Había una vez un rey que
se entretenía cazando en el bosque. Un día, al perseguir a un ciervo, se
perdió. Estaba solo, no había ni un alma a su alrededor. Cayó la noche y el rey
se sintió más tranquilo cuando encontró una cabaña en un claro. Allí vivía un
carbonero. El rey le pidió que lo guiase para salir del bosque, prometiéndole
una generosa recompensa.
-De buena gana iría con
vos -respondió el carbonero, pero tenéis que comprenderme: mi mujer está
esperando un hijo y no puedo dejarla sola. Y además, ¿adónde podríamos ir de
noche? Mejor hagamos lo siguiente: acostaos en el desván, sobre la paja, y os
acompañaré mañana por la mañana temprano.
Unas horas después nació
el hijo del carbonero. El rey estaba tumbado en el desván sin poder conciliar
el sueño. A medianoche, vio que había luz en la habitación. Miró a través de
una rendija ¿y qué vio? Al carbonero que dormía, a su mujer que yacía como
muerta y a tres viejas vestidas de blanco, alrededor del niño, con sendas velas
encendidas en la mano. La primera vieja dijo:
-A este niño le auguro y
le predigo que crecerá en medio de grandes peligros.
La segunda dijo:
-Y yo le auguro y le
predigo que escapará a todos los peligros y que vivirá mucho tiempo.
La tercera vieja dijo:
-Y yo le auguro y le
predigo que se casará con la hija que nazca hoy de ese rey que está durmiendo
arriba sobre la paja.
El rey sintió como si le
hubiesen clavado una espada en el pecho. Se quedó despierto hasta el amanecer
pensando qué debía hacer para impedir la boda de la que había hablado la
tercera vieja. Cuando se hizo de día, el niño comenzó a llorar. El carbonero
se despertó y vio que su mujer había muerto.
-¡Oh, mi pobre
huerfanito! -se lamentó, ¿qué será de ti?
El rey dijo:
-Déjame a tu hijo. Yo me
ocuparé de él y no le ocurrirá nada malo. A cambio, yo te daré tanto dinero que
no necesitarás hacer carbón durante el resto de tu vida.
El carbonero estuvo de
acuerdo y el rey prometió que mandaría a alguien a recoger al niño.
De vuelta al castillo, el
rey se enteró de que le había nacido una niña muy hermosa. Y que el nacimiento
había sido la misma noche en que había visto y escuchado a las hadas del
destino. Al rey se le ensombreció el rostro, llamó a uno de sus criados y le
ordenó:
-Ve al bosque. Allí
encontrarás una cabaña donde vive un carbonero. Tú le darás esta talega con
dinero y él te dará un niño. Coge al niño y, a mitad de camino, ahógalo. Si no
lo ahogas, acabarás tú mismo en el agua.
El criado salió, cogió al
niño, lo puso en una cesta y, al llegar a un puente bajo el cual corría un río
ancho y profundo, arrojó a ambos, cesta y niño, a las aguas.
-Buenas noches, yerno
indeseado -exclamó el rey cuando el criado le contó lo que había hecho.
El rey pensaba que el
niño había muerto ahogado, pero se equivocaba. La cesta se mantuvo a flote,
como si las olas quisiesen acunarla. El niño se durmió, como si las olas le
cantasen una nana, y llegó así cerca de la cabaña de un pescador. El pescador
estaba en la orilla lanzando la red. Al ver el extraño objeto que arrastraba
la corriente, montó en su barca y remó a toda velocidad.
Sacó del río la cesta y
al niño, acudió a su mujer y le dijo:
-Siempre has querido un
hijo y aquí tienes uno. Nos lo han traído las aguas.
La mujer del pescador
crió al niño como si fuese suyo. Y lo llamaron Pedrín Nadador, porque a nado, o
casi, había llegado a su casa.
El río corría, los años
pasaban, el chico se transformó en un apuesto joven. Nunca se había visto a un
muchacho tan bello por aquellas regiones. Un día de verano llegó por allí el
rey, a caballo y solo, porque se había perdido. Estaba cansado y sediento,
así que llamó a la puerta del pescador para que le diese un poco de agua
fresca. Le tocó justamente a Pedrín Nadador darle el agua y el rey lo observó
perplejo.
-Extraordinario muchacho
-le dijo al pescador. ¿Es tu hijo?
-Lo es y no lo es
-respondió el pescador. Hace exactamente veinte años que llegó aquí traído por
el río, en una cesta, aún en pañales, y nosotros lo hemos criado.
Al rey se le nublaron los
ojos y, al mismo tiempo, se puso blanco como la pared. Había comprendido que se
trataba precisamente del niño que él había ordenado que hiciesen morir ahogado.
Sin embargo, se recompuso, se apeó del caballo y dijo:
-Necesito mandar un
mensajero al castillo y no viene nadie conmigo. ¿Podría mandar a este buen
muchacho?
-Su majestad no tiene más
que decirlo, que Pedrín irá enseguida -respondió el pescador.
El rey se sentó g le
escribió a la reina esta misiva: «Haz pasar a espada al joven que te llevará
este mensaje. Es mi enemigo. Cuando vuelva a casa, todo tiene que estar
consumado. Ésta es mi voluntad».
Dobló la misiva, la selló
y la cerró con su anillo.
Pedrín Nadador cogió el
mensaje y se puso en marcha. Debía cruzar un extenso bosque y, después de haber
avanzado un trecho, se dio cuenta de que había perdido el rumbo. Deambuló de
matorral en matorral, hasta que comenzó a oscurecer y, por fin, se encontró con
una viejecita.
-¿Adónde vas, Pedrín
Nadador, adónde vas?
-Debo llevarle una carta a
la reina y me he perdido. ¿Podrías indicarme el camino, bueno mujer?
-Hoy no llegarías, de
todos modos: ya está muy oscuro -dijo la vieja. Esta noche quédate en mi casa.
Después de todo, no estarás en casa de extraños, porque yo soy tu comadre.
El joven no se lo hizo
repetir dos veces. Habían dado unos pocos pasos cuando apareció, frente a
ellos, de repente, una hermosa casita, como si hubiese brotado en ese momento
de la tierra. Durante la noche, mientras el joven dormía, la viejecita le sacó
del bolsillo la carta y puso en su lugar otra que decía: «El joven que te
llevará este mensaje debe casarse enseguida con nuestra hija. Es el perno que
me ha sido destinado por la suerte. Todo debe haberse consumado antes de que yo
vuelva. Ésta es mi voluntad».
La reina, después de leer
la carta, organizó enseguida los preparativos para la boda. Tanto ella como la
princesa, su hija, no se cansaban de admirar al joven, de tan hermoso como era.
Y también Pedrín estaba plenamente satisfecho de la joven que le había tocado
en suerte como esposa.
Pasados unos días, el rey
volvió a palacio y, cuando vio lo que había ocurrido, se encolerizó contra su
mujer.
Pero la reina le
respondió:
-Pero si has sido tú
quien me ordenó que le diese a nuestra hija como esposa antes de tu regreso
-dijo, y le mostró la carta.
El rey cogió la carta,
observó la escritura, el sello, el papel: todos los rasgos coincidían con los
suyos.
Hizo llamar a su gerno y
le hizo varias preguntas. Pedrín Nadador le contó con pelos y señales cómo se
había perdido y cómo había encontrado a la vieja y se había quedado a dormir en
su casa.
-¿Podrías describirla?
Por la descripción, el
rey comprendió que era la misma vieja que, veinte años antes, había predicho
que el hijo del carbonero se casaría con la hija del rey. Después de pensar un
buen rato, el rey, final-mente, dijo:
-De acuerdo, lo hecho
hecho está y no se puede cambiar.
Pero no creas que será
tan sencillo convertirse en yerno del rey. Si quieres que te dé a mi hija por esposa,
debes traer como dote los tres cabellos de oro del Abuelo Sabelotodo.
Pensaba que así podría
librarse fácilmente de aquel yerno indeseado.
Pedrín Nadador saludó a
la princesa y se puso en marcha. No se sabe adónde fue. Pero como el hada del
destino era su comadre, no le resultó difícil encontrar el camino justo. En su
largo trayecto pasó por montes y valles, por ríos y lagos, y por fin llegó a
orillas del Mar Negro. Aquí vio una barca aparejada y a bordo un barquero.
-¡Salud, viejo barquero!
-Salud para ti, joven
amigo. ¿Adónde quieres ir?
-A ver al Abuelo
Sabelotodo para coger los tres cabellos de oro.
-Oh, por fin ha llegado
el mensajero que esperaba desde hace tiempo. Llevo veinte años transportando
pasajeros y aún no ha venido nadie a liberarme. Te llevaré también a ti, pero
antes debes prometerme que le preguntarás al Abuelo Sabelotodo cuándo acabará
mi castigo.
Pedrín Nadador se lo
prometió y el barquero lo transportó a la otra orilla.
El joven llegó a una gran
ciudad de aspecto triste y melancólico. En las puertas de la ciudad, se
encontró con un viejo que se arrastraba a duras penas apoyándose en un bastón.
-Salud, buen señor.
-Salud para ti, hermoso
joven. ¿Adónde vas?
-A ver al Abuelo
Sabelotodo para coger los tres cabellos de oro.
-Oh, por fin ha llegado
el mensajero que esperábamos. Ven, debo guiarte enseguida ante nuestro rey.
Cuando estuvieron en su
presencia, el rey dijo:
-He oído que estás en
viaje para ver al Abuelo Sabelotodo. Debo decirte que teníamos aquí un manzano
que daba las manzanas de la juventud. Comer una era suficiente para volverse
joven y sentirse renacer, aunque alguien ya estuviese con un pie en la
sepultura. Pero hace veinte años que el árbol no da frutos. Si prometes pedirle
al Abuelo Sabelotodo que nos ayude, te recompensaré como lo mereces.
Pedrín Nadador se lo
prometió y el rey lo despidió enormemente agradecido.
Más adelante, llegó a
otra gran ciudad medio derruida. A las puertas de la ciudad, un hombre estaba
enterrando a su propio padre y corrían gruesas lágrimas por sus mejillas.
-Salud, hombre desdichado
-dijo Pedrín Nadador.
-Salud para ti, buen
joven. ¿Adónde vas?
-A ver al Abuelo
Sabelotodo para coger los tres cabellos de oro.
-¿A ver al Abuelo
Sabelotodo? Es una pena que no hayas venido antes. Eres justamente el
mensajero que esperaba nuestro rey desde hace mucho tiempo. Ven, debo llevarte
ante él.
Cuando estuvieron en su
presencia, el rey dijo:
-He oído que estás de
viaje para ir a ver al Abuelo Sabelotodo. Debo decirte que antaño teníamos una
fuente de la que manaba el agua de la vida. Bastaba beber un sorbo y se curaba
enseguida incluso quien estuviese al borde de la muerte. Y si alguien ya había
muerto, bastaba con rociarlo con esta agua para verlo reincorporarse y caminar.
Pero hace veinte años que la fuente ya no da agua. Si me prometes preguntarle
al Abuelo Sabelotodo si conoce el modo de ayudarnos, te recompensaré como te
mereces.
Pedrín Nadador lo
prometió y el rey lo despidió enormemente agradecido.
Después de mucho caminar,
se encontró en un bosque negro y, en medio de este bosque, vio un inmenso prado
verde florecido. En medio del prado, asomaba un castillo de oro.
Era el castillo del
Abuelo Sabelotodo. Centelleaba como si estuviese ardiendo. Pedrín Nadador
entró en el castillo pero no encontró a nadie, salvo a una viejecita que
estaba hilando en un rincón.
-Bienvenido, Pedrín
Nadador -dijo ella. Me alegra volver a verte.
¿Sabéis quién era? Su
comadre, aquella en cuya casa se había quedado a dormir la noche en que debía
llevar la carta del rey.
-¿Qué buen viento te
lleva?
-El rey no soporta la
idea de que pueda convertirme en su gerno sin ningún esfuerzo. Por ello me ha
mandado coger los tres cabellos de oro del Abuelo Sabelotodo.
La viejecita sonrió y
dijo:
-El Abuelo Sabelotodo es
mi hijo. ¿Y sabes quién es? Es el Sol, que por la mañana temprano se revela
como un niño, a mediodía como un hombre hecho y, por la noche, como un viejo
abuelito. Yo misma te conseguiré los tres cabellos de oro de su cabeza. Dado
que soy tu comadre, debo ayudarte siempre que pueda. Mi hijo no es malo; pero
cuando por la noche vuelve a casa hambriento, sería capaz de meterte en el
horno y comerte para cenar. Aquí hay una tinaja vacía: escóndete.
Pedrín Nadador le rogó
que también le hiciese al Abuelo Sabelotodo las tres preguntas de las que
había prometido, durante su viaje, llevar la respuesta.
-Le haré las preguntas
-dijo la viejecita, pero debes estar muy atento a lo que responda.
De repente se ogó fuera
un gran estrépito y el Sol entró en la habitación por la ventana de occidente:
era realmente un viejecito con una cabellera de oro.
-Nito, nito, esto huele a
cristianito -dijo enseguida: ¿hay alguien contigo, madre?
-Astro mío, ¿cómo podría
haber alguien aquí sin que tú lo veas? Lo que ocurre es que, andando como tú
andas por el mundo todo el día, por todas partes hueles carne humana. No debe
sorprender que el olor te impregne la nariz aun cuando vuelves a casa.
El Sol no respondió y se
sentó a cenar.
Después de cenar, apoyó
su cabeza dorada en el regazo de la viejecita y se adormeció. Cuando vio que se
había dormido del todo, la anciana le arrancó un cabello de oro y lo tiró al
suelo, donde resonó como la cuerda de un arpa.
-¿Qué me estás haciendo,
madre? -preguntó el Sol.
-Nada, querido hijo,
nada. Cabeceaba y he tenido un extraño sueño.
-¿Qué soñabas?
-Soñaba con una ciudad
donde brotaba el manantial del agua de la vida. Los enfermos que bebían un
sorbo de esa agua se curaban en el acto. Y también los muertos: bastaba con rociarlos
con esa agua y volvían a la vida. Pero ya hace veinte años que no brota más
agua. Quizás haga un sistema para hacerla fluir de nuevo.
-Claro que hay un
sistema. Dentro de aquel pozo hay una rana sentada en el manantial. Es ella la
que no deja brotar el agua. Que maten a la rana, que limpien el pozo y el agua
volverá a surgir como antaño.
Cuando el viejo se durmió
de nuevo, la mujer le arrancó un segundo cabello y lo tiró al suelo.
-¿Qué te ocurre, madre?
-Nada, querido hijo,
nada. Cabeceaba y he tenido un sueño extraño. Soñaba con una ciudad donde
crecía el árbol que da las manzanas de la juventud. Cuando alguien envejecía,
bastaba que comiese uno de aquellos frutos y rejuvenecía. Pero hace ya veinte
años que el árbol no da siquiera una manzana. Quizás haya un sistema para remediarlo.
-Claro que lo hay. En las
raíces de esa planta hay una serpiente que les quita todo su vigor. Hay que
matar a la serpiente y trasplantar el árbol. Sólo así volverá a dar los frutos
de antaño. El viejo se durmió de nuevo y la mujer le arrancó el tercer cabello.
-Madre, ¿no quieres
dejarme dormir? -se enfadó el Sol e hizo ademán de levantarse.
-Tranquilízate, querido
hijo, tranquilízate. No te enfades, te he despertado sin querer. Me he dormido
y he tenido otra vez un extraño sueño. Soñaba con un barquero en el Mar Negro.
Hace veinte años que transporta gente y nadie sabe cómo liberarlo. Quién sabe
cuánto debe durar todavía su castigo.
-¡Tonto y más que tonto!
Bastaría con dejar el remo en otras manos y saltar a la orilla. Así se
liberaría y otro barquero emprendería su tarea. Pero ahora déjame descansar.
Mañana por la mañana debo levantarme temprano para ir a enjugar las lágrimas
que la hija del rey derrama todas las noches por el hijo del carbo-nero, ése a
quien el rey ha enviado para que coja mis tres cabellos de oro.
Por la mañana, se oyó un
gran trueno y, en el regazo de la anciana rnadre, en lugar del Abuelo
Sabelotodo se despertó un niño muy hermoso con cabellos de oro: el joven sol
dorado. El joven sol saludó a su madre y salió volando por la ventana de
oriente.
La mujer hizo salir a
Pedrín de la tinaja y le dijo:
-Aquí están los tres
cabellos de oro. Tú también has escuchado las tres respuestas del Abuelo
Sabelotodo. Ahora vete. No volverás a verme, porque ya no será necesario.
Pedrín Nadador le dio las
gracias y se fue.
Cuando llegó a la primera
ciudad, el rey le preguntó qué noticias traía.
-Una sola, pero buena
-respondió Pedrín Nadador: haced limpiar el pozo, matad a la rana que está
sentada en el manantial y el agua volverá a brotar como antes.
El rey ordenó que se
hiciese de esa manera y, cuando vio que el agua brotaba con fuerza, le regaló a
Pedrín Nadador doce caballos blancos como la nieve, rebosantes de oro, de
plata y piedras preciosas.
Pedrín Nadador se dirigió
a la segunda ciudad y el rey le preguntó qué noticias traía.
-Una sola, pero buena
-respondió Pedrín Nadador; arrancad el árbol y, entre sus raíces, encontraréis
una serpiente. Matadla, trasplantad el árbol y volverá a dar los frutos de
antaño.
El rey ordenó que se hiciese
de esa manera y el árbol se cubrió de flores en una noche. El rey se sintió
muy feliz y le regaló a Pedrín Nadador doce caballos, negros como cuervos,
rebosantes de rique-zas.
Pedrín Nadador prosiguió
su viaje y llegó a orilla del Mar Negro. El barquero le preguntó si sabía
cuándo quedaría libre.
-Lo sé -respondió Pedrín
Nadador, pero sólo te lo diré cuando lleguemos a la otra orilla.
El barquero protestó un
poco pero, cuando vio que no le servía de nada, transportó a Pedrín Nadador y
a sus veinticuatro caballos.
Entonces Pedrín le dijo:
-Cuando alguien te pida
que lo lleves en la barca, entrégale el remo y salta a la orilla. Así le tocará
a él sustituirte como barquero.
El rey no daba crédito a
sus ojos cuando Pedrín Nadador le llevó los tres cabellos de oro del Abuelo
Sabelotodo, y la hija del rey lloraba, no de dolor sino de alegría, porque su
esposo había llegado.
-¿Y dónde has conseguido
estos magníficos caballos y todas estas riquezas? -preguntó el rey.
-Me los he ganado -dijo
Pedrín Nadador, y contó cómo había ayudado a un rey para que volviesen a
crecer las manzanas de la juventud, que hacían rejuvenecer a los viejos, y cómo
había ayudado a otro rey a recuperar el agua de la vida, que cura a los
enfermos y resucita a los muertos.
-¡Manzanas de la
juventud! ¡Agua de la vida! -repetía el rey para sus adentros. Si consigo comer
una de aquellas manzanas, volveré a ser joven e, incluso si muriese, esa agua
me haría volver a la vida.
Y, sin esperar más,
emprendió a su vez un viaje para ir a coger las manzanas de la juventud y el
agua de la vida. Y aún no ha vuelto, porque el barquero del Mar Negro le
entregó el remo y lo obligó a ocupar para siempre su puesto.
Y así el hijo del
carbonero se convirtió en perno del rey, tal como había predicho su hada.
144. anonimo (eslovaquia)
Hola, Mi nombre es Isaac, y leí este cuento cuando tenía 11 años, junto con muchos otros que he buscado por años (tengo 67 años ahora). Agradezco haberlo encontrado, y haber encontrado este blog.
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