Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 6 de agosto de 2012

Los tres cabellos de oro del abuelo sabelotodo


Había una vez un rey que se entretenía cazando en el bosque. Un día, al perseguir a un ciervo, se perdió. Estaba solo, no había ni un alma a su alrededor. Cayó la noche y el rey se sintió más tran­quilo cuando encontró una cabaña en un claro. Allí vivía un car­bonero. El rey le pidió que lo guiase para salir del bosque, pro­metiéndole una generosa recompensa.
-De buena gana iría con vos -respondió el carbonero, pero tenéis que comprenderme: mi mujer está esperando un hijo y no puedo dejarla sola. Y además, ¿adónde podríamos ir de noche? Mejor hagamos lo siguiente: acostaos en el desván, sobre la paja, y os acompañaré mañana por la mañana temprano.
Unas horas después nació el hijo del carbonero. El rey estaba tumbado en el desván sin poder conciliar el sueño. A mediano­che, vio que había luz en la habitación. Miró a través de una rendija ¿y qué vio? Al carbonero que dormía, a su mujer que ya­cía como muerta y a tres viejas vestidas de blanco, alrededor del niño, con sendas velas encendidas en la mano. La primera vieja dijo:
-A este niño le auguro y le predigo que crecerá en medio de grandes peligros.
La segunda dijo:
-Y yo le auguro y le predigo que escapará a todos los peligros y que vivirá mucho tiempo.
La tercera vieja dijo:
-Y yo le auguro y le predigo que se casará con la hija que nazca hoy de ese rey que está durmiendo arriba sobre la paja.
El rey sintió como si le hubiesen clavado una espada en el pe­cho. Se quedó despierto hasta el amanecer pensando qué debía hacer para impedir la boda de la que había hablado la tercera vieja. Cuando se hizo de día, el niño comenzó a llorar. El carbo­nero se despertó y vio que su mujer había muerto.
-¡Oh, mi pobre huerfanito! -se lamentó, ¿qué será de ti?
El rey dijo:
-Déjame a tu hijo. Yo me ocuparé de él y no le ocurrirá nada malo. A cambio, yo te daré tanto dinero que no necesitarás ha­cer carbón durante el resto de tu vida.
El carbonero estuvo de acuerdo y el rey prometió que man­daría a alguien a recoger al niño.
De vuelta al castillo, el rey se enteró de que le había nacido una niña muy hermosa. Y que el nacimiento había sido la misma noche en que había visto y escuchado a las hadas del destino. Al rey se le ensombreció el rostro, llamó a uno de sus criados y le ordenó:
-Ve al bosque. Allí encontrarás una cabaña donde vive un car­bonero. Tú le darás esta talega con dinero y él te dará un niño. Coge al niño y, a mitad de camino, ahógalo. Si no lo ahogas, aca­barás tú mismo en el agua.
El criado salió, cogió al niño, lo puso en una cesta y, al llegar a un puente bajo el cual corría un río ancho y profundo, arrojó a ambos, cesta y niño, a las aguas.
-Buenas noches, yerno indeseado -exclamó el rey cuando el criado le contó lo que había hecho.
El rey pensaba que el niño había muerto ahogado, pero se equivocaba. La cesta se mantuvo a flote, como si las olas qui­siesen acunarla. El niño se durmió, como si las olas le cantasen una nana, y llegó así cerca de la cabaña de un pescador. El pes­cador estaba en la orilla lanzando la red. Al ver el extraño ob­jeto que arrastraba la corriente, montó en su barca y remó a toda velocidad.
Sacó del río la cesta y al niño, acudió a su mujer y le dijo:
-Siempre has querido un hijo y aquí tienes uno. Nos lo han traído las aguas.
La mujer del pescador crió al niño como si fuese suyo. Y lo llamaron Pedrín Nadador, porque a nado, o casi, había llegado a su casa.
El río corría, los años pasaban, el chico se transformó en un apuesto joven. Nunca se había visto a un muchacho tan bello por aquellas regiones. Un día de verano llegó por allí el rey, a ca­ballo y solo, porque se había perdido. Estaba cansado y sedien­to, así que llamó a la puerta del pescador para que le diese un poco de agua fresca. Le tocó justamente a Pedrín Nadador darle el agua y el rey lo observó perplejo.
-Extraordinario muchacho -le dijo al pescador. ¿Es tu hijo?
-Lo es y no lo es -respondió el pescador. Hace exactamente veinte años que llegó aquí traído por el río, en una cesta, aún en pañales, y nosotros lo hemos criado.
Al rey se le nublaron los ojos y, al mismo tiempo, se puso blanco como la pared. Había comprendido que se trataba preci­samente del niño que él había ordenado que hiciesen morir aho­gado. Sin embargo, se recompuso, se apeó del caballo y dijo:
-Necesito mandar un mensajero al castillo y no viene nadie conmigo. ¿Podría mandar a este buen muchacho?
-Su majestad no tiene más que decirlo, que Pedrín irá ense­guida -respondió el pescador.
El rey se sentó g le escribió a la reina esta misiva: «Haz pasar a espada al joven que te llevará este mensaje. Es mi enemigo. Cuando vuelva a casa, todo tiene que estar consumado. Ésta es mi voluntad».
Dobló la misiva, la selló y la cerró con su anillo.
Pedrín Nadador cogió el mensaje y se puso en marcha. Debía cruzar un extenso bosque y, después de haber avanzado un tre­cho, se dio cuenta de que había perdido el rumbo. Deambuló de matorral en matorral, hasta que comenzó a oscurecer y, por fin, se encontró con una viejecita.
-¿Adónde vas, Pedrín Nadador, adónde vas?
-Debo llevarle una carta a la reina y me he perdido. ¿Podrías indicarme el camino, bueno mujer?
-Hoy no llegarías, de todos modos: ya está muy oscuro -dijo la vieja. Esta noche quédate en mi casa. Después de todo, no es­tarás en casa de extraños, porque yo soy tu comadre.
El joven no se lo hizo repetir dos veces. Habían dado unos po­cos pasos cuando apareció, frente a ellos, de repente, una hermo­sa casita, como si hubiese brotado en ese momento de la tierra. Durante la noche, mientras el joven dormía, la viejecita le sacó del bolsillo la carta y puso en su lugar otra que decía: «El joven que te llevará este mensaje debe casarse enseguida con nuestra hija. Es el perno que me ha sido destinado por la suerte. Todo debe haberse consumado antes de que yo vuelva. Ésta es mi vo­luntad».
La reina, después de leer la carta, organizó enseguida los pre­parativos para la boda. Tanto ella como la princesa, su hija, no se cansaban de admirar al joven, de tan hermoso como era. Y también Pedrín estaba plenamente satisfecho de la joven que le había tocado en suerte como esposa.
Pasados unos días, el rey volvió a palacio y, cuando vio lo que había ocurrido, se encolerizó contra su mujer.
Pero la reina le respondió:
-Pero si has sido tú quien me ordenó que le diese a nuestra hija como esposa antes de tu regreso -dijo, y le mostró la carta.
El rey cogió la carta, observó la escritura, el sello, el papel: todos los rasgos coincidían con los suyos.
Hizo llamar a su gerno y le hizo varias preguntas. Pedrín Na­dador le contó con pelos y señales cómo se había perdido y cómo había encontrado a la vieja y se había quedado a dormir en su casa.
-¿Podrías describirla?
Por la descripción, el rey comprendió que era la misma vieja que, veinte años antes, había predicho que el hijo del carbonero se casaría con la hija del rey. Después de pensar un buen rato, el rey, final-mente, dijo:
-De acuerdo, lo hecho hecho está y no se puede cambiar.
Pero no creas que será tan sencillo convertirse en yerno del rey. Si quieres que te dé a mi hija por esposa, debes traer como dote los tres cabellos de oro del Abuelo Sabelotodo.
Pensaba que así podría librarse fácilmente de aquel yerno in­deseado.
Pedrín Nadador saludó a la princesa y se puso en marcha. No se sabe adónde fue. Pero como el hada del destino era su coma­dre, no le resultó difícil encontrar el camino justo. En su largo trayecto pasó por montes y valles, por ríos y lagos, y por fin lle­gó a orillas del Mar Negro. Aquí vio una barca aparejada y a bordo un barquero.
-¡Salud, viejo barquero!
-Salud para ti, joven amigo. ¿Adónde quieres ir?
-A ver al Abuelo Sabelotodo para coger los tres cabellos de oro.
-Oh, por fin ha llegado el mensajero que esperaba desde hace tiempo. Llevo veinte años transportando pasajeros y aún no ha venido nadie a liberarme. Te llevaré también a ti, pero antes de­bes prometerme que le preguntarás al Abuelo Sabelotodo cuán­do acabará mi castigo.
Pedrín Nadador se lo prometió y el barquero lo transportó a la otra orilla.
El joven llegó a una gran ciudad de aspecto triste y melancó­lico. En las puertas de la ciudad, se encontró con un viejo que se arrastraba a duras penas apoyándose en un bastón.
-Salud, buen señor.
-Salud para ti, hermoso joven. ¿Adónde vas?
-A ver al Abuelo Sabelotodo para coger los tres cabellos de oro.
-Oh, por fin ha llegado el mensajero que esperábamos. Ven, debo guiarte enseguida ante nuestro rey.
Cuando estuvieron en su presencia, el rey dijo:
-He oído que estás en viaje para ver al Abuelo Sabelotodo. Debo decirte que teníamos aquí un manzano que daba las man­zanas de la juventud. Comer una era suficiente para volverse jo­ven y sentirse renacer, aunque alguien ya estuviese con un pie en la sepultura. Pero hace veinte años que el árbol no da frutos. Si prometes pedirle al Abuelo Sabelotodo que nos ayude, te recom­pensaré como lo mereces.
Pedrín Nadador se lo prometió y el rey lo despidió enorme­mente agradecido.
Más adelante, llegó a otra gran ciudad medio derruida. A las puertas de la ciudad, un hombre estaba enterrando a su propio padre y corrían gruesas lágrimas por sus mejillas.
-Salud, hombre desdichado -dijo Pedrín Nadador.
-Salud para ti, buen joven. ¿Adónde vas?
-A ver al Abuelo Sabelotodo para coger los tres cabellos de oro.
-¿A ver al Abuelo Sabelotodo? Es una pena que no hayas ve­nido antes. Eres justamente el mensajero que esperaba nuestro rey desde hace mucho tiempo. Ven, debo llevarte ante él.
Cuando estuvieron en su presencia, el rey dijo:
-He oído que estás de viaje para ir a ver al Abuelo Sabeloto­do. Debo decirte que antaño teníamos una fuente de la que ma­naba el agua de la vida. Bastaba beber un sorbo y se curaba en­seguida incluso quien estuviese al borde de la muerte. Y si alguien ya había muerto, bastaba con rociarlo con esta agua para verlo reincorporarse y caminar. Pero hace veinte años que la fuente ya no da agua. Si me prometes preguntarle al Abuelo Sabelotodo si conoce el modo de ayudarnos, te recompensaré como te mereces.
Pedrín Nadador lo prometió y el rey lo despidió enormemen­te agradecido.
Después de mucho caminar, se encontró en un bosque negro y, en medio de este bosque, vio un inmenso prado verde floreci­do. En medio del prado, asomaba un castillo de oro.
Era el castillo del Abuelo Sabelotodo. Centelleaba como si es­tuviese ardiendo. Pedrín Nadador entró en el castillo pero no en­contró a nadie, salvo a una viejecita que estaba hilando en un rincón.
-Bienvenido, Pedrín Nadador -dijo ella. Me alegra volver a verte.
¿Sabéis quién era? Su comadre, aquella en cuya casa se había quedado a dormir la noche en que debía llevar la carta del rey.
-¿Qué buen viento te lleva?
-El rey no soporta la idea de que pueda convertirme en su gerno sin ningún esfuerzo. Por ello me ha mandado coger los tres cabellos de oro del Abuelo Sabelotodo.
La viejecita sonrió y dijo:
-El Abuelo Sabelotodo es mi hijo. ¿Y sabes quién es? Es el Sol, que por la mañana temprano se revela como un niño, a me­diodía como un hombre hecho y, por la noche, como un viejo abuelito. Yo misma te conseguiré los tres cabellos de oro de su cabeza. Dado que soy tu comadre, debo ayudarte siempre que pueda. Mi hijo no es malo; pero cuando por la noche vuelve a casa hambriento, sería capaz de meterte en el horno y comerte para cenar. Aquí hay una tinaja vacía: escóndete.
Pedrín Nadador le rogó que también le hiciese al Abuelo Sa­belotodo las tres preguntas de las que había prometido, durante su viaje, llevar la respuesta.
-Le haré las preguntas -dijo la viejecita, pero debes estar muy atento a lo que responda.
De repente se ogó fuera un gran estrépito y el Sol entró en la habitación por la ventana de occidente: era realmente un viejeci­to con una cabellera de oro.
-Nito, nito, esto huele a cristianito -dijo enseguida: ¿hay al­guien contigo, madre?
-Astro mío, ¿cómo podría haber alguien aquí sin que tú lo veas? Lo que ocurre es que, andando como tú andas por el mundo todo el día, por todas partes hueles carne humana. No debe sor­prender que el olor te impregne la nariz aun cuando vuelves a casa.
El Sol no respondió y se sentó a cenar.
Después de cenar, apoyó su cabeza dorada en el regazo de la viejecita y se adormeció. Cuando vio que se había dormido del todo, la anciana le arrancó un cabello de oro y lo tiró al suelo, donde resonó como la cuerda de un arpa.
-¿Qué me estás haciendo, madre? -preguntó el Sol.
-Nada, querido hijo, nada. Cabeceaba y he tenido un extra­ño sueño.
-¿Qué soñabas?
-Soñaba con una ciudad donde brotaba el manantial del agua de la vida. Los enfermos que bebían un sorbo de esa agua se curaban en el acto. Y también los muertos: bastaba con ro­ciarlos con esa agua y volvían a la vida. Pero ya hace veinte años que no brota más agua. Quizás haga un sistema para hacerla fluir de nuevo.
-Claro que hay un sistema. Dentro de aquel pozo hay una rana sentada en el manantial. Es ella la que no deja brotar el agua. Que maten a la rana, que limpien el pozo y el agua volve­rá a surgir como antaño.
Cuando el viejo se durmió de nuevo, la mujer le arrancó un segundo cabello y lo tiró al suelo.
-¿Qué te ocurre, madre?
-Nada, querido hijo, nada. Cabeceaba y he tenido un sueño extraño. Soñaba con una ciudad donde crecía el árbol que da las manzanas de la juventud. Cuando alguien envejecía, bastaba que comiese uno de aquellos frutos y rejuvenecía. Pero hace ya vein­te años que el árbol no da siquiera una manzana. Quizás haya un sistema para remediarlo.
-Claro que lo hay. En las raíces de esa planta hay una ser­piente que les quita todo su vigor. Hay que matar a la serpiente y trasplantar el árbol. Sólo así volverá a dar los frutos de antaño. El viejo se durmió de nuevo y la mujer le arrancó el tercer ca­bello.
-Madre, ¿no quieres dejarme dormir? -se enfadó el Sol e hizo ademán de levantarse.
-Tranquilízate, querido hijo, tranquilízate. No te enfades, te he despertado sin querer. Me he dormido y he tenido otra vez un extraño sueño. Soñaba con un barquero en el Mar Negro. Hace veinte años que transporta gente y nadie sabe cómo liberarlo. Quién sabe cuánto debe durar todavía su castigo.
-¡Tonto y más que tonto! Bastaría con dejar el remo en otras manos y saltar a la orilla. Así se liberaría y otro barquero em­prendería su tarea. Pero ahora déjame descansar. Mañana por la mañana debo levantarme temprano para ir a enjugar las lágri­mas que la hija del rey derrama todas las noches por el hijo del carbo-nero, ése a quien el rey ha enviado para que coja mis tres cabellos de oro.
Por la mañana, se oyó un gran trueno y, en el regazo de la an­ciana rnadre, en lugar del Abuelo Sabelotodo se despertó un niño muy hermoso con cabellos de oro: el joven sol dorado. El joven sol saludó a su madre y salió volando por la ventana de oriente.
La mujer hizo salir a Pedrín de la tinaja y le dijo:
-Aquí están los tres cabellos de oro. Tú también has escu­chado las tres respuestas del Abuelo Sabelotodo. Ahora vete. No volverás a verme, porque ya no será necesario.
Pedrín Nadador le dio las gracias y se fue.
Cuando llegó a la primera ciudad, el rey le preguntó qué no­ticias traía.
-Una sola, pero buena -respondió Pedrín Nadador: haced limpiar el pozo, matad a la rana que está sentada en el manan­tial y el agua volverá a brotar como antes.
El rey ordenó que se hiciese de esa manera y, cuando vio que el agua brotaba con fuerza, le regaló a Pedrín Nadador doce ca­ballos blancos como la nieve, rebosantes de oro, de plata y pie­dras preciosas.
Pedrín Nadador se dirigió a la segunda ciudad y el rey le pre­guntó qué noticias traía.
-Una sola, pero buena -respondió Pedrín Nadador; arran­cad el árbol y, entre sus raíces, encontraréis una serpiente. Ma­tadla, trasplantad el árbol y volverá a dar los frutos de antaño.
El rey ordenó que se hiciese de esa manera y el árbol se cu­brió de flores en una noche. El rey se sintió muy feliz y le regaló a Pedrín Nadador doce caballos, negros como cuervos, rebosan­tes de rique-zas.
Pedrín Nadador prosiguió su viaje y llegó a orilla del Mar Negro. El barquero le preguntó si sabía cuándo quedaría libre.
-Lo sé -respondió Pedrín Nadador, pero sólo te lo diré cuando lleguemos a la otra orilla.
El barquero protestó un poco pero, cuando vio que no le ser­vía de nada, transportó a Pedrín Nadador y a sus veinticuatro caballos.
Entonces Pedrín le dijo:
-Cuando alguien te pida que lo lleves en la barca, entrégale el remo y salta a la orilla. Así le tocará a él sustituirte como bar­quero.
El rey no daba crédito a sus ojos cuando Pedrín Nadador le llevó los tres cabellos de oro del Abuelo Sabelotodo, y la hija del rey lloraba, no de dolor sino de alegría, porque su esposo había llegado.
-¿Y dónde has conseguido estos magníficos caballos y todas estas riquezas? -preguntó el rey.
-Me los he ganado -dijo Pedrín Nadador, y contó cómo ha­bía ayudado a un rey para que volviesen a crecer las manzanas de la juventud, que hacían rejuvenecer a los viejos, y cómo había ayudado a otro rey a recuperar el agua de la vida, que cura a los enfermos y resucita a los muertos.
-¡Manzanas de la juventud! ¡Agua de la vida! -repetía el rey para sus adentros. Si consigo comer una de aquellas manzanas, volveré a ser joven e, incluso si muriese, esa agua me haría vol­ver a la vida.
Y, sin esperar más, emprendió a su vez un viaje para ir a co­ger las manzanas de la juventud y el agua de la vida. Y aún no ha vuelto, porque el barquero del Mar Negro le entregó el remo y lo obligó a ocupar para siempre su puesto.
Y así el hijo del carbonero se convirtió en perno del rey, tal como había predicho su hada.

144. anonimo (eslovaquia)

1 comentario:

  1. Hola, Mi nombre es Isaac, y leí este cuento cuando tenía 11 años, junto con muchos otros que he buscado por años (tengo 67 años ahora). Agradezco haberlo encontrado, y haber encontrado este blog.

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