Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 24 de octubre de 2014

Historia de un hombre pequeño

Sü-Ün-Shr era pobre, pero estudió con tal ahínco que llegó a comprender a los grandes maestros. Su inteligencia era muy despierta. Durante años se preparó para los exámenes reales. Siempre estaba encerrado en su casa y nunca salía.
¿No lo comprendes? -preguntaba a su madre. No tengo tiempo. Si no lo logro esta vez, jamás llegaré a ser oficial del reino.
Pero en la aldea donde vivía todos eran pastores y Sü-Üan-Shr no podía concentrarse. Se lo impedían los balidos de las ovejas.
-Mira -le dijo un tío suyo. Si quieres progresar en los estudios, es conveniente que vayas a la capital del reino. Allí podrás concentrarte mejor y, además, es el lugar en el que te vas a examinar. No estaría de más que te familiarizaras con él.
-Pero no tengo dinero para una estancia tan prolongada -respondió Sü-Üan-Shr. Tú lo sabes bien.
-GY eso qué importa? -replicó su tío. Alguien te ayudará.
Sü-Üan-Shr siguió su consejo y a las tres semanas estaba ya en la corte. Pronto pudo comprobar que su tío había sido demasiado optimista. Nadie quiso recibirle en su casa.
-¿Vivir aquí gratis? ¡Ni lo sueñes, muchacho! -le dijeron en todas las puertas a las que llamó.
-Yo podría educar a sus hijos a cambio -replicaba Sü-Üan-Shr. No soy tan aprovechado como pensáis.
-Mira, muchacho -respondían. Con eso de los exámenes las calles están llenas de sabios. Si quieres ganar dinero, es mejor que te dediques a otra cosa.
Sü-Üan-Shr estaba tan desanimado que decidió volverse cuanto antes a su aldea.
«Por lo menos, allí tengo un techo», se dijo.
Pero no había salido todavía de las murallas, cuando se encontró con una pagoda destruida. Su madera estaba carcomida, pero sus paredes se mantenían en pie. El silencio que en ella reinaba era absoluto. Además, estaba completamente vacía.
-¡Qué maravilla! -se dijo Sü-Üan-Shr. Esto es precisamente lo que andaba buscando. Aquí podré meditar en la sabiduría de los antiguos.
Durante los dos primeros días, en efecto, pudo estudiar de sol a sol. Su concentración era tan grande que ni del paso del tiempo se dio cuenta. No es de extrañar, pues, que a la tercera noche sintiera sueño.
-Es una pena que los hombres tengamos que dormir -dijo, boste-zando.
No terminó la frase. En seguida cayó al suelo dormido. Sin embargo, tampoco pudo pegar ojo. De todos los rincones empezaron a salir cucarachas, saltamontes y mosquitos. La madera crujía de una forma extraña y, pese al cansancio, se despertó; le fue imposible volver a dormirse.
«Será sólo esta noche -se dijo, esperanzado, Sü-Üan-Shr. Estos bichejos se hartan con mucha facilidad. No les gusta comer dos veces de la misma madera.»
Pero la noche siguiente volvió a repetirse el ruidoso banquete de los insectos. Sü-Üan-Shr tampoco pudo dormir y, cuando el sol salió, estaba tan cansado que le fue imposible estudiar.
-¿Es que nadie ama el silencio? -preguntó con amargura. Parece como si todo estuviera pensado para que sólo florezca la ignorancia.
Al tercer día no pudo resistirlo más y salió a la calle. Por primera vez en su vida se metió en una taberna.
-Te estaba buscando -oyó decir delante de él. Menos mal que al fin te encuentro. ¿Por qué te has ido de la pagoda abandonada?
Sü-Uan-Shr levantó la vista, extrañado. Ante sí tenía a un hombre tan alto que les sacaba a todos tres cabezas. Le acompañaba un perro tan grande como él. Por fin le preguntó:
-¿Y tú cómo sabes que vivo en la pagoda?
El gigante sonrió con picardía y respondió:
-Porque te he visto.
-¿Tú a mí? -volvió a preguntar el estudiante. ¿En dónde? Porque, como muy bien acabas de decir, la pagoda está abandonada.
-Así es. Pero no hablemos de eso y salgamos afuera cuanto antes, porque, si dejo de ver el sol, me vuelvo pequeñito y cualquiera puede pisarme.
Entonces contó que era emperador de un reino de hombres pequeños y que sólo él poseía el poder de transformarse en un gigante durante el día.
-Si tuviera que vivir con esta estatura -terminó diciendo, no sabría qué hacer con mis piernas.
Pero Sü-Üan-Shr no le creyó.
-No estoy para bromas -le dijo. Llevo tres días sin dormir y dos sin estudiar. Los bichejos de la pagoda no me han dejado hacer ni lo uno ni lo otro.
-Esta misma noche te libraré de ellos -contestó el gigante. Además, te regalaré este perro, para que te enseñe toda la sabiduría que te falta.
Sü-Üan-Shr le tomó por loco y le dejó con la palabra en la boca. Aquella noche se acostó pronto, pero a las dos horas se despertó, sobresaltado. Sentía un extraño picor en la oreja.
«¿Querrán devorarme también a mí las cucarachas? -se preguntó, asustado. A lo mejor se les ha terminado ya la madera.»
Abrió los ojos y vio a un guerrero que no medía más que su dedo meñique. Vestía coraza y un yelmo con penacho de plumas.
-¿Es aquí a donde nos ha mandado venir el emperador? -preguntó otro que llevaba al brazo algo parecido a un halcón.
-¡Yo qué sé! -respondió el primero. Me han dicho que un amigo suyo tenía problemas con las bestias. que viven en esta pagoda. A lo mejor es este gigantón que está aquí dormido.
Sü-Üan-Shr volvió a cerrar los ojos.
«Si descubren que estoy despierto -se dijo, son capaces de matarme. A ningún soldado le gusta que le contradigan.»
Al poco rato, toda la habitación estaba llena de tan singulares guerreros. Se distribuyeron en filas y formaron un ejército en orden de batalla. Entonces se oyó un murmullo de alas y el general que los mandaba ordenó:
-¡Al ataque! ¡Nuestra vida y nuestra fortuna pertenecen al empe-rador!
La batalla contra las cucarachas duró cinco horas. Los guerreros se batieron valientemente y, al final, las derrotaron.
-¡Ha sido una gran victoria! -dijo un general, entusiasmado.
En ese mismo instante apareció un carro de oro. En él iba un hombre vestido totalmente de rojo. Sü-Üan-Shr reconoció en él al gigante de la taberna. En cuanto le vieron, todos los guerreros comenzaron a gritar:
-¡Viva nuestro emperador! ¡Que su vida dure más de diez mil años!
Entonces los dos generales del ejército se arrodillaron ante él y dijeron:
-Aceptad este ciervo y esta águila, como prueba de nuestro vasallaje.
Uno le ofreció un saltamontes y el otro un mosquito.
-Excelentes piezas -respondió el emperador, conmovido. Me honra vuestra victoria, pero, por encima de todo, me siento orgulloso de vuestra fidelidad.
Cuando a la mañana siguiente se despertó, Sü-Üan-Shr pensó que había sido un sueño. Pero la pagoda estaba llena de cucarachas y mosquitos muertos. Además oyó una voz que le decía:
-Ten cuidado. No me pises.
-Sentiría hacerte daño. ¿Dónde estás?
-Aquí. ¿No me ves? Junto a tus pinceles de escribir. Sü-Üan-Shr miró allí y vio a un perro tan pequeño como un diente. Era el mismo que acompañaba al gigante en la taberna.
-¿Cómo es que sabes hablar? -preguntó Sü-Üan-Shr, sorprendido.
-Ya te lo dijo mi amo. Yo entiendo a los maestros mejor que ningún hombre, porque fui el perro del más grande de todos.
-Está bien, está bien -dijo Sü-Üan-Shr. Te creo. Pero ahora me toca a mí estudiarlos.
El perro se calló y no volvió a hablar hasta el día antes del examen. Aquella noche ladró para llamar su atención y dijo:
-Desde luego, no lo necesitas, pero, si me metes dentro de tu oído, te diré lo que mañana no recuerdes.
Así lo hizo Sü-Üan-Shr y obtuvo el número uno. El emperador en persona le felicitó, diciendo:
-Hombres como tú hacen memorable un reinado.
Sü-Üan-Shr sonrió, pero su pensamiento estaba junto al emperador de los hombres pequeños que, por amistad, se desprendió de su perro sabio.

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El tigre valiente

En la ciudad de Dhzao vivía una mujer viuda con su hijo. El muchacho, un joven alto y apuesto, era considerado el mejor leñador de toda la comarca. Con su hacha al hombro se adentraba en los lugares más recónditos del bosque y los otros leñadores nunca se atrevían a seguirle.
-Ese joven conoce el lenguaje de la brisa -decían algunos. ¿Cómo es capaz, si no, de encontrar el camino de vuelta? Nadie, salvo él, puede hacer tal proeza.
Pero una tarde no regresó a su casa. Mientras cortaba un viejo tronco de alcanfor, un tigre se abalanzó sobre él y le destrozó con sus garras. Su madre lo supo en seguida: un espléndido loto blanco se secó de improviso, cuando paseaba por las orillas del estanque de la pagoda".
-¿Cómo puedes creer en esas cosas? -le reprocharon las otras mujeres. Tu hijo volverá hoy mismo. Seguro que ayer se le hizo demasiado tarde y decidió pasar la noche en el bosque.
Pero los días se multiplicaron y el joven no regresó. Cuando se cumplió una semana, la mujer corrió al palacio del juez. Todos los centinelas estaban dormidos y pudo llegar sin dificultad alguna al patio de audiencias. Allí hizo sonar el gran gong.
-¿Qué ocurre? ¿Han asesinado al Hijo del Cielo? preguntó. sobresaltado, el juez. ¿A qué viene esta urgencia de justicia?
Nadie supo responderle. En el patio reinaba un gran alboroto: La mujer luchaba con todas sus fuerzas contra los guardias, que querían echarla a la calle.
-Si no me escuchas hoy, acudiré al emperador -gritaba, jadeante, la viuda. ¡El Hijo del Cielo jamás ha cerrado sus oídos a las súplicas de su pueblo!
Al juez le dio un vuelco el corazón. Sabía que la amenaza de la mujer podía suponerle la destitución y el destierro.
-¿Cuándo me he negado yo a hacer justicia, señora? -preguntó, zalamero, y se sentó en su trono de marfil.
La mujer comenzó a llorar desconsoladamente y, entre sollozos, expuso las razones de su pleito. El asombrado juez saltó de su asiento.
-¿Un tigre? ¿Tú quieres que yo detenga a un tigre?
La viuda asintió con la cabeza.
-Es..., está bien. Será atendida tu demanda. Vuelve dentro de tres días -su voz sonaba servil.
Después se dirigió a las dependencias de los alguaciles. Casi todos estaban borrachos y ninguno se inclinó cuando le vieron aparecer. Fuera de sí, arrojó la orden de captura al suelo. La recogió, por puro azar, el que más embriagado estaba.
-¡Yo soy el mejor de todos! -fanfarroneó, dando tumbos a diestro y siniestro. ¿Lo habéis visto? Hasta el propio juez viene a traerme personal-mente sus órdenes.
Pero a la mañana siguiente lamentó ser el preferido de su señor. Con el malestar de la resaca en todo el cuerpo leyó, asombrado. el contenido de la orden. Aparejó después un burro y se adentró en la espesura del bosque.
Dos días y medio duró su deambular sin rumbo. Al tercero regresó a la ciudad con las manos vacías.
-¿Cómo has osado desobedecer mis órdenes? -bramó el juez al comprobar su fracaso. ¿Quieres que todos se burlen de mí y que llegue hasta la corte la fama de mi incompetencia?
El alguacil negó tímidamente con la cabeza y se puso a temblar. Conocía la clase de castigo que le esperaba.
-La próxima vez no serán treinta, sino sesenta los latigazos que te caerán encima se burlaron los verdugos, contentos de azotar a un superior. ¿En dónde piensas encontrar al tigre asesino?
-Locuras de vieja..., locuras de vieja... -le dijeron, para darle ánimos, sus compañeros, cuando le vieron abandonar de nuevo la ciudad.
El alguacil vagó por el bosque durante tres días más, pero todo fue inútil. Ni siquiera una sola vez escuchó el rugido del tigre. La espesura tan sólo guardaba cantos de ave y ruidos extraños. Al regresar a la ciudad fue azotado de nuevo.
-No lo olvides -volvieron a burlarse los verdugos. Dentro de treinta y seis horas recibirás noventa latigazos. Te estaremos esperando.
-No podré resistirlo -respondió débilmente el alguacil. Esos son demasiados azotes para una sola espalda. ¿Por qué no me matáis ahora, de una vez?
-Locuras de vieja..., locuras de vieja repitieron sus compañeros, pero no hicieron nada por ayudarle.
Esta vez el alguacil no se adentró en el bosque. Se arrodilló en su misma linde y, sollozando, comenzó a suplicar al espíritu que habita en todos los tigres:
-¿Por qué eres tan duro conmigo? Yo soy sólo un pobre funcionario que quiere cumplir con su deber. ¿Por qué no quieres poner en mis manos al tigre que asesinó al hijo de la viuda?
Aún no había terminado su rezo, cuando, al incorporarse, vio delante de sí a un tigre enorme. El alguacil comenzó a correr y el tigre le siguió. La bestia, cosa extraña, mantenía siempre la misma distancia. A punto de perder el aliento, se volvió hacia la fiera.
-Si eres el tigre que he venido a buscar, deja que te ate las patas. Ningún acusado puede andar en libertad por nuestras calles. Compréndelo... Nuestras leyes son así.
El tigre accedió y extendió al punto sus zarpas. Todos los habitantes de la ciudad se quedaron boquiabiertos.
-Eres un tigre valiente al someterte a la justicia de tus mayores enemigos -sentenció, admirado, el juez. Por eso, te perdono la vida. Quedas en libertad, pero con esta condición: que alimentes a esta mujer durante todos los días de su vida.
La viuda protestó, airada, contra semejante decisión:
-¡Mi hijo murió a sus manos! ¡Yo exijo para él la misma clase de muerte! Además, ¿cómo va a poder una bestia cumplir semejante cosa?
Pero a la mañana siguiente apareció un jabalí muerto a la puerta de su casa. La mujer lo atribuyó a la buena suerte, hasta que terminó convenciéndose de que el tigre valiente cumplía su palabra: durante quince años no le faltó nunca carne que llevarse a la boca.
Cuando, finalmente, murió, el animal se sentó sobre su tumba y se dejó consumir, como si fuera una candela. Aún era joven y vigoroso, pero prefirió seguir a la muerta a quien durante tantos años había protegido. El tigre se consumió con las primeras nieves del año.
-¿De quién es esa piel tan hermosa? -preguntaban los caminan-tes, al ver sus despojos. ¡Lástima que la lluvia y el sol vayan a terminar pudriendo semejante belleza!
Pero los habitantes de la ciudad de Dhzao construyeron sobre la tumba un pequeño templete y la piel del tigre duró diez mil anos.
-¿Ese? -explicaban después a sus hijos. Ese es el tigre valiente, un animal que cambió en valentía su miedo y dio amor a una viuda.
Y ya nadie decía: «Locuras de vieja..., locuras de vieja», porque todo el mundo sabía que en el frío corazón de los tigres también puede esconderse la perla de la ternura.

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El tigre que mordia a la gente

Aquel tigre apenas había conocido a sus padres. Los mataron en una batida que organizaron los hombres de Fujian, cuando todavía era un cachorro.
Como consecuencia, su educación había dejado mucho que desear. Ahora, de hecho, era un animal de impresionante alzada y con un rugido tan fuerte que todos los seres del valle temblaban al oírlo: pero no sabía cazar.
El consejo de tigres se había reunido varias veces para solucionar tan acuciante problema. Todo resultó inútil. Ni una sola de sus venerables enseñanzas logró penetrar en la cabeza del tigre huérfano.
-Es natural -dijo, con ademanes de sabio, la fiera más anciana. Esas cosas se aprenden de pequeño. Ahora ya es demasiado tarde.
-¡Lástima que un joven tan fuerte como él vaya a terminar muriendo a manos de enemigos menos poderosos! -se lamentó el presidente del consejo.
Lo oyeron algunas tigresas del clan y aquella noche todas lloraron su futura desgracia. Era muy doloroso aceptar que el tigre más hermoso de toda la comarca fuera a morir devorado por cualquier alimaña inferior. Pero él no se entristeció lo más mínimo y lanzó su terrible rugido.
-iCuánto daría yo por poder adoptarlo! -suspiró una hembra ya madura. No fue culpa suya que sus padres no le enseñaran a cazar.
-¿Estás mal de la cabeza? -le replicaron en seguida otras comadres. Tú tienes hijos y hasta nietos. Sería tu propia ruina. Deja de pensar en él.
-¡Qué injusto es no ser macho! -volvió a suspirar la primera. Yo podría evitar que ese tigre se perdiese.
Por desgracia, eso fue lo que sucedió una tarde de marzo. Se alejó demasiado de los dominios del clan y no supo ya volver. Al principio se divirtió mucho, corriendo tras todo animal que se le puso delante, pero, cuando el hambre comenzó a punzarle el estómago, se sintió solo y no supo qué hacer.
-¿Habéis visto? -cotillearon aquella noche los búhos. Es algo increíble. Ese tigre no sabe cazar ni un ratón.
-Ya lo decía el hermano mayor de mi madre: la corpulencia es siempre engañosa.
-¡Pero es ridículo! -se devanaba los sesos un búho joven. Sus dientes son tan afilados que, con sólo cerrar la boca, podría hacerse con la pieza que quisiera.
Eso era precisamente lo que el tigre huérfano no hacía: se limitaba a morder, sin dar jamás una dentellada. Casi todos los animales del bosque llevaban las marcas de sus dientes en alguna parte del cuerpo, pero ninguno de ellos perdió una sola gota de sangre.
-Ese tigre está loco -se decían unos a otros, y comenzaron a perderle miedo a la ferocidad de su rugido.
-Sí es verdad. Seguro que. tarde o temprano, terminará cayendo en las manos del hombre.
El tigre no sabía a quién se referían. Una tarde, sin embargo, se vio rodeado por unos ridículos seres erectos, que le amenazaban con unas extrañas ramas muy afiladas. El tigre lanzó su rugido y todos se dispersaron al punto.
Corrió después detrás de uno y se limitó, según su costumbre. a dejarle marcadas las huellas de sus dientes. El hombre tenía los ojos inyectados de terror. Pero. cuando el grupo de cazadores volvió a rodearle con sus lanzas, salió en su defensa.
-Dejadle! No le matéis! Es una animal manso.
Los demás se miraron, incrédulos.
-Ha podido destrozarme y sólo me ha marcado los dientes en la pierna.
-Será un tigre marica -bromearon algunos.
En la ciudad nadie daba crédito a lo que los cazadores contaban, pero tuvieron que rendirse a la evidencia. El tigre vagaba libremente por la ciudad sin matar nunca a nadie. Sólo cuando algún asustadizo viandante echaba a correr, la mansa bestia le perseguía y le dejaba marcados los dientes. Con el tiempo todos se acostumbraron a su presencia.
Pero un año, al principio del otoño, llegó a la ciudad la noticia de que el temido bandido Chen-Feng se acercaba con todas sus huestes. Las gentes se encerraron en sus casas y dejaron de alimentar al tigre manso. El animal estuvo tres días y tres noches sin probar bocado. Al cuarto decidió abandonar aquel lugar de calles desiertas.
-Es una pena que se marche así nuestra fiera -comentaron algunos en la seguridad de sus hogares. Pero ¿qué podemos hacer? Si el bandido Chen-Feng nos encuentra en las calles, nos venderá luego como esclavos en otra parte. No podemos arriesgarnos.
El tigre vagó por la espesura si rumbo. Agotado, se dejó caer en el lugar más tenebroso que pudo encontrar. Se sentía morir y lanzó por última vez su temible rugido. Fue entonces cuando descubrió que no estaba solo. A escasos metros de él el bandido Chen estaba cagando, apoyado en un árbol. En cuanto oyó el bramido de la fiera, echó a correr, dejando allí mismo sus calzones. Sus huestes le siguieron al galope y abandonaron para siempre aquella comarca.
-Sí, sí. El tigre que mordía a la gente -se decían unos a otros los habitantes de la ciudad. El solo ha ahuyentado a ese monstruo con forma humana. Le debemos la vida.
Y le recibieron con honores de príncipe. Después le nombraron benefactor perpetuo y le pusieron el gorro negro de magistrado. Algunos dijeron que le habían visto sonreír. emocionado.
-Es ridículo vestir así a un tigre, pero ¿acaso no ha hecho ese animal más por esta ciudad que el propio gobernador?
Y echaban a correr de buena gana, para que el tigre los persiguiera y dejara grabadas en sus cuerpos las huellas de sus dientes.
La noticia se extendió por el valle y llegó hasta las cumbres del norte. Allí la oyeron por primera vez los miembros del clan al que había pertenecido el tigre. Se la contó un búho viejo, que había regresado a morir al lugar en el que había transcurrido su infancia.
-iMe alegro tanto por él! -dijo la tigresa que había querido adoptarle. Desde siempre supe que su destino iba a ser más alto que el nuestro. ¡Si era el tigre más hermoso que ha habido por aquí en milenios!
Pero los ancianos del clan le tildaron de traidor:
-iHabráse visto? ¡Convivir con los hombres! ¡Vaya locura! ¿Qué otra cosa podía esperarse de un cobarde?
Las tigresas no estaban de acuerdo y comentaron entre sí en voz baja:
-¡Sería tan hermoso que hombres y tigres viviéramos en paz! ¡Es una lástima que las dos especies más inteligentes y poderosas de este mundo seamos tan mortales enemigos!
En la ciudad, el tigre decía lo mismo a todo el mundo, pero nadie entendía el significado de sus rugidos. Además, creían que un animal no piensa. Era sólo el tigre que mordía a la gente y nunca cerraba, porque sí, las mandíbulas.

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El tigre que hacia de celestina

Dhzan-Fu era el único leñador que vivía de su oficio. Mientras los otros hombres del lugar poseían ganados y tierras, Dhzan-Fu se ganaba la vida cortando leña y vendiéndola después a buen precio. Su madre vestía túnicas de seda y usaba pulseras de jade. Pero, con el tiempo, los árboles de la aldea fueron haciéndose más escasos y los ingresos de Dhzan-Fu menos numerosos.
Un día decidió marcharse hacia el norte. Se lo comunicó a su madre y la mujer se echó a llorar.
-Sólo estaré fuera tres días -la tranquilizó el joven leñador. Las montañas no están muy lejos y en ellas crecen árboles milenarios.
La mujer miró en la dirección de las altas cumbres y, en efecto, no le parecieron tan lejanas. Dhzan-Fu partió con su hacha y las ricas viandas que su madre le había preparado.
Durante dos días cortó árboles enormes que un rayo difícilmente hubiese podido derribar. Pero el árbol más grande lo echó por tierra al amanecer del tercer día; un coloso de más de mil kilos, que él transformó en seguida en astillas. Su esfuerzo fue tan grande que, en cuanto terminó, se dejó caer al lado de la madera.
Entonces descubrió la presencia de un tigre. Era un animal descomunal, con la piel completamente blanca. Estaba tan cerca que Dhzan-Fu no pudo echar mano de su hacha para defenderse.
-Espíritu de mi padre -suplicó, aterrorizado, el joven, líbrame de esta fiera.
El tigre no se movió del sitio. Continuó mirándole con ojos tristes. Entonces Dhzan-Fu comprendió que no quería atacarle.
-¿Qué te pasa? ¿Te ocurre algo? -preguntó, más animado.
El tigre movió la cabeza afirmativamente y extendió su pata izquierda.
-¿Estás herido en esa pata? -volvió a preguntar Dhzan-Fu, recuperado ya del todo.
La bestia repitió su movimiento de cabeza.
-Está bien. Acércate. Déjame mirarte esa herida.
Como había supuesto, el tigre llevaba clavada una espina. Dhzan-Fu se la arrancó con enorme cuidado. El tigre lanzó un alarido y comenzó a lamerse una pata. El dolor había desaparecido de sus ojos.
Cuando Dhzan-Fu contó a su madre lo ocurrido se puso muy contenta, porque atribuyó todo a la protección de su esposo muerto.
-¡El tigre no quería atacarme! -volvió a explicar Dhzan-Fu, pero no insistió por no desilusionar a la vieja.
Poco a poco se fueron olvidando ambos del incidente del tigre. Pero un día por la mañana temprano, cuando Dhzan-Fu se disponía a salir a cortar leña, encontró un ciervo muerto a la puerta de su casa.
-¡Qué suerte que haya venido a agonizar a nuestra puerta! -exclamó, alborozada, la madre. Tendremos carne por lo menos para una semana.
-Es raro que este ciervo haya logrado llegar hasta aquí -dijo Dhzan-Fu, al tiempo que examinaba unos profundos desgarrones en la piel del animal. Normalmente los tigres no dejan escapar tan fácilmente a sus presas.
-Te lo acabo de decir -le sacó de dudas su madre: Todo es cuestión de suerte. ¿Para qué devanarse los sesos inútilmente?
Pero en los días siguientes volvieron a aparecer en su puerta muchos animales muertos y ya no mentaron más a la suerte. Sabían que todo era obra del tigre blanco.
-Es increíble que un animal exprese así su agradecimiento -comentó la madre.
-¿Acaso no lo es que un tigre pida ayuda a un hombre? Y, sin embargo, eso es lo que ocurrió en las montañas del norte. ¿Te acuerdas?
-De todas formas -volvió a decir la madre, también nosotros estamos obligados a ser agradecidos, hijo.
Dhzan-Fu decidió, pues, encontrarse de nuevo con la bestia. Aquella noche no durmió. Estuvo totalmente pendiente de la puerta. Pero, al romper la aurora, le venció el sueño y no pudo darle las gracias al tigre blanco. Apesadumbrado, abrió la puerta y, ¡oh, sorpresa!, en vez de la caza de todos los días, encontró una doncella desmayada. Era bellísima, y en su ropa se veían claramente marcadas las huellas de una zarpa.
-Es natural que haya perdido el sentido -dijo, comprensiva, la madre. A cualquiera le ocurriría lo mismo de encontrarse con una fiera.
-¿Te has fijado? -preguntó Dhzan-Fu. ¡Sus vestidos son tan finos que sólo pueden pertenecer a una princesa! -su madre asintió. Princesa o no princesa -continuó diciendo, un buen vaso de vino de arroz la reanimará. Estoy seguro.
Fuera se oyó una gran algarabía y Dhzan-Fu miró por la ventana. Incomprensiblemente, un grupo de soldados había rodeado la casa.
-iRendíos al punto! -gritó una voz ronca. ¡Sabemos que tenéis ahí encerrada a la hija del rey! ¡Si le hacéis el menor daño, lo pagaréis con vuestras vidas!
Los soldados se quedaron extrañados cuando vieron aparecer a Dhzan-Fu.
-¿En dónde tienes guardado al tigre? -preguntaron, después de cargarle de cadenas.
-¿Al tigre? -el joven leñador no salía de su asombro.
-Sí. Esa bestia blanca que raptó a la princesa de su palacio y la ha traído en sus fauces hasta aquí.
Los soldados registraron la casa, pero no encontraron el menor rastro de él.
-No cabe la menor duda -concluyó el aguerrido capitán que los conducía. Sólo tú puedes ser esa bestia blanca. Por eso tu piel carece de las rayas negras que tienen todos los tigres.
Dhzan-Fu lo negó rotundamente. pero nadie le creyó. En la capital del reino las gentes hacían cola para verle. Le habían encerrado en una jaula de plata, que después colocaron en el centro del mercado más importante.
-No parece tan fiero -decían algunos, pero, desde luego es mejor no acercarse a él. Con estas fieras nunca se sabe.
Otros le tiraban irrespetuosamente de los bigotes y después comentaban:
-¡Qué magia más poderosa poseen estas bestias! Sus bigotes son tan suaves como los de un hombre cualquiera -y volvían a repetir la operación.
Dhzan-Fu contó una y mil veces lo que le había ocurrido, pero no fue suficiente para determinar su inocencia. El juez le condenó a la horca.
-... Por tu temeridad al entrar en el palacio del rey y llevarte por la fuerza a su hija -leyó el alguacil ante la jaula de plata.
A toda la ciudad le pareció justa semejante decisión. Sólo la princesa se entristeció, porque se había enamorado de Dhzan-Fu. No le importaba que fuera un tigre o que poseyera toda la magia del mundo. Además, ella creía firmemente en su inocencia.
-¿Cómo podéis pensar una cosa así después del daño que os ha hecho ese monstruo? -le reprochaban los eunucos. Deberíais alegraros de que, por fin, se haya hecho justicia.
-Yo sé que es verdad cuanto dice -replicaba la princesa.
¿No habéis visto sus ojos? Son claros como el lago Re-Üe. En ellos no hay lugar para la mentira.
-Si es así -le respondían con burla, no tenéis por qué preocuparos. El tigre del que habla volverá a salvarle.
Pero la princesa no creía en ese milagro y se pasaba los días llorando desconsoladamente.
-¡Qué triste es ser princesa! -se quejaba a los sauces de su jardín. ¡Vivir en la misma casa del rey y no poder perdonarle la vida a aquel a quien se ama!
El día del ajusticiamiento apareció gris. Un enorme gentío se congregó en la plaza donde habían levantado la horca. No querían perderse el espectáculo, porque habían oído decir que cuando un hombre tigre muere su corazón expulsa un gran diamante.
A las doce del mediodía el rey se asomó a la ventana de su palacio y gritó:
-¡Proseguid! ¡Que el cielo sea testigo de nuestra justicia!
Entonces se oyó un rugido terrible. De todas partes comenzaron a aparecer tigres. Los capitaneaba un animal sin rayas, completamente blanco; el mismo que había raptado a la princesa. Las fieras confluyeron en la plaza y dominaron a los soldados.
-¡Ese hombre decía la verdad! -proclamó el rey, asombrado. ¿Cómo hemos podido estar tan ciegos? ¡Que le pongan en libertad inmediatamente!
Agradecido, Dhzan-Fu abrazó al tigre blanco y toda la ciudad lloró emocionada.
-Si un hombre demuestra tal ternura por una fiera, ¿qué no hará por sus semejantes? -se preguntó el rey, y le ofreció ser su sucesor, casándole con su hija.
La princesa se opuso a que el tigre blanco abandonara la ciudad. dad. La bestia aceptó y ése fue su regalo de bodas.
-¿Por qué le has pedido eso? -le preguntó Dhzan-Fu. ¿No sabes que a los tigres les gusta la libertad y los espacios amplios?
La princesa sonrió y sus dientes brillaron como reflejos de sol sobre el agua.
-¿Tan pronto lo has olvidado? Le debemos nuestra felicidad. Fue él quien nos presentó.
Y a partir de entonces acudían al tigre blanco cuantos querían casarse. El animal daba su conformidad o expresaba su rechazo con movimientos de cabeza.
-¿Por qué no íbamos a fiarnos de él? -preguntaban muchos novios. ¿No es, acaso, ciego el amor?

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El tigre agradecido

El doctor Chiou-In era el médico más famoso de toda la región. Su fama no provenía de sus artes, sino de la dulzura de su corazón: cuando algún enfermo no tenía con qué pagar, el doctor Chiou-In sonreía y decía que no importaba, que ya le pagaría más adelante. Después se olvidaba de tales promesas, porque sabía que las gentes de la aldea eran más pobres que él.
Su abnegación era otra de las bases sobre las que se asentaba su fama: ni el sol, ni los ciclos de la luna eran capaces de detenerle en su casa. El doctor Chiou-In siempre acudía a donde fuera, cuando alguien le necesitaba.
-Cualquier día vas a aparecer muerto por esos caminos -le reprochaba su esposa. ¿Y todo para qué? Nadie te paga nunca y nosotros somos cada vez más pobres.
El doctor se reía para sus adentros y nunca le contestaba, porque sabía que el corazón de su esposa era más blando que el suyo propio.
Un día un grupo de cazadores persiguió a un tigre macho hasta las mismas puertas de la ciudad en la que vivía el doctor Chiou-In. Allí perdieron totalmente su pista y no sabían qué hacer.
-¡Es imposible! -decían los hombres, cubiertos hasta las cejas de sudor. ¿Cómo puede un tigre evaporarse de esta forma?
-Se habrá escondido en alguna oquedad de la muralla. Registré-mosla bien.
Pero la muralla estaba en tan buen estado que ni siquiera un gorrión podía hacer su nido en sus paños.
-¿Qué vamos a hacer para encontrar su rastro?
-No perdamos más tiempo -la voz de los hombres sonaba cansada. ¿Es que no lo veis? El hilo de sangre cesa aquí de repente.
El tigre estaba herido de muerte: dos lanzas le habían entrado por el costado y llevaba clavada una espada en el lomo. Pero lo que no sabían los cazadores era que aquel tigre era un príncipe entre los de su especie. Como tal, tenía el poder de tomar forma humana. Así lo hizo, cuando las murallas de la ciudad le impidieron seguir huyendo.
-Pase, buen hombre. Se nota que está muy cansado. Hasta parece enfermo. Si es así, el doctor Chiou-In vive a tres calles de aquí -le había dicho el centinela que guardaba la puerta.
El tigre herido siguió su consejo, y de dos zancadas se presentó en casa del médico. Su odio contra los hombres era tal que decidió comérselo en cuanto abriera la puerta. Pero, cuando vio el brillo de bondad de sus ojos, no pudo hacerlo. El doctor llevaba un farol en las manos.
-Estoy de camino y no tengo dónde hospedarme -mintió el tigre. Le prometo que mañana, en cuanto amanezca, me marcharé.
-Hónranos con tu visita todo el tiempo que quieras -dijo el doctor, y cerró la puerta.
La señora Chiou se asomó a la escalera, pero, al ver al tigre, se volvió de nuevo a la cama. Había visto la herida de su espalda y pensó que era un enfermo más. El doctor quiso curársela. pero el tigre se negó.
-No seas cabezota -le respondió el hombre con dulzura. Esta herida es como todas las demás. ¿Crees que porque todavía lleva clavada la espada que la produjo es distinta?
Y se la sacó con extremo cuidado. El tigre lanzó un alarido tan fuerte que despertó a media ciudad. Pero creyeron que se trataba de una pesadilla y volvieron a quedarse dormidos.
A la mañana siguiente toda la ciudad comentaba, asombrada, la extraña desaparición del tigre moribundo. El doctor Chiou-In supo de esta forma que su paciente era en realidad aquel animal, pero no dijo nada. Su deber era atenderle.
Por la tarde la calentura de la bestia era tan alta que comezó a delirar. Tan pronto se transformaba en tigre como volvía a tomar forma humana. El doctor Chiou-In no dejó entrar a su mujer en aquella habitación ni una sola vez. Sabía que, aunque buena, su esposa hablaba demasiado con las otras mujeres de la ciudad.
-Es un tipo extraño ese hombre que estás curando -comentó a la hora de la cena. ¿Te has fijado en sus pupilas? Son verdes y alargadas como las de un gato.
-¿Cómo puedes hablar así de nuestro huésped? -la reprendió el doctor y cambió en seguida de tema.
Cuando el sol apareció por la línea del horizonte, el doctor Chiou-In tomó su arco de caza y salió de la ciudad. Todo el día estuvo en el campo, pero sólo regresó con dos liebres y una torcaz. El tigre las devoró de un bocado. Durante los días siguientes volvió a repetir la operación y por primera vez en su vida el doctor Chiou-In faltó a su obligaciones de médico.
-¿Estás loco? -le echó en cara su mujer. ¿Qué tiene ese hombre para que te entregues a él con tal dedicación?
El doctor Chiou-In respondió con un hilo de voz:
-Es un enfermo que ha perdido muchas fuerzas. Todavía está muy grave. Es necesario alimentarle bien.
Pero el tiempo transcurrió y el tigre continuó holgazaneando en su casa. A la caída de la tarde salía a pasear por la ciudad y tomaba buena nota de cuanto veía. Su recuperada salud le devolvió el apetito y cada vez exigía más carne al viejo doctor.
-¿Es que te has olvidado de que nosotros también tenemos estómago? -le gritó un día su mujer. No está bien que nosotros comamos verduras, y él toda la carne que tú cazas.
Pero el doctor Chiou-ln siempre repetía lo mismo:
-Mujer, ten un poco de paciencia. Es nuestro huésped. Quizá algún día nos lo pague con creces.
-Sí, como los otros enfermos de la ciudad -y la señora Chiou se echaba a llorar.
Tres meses estuvo el tigre en su casa. Una mañana desapareció sin decir nada a nadie. Había oído la llamada de la espesura y se volvió a ella a criar una nueva camada de tigres. El doctor Chiou-In se sintió muy solo y muy triste porque su esposa le recriminó con más fuerza:
-¡Otro enfermo que huye! ¿Cuándo aprenderás a ser más sensato? A veces me arrepiento de haber compartido tantas privaciones contigo.
Sin embargo, esta vez se equivocó. A la caída de la tarde apareció el tigre con un jabalí y diez liebres. La señora Chiou no salía de su asombro, pero no pudo darle las gracias porque el animal con forma humana se marchó con la misma rapidez con la que había llegado. Al día siguiente volvió a presentarse de nuevo y los dos ancianos se hartaron otra vez de carne.
-¿Lo ves? -preguntó triunfante el doctor a su esposa. No todos los pacientes son iguales. Siempre hay algunos que saben expresar su agradeci-miento mejor que otros.
Pero en el fondo se sentía triste, porque sabía que aquel enfermo era, en realidad, un tigre.
Una tarde, cuando el tigre-hombre acudió con su diario tributo de carne, se encerró con el doctor Chiou-In en su aposento y le descubrió quién era. El médico se levantó y abrazó con ternura a la fiera.
-¿Acaso crees que no lo sabía? -preguntó, divertido. Cuando la fiebre es muy alta, la magia no vale para nada.
Y le contó las transformaciones que había presenciado el segundo día de su enfermedad.
El tigre, emocionado, salió por la ventana. El doctor pensó que no iba a volver a verle nunca más y se entristeció, porque le había cogido cariño. Pero al día siguiente se presentó más pronto que de costumbre. Llevaba bajo su brazo izquierdo un paquete envuelto en seda roja.
-Es para ti -dijo el tigre. Espero que me hagas el honor de aceptarlo. Es algo que para mí tiene mucho valor: la piedra que me ha servido de almohada desde que soy un tigre adulto.
El doctor Chiou-In extendió la seda roja y ante sus ojos apareció una enorme pepita de oro puro.
-No no puedo aceptarla -balbuceó, asombrado. ¿Cómo podría privarte de tu almohada?
Pero el tigre ya se había marchado. Cruzó el valle con la celeridad de la vista, porque se sentía muy feliz.
-Tenías razón -comentó la señora Chiou con su marido: hay pacientes que saben expresar su gratitud mejor que otros. Es sólo cuestión de carácter.
Esta vez el doctor no se sintió triste, porque ¿qué diferencia existe entre el que da las gracias y el que te cubre de oro?

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El sombrero raro

La señora Chiang era viuda y tenía dos hijos. Afortunadamente su esposo le había dejado un campo. Ella lo labró como si fuera un hombre y, de esta forma, logró sacar adelante a sus hijos. Su ilusión más grande, no obstante, era que estudiaran. Por eso ahorraba cuanto podía y se sacrificaba más de lo necesario.
-Que estudie mi hermano -dijo el hijo más pequeño, al cumplir catorce años. El es más inteligente que yo y, además es el mayor.
De esta forma, consiguieron que el muchacho se educara con los mejores maestros. Parecía un gran señor y era tan sólo hijo de una viuda y hermano de un joven campesino.
-No podemos enseñarle nada más -dijeron un día a la señora Chiang los sabios con los que había estudiado su hijo mayor. Ahora conoce ya toda la sabiduría y haría bien en presentarse a los exámenes imperiales.
-Pero la capital está muy lejos -protestó el muchacho. Y añadió después, apenado:
-Tengo la inteligencia de un príncipe, pero seré un campesino toda mi vida.
La señora Chiang vendió el campo y se endeudó hasta las cejas. Así, su hijo mayor pudo viajar hasta la capital.
-No te preocupes por nosotros. Tenemos manos duras -le dijo su hermano, al despedirse.
Pero no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas.
Los exámenes se celebraron a los cuatro meses y asistió el emperador en persona. El hijo de la señora Chiang obtuvo el número uno. Entonces el Hijo del Cielo le felicitó diciendo:
-Eres joven como un tallo de bambú, pero posees la prudencia de una encina. A partir de hoy estarás siempre a mi lado.
Pero su buena fortuna no paró ahí. La hija del ministro Kuo se enamoró nada más verle y se casó con él. Cuando su madre y su hermano se enteraron, no cabían en sí de gozo.
-Iremos a la capital a verle -dijo la señora Chiang. Mi nuera debe ser tan hermosa como la luna llena.
-También a mí me gustaría conocerla -replicó el hermano menor-. Pero debemos tanto dinero que nadie nos prestará nada para el viaje.
Sin embargo, la ilusión de su madre era tan grande que la cogió a hombros y abandonaron en seguida la aldea. El viaje fue penoso, pero por fin llegaron a la capital. El hijo menor de la señora Chiang parecía un esqueleto, de tanto como había adelgazado.
-No podéis entrar aquí -le dijo el soldado que guardaba el palacio en el que vivía su hijo. Si os dejo pasar, el consejero Chiang me pondrá de patitas en la calle.
-Pero nosotros somos su madre y su hermano y venimos desde muy lejos a verle.
El soldado no quería creerlo, pero tanto insistieron que terminó llamando al consejero Chiang. Entonces les hicieron pasar al salón más lujoso de todo el palacio.
-¿Por qué quieres que te acompañe? ¿Tan importante es la visita que tenemos? -preguntó al consejero Chiang su esposa.
Son nada menos que mi madre y mi hermano -respondió con orgullo. A ellos les debo todo lo que soy.
Pero la joven señora Chiang miró por entre una cortina y, al ver su aspecto pueblerino, exclamó:
-Si esos dos paletos son familia tuya, yo soy un guerrero tártaro. ¿De verdad es tu madre esa mujer tan piojosa? El consejero Chiang pensó:
«Si le digo que sí, se avergonzará de mí y no me mirará jamás a la cara.»
Aparentando, pues, extrañeza, ordenó:
Sacad cuanto antes de aquí a esos dos. Desde luego que no son familia mía. Esa mujer debe estar loca.
La señora Chiang lloró durante meses el desprecio de su hijo. Pero el hermano menor la consoló, diciendo:
-Son cosas de la corte. Estoy seguro de que mi hermano hubiera querido reconocernos, pero él debe pensar ante todo en su futuro -y ambos se volvieron a su aldea.
La tristeza y el viaje minaron la salud de la señora Chiang. Apenas si podía levantarse de la cama y requería cuidados continuos. Pero los médicos eran caros y entre ella y su hijo no tenían ni una sola moneda de cobre.
-No importa -se dijo el hijo menor. Trabajaré todo el día. Seré labrador desde que salga el sol hasta que se ponga y, por las noches, cortaré leña en el bosque.
Así lo hizo y estuvo diez días sin dormir. Al undécimo estaba tan cansado que tropezó con una cosa brillante y a punto estuvo de caer por un barranco. Se fijó bien y vio que era un trozo de oro.
«¡Qué suerte! -pensó entonces. He estado a punto de perder la vIda, pero este pedrusco se la devolverá a mi madre. Ya no tendremos que preocuparnos de con qué vamos a pagar al médico.»
Pero a medio camino le remordió la conciencia y se dijo:
«No está bien que me quede con lo que no es mío. A lo mejor es un pobre el que ha perdido este trozo de oro y está ahora buscándolo como un loco.»
En seguida volvió al lugar en el que lo había encontrado y lo dejó en el suelo. Entonces oyó una risa chillona detrás de él. Se volvió y se encontró con un anciano que apenas medía tres palmos de alto. Estaba completamente calvo y su barba era muy blanca.
-¿Y tú de qué te ríes? -preguntó, malhumorado, el hijo menor de la señora Chiang.
-Tienes a tu madre a punto de morirse y vas y devuelves ese oro que podría solucionarte todos tus problemas.
-Pero no es mío -protestó el joven. ¿Acaso crees que está bien quedarse con lo que no es de uno?
El anciano sacó entonces un sombrero y se lo entregó, diciendo:
-Yo soy uno de los siete sabios que atendemos al Emperador del Cielo. Has servido con tal fidelidad a tu madre que el Señor Celeste ha decidido recompensarte. Cuando desees algo, ponte este som-brero y lo obtendrás al punto.
El muchacho corrió a su casa, loco de contento. En cuanto llegó, se puso el sombrero y dijo:
-Vamos a ver si es verdad lo que ha dicho ese anciano. Sombrero, quiero que mi madre se ponga buena.
Al punto la señora Chiang se levantó de la cama. Su enfermedad había desaparecido totalmente.
-¿Cómo es posible? -se preguntaba, asombrada. Ya ni tristeza siento por lo mal que nos recibió tu hermano.
-Pues no preguntes nada -le respondió su hijo. El cielo siempre vela por los pobres. ¿Para qué perder el tiempo con palabras?
Después, mientras su madre preparaba la cena, se dijo:
«La pobreza es dura. Pediré a este sombrero que me dé una casa nueva, diez mil monedas de oro y una esposa que me ame a mí y cuide a mi madre.»
Aún no había terminado de pensarlo, cuando todo se hizo realidad. La casa en la que habitaban se transformó en un palacio, sus bolsillos estaban llenos hasta rebosar de monedas, y ante sí tenía una doncella bellísima, que le dijo:
-Yo soy tu esposa. Amame como yo a ti y encontrarás la felicidad.
El hijo menor de la señora Chiang se convirtió, así, en un hombre rico. Como, además, no era soberbio, a todos les fue diciendo su secreto:
-Yo no tengo ningún mérito -afirmaba. Un sabio me entregó este sombrero. Es mágico y me da cuanto le pido.
Para demostrarlo, dijo que quería una vaca y un arado para labrar la tierra. Y así sucedió.
La fama de su sombrero corrió como una tormenta. Cuando llegó a oídos del consejero Chiang, hizo que le prepararan inmediatamente una litera.
«Si mi hermano sigue siendo tan tonto -se dijo, pronto seré el hombre más poderoso de la tierra.»
Y partió hacia la casa de su madre.
Su hermano le recibió con los brazos abiertos. Estaba tan contento que al punto olvidó lo mal que se había portado con su madre y con él. Pero el consejero Chiang estaba más interesado en el sombrero que en su antigua familia.
-¿Es verdad lo que dicen por ahí -preguntó sin rodeos, que tienes un sombrero que te da cuanto le pides?
-Así es -respondió su hermano. ¿Quieres probar?
Y, sin decir ni que sí ni que no, se lo puso en la cabeza. El consejero Chiang dijo entonces:
Quiero que la litera en la que he venido se convierta en oro puro.
Y efectivamente, así ocurrió.
Después se dejó llevar por la codicia y pensó:
«Es una lástima que una cosa tan valiosa esté en manos de un campesino. Diré que mi madre, mi hermano y mi cuñada se mueran y el sombrero será mío.»
Pero no había terminado todavía de pensarlo, cuando el sombrero comenzó a hacerse cada vez más pequeño.
-iSocorro! -gritó, desesperado, el consejero Chiang. ¡Sacadme esto de la cabeza! ¡Me la está destrozando!
Pero, aunque lo intentaron, nadie pudo lograrlo. El sombrero le hizo añicos el cráneo y desapareció.
El hijo menor de la señora Chiang comprendió entonces que nunca deben ponerse cosas poderosas en manos de gente que no sea honrada.

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El señor dung-kwo y el lobo

El señor Dung-Kwo era un filósofo de la escuela mohísta. Como tal, propugnaba la compasión, la tolerancia y el sacrificio propio en favor de los demás. Su fama de sabio era tan grande que el rey de Wei le envió mensajeros diciéndole:
-Mi reino se prepara para la guerra. Ven y háblanos del valor de las virtudes humanas.
El señor Dung-Kwo no lo pensó dos veces. Cogió un bolsón de cuero, lo llenó de libros y abandonó su casa. Cuando atravesaba el reino de Yao, vio acercarse a unos soldados. Eran jóvenes y a juzgar por lo reluciente de sus armaduras, los más valientes del ejército real.
-No sabía que mi fama fuera tan grande -pensó, asombrado. ¿Cómo es posible que el rey de Yao envíe este destacamento a darme la bienvenida? ¿Será que está en contra de los planes de su colega de Wei?
Pero los soldados ni siquiera le conocían. Le rodearon como si fuera un criminal y le trataron con rudeza.
-Tú has tenido que verlo. No te hagas el despistado -dijo el que mandaba el destacamento.
-¿Ver qué? -se atrevió a preguntar el sabio. Yo soy sólo un filósofo que va predicando la concordia.
-El lobo que estamos persiguiendo -volvió a decir el capitán. Por fuerza ha tenido que cruzarse contigo. Le teníamos rodeado.
-Los filósofos sois tan tontos que a lo mejor hasta le has ayudado a escapar -dijo otro de los guerreros, y le amenazó con su fusta.
El señor Dung-Kwo lo negó con firmeza. Como era anciano, no le castigaron por semejante atrevimiento. Pero le advirtieron que, si veía al lobo y no les avisaba, recibiría diez mil azotes.
«¿Por qué a los hombres nos cuesta tanto apreciar el valor de la dulzura?», se preguntaba, mientras proseguía nuevamente su camino.
Los cascos de los caballos sonaban ya lejanos y el señor Dung-Kwo empezó a olvidarse del incidente. Entonces oyó un ruido entre los arbustos y apareció un lobo. Era enorme, pero los pelos de su lomo estaban erizados por el miedo.
-¡Ayúdame, anciano! -le suplicó el animal. Los soldados me persiguen y no tengo ya a dónde huir.
-Pero, ¿qué puedo hacer yo por ti? -preguntó el sabio, asombrado. Soy sólo un filósofo que va de camino al reino de Wei.
-Escóndeme en tu bolsón -respondió, jadeante, la bestia. No será difícil. Tú me atas las patas y yo me encogeré cuanto pueda.
El señor Dung-Kwo hizo cuanto el lobo le había dicho. Le apenó deshacerse de sus libros, pero nada podía compararse con el placer de salvar una vida.
Durante todo el día el lobo estuvo acurrucado en el bolsón. A la caída de la tarde, cuando el peligro de los soldados había desaparecido ya, comenzó a gritar:
-¡Sácame de aquí! GO es que quieres que pase toda la vida encogido? Si no me sacas pronto, no podré volver a correr.
El señor Dung-Kwo abrió el bolsón y le desató las patas. El lobo estaba radiante.
-Te lo agradeceré siempre -dijo, al despedirse del sabio. Buscaré la forma de recompensártelo. Te lo aseguro.
Pero no habían transcurrido diez minutos cuando volvió a presentarse ante el filósofo.
-He pensado que, puesto que tú eres tan bueno -comenzó diciendo, no tendrás ningún inconveniente en que te coma -y se lanzó sobre él.
-¡Espera..., espera un momento! -gritó el señor Dung-Kwo, debatiéndose con todas sus fuerzas. ¿No acabas de decir que ibas a recompensarme por mi buena acción? ¿Por qué quieres devorarme?
-Compréndelo -respondió el lobo. He corrido tanto hoy que ni fuerzas tengo ya para respirar. Si no me dejas comerte. me moriré de hambre y todo lo que has hecho por mí habrá sido inútil.
-Tienes razón -concluyó el sabio. Pero no es justo que yo me someta a tu punto de vista y tú no hagas caso del mío. Preguntemos a los tres primeros seres vivos con los que nos topemos y que sean ellos los que decidan.
Al lobo le pareció bien. Dejó que el sabio se levantara y continuaron caminando. Al poco tiempo se toparon con un ciruelo. Era viejo y ya no daba ningún fruto.
-¿Qué opinas tú? -le preguntó el lobo, después de explicarle lo acordado.
-Por supuesto que debes comértelo -sentenció el viejo árbol. Si yo fuera tú, no lo dudaría.
-Pero, ¿por qué? -preguntó, aterrado, el señor Dung-Kwo.
-Está claro -prosiguió el ciruelo. Yo nací en el célebre jardín de los ciruelos del rey de Yao. Después me compró un rico terrateniente y me plantó aquí. Durante años le he dado sombra y frutos. Ahora, que soy viejo, quiere cortarme y transformarme en madera. Os digo que de este invierno no paso.
El lobo se echó en seguida encima del señor Dung-Kwo.
-¿No has oído la sentencia? -preguntó cuando vio que el sabio se oponía con todas sus fuerzas.
-Sí -contestó el filósofo, pero nosotros acordamos escuchar el veredicto de tres seres vivos.
El lobo cayó en la cuenta de que eso había sido, en efecto, lo pactado, y continuaron caminando. A lo lejos todavía se escuchaban los gritos del ciruelo:
-¡Cómetelo, lobo! ¡Los hombres son muy astutos! ¡No te fíes de ninguno!
Finalmente se encontraron con una vaca. Era fornida y pacía tranquilamente en un maravilloso valle. Al ver al lobo, comenzó a mugir, aterrorizada.
-No te asustes -la tranquilizó el señor Dung-Kwo. Sólo queremos que nos des tu opinión -y le explicó su extraño acuerdo.
-iClaro que debes comértelo! -dijo la vaca, y rumió un bocado de hierba.
-¿Por qué? -preguntó, nervioso, el sabio. Si no llega a venir conmigo, este lobo te hubiera devorado sin ninguna contemplación.
-Es cuestión de simple justicia -prosiguió la vaca, muy calmada. Es cierto que vivo bajo el mismo techo que el hombre, que él me cuida y me protege. Pero, ¿no le doy yo a cambio lo mejor que tengo? No sólo le lleno sus tinajas de leche, sino que incluso le ayudo a arar sus campos y a tirar de sus carretas. ¿Y todo para qué? Cuando sea vieja, me matará y se comerá mi carne.
Por segunda vez el lobo se lanzó sobre el señor Dung-Kwo con intención de comérselo.
-¿No lo has oído? -preguntó, alborozado. Esta es tu segunda sentencia de muerte. ¿Para qué preguntar a un tercer juez, cuando ya he obtenido yo la mayoría?
Pero el sabio insistió en llevar hasta el final lo pactado, y el lobo dijo, relamiéndose:
-Está bien. Será sólo cuestión de minutos.
Mientras caminaban por el valle, la vaca no dejaba de gritar entre mugidos:
-¡No seas tonto, lobo! Si no te lo comes ahora, terminará engañándote.
El camino del sabio y la bestia se cruzó con el de un caminante. Venía de la capital de uno de los siete reinos y estaba muy cansado.
-No me vengáis con cuentos -dijo, malhumorado, cuando le explicaron su acuerdo y la decisión del ciruelo y la vaca. ¿Quién puede creerse que un lobo tan corpulento como tú puede meterse, sin más, en un bolsón tan pequeño? ¡Eso es imposible! ¿Acaso cabe el río Amarillo en una copa de ónice?
El lobo se sintió ofendido, pero fue el señor Dung-Kwo quien salió en su defensa.
-Yo pertenezco a la escuela mohísta y nosotros decimos siempre la verdad -afirmó con dignidad el sabio.
-Por supuesto que no quiero ofender a tan prestigioso filósofo -se disculpó el caminante. Pero si no lo veo, no puedo creerlo. Yo soy así.
El lobo accedió entonces a que le atara las patas.
-¿Es así como lo hizo el sabio? -preguntó el caminante, asegurando firmemente los nudos. Ahora métete en el bolsón.
En cuanto lo hizo, el caminante tomó la espada que llevaba al cinto el señor Dung-Kwo y le asestó diez cuchilladas. Se oyó un grito de dolor y a los pocos segundos el bolsón dejó de sacudirse.
-Esto es lo que debías haber hecho tú -le recriminó el caminante. Si el lema de la escuela mohísta es ser amable con todas las criaturas, ¿no es justo que empieces aplicándote a ti mismo ese principio?
El señor Dung-Kwo cayó en la cuenta de lo débil de su pensamiento y decidió suspender su viaje al reino de Wei.
«¿Para qué -se preguntó con alivio, si, en vez de preparar a sus hombres para la guerra iba en realidad a adelantar su derrota?»
Cuando se enteraron de tal decisión, todos los monarcas de los siete reinos le invitaron a que fuera su primer ministro. Pero el señor Dung-Kwo rechazó sus ofertas, porque ya no se consideraba un sabio.

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