé lo que deseas.
El dios hizo como había anunciado. Cenó con Chandra y, después, se acostó junto a él para descansar.
Cuando todos dormían, Prabhá salió de la casa. Inmediatamente el dios Agni despertó a su anfitrión.
-Levántate -le ordenó-. Sepamos en qué se ocupa tu mujer.
Hizo entonces el dios uso de sus poderes y ambos se trans-formaron en abejas, que volaron en seguimiento de Prabhá.
La esposa salió de la ciudad y se adentró en el bos­que. Las dos abejas la alcanzaron y vieron un hermoso árbol de grandes ramas, del que salía un dulce sonido de flauta. Chandra divisó a una mujer, que se parecía a su esposa, y que se hallaba sentada en un trono, sobre una rama. Su belleza era sólo comparable a los rayos de la luna.
Prabhá trepó al árbol y se sentó junto al trono, mien­tras Chandra se preguntaba si lo que estaba viendo era verdad o únicamente una ilusión de sus sentidos. Contempló cómo las dos mujeres comían frutas y bebían algún licor.
Entonces, Prabhá dijo a su compañera:
-Querida hermana: debo abandonarte ahora, porque un respeta-ble sacerdote ha llegado a nuestra casa. Pronto se despertará y debo ocuparme de agasajarle como se merece.
Dicho esto, bajó del árbol y se dirigió hacia la casa. Únicamente el hallarse transformados en abejas permi­tió a Agni y a Chandra llegar antes que ella.
El dios dijo al joven:
-Por lo que has presenciado, habrás deducido que tu esposa no es una simple mortal, sino alguna clase de ser divino. La mujer a quien visitó era, indudablemente, su hermana. Ahora piensa: ¿por qué querría un ser celes­tial tener relaciones con un humano?
-¿Qué debo hacer, entonces? -preguntó Chandra.
-Ten confianza. Te daré un diagrama mágico que ha­brás de dibujar sobre su puerta y asimismo te revelaré un plan que incrementará el poder mágico del dibujo.
El dios así lo hizo. Dio el diagrama a Chandra, le ex­plicó lo que tenía que hacer y desapareció.
Por la tarde, Chandra hizo el dibujo sobre la puerta de la alcoba de su esposa. A continuación se vistió sus me­jores ropas e hizo traer a una cortesana del lugar, a la que había aleccionado. Estuvo charlando con ella ani­madamente, hasta que Prabhá les oyó y salió de su ha­bitación.
-¿Quién es esta mujer? -quiso saber-. ¿Qué hace en mi casa?
-Es una amiga a la que he llamado para que me haga compañía en mis días de soledad -fue la repuesta de Chandra. Supongo que no objetarás a su presencia.
Entonces empezó a hacer efecto el diagrama mágico que el dios Agni le había entregado a Chandra y que no era sino un medio de provocar los celos de las mujeres. Prabhá sintió una sensación desconocida en ella y, casi sin pensar lo que estaba diciendo, protestó de la siguiente manera:
-Sí tengo mucho que objetar. No me parece bien su presencia aquí. ¿Qué necesidad hay de otra mujer joven y bella en la casa? Si quieres gozar de una mujer, para eso estoy yo aquí, que soy tu esposa.
Chandra aparentó no estar interesado en ella y esto aumentó aún más los celos de Prabhá. Se sintió infla­mada por el deseo y suplicó a su marido que la acepta­ra. Él fingió acceder de mala gana y ambos penetraron en la alcoba, donde consumaron finalmente su matri­monio.
A partir de este momento ambos vivieron felices y Chandra gozó de su esposa celestial, que tenía muchos poderes divinos y, afortunadamente para su esposo, al­gunas debilidades humanas.

(Del Kathâsaritasâgara de Somadeva)

Fuente: Enrique Gallud Jardiel

004. Anonimo (india),

La escultura

Se trataba de un monarca muy espiritual. Era un hombre profundamente mítico y no se encuadraba en ningún credo religioso en particular. No quería morir sin dejar, como recuerdo de su espiritualidad, una gran escultura con un mensaje metafisico. Llamó a un afamado escultor y le explicó:
-Amigo mío, quiero que hagas una escultura con un sentido espiritual, pero que no represente a una religión en particular.
Durante meses el escultor trabajó pacientemente. Hizo la escultura de un rostro de inefable hermosura. La escultura se situó en un santuario que se edificó también a tal fin. El monarca, satisfecho, inauguró el tacltuario. En días sucesivos tuvo noticias de que en el santuario se originaban enormes disputas y que había habido no sólo gritos e insultos, sino incluso heridos graves.
-¿Por qué? -preguntó atónito el monarca.
Y uno de sus ministros le explicó:
-Señor, llegan los cristianos y aseguran que la escultura repre-senta a Jesús; llegan los mahometanos y dicen que es Mahoma; llegan los hindúes y dicen que es Krishna; llegan los sikhs y dicen que es Guru Nanak; llegan los jainas y dicen que es Mahavir; lle­gan los budistas y dicen que es Gautama el Buda, y luego todos comienzan a reñir, gritarse, increparse y golpearse.
El monarca se sintió apesadumbrado.
-¡Que destruyan la escultura! -ordenó. No son capaces de ver lo que está más allá de la escultura, porque no son capaces de ver más allá de sus cejas.

El Maestro dice: Por cualquier lado que accedas al agua del estanque, el agua es la misma. El apego a ideologías y dogmas ha originado ríos de sangre en este planeta.

Fuente: Ramiro Calle

004. Anonimo (india),