Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 26 de agosto de 2012

Lázaro versus lázaro

El sol de la media tarde prolongaba las sombras, haciéndolas puntiagudas e irreales. Del grupo se adelantó un hombre hasta la boca sellada del sepulcro.
Su voz, enérgica y sublime, atronó en la profundidad de la fosa.
-¡Lázaro, sal fuera!
El cadáver se estremeció ligeramente. La piel yerta del rostro se agrietó como un cuenco de cerámica. Los gusanos enquistados en los globos oculares removieron perezosamente sus anillos. Las moscas abandonaron momentáneamente su labor de succión en las fosas nasales.
El estremecimiento puso en tensión la columna vertebral del muerto, espantando las ratas que se abrían paso hacia sus vísceras. De la boca entreabierta escapó una escalopendra gruesa como un sapo. La lengua del difunto -negra y descarnada- se humedeció súbitamente. Su extremo puntiagudo asomó al exterior, mientras el primer aliento del resucitado elevaba penosamente la costra de las costillas -una plasta del tono de los excrementos resecos al sol.
-¡Lázaro, levántate y anda!
Animados por una agitación enfermiza, los músculos del cadáver tensaron la tela del sudario, que se rasgó en mil pedazos. La sangre bombeó el corazón de un golpe seco y las venas licuaron el riego podrido, arrojando al cerebro unas señales intermitentes, dolorosas, suficientes sin embargo para que Lázaro comprendiera...
Movió una mano, que, tras un esfuerzo desproporcionado al fin perseguido, llevó hasta los labios, apartando de ellos la seda venenosa de un escorpión hembra, en plena tarea de desove. Movió luego la otra, que arrastró hasta el bulto de su vientre, cuyo volumen encontró exagerada-mente amplio, inflado como una vejiga de puerco. El giro de la cabeza hizo que rechinaran las vértebras cervicales astilladas como cuchillos.
El aguamarina del cristalino se aclaró levemente, descubriendo en la entrada al cenotafio un punto de luz. El fuego de esta breve intensidad puso en hervor el cebo apelmazado de las mucosas.
Tenía la impresión de haber crecido irregularmente, en tanto no estaba muy seguro de ser él quien así sentía. La imagen súbita de su recuerdo postrero en el lecho de muerte erizó sus cabellos, abundantes y enmarañados. Un vómito de alimentos putrefactos y retenidos en el estómago durante aquellos días muerto, pugnaba por abrirse camino en el estómago aplastado.
La picadura atroz del ano le hizo olvidar de momento de otras sensaciones. Hurgó entre las piernas y asió el látigo viscoso de una cría de serpiente, cuya cabeza tenía en aquella oquedad un refugio seguro, además de una fuente de alimentación constante. El roce casi involuntario de sus partes genitales recordó de improviso a Lázaro su condición, su estado, sus afanes e inquietudes humanas... devolviéndolo a la consciencia de lo ocurrido con una virulencia insoportable.
Reanimados por el dolor de la memoria, los lacrimales de sus ojos liberaron unas gotas ácidas de orín, que sirvieron para arrastrar el polvo cadavérico adherido a sus mejillas.
-¡Lázaro, te lo ordeno, sal fuera!
Haciendo un esfuerzo ímprobo, Lázaro logró arquear la espalda, girar sobre su postura yacente e hincar las rodillas en el suelo.
Un enjambre de cucarachas abandonó los huecos en descompo-sición de sus sobacos. La mirada turbia del resucitado se posó con asco indecible en la alfombra de lombrices sobre la que había descansado. Surgida al amparo umbroso de las heces que su intestino dejara escapar, una comunidad de orugas había practicado una complicada ruta de aprovisionamiento, que iba desde su ombligo hasta una galería subterránea cuya entrada estaba a su costado izquierdo.
El techo de la tumba, por otra parte, filtraba un leve río de agua putrefacta, que había estado derramándose gota a gota sobre su garganta. Las manos de Lázaro encontraron una espesa bufanda de musgo alrededor del cuello, cuyo hedor y podredumbre habían hecho nacer en la piel unos diminutos hongos y setas pastosas.
Pasados los primeros instantes de incredulidad y espanto, Lázaro -puesto a cuatro patas en el interior maloliente de la fosa- se movió en dirección a la voz que le reclamaba, tratando de agilizar las articulaciones de los huesos y ello con la incomodidad del vientre hinchado, que arrastraba por el suelo en el penoso vaivén del cuerpo.
Todo su cuerpo iba recobrando la elasticidad perdida, menos los ojos, nublados por la carcoma feroz de los gusanos instalados en las órbitas.
-¡Lázaro, Lázaro, levántate y anda!
-¡Vamos, sal fuera!
Hasta sus oídos medio petrificados llegaban, amplificadas, las voces familiares de sus amigos y parientes. Pero él se sentía muy lejos, perdido en la nebulosa del cieno.
Abrió la boca para contestar a los requerimientos de que era objeto, y la sensación de haberse tragado la lengua le hizo dudar de poder responder a quienes le reclamaban de nuevo a la vida.
Medio ciego, podrido en parte, espantado de sí mismo por el recuerdo de su propia muerte, y asqueado por la repulsiva presencia física que debería mostrar, Lázaro luchaba entre abandonarse definitivamente en su tumba y suplicar a su bienhechor que recon-siderara la necesidad de aquel milagro, toda vez que su existencia pertenecía más al reino de los muertos que al mundo de los mortales.
Oyó, sin embargo, la orden, tajante e irrevocable, y no supo negarse a obedecer a quien de tal modo interrumpía la corrupción de sus restos.
El grito de horror que saludó su presencia estuvo a punto de devolverlo al oscuro pudridero. Advirtió que sus parientes y amigos se alejaban, y buscó a tientas al responsable de su resurrección.
-¿Eres tú, el que dice que me ama?
La carroña de sus brazos se había enroscado al cuello del autor del milagro, que miraba aún a lo alto, extraviado en la impenetrable y silenciosa distancia del más allá. Sin embargo, él puso los labios en la piel putrefacta de las mejillas de Lázaro, enjugó con su saliva los ojos mustios del resucitado y acarició las manos avinagradas del amigo.
Lázaro recobró la luz y lo primero que vio fue a Jonasán el leproso, que huía de su presencia sin volver el rostro...
Solo ante la puerta allanada de la tumba que le sirviera de morada en aquel tiempo, dejó vagar la mirada por el páramo del cementerio. Sus parientes y amigos corrían como endemoniados, tal vez con objeto de dar a conocer la buena nueva de su resurrección.
La soledad que le rodeaba estaba sin embargo preñada de indelebles presagios,  invisibles repugnancias que ninguna tregua sería capaz de sub-sanar.
Había pasado el tiempo. Su esposa, sumisa en principio, vivía aterrorizada ante el simple gesto de su contacto. Vencida por el miedo, consentía el hediondo calor de su cuerpo, incapaz de excitarse como antes. Sus relaciones eran las del verdugo y su víctima.
Una madrugada sintió Lázaro que su esposa se escurría del lecho, y nunca más volvió a saber de ella.
Sus hijos, obedientes y respetuosos, no pudieron sin embargo superar el asco de su presencia en la mesa, bajo el mismo techo. El primogénito se hundió la punta del arado en el vientre, y el segundo se ahorcó una noche en la viga maestra de la casa.
Solamente Sarah -prima hermana de Lázaro que hacía las veces de sirvienta- pareció asimilar la cruel tragedia del resucitado y a él entregó su vida.
Sordomuda y taciturna, Sarah hizo de la tarea de sanar a Lázaro un mandamiento. A partir de entonces nadie volvió a ver al resucitado, que bajo la estrecha vigilancia de su prima -experta conocedora de hierbas y pócimas medicinales- se recuperaba poco a poco de tan horripilante experiencia sufrida.
Algunas partes de aquel cuerpo medio podrido, sin embargo, no recobraron la vida, y todo el afán de Sarah se concentraba en evitar que la corrupción se extendiera.
Pero esto era inevitable.
En ocasiones, Lázaro padecía súbitos letargos, llegando al borde mismo de la muerte; un extraño sortilegio impedía sin embargo que este fin se consumara, como si no le estuviera permitido atravesar la frontera letal por completo. En tan dramática situación vivió Lázaro casi un año.
Cuantas veces se sucedían los trances agónicos, otras tantas se manifestaba la imposibilidad de que la muerte se adueñara definitivamente de aquel espectro infrahumano. Lázaro, desfigurado y débil como un feto, era ya incapaz de recobrar lo que en cada ocasión perdía en forma más espantosa.
Una noche, los ojos hundidos y secos del resucitado miraron de tal modo a su prima, que ella, asustada, salió huyendo de la casa.
Quienes vieron sus pies destrozados y contemplaron su veloz carrera por muchas aldeas, dijeron haber presenciado el paso de un demonio enloquecido. Y quienes tuvieron oportunidad de observar cómo se arrojó, sollozando, a las plantas de aquel que hiciera el milagro de la resurrección de Lázaro, dijeron luego haber visto la imagen del miedo y la desesperación.
-Ve, porque todo se ha consumado.
Oyó y comprendió Sarah la sordomuda las palabras de quién podía hacerse entender de ella, y emprendió el camino de vuelta, imaginando que así terminaba el sufrimiento de su primo.
La sombra pálida de la muerte se echaba mansamente sobre el cuerpo tránsido de Lázaro. Conocida su frialdad amarga, absorbió complacido la hiel de su presencia, y bebió hasta saciarse la herrumbre letal que destilaba su savia.
La corrupción seguía ahora su curso normal, más apresuradamente tal vez, y el hedor de la carne putrefacta lanzaba al aire efluvios con recobrada violencia. El sopor cadavérico ahogaba su respiración, en tanto las manos se petrificaban sobre el vientre, de nuevo abombado de amoníaco en des-composición.
Un temblor irregular puso en agitación todos sus huesos, que se descoyun-taron blandamente, sin fijación alguna.
Presintiendo que la muerte era finalmente irreversible, Lázaro se alzó mediante un esfuerzo supremo, encaminando sus pasos trémulos hacia el páramo del cementerio, hasta la boca oscura del sepulcro familiar meses atrás abandonado.
Nadie sabe cómo lo consiguió, pero Lázaro llegó al hueco mortal de su sepulcro, y en la misma hoya la llegada parsimoniosa de la segunda muerte.
  Aún tuvo tiempo, sin embargo, de sentir cómo un cuerpo extraño se ceñía a su cadáver, un sudario de carne y hueso. Su prima, Sarah, la sordomuda, quería impedir a toda costa que volviera a repetirse el desgraciado milagro.

A partir de entonces nadie podía resistir la tentación de llamar a Lázaro en la puerta de su tumba. Y como si el maldito sortilegio todavía perdurara en sus efectos, el cadáver se estremecía ligeramente, así como removían perezosamente sus anillos los gusanos enquistados en los globos oculares del muerto.

999. Anonimo

Las zapatillas rosas

Morgana era la más linda muchacha del lugar. Todos los jóvenes de la pequeña ciudad querían casarse con ella, pero Morgana no atendía a sus requerimientos, pues lo único que le interesaba era bailar.
Con su traje de tul, bailaba siempre, hasta que la rendía el cansancio. Era feliz aunque siempre deseaba unas bellas zapatillas de baile.
Vivía en la ciudad un zapatero, que era brujo y Morgana le pidió que le hiciese unas zapatillas a su medida, que fuesen de seda rosa.
-¿Tendrás dinero para pagármelas? -preguntó el zapatero.
-¡Oh, sí, sí! -respondió ella. No te preocupes.
-Por tu belleza te las voy a regalar -dijo el brujo, que en el fondo estaba furioso porque la amaba y ella ni se dignaba mirarle.
Y sucedió que, en cuanto se calzó las lindas zapatillas rosas, Morgana empezó a bailar como un ángel sobre las puntas de los pies y estuvo bailando horas y horas y, cuando quiso descansar, las zapatillas seguían la danza.
Siempre bailando, recorría aldeas y caminos sin parar nunca. La pobre Morgana sólo deseaba dormir, pero las zapatillas mágicas no le concedían tregua.
Danzando siempre, regresó a su pequeña ciudad. Al llegar a la plaza, cayó redonda al suelo y lanzó su último suspiro.
El mago recogió las zapatillas y las besó.

999. Anonimo

Las tres rejas

El joven discípulo de un filósofo sabio llega a casa y le dice:
-Maestro, un amigo estuvo hablando de ti con malevolencia...
-¡Espera! -lo interrumpe el filósofo. ¿Hiciste pasar por las tres rejas lo que vas a contarme?
-¿Las tres rejas? -preguntó su discípulo.
-Sí. La primera es la verdad. ¿Estás seguro de lo que quieres decirme es absolutamente cierto?
-No. Lo oí comentar a unos vecinos.
-Al menos lo habrás hecho pasar por la segunda reja, que es la bondad. Eso que deseas decirme, ¿es bueno para alguien?
-No, en realidad no. Al contrario...
-¡Ah, vaya! La última reja es la necesidad. ¿Es necesario hacerme saber eso que tanto te inquieta?
-A decir verdad, no.
-Entonces... -dijo el sabio sonriendo, si no es verdad, ni bueno ni necesario, sepultémoslo en el olvido.

999. Anonimo

Las tres plumas

El monarca de un lejano reino tenía tres hijos muy diferentes entre sí. Mientras que los dos mayores eran listos e ingeniosos, el pequeño casi siempre permanecía callado y sólo hablaba lo justamente necesario. Todos le llamaban Simple.
Al rey, que era anciano, le preocupaba el nombramiento de su heredero. Tenía que ser el mejor de los tres. Para evitar discusiones entre sus hijos pensó tomar tres plumas de faisán y arrojarlas al aire, para que cada uno de sus tres hijos siguiera la dirección de la pluma que eligiese y el que regresase con el tapiz más hermoso, sería el heredero.
Una de las plumas marcó el Este, otra el Oeste y la tercera cayó en un punto poco preciso. Los hermanos mayores eligieron las dos primeras y Simple se conformó con la tercera.
Los primeros partieron entusiasmados hacia sus respectivos rumbos. Simple, por su parte, observó que su pluma había ido a caer sobre una especie de trampilla. La levantó y ante sus ojos aparecieron unos escalones de piedra.
-¡Esto promete ser interesante! -se dijo.

999. Anonimo

Las tres hilanderas .999

La Reina dijo que casaría a su único hijo con la muchacha más trabajadora del Reino, y el molinero llevó a su hija a Palacio.
La Reina la llevó a un cuarto lleno de hilo y le pidió que lo hilase en la noche. La niña se echó a llorar:
‑¡Mi padre me ha metido en un buen lío! ‑gemía.
Entonces aparecieron ante ella tres mujeres muy feas.
‑Te ayudaremos ‑dijeron, si nos prometes invitarnos a tu boda y no avergonzarte de nosotras.
La joven lo prometió, ellas hilaron todo el lino, la Reina se puso muy contenta y casó con su hijo a la hija del molinero. la muchacha invitó a las hilanderas a la boda y las puso a su lado, tal y como había prometido.
El Príncipe, que estaba encantado con la belleza de su esposa, las vio y les preguntó:
‑¿Por qué tienes el labio tan grueso? ‑dijo a la primera.
‑De mojar el hilo para hilar ‑dijo ella.
‑Y tú ‑preguntó a la segunda‑, ¿por qué tienes el pie tan grande?
‑De darle al pedal al hilar ‑dijo la segunda.
‑Y tú ‑quiso saber, ¿por qué tienes ese dedo tan gordo?
‑De torcer el hilo para hilar ‑dijo la tercera mujer.
Entonces el Príncipe le dijo a su madre la Reina:
‑¡No quiero que mi mujer vuelva a hilar en toda su vida!
¡Y la hija del molinero nunca más tuvo que hilar!


999. Anonimo

Las tres hijas

Cuentos de nunca acabar

Este era un rey que tenía tres hijas,
las metió en tres botijas 
y las tapó con pez. 
¿Quieres que te lo cuente otra vez?

999. Anonimo

Las tres bolsas de oro

Un hombre rico que se vio ya viejo, no sabía como repartir su fortuna, así que llamó a sus hijos, les dio una bolsa de oro a cada uno y luego les mandó marchar:
‑Id por el mundo un año y luego volved, para ver qué habéis hecho cada uno con vuestra bolsa de oro ‑les dijo.
El mayor se fue a una ciudad y se hizo abogado. El siguiente se hizo comerciante, y rápidamente multiplicó el dinero que tenía por tres. En cuanto al pequeño, repartió su oro entre los pobres y se puso a trabajar y vivió pobre y dignamente durante todo el año. Cuando el plazo acabó, los tres hijos volvieron a la casa de su padre y le contaron lo que habían hecho.
‑Está muy bien ‑replicó el padre satisfecho, me habéis dado una idea muy buena para repartir entre vosotros mi fortuna.
La dividiré en dos grandes partes.
La primera parte os la repartiréis a medias los dos mayores, pues sois unos hombres de mundo y sabréis multiplicar vuestro dinero. Pero la otra mitad se la daré íntegra a mi hijo pequeño, pues dará limosnas en mi nombre y va a necesitar más que vosotros.
‑¡Eso no es justo! ‑protestaron los dos hijos mayores. El ha desperdiciado su bolsa de oro, mientras que nosotros la hemos aprovechado muy bien. ¿Y nos das menos dinero que a él?
‑Vosotros trabajáis para este mundo –respondió el anciano­, y él trabaja para la eternidad. Esa es la diferencia y por eso mereces más.
Y lo hizo como lo había pensado.

999. Anonimo

Las mil formas del hada

En el bosque situado junto a una aldea, bosque encantador, vivía hace muchos años un hada buena.
Unas veces aparecía bajo la forma de una mariposa multicolor, otras era un pajarillo de alegres trinos... Q bien se convertía en brisa que mecía las flores.
Pero, una vez al año, el Hada Buena tenía que tomar la forma de una culebra. La Voluntad a la cual tenía que obedecer, le había dicho:
-Tienes que conocer todas las formas para que puedas hacer el bien a todos los seres.
Y así, encontramos al Hada en forma de culebra y arrastrándose entre la hierba húmeda. Era de tal guisa que conocía el dolor, pues los muchachos la apedreaban, los hombres trataban de matarla a palos y las mujeres la maldecían.

999. Anonimo

Las luciernagas salvadoras


En un valle encerrado entre montañas, se había celebrado una enconada batalla entre dos ejércitos. Los que estaban peor armados, sufrieron una derrota total.
Con las primeras sombras de la noche, un soldado del bando perdedor, que había permanecido oculto tras una roca, se dispuso a huir. Con el nuevo día sería descubierto por sus enemigos y ello significaría su muerte.
Hambriento, maltrecho, siguió montaña arriba dispuesto a llegar al otro lado. Pero la noche era tan negra, sin luna ni estrellas, que caía a cada paso y resbalaba con peligro de estrellarse.
El soldado, en muda oración, pidió la ayuda del cielo. Y entonces, como por arte de encantamiento, aparecieron cientos, miles de luciérnagas, los farolitos de la noche, marchando ante él y abriéndole un camino seguro.
De este modo, el soldado pudo llegar a territorio amigo y salvarse. ¡Cuánta fue su gratitud, en adelante, para aquellos humildes animalitos!

999. Anonimo

Las lágrimas de nabiza

Nabiza era una Princesa, tan linda, que su madrastra la encerró en una torre muy alta, para que nadie la viera.
La niña creció y un día acertó a pasar por allí un Príncipe que iba cazando, y la oyó cantar. Rápidamente se hicieron amigos; Nabiza desde su ventana y él desde abajo, aprovechaban la soledad para hablar, y no tardaron en enamorarse.
‑Quiero que vengas conmigo a mi Reino ‑le dijo un día el Príncipe. Te casarás conmigo y seremos felices. Nabiza le dijo que no podía bajar, y aquella noche lloró con mucha pena y desconsuelo. Pero, ¡qué maravilla!, con las lágrimas le crecieron tanto las trenzas, que al día siguiente le llegaban hasta el pie de la torre, y el joven pudo subir por ellas a rescatarla.
Cuando estaba ya él abriendo la puerta, llegó la madrastra:
‑¡No te irás! ‑chilló a Nabiza­.
¡Os maldeciré!
Pero el Príncipe, antes de que le diera tiempo a encantarles, pues era bruja, la tiró por las escaleras y la mató.
Así salió Nabiza de su torre y fue feliz, gracias a sus lágrimas!

999. Anonimo

Las hogueras de san juan


En la aldea de Montealto todos los vecinos celebraban con gran solemnidad las fiestas de San Juan. Una niñita que vivía en un pueblo lejano salió para ir a casa de sus abuelos a disfrutar de la gran fiesta. Y sucedió que la víspera por la tarde, estando la pequeña de camino, la oscuridad cayó sobre el valle y a causa del fragor de la tormenta que se avecinaba, la niña, asustada, se extravió.
Con el primer trueno, perdió la serenidad y empezó a llorar. Se hizo de noche y el pánico la dominó.
Estuvo lloviendo durante media hora y la niña se refugió entre unas rocas. Cuando pasó la tormenta no había luna ni estrellas, la niña no sabía donde estaba y tuvo un miedo espantoso. ¿Cuál sería el camino de Montealto?
Y de pronto, maravillada, descubrió unas hogueras a lo lejos y se encaminó a ellas. Se apagaban siempre al acercarse, pero luego surgían otras, indicándole la dirección.
Al llegar a la aldea, sus asombrados abuelos le preguntaron cómo había encontrado el camino.
-No lo encontré, me lo enseñaron las hogueras de San Juan...
-Nadie ha ido a encender hogueras fuera de la aldea -dijo el abuelo.
-Alguien sí -dijo la niña. Y sonrió mirando hacia lo alto y creyendo ver la capa del bondadoso y joven santo.

999. Anonimo

Las hechiceras fastidiosas


En la abrupta montaña a cuyo pie se extendía la aldea de Tihar, vivían unas fastidiosas hechiceras que no pensaban sino en molestar a sus pacíficos vecinos.
Por suerte, estaban demasiado viejas y decrépitas y no podían fastidiar más que en cosas pequeñas. Así, al llegar la noche, ponían sus perolas sobre el fuego de las hogueras y vertían en ellos sus pócimas putrefactas y hierbas y polvos malolientes. Luego, con todo ello, montadas en sus escobas, se iban a rociar las casas de los vecinos, en las cuales el nauseabundo olor producía a todos ascos y vómitos. Y no había modo de contrarrestar el poder de las hechiceras.
Los pájaros de la comarca, cuando se enteraron, se pusieron furiosos y fueron a la casa de su amiguita Sabina, la que todos los días diseminaba migas de pan y grano en su corral para que les sirviera de alimento, y comprobaron que no escapaba del baño maloliente.
Y como eran muchos, se les ocurrió la artimaña de recolectar flores y hierbas de buen olor, colonia y agujas de pino, y arrojarlos en montón sobre las perolas de las hechiceras.
Así, una noche, la rociada de las malvadas arrancó para siempre el olor fétido de las pobres casitas hasta el punto de que la primavera parecía haber llegado.
Furiosas y echando chispas por los ojos, las hechiceras montaron en sus escobas y se fueron en busca de otros lugares donde no tuvieran enemigos.

999. Anonimo

Las extrañas preguntas del rey


Hace muchísimos años vivió un rey portugués que tenía tres consejeros que presumían ser más inteligentes y sagaces que nadie. El monarca esperaba la ocasión de herir su vanidad y un día que paseaban por los alrededores de Lisboa encontraron a un campesino ocupado en arar sus tierras. El rey, dirigiéndose a él, le dijo:
-Hay mucha nieve en la montaña, ¿eh, buen hombre?
-Ya es tiempo, Majestad -contestó el labriego.
Sonrió el soberano y siguió con el interrogatorio:
-¿Cuántas veces has quemado tu casa?
-Dos veces, Majestad -respondió el campesino.
-¿Cuántas has de incendiarla aún? -inquirió el rey.
-Tres, señor.
-¿Puedo enviarte tres patos para que los desplumes?
-Desde luego, si es deseo de Vuestra Majestad.
Prosiguieron su camino y, al cabo de un rato, se volvió el monarca hacia sus consejeros.
-Ya habéis escuchado mi diálogo con el campesino. Puesto que os consideráis tan listos, exijo que descifréis el significado de las preguntas que yo hice al labriego, así como el de sus respuestas. Si no acertáis, os consideraré indignos de vuestros cargos. Tenéis tres días de plazo.

999. Anonimo

Las dos hijas de la bruja


Una mujer que era un poco bruja, tenía una hija y una hijastra. Su hija era fea y malvada, y su hijastra era buena como un trozo de pan. Por eso todo el mundo quería más a la hijastra y la mujer la trataba muy mal, celosa de ella.
Un día la envió a coger fresas, a pesar de que era enero y había nevado mucho. La joven salió con su cesta al bosque, con un solo pedazo de pan duro para comer.
Se perdió y fue a dar con una casita en la que la abrieron tres enanos, y cuando ella entró para descansar, le dijeron:
‑¡Danos un trozo de tu pan!
Inmediatamente, la niña hizo cuatro partes y todos comieron. Cuando se fue, los enanos decidieron premiarla:
‑¡Que sea la mujer más bella del mundo! ‑dijeron, y así fue.
Llegó a casa y su madrastra al notar el cambio le preguntó lo que había pasado. Al día siguiente envió a su hija, para que los enanos la hicieran también muy bella.
Sin embargo, cuando la hija de la bruja llegó a la casa de los enanos con su pastel y su cesta, ellos la pidieron que compartiese su merienda y la muchacha protestó airadamente:
‑¿A cambio de qué? ¡Nada, no os doy nada si no me premiais!
¿Qué pasó? ¡Pues que los enanos la castigaron a ser la más fea de¡ mundo!
¡Así que su hermanastra se casó con un Príncipe y a ella no hubo un loco que la quisiera, ni para descalzarle!

999. Anonimo

Las cosas, cambian…


Esta es la historia de dos muchachos, vecinos ambos de la misma aldea. El uno, muy rico por sus padres. El otro, de familia pobre.
Los dos marcharon a la ciudad. El primero, con la gran fortuna que heredó; el segundo, con su hatillo al hombro y nada más.
Pasaron los años. El rico regresó a la aldea enfermo, en la miseria, después de llevar una vida disipada y haber dilapidado todos sus bienes.
Y también regresó el pobre. Con mucho esfuerzo, estudiando de día y trabajando de noche, se había hecho médico. Su bondad y su talento le hicieron célebre en la ciudad.
Pero en la aldea, el médico trató al enfermo con una bondad que el rico nunca había practicado pues era egoísta; y cuando salvó su vida comprendió que el tesoro de su amigo consistió en haberse entregado al prójimo.

999. Anonimo

Las cosas no son lo que parecen


Era un día de verano y dos amigos salieron a pasar el día en el campo. Bertoldo, que era el mayor, dijo a Franz:
-Mira ese torrente. Si sus aguas no fueran tan turbulentas, de buena gana me daría un baño.
-Esas aguas rugen con más ruido que peligro -le respondió el otro.
Y, aunque con cuidado de no ser arrastrado, Bertoldo entró en ellas y Franz le siguió.
A través del torrente, ambos llegaron a un río ancho, quieto, sereno.
-Buen lugar para nadar sin peligro -dijo Bertoldo, avanzando hacia el río.
-¡Ten cuidado! -le gritó Franz.
Y Bertoldo se sintió arrastrado hacia un remolino profundo.
Gracias a los esfuerzos de su prudente amigo, que le ayudó arrojándole una cuerda, pudo salvar la vida y la experiencia le sirvió de lección.
-Las cosas no son como parecen -solía decir. El turbulento torrente era inofensivo, pero el plácido río tenía mucho peligro.

999. Anonimo

Las burbujas de colores del año nuevo


Los niños de Skian, alborotados y fe­lices al salir de la escuela, corrían a la cabaña de la vieja Madia. Entraban co­mo un rebaño de saltarinas cabritas y la rodeaban para que, una vez más, ella les contase sus maravillosos y fantás­ticos cuentos.
Un día de invierno, cuando el viento doblaba los abetos y la nieve cegaba los ojos, la vieja Madia dijo a los niños:
-Dentro de poco me habré ido pa­ra siempre.
-¿Y no oiremos tus historias? -pre­guntó Gretchen, la niñita del herrero.
Como ella afirmase, los pequeños gritaron:
-¡No, Madia, no! ¡Queremos escu­char siempre tus cuentos!
Ella sonrió y, acariciando las cabeci­tas de los más pequeños, dijo:
-Cuando ya no esté aquí, eso me será imposible. Sin embargo... el primer día de cada año tendréis noticias mías...
Su rostro arrugado se hizo miste­rioso.
El día de Navidad la vieja Madia se fue para siempre. Los niños, tristes e intrigados, esperaban el Año Nuevo con curiosidad.
Enero estrenó su primer día y los pe­queñuelos de Skian, a la salida de la iglesia, pisando la nieve helada, se sen­tían defraudados. Madia no había cum­plido su palabra. Ya se disponían a re­tirarse a sus casas, ateridos por la in­clemencia del tiempo, cuando de pron­to, en la explanada blanca cercada por las colinas, empezaron a caer burbujas de colores que saltaban despidiendo luces irisadas. Eran como globos que se hinchasen cada vez más antes de deshacerse. Y todos comprendieron que aque­lla fiesta para los ojos era el regalo pro­metido por la vieja Madia.
Han pasado muchos años y los niños de Sikian, el primer día de cada año, con­templan la sorprendente maravilla y re­cuerdan con cálido agradecimiento a la vieja Madia.

999. Anonimo

Las bromas del pastor


En un pueblo había un pastor muy bromista. Como se aburría cuidando los rebaños, decidió divertirse a costa de los vecinos del pueblo. Dejó el rebaño en el aprisco y entró en el pueblo gritando a voz en cuello:
‑¡Que viene el lobo, que viene el lobo!
Todo el mundo cogió palos y horcas para hacer frente a la alimaña, pero cuando llegaron junto al rebaño, el pastor se rió de ellos; habían creído sus palabras.
Pasó el tiempo y otro día hizo lo mismo. La gente volvió a salir de sus casas a toda prisa para matar al lobo, y se encontraron con que era mentira; allí no había lobo alguno.
Pero un día, el pastor vio llegar a una manada de lobos hacia su rebaño; fue corriendo al pueblo para pedir ayuda:
‑¡Que viene el lobo, amigos; socorredme!
Pero en el pueblo todo el mundo dijo:
‑Será otra broma del pastor.
Y nadie salió de su casa. Así que los lobos se comieron la mitad de su rebaño, y le estuvo bien empleado por bromista.

999. Anonimo

Las botas de siete leguas


Y sucedió que los hermanos de Pulgarcito, una vez bien cenados y como estaban rendidos, se durmieron. Pero el listo Pulgarcito velaba y oyó llegar al ogro, le vio comer por cien y luego olisquear en torno con recelo.
-Huelo a niño. ¡Seguro que has traído críos a esta casa! ¿No te he dicho que no tiene que entrar nadie? Hay cosas que los demás no pueden ver ni tocar, como son mi cofre de oro y mis botas de siete leguas...
La mujer se hizo la tonta y, el ogro se acostó y empezó a roncar ruidosamente. Entonces Pulgarcito, con todo cuidado, se apoderó de las botas que había dejado junto a la cama y, pensando en la extrema pobreza de sus padres, recorrió la casa y encontró un cofre lleno de monedas de oro, que guardó en sus bolsillos.
Luego despertó a sus hermanitos. Metió a los tres mayores en una de las botas, se introdujo él con los tres restantes en la otra y salieron a gran velocidad.
El ogro, que se despertó sobresaltado, empezó a vociferar y quiso perseguirles. Todo inútil, pues las botas de siete leguas ya estaban lejos.
-¡A casa! -ordenó Pulgarcito a las botas.

999. Anonimo

Las aguas medicinales


Erase una niña tan caprichosa, que sus padres y hermanos no sabían qué hacer con ella. Se rebelaba hasta en los más pequeños detalles y sin el menor motivo.
Quería cuanto tenían sus hermanos; pero, si se lo daban, lo rechazaba, pues sólo deseaba lo que no tenía.
Un día, de acuerdo con el médico de la familia, que era un buen amigo, decidieron llevarla a tomar unas aguas medicinales que servían para calmar los temperamentos irascibles y los padres, aunque un poco temerosos del arriesgado tratamiento, se dijeron:
-A grandes males grandes remedios.
Y la llevaron a un pueblecito lejano donde existía una charca que tenía un agua cristalina, pero mágica para el mal de la pequeña. Sabía a mostaza y era picante; a los padres les dio pena obligarla a que se zambullese en la charca pero lo hicieron y cuando la niña salió del agua sintió un terrible calor en toda la piel.
Al día siguiente quisieron obligarla a tomar un segundo baño, mas la chiquilla, había comprendido la lección y prometió solemnemente contar hasta cien antes de entregarse a sus rabietas, y prefirió olvidarse de sus ridículos caprichos antes de someterse al torturante baño de la charca encantada.

999. Anonimo

La zorra y las uvas


Había una alta parra con hermosos racimos de uvas, doraditas por el sol y el viento. Estaba la zorra mirándolas desde abajo, muerta de hambre, cuando llegó un cuervo y le preguntó:
‑¿Es que no quieres uvas, amiga zorra?
A la zorra le dio vergüenza reconocer que no llegaba a las uvas y que no sabía cómo tomarlas, y dijo:
‑No, no las quiero porque están verdes. El cuervo se posó en una rama, cerca de¡ racimo más gordo, y comenzó a comerlo. Se echó a reír y dijo:
‑¡Consuélate como quieras, zorrita, y piensa que están verdes! ¡Pero yo diría que están en su punto! No siempre ibas a salir ganando tú...
Y la zorra se fue de allí, con el rabo entre las piernas y más hambre que antes.

999. Anonimo

La zorra y el gatito


Una zorra hambrienta rondaba, cierta noche de luna, una casa de campo, y en una de sus idas y venidas se encontró con un gatito al que dijo:
-Verdaderamente no eres un gran banquete para quien, como yo, se está muriendo de hambre. Pero en estos días de apuro, vale más algo que nada.
-¡Oh, no me comas! -exclamó el gatito. Yo sé donde el amo guarda sus quesos. Ven conmigo y verás.
El gatito acompañó a la zorra al patio de la casa, donde había un pozo y, ató a la cuerda de la garrucha, un cubo.
-Mira hacia el fondo del pozo y verás los quesos -dijo el gatito.
La zorra se asomó al brocal y vio, en el fondo del pozo, la luna que reflejaba el agua.
-¿Puedes subir uno de esos quesos? -preguntó la zorra.
-No; son demasiado pesados -dijo el gatito. Debes bajar tú.
El gatito indicó a la zorra cómo debía bajar al pozo, así ésta se introdujo en el cubo, que estaba allí, pero su peso hizo que el cubo se deslizase muy rápidamente y la zorra cayó al agua y se ahogó.

999. Anonimo

La virtud es hija de la voluntad


Erase un rey famoso por su bondad.
Estando un día de caza, vino a echarse un conejo en sus brazos y el rey acarició al animalito, diciendo:
-Puesto que has venido a ponerte bajo mi protección, no permitiré que nadie te haga daño.
Se llevó al conejo a palacio y lo instaló en una pequeña casita con abundantes alimentos.
Por la noche, hallándose el soberano en su habitación, se le apareció una hermosa dama vestida de blanco y coronada de rosas blancas.
-Soy el Hada Blanca -dijo. Pasaba por el bosque cuando tú te entretenías en la caza y quise saber si eres tan bondadoso como dicen. Tú me acogiste y sé que la fama no miente. Vengo a ofrecerte mi amistad y a otorgarte lo que quieras pedirme.
-Gracias, hermosa señora -dijo el rey: Sólo tengo un hijo al que quiero mucho. Haz que sea bueno.
-Eso es lo único que no puedo concederte -contestó el Hada Blanca. Podría hacerle fuerte, poderoso, rico. Aunque sí puedo reprenderlo y aun castigarlo, pero la virtud es hija de la propia voluntad.
El rey se sintió satisfecho con tal respuesta y dos años después murió.

999. Anonimo

La verdadera justicia


Al día siguiente acudieron todos los citados. Se dirigió el juez al patán y al sabio y dijo a éste:
-Llévate a tu mujer y al patán que le den cincuenta azotes.
Llamó luego al carnicero y le dijo:
-El dinero es tuyo. En cuanto al aceitero, que le den cincuenta azotes.
Les llegó el turno al emir y al mendigo.
-¿Reconocerías tu caballo entre veinte? -preguntó a uno y otro.
Como ambos afirmasen, entró en la cuadra el emir y reconoció a su caballo entre otros muchos. Hizo entrar después al mendigo, que señaló a otro parecido, pero que no era el mismo.
-El caballo es tuyo -dijo al emir. En cuanto al mendigo, que le den cincuenta azotes.
Más tarde, el emir, sin su disfraz de mercader, se presentó ante el juez y se identificó como el emir Baukas. Luego le dijo:
-Me ha sorprendido tu aplomo para dictar sentencia. ¿Cómo acertasteis?
-Veréis: llamé a la mujer y le hice limpiar mi escritorio. Ella lo limpió todo con el esmero de una mujer acostumbrada a no volcar la tinta y ordenar los papeles. Aquello me hizo ver que era la mujer del sabio. En cuanto al dinero motivo de la riña entre el carnicero y el aceitero, lo hice poner en una cuba con agua, que se tiñó ligeramente de rojo, lo que significaba que había pasado por las manos del carnicero y era suyo. Por lo que se refiere al caballo, no sólo lo identificaste, sino que él volvió la cabeza para mirarte al escuchar tu voz. En cambio, ni se movió cuando el mendigo pasó a su lado.
Admirado el emir, trató de premiar al juez, que rehusó la recompensa.
-Nada puede darme tanta satisfacción como encontrar la verdad y administrar justicia -respondió.

999. Anonimo

La vanidad de la rosa

Erase un cardo que estaba enamorado de una bellísima rosa. Suspiraba y le dirigía cariñosas palabras pero ella, altanera y erguida, ni se dignaba mirarle:
-Cállate y no me molestes con tus requiebros, desagradable cardo. Mi hermosura no es hecha para ti. ¿No oyes lo que los hombres dicen de mí cuando me ven? Se asombran de mi color y de la suavidad de mis pétalos, que parecen terciopelo. Y alaban mi perfume. Pero a ti ni te miran.
El cardo, dolorido, suspiraba y callaba.
Una noche se levantó una violenta tempestad. El viento inclinaba las hierbas y los tallos de los arbustos y zarandeaba las flores.
A la mañana siguiente, de la hermosa rosa no quedaba sino unos cuantos pétalos rajados y resecos esparcidos por el jardín. Y el cardo, pensando en su pasada belleza y en su vanidad, lloró...
Pero al menos, él había resistido, incólume, la tempestad.

999. Anonimo

La última prueba

Obedeció en todo Mahasul las indicaciones de la mendiga y cuando tuvo listo el animal de oro y plata, introducido en él, fue a plantarse ante la puerta de palacio. Al ver animal tan hermoso, el rey hizo que lo llevaran al interior y quiso que lo viera la princesa. De este modo, Mahasul pudo observarla a través de los ojos vacíos del loro. Así conoció también el lugar donde se escondía.
Y como el rey había dejado al loro en la habitación de la princesa, ésta pudo ver cómo un apuesto joven salía de él.
-He venido a liberarte -le dijo Mahasul. Pero tienes que ayudarme.
Y como la joven quería salir del encierro en que la tenía su padre, aceptó la propuesta del desconocido.
Al día siguiente, el joven se presentó al rey y le señaló la puerta de la habitación en la que se ocultaba su hija.
-Has acertado -reconoció el rey. Pero te falta la última prueba. Cuando se abra la puerta verás tres doncellas; si no aciertas cuál de las tres es mí hija, morirás.
El joven miró detenidamente a las tres doncellas y, tomando de la mano a la princesa, se la presentó al rey.
Este cumplió su promesa y Mahasul se casó con la princesa. Los dos hermanos fueron liberados y pudieron reunirse con su padre. Y todos fueron felices.

999. Anonimo

La trucha que reia

En un país del misterioso Oriente, una pescadora fue a vender su mercancía al palacio del rajá. La raní, que quiso comprobar su calidad, preguntó a la muchacha si era fresco. Entonces, una hermosa trucha soltó una carcajada.
-¡Claro que está fresco! -protestó la muchacha.
La raní, enojada porque creyó que s burlaban de ella, arrojó de allí a la muchacha y se quejó al rajá de lo ocurrido.
-Ordenaré a mi gran visir que investigue esto -decidió el rajá.
El gran visir, preocupado por el escaso tiempo que el soberano le concedía para llevarle noticias solicitó de su hijo ayuda para resolver el problema.
El joven se puso en camino y al cabo de varios días tropezó con un simpático campesino con el cual trabó amistad. Al pasar junto a un campo de trigo, el joven preguntó:
-¿Este trigo está comido o no?
El campesino le miró como si estuviera loco. Más tarde, al pasar ante un mercado lleno de gente, el joven dijo:
-¡Vaya cementerio más grande!
Y más tarde, al pasar junto a un cementerio, exclamó:
-¡Esta sí que es una hermosa ciudad!
Tenían que atravesar un río y el campesino se descalzó, pero el joven se metió con sus babuchas. El labriego creyó que su compañero de viaje era un loco, aunque simpático y no tuvo inconveniente en invitarle a pasar la noche en su casa.

La hija del campesino

El labriego se adelantó para advertir a su familia del joven al que debían recibir.
-Es un muchacho muy chiflado -explicó a su mujer y su hija. Figuraos que al pasar por un campo de trigo preguntó si estaba comido.
-Entonces no está loco -explicó su hija. El se preguntaba si el dueño del campo debería dinero, en cuyo caso el importe de la venta del trigo sería de los acreedores.
-¡Vaya con la sabihonda! -exclamó el padre, quien a continuación dio cuenta de lo que el muchacho había dicho al pasar por el mercado y por el cementerio.
Y su hija comentó:
-Dijo que el mercado era un cementerio por ser lugar de personas poco caritativas que tienen el alma casi muerta; y del sitio donde reposan los muertos dijo aquello porque allí se respira paz y amor. No está loco, padre.
-¿Y qué me dices de pasar el río con los zapatos puestos?
-Fue una medida prudente. Así evitó que los guijarros del fondo del río le hirieran la planta de los pies.
Seguidamente el padre fue en busca de su compañero de viaje y la hija del labriego ordenó a un criado que le llevase al visitante una taza de aceite dulce, una docena de pasteles y una jarra de leche, además del siguiente mensaje escrito:
"La Luna está llena, el año tiene doce meses y el mar rebosa agua."

El significado de una risa

Y resultó que el criado tomó un poco de cada cosa y, el resto, lo entregó al invitado. Después de leer el mensaje, el hijo del gran visir escribió:
"La Luna está en cuarto menguante, el año solamente tiene once meses y la marea ha descendido."
Tan pronto como recibió aquella respuesta, la hija del labriego hizo despedir al criado ladrón, pues supo interpretar el mensaje del joven.
Al invitado le tributaron toda clase de atenciones. Durante la comida, el joven se refirió a la historia de la trucha que se había reído ante la raní. La hija del labrador exclamó:
-¡Corred junto a vuestro padre, el gran visir, y decidle que en palacio hay alguien que se dispone a atentar contra la vida del rajá! Eso significaba la risa del pez.
El viajero quiso que la muchacha le acompañase en su regreso. Cuando el gran visir escuchó a los jóvenes, alegó preocupado:
-¿Cómo sabremos quién es el traidor?
-Mandad que todas vuestras esclavas salten por encima de esa alfombra. El querrá saltar también y se descubrirá.
Así se hizo. Pero resultó que ninguna pudo saltar, más que la última, que llevaba la cabeza cubierta con una capucha. Entonces se vio que era un hombre que había elegido aquel momento para el atentado, ya que la alfombra era la misma sobre la que se aposentaba el rajá.
El rajá agradeció al gran visir que le hubiera salvado la vida y quiso conocer a su hijo.
-Señor, a quien deberéis dirigir vuestro reconocimiento no es sólo a mi hijo, sino también a la inteligente muchacha que le acompaña, que supo interpretar la risa de la trucha.
Y lo demás... es fácil de imaginar. Los jóvenes se habían enamorado y el rajá apadrinó la boda.

 999. Anonimo