Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 30 de junio de 2012

La fuente de la teja

125. Cuento popular castellano

Éste era un soldado que había estado en la guerra de Cuba. Estuvo allí cuatro años. Vino a España, y no le pagaban los habe­res de lo que le correspondía. Después de dos años le dice al padre:
-Ya que no puedo vivir aquí, voy a ir por el mundo a vei lo que da el mundo de sí.
Al bajar un cerro, junto a un pueblo, se encontró con un in­dividuo que estaba sujetando una piedra, y le pregunta:
-¿Qué haces ahí?
-Pues, sujetando esta piedra. Si me retiro, se aplasta el pueblo.
-¿Cuánto te pagan por sujetar la piedra?
-Dos pesetas al día.
Entonces le dice el de los haberes:
-¿Te quieres venir conmigo?
Le dijo que sí. Se retiró, se cayó la piedra y se aplastó el pueblo.
Siguen los dos más alante, y se encuentran con uno que esta­ba arrancando árboles a tirón. Y le preguntan:
-¿Qué haces ahí?
Y dice:
-Arrancando un hacecillo de leña para llevar a mi madre pa este invierno.
Le preguntan:
-¿Quieres venir con nosotros?
Y los dice que sí. Siguen los tres más alante y se encuentran a un cazador que estaba apuntando con su escopeta. Y le pre­guntan:
-¿Qué hace usted ahí?
-Pues, estoy apuntando, que hay un caballo corriendo a siete leguas de aquí y le está picando un mosquito, y quiero matar el mosquito sin tocar el caballo.
-¿Te quieres venir con nosotros? Y los dice que sí.
Conque siguen un poco más alante y se encuentran con uno que se estaba tapando el bujero de una nariz. Y le preguntan:
-¿Qué haces ahí?
-Estoy aquí porque, cuando me desatapo este bujero de la nariz, muelen cinco molinos a cinco leguas con el viento que echo de la nariz.
-¿Te quieres venir con nosotros?
Y los dice que sí. Siguen más alante y se encuentran uno con un sombrero muy grande. Y le dicen:
-¿Qué haces aquí?
-Estoy aquí -dice- porque cuando bajo las alas de mi sombrero, se hielan cuarenta leguas alrededor de mí con el frío que echo.
-¿Te quieres venir con nosotros? Dijo que sí.
Siguen más alante y se encuentran un andarín, y le preguntan:
-¿Qué haces aquí?
Dice:
-Me estoy atando los pies porque, si no, corro más que el pensa-miento.
-¿Te quieres venir con nosotros? -le dicen.
Y los dijo que sí. Conque ya se siguen todos juntos y van con dirección a Madrid. Al llegar a Madrid encuentran un edicto, que había puesto el rey, que el que se comprometiera a ir a la Fuente la Teja a por un cántaro de agua y volver antes que la princesa, se casaba con ella. Entonces le dice el de los haberes al andarín:
-¿Te comprometes tú?
Y le dijo el andarín que sí. Conque fueron a hablar con el rey, y quedaron convenidos en la apuesta.
Entonces fue el andarín y salió con la princesa a un tiempo del palacio. Y al salir dice el andarín:
-Ya estoy en la Fuente la Teja. Y he llenado el cántaro.
Y entonces el andarín, en vez de decir que ya estaba en pa­lacio, dijo que a mitad de camino, y se quedó a mitad del camino. Entonces se puso sobre un palo para esperar a la princesa. Y se quedó dormido.
Al pasar la princesa y verle dormido, le tiró el agua del cán­
taro. Y la princesa llegó a la fuente y ya venía cerca del palacio. Entonces el de los haberes le dice al tirador:
-¡Bueno, a ver si das al palo de un tiro y no le tocas a él! Le tiró, dio en el palo, cayó y se despertó. Al ver que el cán­taro no tenía agua, dijo:
-Ya estoy en la Fuente la Teja. Y he llenado el cántaro. Ya estoy en palacio.
Y todavía llegó antes que la princesa. Entonces el rey, que no quería que se casara con la princesa, les dijo que en vez de casar­se con la princesa, que le pidieran lo que quisieran. Y le pidieron el oro que pudieran llevarse el que estaba sujetando la piedra y el que estaba arrancando los árboles.
Entonces salieron a Madrid y mandaron hacer un saco para cada uno. Estuvieron trescientos sastres quince días para hacer los sacos. Y el rey mandó recoger todo el oro de España. Llevaron veinte caballerías cargadas, y repartieron diez para cada uno, metiendo caballerías y todo.
Bueno, les preguntó el rey si llevaban bastante, y le dijeron que no. Entonces les llevó veinte carretas más, y metieron diez carretas en cada saco, carretas y todo, cada uno en su saco.
Entonces el rey, indignado porque se llevaban todo el oro de España, los dijo que les iba a dar un banquete en agradecimien­to. Los preparó una habita-ción de chapas, hueca por abajo, y mandó que cuando estuviesen comiendo, metiesen fuego por aba­jo para quemarlos.
Entonces, cuando estaban comiendo, sentían calor, y le dicen al del sombrero:
-Parece que sentimos calor. Bájate las alas del sombrero.
Y ahí se quedaron tan frescos.
Conque al poco tiempo fue el rey a verlos, creyendo que esta­ban abrasados, y los encontró tan frescos.
-¿Qué tal están ustedes? -les preguntó.
-Muy bien. Al pronto sentíamos calor; pero después ha veni­do un fresco que hemos quedado en la gloria.
No pudiendo conseguir nada, el rey los dejó marchar; pero no conforme con eso, a las dos o tres horas de que habían salido de la capital, mandó veinte mil soldados en persecución de ellos, para quitarles el oro que se llevaban. Al alcanzarlos el oficial, los echó el alto. Y el de los haberes le contestó:
-¡Alto está!
Dice el oficial:
-Parece que hablas muy despreocupado. Dice:
-¿No he de hablar? Me están ustedes abultando poco.
Le mandó desatapar la nariz al del viento, y en menos de dos minutos los metió a los veinte mil hombres en Madrid dando candiletas (volteretas).
Y ellos se repartieron el oro, y a mí me dejaron pobre para contarlo.

Riaza, Segovia. Narrador I, 31 de marzo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)


La fregona

119. Cuento popular castellano

Era un padre que enviudó, y le quedó una hija. Se casó con otra que tenía hijas, y no la podía ver la madrasta a la andada, pues era muy guapa la andada. Y la tenían las hermanastras y la madrasta mucha envidia y no la podían ver. La tenían siempre como una fregona, sin salir de casa para nada, llena de suciedad, que ni se podía limpiar ni vestir, porque no la dejaban.
Un día, ella, la pobre, cansada de sufrir, fue al sepulcro de su madre, pidiéndole a Dios que la manifestara en qué estado podía estar su madre. Y rogándole a Dios, le pedía que hiciera un mila­gro para ver cómo estaba su madre y si la madre podría hacer algo por ella. Ya salió un arbolito en el sepulcro de su madre con un papelito envuelto en donde decía que dijera: «Arbolito florido, préstame un traje, que sea de oro y plata, y de mucho encaje»; el arbolito la concedería todo lo que pidiera.
Como las hermanastras y la madrasta iban a todos sitios sin llevar a ella a ninguna, ya ella acordó de ir al arbolito a pedirle vestidos y un coche para ir a caballo donde ella quisiera. Así es que de que iba la madrasta y las hermanastras, iba ella al arbo­lito a pedirle que la diera lo que le pidiera. Y así hizo, que todo lo que le pedía se lo concedía. Y ya después que se iban las herma­nastras y la madrasta, iba corriendo a pedir al arbolito:
-Arbolito florido, préstame un traje, que sea de oro y plata y de mucho encaje. Y un cochecito para llevarme a donde yo le mande.
Ya se lo daba, se vestía y montaba en su coche. Y si estaban las herma-nastras y la madrasta en la ilesia, pos ella se ponía ante de ellas. Y no la conocían. Y el coche le dejaba en la puerta de la ilesia, y en cuanto salían del acto de la ilesia, montaba en el coche y se marchaba. Así es que cuando ellas llegaban a casa, ya estaba ella como estaba en casa, hecha una Puerca Cenicienta. Por manera que ellas no la conocían ni sabían que hacía semejan­tes actos.
Y diendo varias veces haciendo lo mismo, la vio un hijo de un rey y se enamoró de ella. No pudiendo ser de poder hablar con ella, un día, según salió para montar en el coche, se la cayó un zapato. Y el hijo del rey le cogió y la siguió a ver dónde entraba. Y la vio entrar allí en su casa. Y al otro día fue con su zapato y llamó. Y bajó la madrasta y la dijo el hijo del rey:
-Aquí traigo un zapatito. De quien sea este zapatito, me tengo que casar con ella. La que llevaba este zapatito entró en esta casa ayer.
La madrasta, muy viva, bajó a una hija suya. El zapato la venía pequeño, y la decía a la hija:
-Retírate, como que vas a cualquier parte, y te cuertas los dedos de alante del pie para que te venga el zapato, que cuando seas reina, no has de andar a pie.
Y así hizo y se metió el zapatito. Entonces la montó el prínci­pe en su caballo y se la llevaba en casa de sus padres a su palacio. Pero había que pasar por el arbolito del sepulcro, y al llegar a él, le dijo:
-Deténte, príncipe amante, No sigas más adelante, Que el zapato que ésa tiene Para su pie no conviene.
Miró el príncipe al pie; vio que lo llevaba lleno de sangre. Vol­vió su caballo y se la llevó a su madre. Y la dijo:
-El zapatito que ésta tiene, para su pie no conviene.
Y fue y bajó a la otra hija, y como el zapato la venía pequeño, la dijo:
-Mira, cuértate el talón para que el zapatito te venga, que cuando seas reina, no has de andar a pie.
Así hizo y se metió el zapato. La cogió el príncipe y la montó a caballo en su caballo, y se fueron en casa de sus padres a su pala­cio. Y al llegar al arbolito, pos le dijo lo mismo:
-Deténte, príncipe amante, No sigas más adelante,
Que el zapato que ésa tiene Para su pie no conviene.
Miró el príncipe al pie. Vio que lo llevaba lleno de sangre. Vol­vió su caballo y se la llevó a su madre y la dijo que el zapatito no convenía para ese pie, que tenía que tener otra hija que la venía el zapatito. Y la madrasta se negaba a decirle que tenía otra. Y el príncipe la dijo que tenía que tener otra sin más remedio.
Y por fin ella le dijo que no tenía más que otra que no salía de la cocina, que estaba muy sucia y que no la podía presentar. Y él insistía que saliese, que se la presentara. Y entonces fue y se la presentó. Y la puso el zapatito, y la valía. La montó en su ca­ballo y se la llevaba a su palacio. Y al llegar al arbolito le dijo:
-Sigue, príncipe amante, Sin detenerte un instante, Ya encontraste el piececito A que venía el zapatito.
A ella entonces le dijo que tenía que apearse por pedir al arbo­lito que la diera pa arreglarse un poco, pues, ¿cómo iba a presen­tarse en palacio con los artes que llevaba, tan sucia y llena de porquería? Y entonces la dijo él que hiciera todo lo que quisiera. Y bajó de su caballo y le dijo al arbolito:

-Arbolito querido, préstame un traje
que sea de oro y plata y de mucho encaje.

Ya se le dio, y se arregló. Y montaron otra vez en el caballo y se fueron a palacio, donde, llegando a palacio, ya saludó a los padres de su amante. Ya fijaron fecha pa casarsen y se casaron.

Sepúlveda, Segovia. Narrador LXXX, 4 de abril, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)

La flor del barandul

204. Cuento popular castellano

Eran una madre y un padre. Y tenían tres hijos. Y el padre tenía los ojos malos. Y la madre les había dicho a los hijos que tenían que ir a buscar la Flor del Barandul para curar los ojos a su padre. Y su madre les preparó un día un poco de pan y queso para el camino. Y salió primero el mayor. Y al pasar por una carretera, vio a una señora con un niño (que era la Virgen con el Niño Jesús). Y le dijo:
-Niño, ¿me quieres dar un poco de pan y queso para mi hiji­to, que está muriendo de hambre? Y la dijo el chico:
-¡Que coma cantos, que de mi pan no comerá!
Y entonces la preguntó el niño a la Virgen:
-¿Me quieres decir dónde está la Flor del Barandul? Y le contestó la Virgen:
-En aquella puerta negra, negra, llama, y allí te la darán. Conque fue, llamó, y le pasaron para adentro.
Al poco tiempo pasó el segundo, y se encontró también con la Virgen y el Niño. Y le dijo la Virgen, dice:
-Niño, ¿me quieres dar un poco de pan y queso para mi hi­jito, que está muriendo de hambre? Y la dice el chico:
-¡Que coma cantos, que de mi pan no comerá! Y entonces la preguntó:
-¿Me quieres decir dónde está la Flor del Barandul? Y le contestó la Virgen:
-¿Ves aquella puerta negra, negra? Llama, y allí te la darán. Conque fue, llamó, y le pasaron para adentro. Al poco tiempo pasó el más pequeño y se encontró también con la Virgen y el Niño. Y le dijo también la Virgen:
-Niño, ¿me quieres dar un poco de pan y queso para mi hiji­to, que está muriendo de hambre? Dice:
-Tómalo todo.
Y le contestó:
-¡No, no, rico! Todo, no. Solamente un poco. Y se lo dio. Y después le preguntó el niño:
-¿Me quieres decir dónde está la Flor del Barandul? Y le dijo la Virgen:
-¿Ves aquella puerta blanca, blanca? Dice: 
-Sí.
-Pues, véte, llama, y saldrá San José y te la dará.
Conque llegó - allí, llamó, y salió San José y le mandó pasar. Y estuvo allí un poco esperando. Y le dio la Flor del Barandul y tres bolitas de oro. Y le dijo:
-Mira: estas tres bolitas son, una para tu padre; otra para tu madre, y otra para ti.
Conque se las dio, y se salió. Y le había advertido San José que no se detuviese por el camino con nadie. Y cuando ya iba a llegar a casa, se encontró con sus hermanos. Y al verle, le preguntaron que qué le había pasao. Se lo contó. Y entonces ellos le dijeron que ellos habían estao en una puerta negra con el demonio, y que les había mandao pasar pa adentro y después de atormentar­les mucho, les había despojao de todos sus vestidos y les había mandao que volviesen a casa. Y le dijeron los dos hermanos al pequeño:
-Nuestro padre nos reñirá si vamos de estas trazas y no lle­vamos la flor. Así que nos tienes que dar una bolita a cada uno. Y si no, te matamos.
Y contestó el niño que le mataran, pero que él no les daba ninguna bolita. Y le volvieron a decir que si en llegando a una tierra blanca, no les había dao las bolitas, que le mataban y le enterraban. Y siguieron caminando hasta que llegaron a aquella tierra blanca. Y se le volvieron a pedir, la Flor y las tres bolitas. Y el niño les contestó lo mismo, que le mataran, pero que él no entregaba lo que le había dao San José. Y le quitaron la Flor y las tres bolitas y le enterraron vivo.
Pero al enterrarle, quedó un dedo fuera. Y al poco tiempo pasó por allí un carretero. Y oyó una voz de un niño que cantaba:
-Carretero, tú que me cantas, tú que me lloras, mis hermanitos me han enterrado en estas arenas por las tres bolitas de oro que San José me entregó: una para mi padre, otra para mi madre, y otra para mí.
Y el carretero estuvo mirando muy extrañao para todos los sitios, extrañao de aquella voz que no sabía de dónde salía. Y se marchó al pueblo a dar cuenta. Y se lo dijo al alcalde. Y al prin­cipio el alcalde dijo que era mentira, que si había oído aquella voz por allí, que tenía que haber visto a alguien. Pero ya tanto le insistió el carretero al alcalde para que fuera, que marchó a ver si era verdaz. Y al llegar al mismo sitio, oyó también eso.
-Señor alcalde, ustez que me canta, ustez que me llora, mis hermanitos me han enterrado en estas arenas por las tres bolitas de oro que San José me entregó: una para mi padre, otra para mi madre, y otra para mí.
Y muy extrañao, el alcalde se marchó al pueblo. Y en el pue­blo pues había habido rumores de que faltaba un niño. Y como era un pueblo pequeño, pues dijeron de qué familia faltaba. Y el alcalde entonces se lo dijo al padre de ese niño. Y el padre, todo lloroso, porque tenía una pena enorme, pues se fue a ver si era verdaz, si oía aquella voz y era verdaz también que pudiera ser su hijo. Y pasó por el mismo sitio y oyó la misma canción:
-Padrecito, tú que me cantas, tú que me lloras, mis hermanitos me han enterrado en estas arenas, por las tres bolitas de oro que San José me entregó: una para mi padre, otra para mi madre, y otra para mí.
Y su padre estuvo mirando y no veía de dónde salía la voz. Y todo lloroso, y con una pena todavía mayor, porque había re­conocido la voz de su hijo, fue a casa y se lo contó a su mujer. Y su mujer, pues fue llorando a ver si era verdaz. Y al llegar al mismo sitio, oyó la voz de su hijo que la decía:
-Madrecita, tú que me cantas, tú que me lloras, mis hermanitos me han enterrado en estas arenas por las tres bolitas de oro que San José me entregó: una para mi padre, otra para mi madre, y otra para mí.
Y como no sabía de dónde salía la voz, su madre se marchó a casa. Y se lo dijo a sus hijos -que había pasao por un sitio donde estaba su hijo el más pequeño enterrao; pero que no habían dao con el paradero de él, que dónde podía estar; que fueran ellos y estuvieran buscando por todos los sitios hasta que le hallaran vivo o muerto; que su padre tenía una pena muy grande y que si no aparecía su hijo, que también se moriría él.
Y obedecieron a su madre y marcharon a ver. Y al pasar por el sitio donde le habían enterrao, oyeron la voz esa:
-Hermanitos, vosotros que me enterrasteis en estas arenas, por las tres bolitas de oro, que San José me entregó: una para mi padre, otra para mi madre, y otra para mí, y la Flor del Barandul, que vosotros me quitasteis.
Y sus hermanos lo comentaron entre los dos de que no había muerto todavía, pero que no le sacaban, y dirían a su madre que no le habían encontrao.
Y al poco tiempo pasó la Virgen por allí. Y oyó:
-Virgencita, tú que me cantas, tú que me lloras, mis hermanitos me han enterrado en estas arenas, por las tres bolitas de oro que San José me entregó: una para mi padre, otra para mi madre, y otra para mí.
Y fue la Virgen y lo sacó y le dijo que quién le había enterrao allí. Y el niño la contó a la Virgen que sus hermanos, porque no les quiso dar la Flor del Barandul y las tres bolitas de oro que le había dao San José. Y le dijo la Virgen:
-Bueno, pues ahora vete a tu casa, porque es mucha la pena que tiene tu padre, y si no vas tú, se podría morir.
Y fue el niño a casa. Y su padre y su madre, al verle entrar, se pusieron muy contentos, y lloraban de alegría. Y le preguntó su madre y su padre que qué castigo quería que les diera a sus hermanos. Y el niño contestó que ninguno, que les perdonaba, que lo que él quería era que se le curasen los ojos a su padre con la flor que le había dao San José. Y entonces, al día siguiente, ya tuvieron una comida muy grande, celebraron la venida del chico, y luego en adelante vivieron muy felices.

Nava del Rey, Valladolid. Narrador V, 9 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)

La fiera del jardín

111. Cuento popular castellano

Era un señor que se quedó viudo con una hija. Y hizo segundo matrimonio con otra mujer, que tenía dos hijas. Y la andada era muy guapa, y la mujer era muy fea, y sus dos hijas también. Y la tenían mucha envidia.
Llegó el tiempo de las ferias, y se iba a ir su padre a ellas. Y llamó a sus andadas.
-Vamos a ver. Me voy a marchar a las ferias. ¿Qué querís que sus traiga de las ferias? Y una andada le dijo:
-A mí un pañuelo de lo más bonito que haiga.
-A mí tela de lo más bonito para un vestido -dijo la otra. Y entonces el padre llamó a su hija: -Vamos, hija mía. Y tú, ¿qué quieres que te traiga?
-A mí, padre, una flor blanca. Y el padre la dijo:
-Hija, ¿qué vas a hacer con una flor blanca? Tus hermanas­tras me han encargado una, un pañuelo; otra, tela para un vestido. Y tú, hija, encárgame lo que tú quieras. Pero, ¡una flor blanca!... ¿Qué vas a hacer con una flor blanca?
La hija le contestó:
-Yo, padre, ya le he pedido a usted que una flor blanca.
Y ya se fue el padre a las ferias. Cuando se iba a venir, compró la tela para una y el pañuelo para otra, y no se acordó de la flor blanca para su hija. Y cuando venía ya a casa, se encontró con un jardín. Y entonces la vio y se acordó. Y brincó el buen señor las tapias del jardín a cortar una. Y según la estaba cortando, se le presentó una fiera y le dijo:
-¿Quién le ha mandado a usted eso?
Y el hombre le contó lo que le había pasado con las hijas. Y en­tonces le dijo la fiera que podría llevarse la flor; pero que volvie­ra allí en el término de tres días para quitarle él la vida por haber tenido el atrevimiento de entrar por la flor.
Fue a casa y entregó a cada hija lo suyo. Y a su hija la dijo:
-Toma, hija mía, la flor blanca que has encargado, la que me costará la vida.
Y la contó lo que le había pasado. Emprincipiaron sus herma­nastras a regañarla y a decirla:
-¡No tenías otra cosa que encargar a padre más que la flor para que le quite la vida! ¿No ves cómo nosotras una le hemos encargado un vestido, y otra le hemos encargado un pañuelo? Y tú, ¿pa qué le has encargado la flor? ¡Bien le hubieras podido encar­gar otra cosa!
-No consiento yo que vaya mi padre a quitarse la vida por mí -dijo la hija. El día que tenga de dir, yo iré con él y yo en su puesto me quedaré.
Yo llegó el tiempo, y se pusieron en camino para marchar. Lo propio fue llegar el jardín, y se presentó la. fiera.
-Ya vengo a cumplir lo que usted me dijo -le dijo el padre-. Pero viene mi hija conmigo... Viene mi hija conmigo y dice que en vez de quitarme la vida a mí, se la quite a ella.
La fiera la dijo:
-Niña, ¿vienes gustosa a quitarte la vida por tu padre?
-Sí, señor.
Por tres veces se lo repitió. Y él la decía:
-No me llames señor; llámame fiera.
Conque ya dijo a su padre que se marchara. Y se quedó ella. Y la llevó la fiera a una habitación. Ella no veía quién la traía de comer. La traían todos los mejores manjares del mundo; pero ella no veía quién se los ponía y quién se los quitaba.
Ya llegó la noche, y la llevó a una habitación que tenía una pre­ciosa cama y una percha para colgar su ropa. Se acostó y pasó la noche sola. Ya llegó la hora de vestirse y se fue a vestir. Y ya no tenía los vestidos en la percha, sino otros muy bonitos y de lo mejor.
Vivían juntos -con la fiera-, y se querían como hermanos. Y ya la dijo la fiera un día:
-Niña, ¿te casarías conmigo?
Y ella le contestó:
-¡Ay, fiera, que eres muy feo!
-¿Tan feo soy?
-Sí, fiera, eres muy feo.
Y así pasaron un poco de tiempo. La fiera la hacía compañía por el jardín y iba cuando la ponían la comida, el desayuno y la cena, a darla compañía. Y cuando ya llevaban un poco de tiempo y tenían confianza, la dijo a la fiera:
-Si quieres, y es gusto tuyo, pues escribiré a mis padres para que sepan que no estoy muerta y que vivo y que te portas muy bien conmigo. Y si quieres, les diré que pueden venir a verme al­guna vez, o yo ir a verles a ellos.
Ya ocurrió que los padres tuvieron matanza, y la escribieron a la fiera que sí era gustosa de dejar dir a su hija a la matanza. Dijo la fiera a la joven:
-Puedes escribirlos diciéndolos que sí. El día que maten que te lo manden a decir para que vayas.
Ya llegó el día, y la escribieron para que fuera a la matanza. Y la fiera la preparó un baúl de ropas y aderezos riquísimos pa que enseñara a sus padres lo bien que la trataba.
Bueno, na más llegar, abrió el baúl pa enseñársele. Empezó a decirlos:
-Este vestido pa ti -a la una.
Y a la otra:
-Este otro pa ti.
Y desapareció el baúl. Entonces dijo ella:
-Ya no se lo doy, porque no quiere la fiera que se lo dé.
Y volvió a presentarse el baúl. Guardó ella la ropa otra vez.
Y ya se pasó la matanza de su padre, y ya mató una tía suya también. Y quería que se quedara; pero ella decía que no podía, que la fiera no la había dado permiso más que para ver a sus padres. Ya por fin la convencieron y se quedó.
Y la fiera, pues, empezó a coger pena, porque no iba cuando la había mandado. Tanta pena cogió que ya se moría al pie de una fuente del jardín. Ya se marchó ella. Entró en el jardín, y la fiera no se presentó a recibirla. Fue ella a su habitación. Pero ya nadien la dio comida aquel día. Y la fiera no se presentó a ella. Y empezó ella a buscarla por el jardín. Y la encontró al pie de una fuente, que se estaba muriendo. Empezó a echarle agua y a decirle:
-No te mueras, fiera mía, que ya sí que te quiero.
Lo dijo varias veces. A fuerza de echarle agua, volvió en sí. Y en vez de fiera, se volvió un caballero muy guapo.
Entonces ya se hizo la boda, y se casaron. Y no pasó nada más.

Sepúlveda, Segovia. Narrador LXXX, 3 de abril, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)


La cigüeña y los cigüeñitos

17. Cuento popular castellano

Era una cigüeñita que vivía en un pino y tenía unos cigüeñitos. Y pasaba por allí una zorrita y, al ver a la cigüeña en el nido con los cigüeñitos, la dijo:
-Cigüeñita, ¿me das un cigüeñito? Si no, con mi rabo rabito te corto el pinito.
Y fue la cigüeñita llorando y le dio un cigüeñito.
Pero vuelve la zorrita al otro día y la dice:
-Cigüeñita, ¿me das un cigüeñito? Si no, con mi rabo rabito te corto el pinito.
Y fue la cigüeñita llorando y se le dio. Y ya no le quedaba más que un cigüeñito. Y la cigüeñita se echó "a llorar. Y pasó por allí el alcaraván y la dijo:
-¿Por qué lloras, cigüeñita?
-Porque viene la zorra y me dice, «Cigüeñita, ¿me das un cigüeñito? Si no, con mi rabo rabito te corto el pinito». Y ya me ha llevado dos hijos, y no me queda más que uno. Y va a venir mañana a por él.
-Pues, mira -la dice el alcaraván-. Mañana cuando venga y te diga: «Cigüeñita, ¿me das un cigüeñito? Si no, con mi rabo rabito te corto el pinito», le dices tú, «Hacha de acero corta el madero. Tú con tu rabo rabito no puedes cortar el pinito». Y si te dice que quién te lo ha dicho, le dices que el alcaraván, que allí en aquella cuesta estoy.
Conque fue la zorrita y le pidió a la cigüeñita el otro cigüe­ñito:
-Cigüeñita, ¿me das un cigüeñito? Si no, con mi rabo rabito te corto el pinito.
Y la cigüeñita le contestó:
-Hacha de acero corta el madero. Tú con tu rabo rabito no puedes cortar el pinito.
-¿Quién te lo ha dicho? -la preguntó la zorrita.
-El alcaraván -contestó la cigüeñita.
-¿Dónde está?
-En aquella cuesta.
Conque fue la zorra adonde estaba el alcaraván y le dijo:
-¿Por qué has dicho a la cigüeña que hacha de acero corta el madero y que yo con mi rabo rabito no puedo cortar el pinito? Ahora te voy a comer.
Y fue la zorra y le metió en la boca de un bocao.
-Bueno, bueno -dijo el alcaraván-, pero anuncia a mis ve­cinos la muerte mía.
Y fue la zorrita y dijo:
-¡Alcaraván comí!
Pero entonces salió el alcaraván de la boca de la zorra y dijo:
-¡A otro bobo, que no a mí!

Medina del Campo, Valladolid. 5 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)

La cajita magica

126. Cuento popular castellano

Éstos eran dos hermanos, que el uno era labrador y el otro estudiaba pa cura. Y cuando el segundo ya llevaba cuatro años de estudio, murió el padre. Y le decía el estudiante al labrador:
-El caso es que pa lo poco que me falta para hacer la carre­ra, se ha ido a morir mi padre.
Y le contestó su hermano, el labrador:
-Antes bien, estás a tiempo. Tengo que buscar un obrero pa esta simentera. Pues, debes de quedarte conmigo. Y el chico acertó.
Ya un día les faltó la simiente, y el labrador le mandó a su hermano a por ella. Volvió éste a su casa, metió el caballo en la cuadra y, antes de llevar la simiente a su hermano, se puso a hacer él la comida y comió. Después fue a por el caballo para echarle simiente y vio que en la cuadra había hecho un hoyo el caballo. Y se veía allí una losa. Levantó la losa y vio que había una habitación -pero muy bonita-, y en la habitación había un arca cerrada con llave. Trató de abrir el arca; pero no la podía abrir. Y él, discurriendo, se acordó que su padre tenía unas bra­gas tiradas en el gallinero. Fue allá el chico y encontró que esta­ba en el bolsillo de las bragas la llave. Abre el arca. Dentro de aquella arca había otra; dentro de aquélla, otra; y dentro de aqué­lla, otra; y dentro de aquélla, otra; hasta que quedó en una cajita muy pequeña.
Abre la caja, y la misma caja dice:
-Manda mi señor, que aquí me tienes. Y el chico dijo entonces:
-Que me presentes un coche a la puerta de la calle, con un tiro de caballos y muchos sacos de dinero pa ir tirándole por la calle.
Y en el acto apareció un coche a la puerta de la calle, con un tiro de caballos y muchos sacos de dinero. Y el chico ya no llevó la simiente a su hermano. Se fue a pupilo a una posada y todos los días abría su cajita, para pedirle dinero y tirarlo por la calle sigún iba en el coche.
Ya llegó el caso a oídos del rey, porque estaba muy empeña­da la España. Como el chico tiraba mucho dinero -de oro y plata- le escribió el rey al chico, que a ver si hacía el favor de alargarse por palacio. Y le contestó el chico que tanto había de palacio a su casa que de su casa a palacio. Y el rey ordenó que iría un piquete de tropas a por él. Y se puso él a la ventana de la posada, abrió su cajita y dijo que no quedara más que uno que se lo fuera a contar al rey.
Empiezan a salir hombrecillos de la caja; por cada soldao, tres o cuatro hombrecillos que salían de la caja. Con martillos les fueron matando a los soldaos. Fue el uno, el que quedó, a pa­lacio y le contó al rey lo que había sucedido, que les había matao a todos. Sólo le quedó a él para que se lo fuera a contar al rey. Y el rey, lleno de ira, mandó otro piquete de tropas, y que le llevaran arrastrando a palacio. Llegan las tropas en casa del chico, saca éste su cajita y dice:
-¡Que no dejes más que uno solo para que vaya a contárselo al rey también!
Y el rey le dijo al soldao que quedó:
-Me va a tener cuenta ir yo a por él.
Se puso en camino y llegó a la posada que estaba pupilo el chico, y dijo éste al rey:
-Si esto lo hubiera usted hecho antes, ahorrábamos de que hubiera muerto tanta gente.
Y le dijo el rey que estaba muy empeñada la España y había oído que él andaba tirando mucho dinero por las calles, y a ver si le hacía el favor de darle veinte o treinta millones de pesetas. Y le dijo:
-¡Hombre! A ver si haces el favor de ir a vivir al palacio conmigo.
Y el chico le contestó dándole las gracias -que no podía ser. Saca su cajita el chico otra vez, y dice la cajita: -Manda mi señor, que aquí me tienes.
-¡Que me presentes un palacio delante del palacio del rey, con las paredes de cristal y los chupiteles de oro! El rey tenía dos hijas y ya le dijo al chico:
-Te podrás casar con una de mis hijas. Y el rey les dijo a las hijas:
-Mañana viene un señor que tiene que ser novio de una de vosotras. Poneisos bien vestidas.
Y una de ellas tenía ya novio, y aquélla no se quiso arreglar. Y la otra vistió como princesa que era. Fue el chico, y, en vez de enamorarse de la que no tenía novio, se enamoró de la que le tenía. Llegaron a casarse y, en cuanto se casaron, como matrimo­no que era -anque de mala gana se había casao-, la enseñó la cajita, y la dijo que él alcanzaba con la cajita todo lo que él quería.
A los dos o tres meses vino el otro novio y la encontró casa­da. Y sucedió que el esposo había salido a paseo. Y se le había olvidado la cajita -la había dejado encima la mesa. La ve el novio -el que había tenido primero-, la abre, y le dice la cajita:
-Manda mi señor, que aquí me tienes.
Y dijo el novio:
-¡Que este palacio, con las paredes de cristal y los chupiteles de oro, que le lleves donde nunca haiga habido gente!
Viene su esposo de dar el paseo y se encuentra sin el palacio de cristal delante del palacio de su suegro, del rey. El marido de seguida empenzó a buscarle.
Ya llegó a tierras extrañas, y no le daban razón del palacio. Ninguno decía que le había visto. Él siguió andando y encontró una ermita, que en aquella ermita había un ermitaño. Y aquel ermitaño cuidaba todas las aves, que él tenía a su mando. Llegó el chico y le dijo al ermitaño:
-¿Usted me dará razón si ha oído de un palacio con las pa­redes de cristal y los chupiteles de oro?
-Siéntese un poco allí (en una silla que le sacó). Dentro de un poco vendrán las aves, y las aves nos darán razón si le han visto o no le han visto.
Vinon las aves. Les fue preguntando el ermitaño por el pa­lacio, si le habían visto. Ninguna de ellas daba razón del palacio. Dice el ermitaño:
-El águila real no ha venido. Parece que se descuida un poco. A los pocos momentos llegó el águila. Y le dice el ermitaño:
-¿Cómo has tardao tanto?
Dice:
-Porque he estao en un palacio con las paredes de cristal y los chupiteles de oro. Y allí tiraban mucha comida.
-¿Te atreverás a llevar a este señor al palacio?
-Sí le llevo; pero está muy lejos. Hace falta que me echéis bastante comida para llegar allá.
Se puso el chico a caballo en ella. Tomó vuelo el águila, y cada paso le decía el águila al chico:
-¡Dame carne!
-¡Toma carne!
Andaba otro trecho.
-¡Dame carne!
-¡Toma carne!
Otro trecho.
-¡Dame carne, que si no, te tiro! -¡Toma carne!
Se le terminó la carne al chico, y el águila pidió otra vez carne. Echó mano con un cortaplumas el chico y se cortó una tajada del culo, y le dijo al águila:
-¡Toma carne! Pero no me pidas más, que esto ya es mío. Y ya no le volvió a pedir más. Llegaron al palacio, y el águi­la... ¡ciega a comer!
Y el chico llamó en la puerta del palacio -a ver si hacían el favor de darle una limosna. Y le dijo la mujer:
-¡Oy, por aquí, pobres! ¡Tan lejos! ¡Nunca hemos visto gente por aquí! ¡Nunca hemos visto gente por aquí! -decía ella.
Le dieron de comer en una habitación cerca de ande estaban ellos, y les oía hablar. Y decía ella a él:
-¡Quién ha de decir que por esta cajita hemos de estar aquí!
Y ya se fue a acostar el pobre. Y vio que encima la mesa se les había olvidao la cajita. Se levanta el pobre, coge la caja, y dice ésta:
-¡Manda mi señor, que aquí me tienes!
-¡Que me presentes este palacio donde estaba!
Se puso delante del palacio de su suegro. Y el castigo que le dio el rey al otro novio fue de entreabrirle con dos tiros de caballos.

Astudillo, Palencia. Narrador LXXXVII, 14 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

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