Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 25 de octubre de 2014

Las bodas del rio

El rey de Wei estaba apenado. La provincia de Ye había sido la más rica de su reino y ahora era la más pobre. Ni arroz producía ya. Entonces hizo venir a Li-Men-Pao a su presencia y le dijo:
-La provincia de Ye se está hundiendo en la pobreza. Vete allí y averigua por qué.
-Sería para mí una gran honra ser vuestro gobernador -respondió Li-Men-Pao. Lo único que lamentaré será no veros todos los días.
Y partió inmediatamente.
Se despojó de todos sus atributos y montó en un caballo blanco. En él cabalgó durante más de tres semanas. A los veinticinco días llegó, por fin, a su destino.
«¡Qué hermosa es la provincia que el emperador ha puesto en mis manos!», se dijo, al contemplarla desde una colina.
Pero, al acercarse más, vio que los campos estaban abandonados. Era una tierra fértil, pero sólo producía espinas y abrojos.
-¿Por qué no cultiváis los campos? -preguntó a un campesino que llevaba todas sus posesiones en un carromato. Parecen tan fértiles que un hombre, sin trabajar, podría obtener más de una cosecha.
El campesino no respondió. Li-Men-Pao montó en cólera.
-¿No sabes que yo soy el nuevo gobernador? -dijo, gritando. ¿Por qué no me respondes?
-Yo ya no pertenezco a la provincia de Ye -respondió el campesino. La dejo para siempre.
Aquel hombre era el primero de una larga caravana que abandonaba sus dominios.
-¿Por qué os vais? -volvió a preguntar Li-Men-Pao. pero nadie le respondió.
Cuando llegó a la capital de la provincia, la encontró vacía. Ni una sola tienda había abierto sus puertas.
-¿Por qué? -preguntó al viento, pero tampoco obtuvo ninguna respuesta.
Después se dirigió al norte. Al abandonar una pequeña aldea oyó sollozar a unos ancianos.
-¿Qué os pasa? -preguntó Li-Men-Pao, al entrar en su choza. ¿Por qué se marchan todos de la provincia de Ye?
Los viejos le miraron asombrados. Una doncella de catorce años lloraba acurrucada en un rincón.
-¿Acaso no lo sabes? -preguntó la vieja. Li-Men-Pao negó con la cabeza.
-En este lugar hay un río llamado Dhzang -comenzó a contar el viejo. Todos los años por la primavera se desborda y anega nuestros campos. A veces arrastra casas, y muchos animales se mueren. Un día bajaron de las montañas de Dung-Ling un grupo de brujas y dijeron que el río Dhzang se desbordaba porque quería casarse. Desde entonces hemos estado dando todo nuestro dinero para la ceremonia nupcial.
-¿No se ha casado ya el río? -preguntó Li-Men-Pao. ¿Cuántas mujeres quiere tener?
-El río sigue desbordándose -prosiguió el viejo, y las brujas dicen que es porque las novias que le hemos dado no terminan de gustarle. De esta forma, nos hemos ido hundiendo cada vez más en la miseria.
-Y lo peor -dijo sollozando la vieja- es que este año será a nuestra hija a la que arrojen al río.
Li-Men-Pao sintió lástima de la doncella. En seguida vistió sus ropajes de gobernador y regresó a la capital. Esta vez le recibieron los principales de la provincia. Vestían con más fausto que el mismo emperador. Al verlos, dijo Li-Men-Pao:
-¡Así me gusta! Que los que dirigen al pueblo vistan mejor que los campesinos. En la tierra debemos imitar el orden que impera en los cielos.
Los principales se frotaron las manos y se dijeron:
-No vamos a tener problemas con este gobernador. Le daremos una parte de lo que recaudamos y, de esta forma, le tendremos contento.
Li-Men-Pao les colmó de halagos. Un día hizo venir a su palacio al principal con más autoridad.
-Me he enterado -le dijo- de que nuestro caudaloso río Dhzang cada año exige una esposa.
-Así es -respondió, satisfecho, el noble. Es tan furibundo que, si no lo hiciéramos, anegaría todas las aldeas de la provincia.
-Digna labor la que hacéis por el pueblo -volvió a decir LiMen-Pao. La considero tan importante que yo mismo presidiré la ceremonia de este año.
-Será un honor -exclamó el principal y se marchó, feliz, a su casa.
Mientras llegaba ese día, Li-Men-Pao recorrió de arriba abajo el cauce del río Dhzang. Estudió con sus ingenieros la causa de las inundaciones, y planeó desvíos y diques.
-¿Habéis visto? -se burlaban los principales. Nuestro gobernador piensa comprar tierras. ¿Para qué, si no, se pasa todo el día midiendo nuestros campos?
-Se nota que sus antepasados fueron labriegos -comentaban las brujas. Ya se le pasará esa fiebre cuando pongamos en su mano el importe de los impuestos.
El día de la ceremonia, Li-Men-Pao vistió sus mejores galas de gobernador. Se sentó en un sitial y la bruja mayor bailó la danza de los cien velos. Después ordenó que arrojaran a la doncella al río Dhzang.
-Un momento, un momento -dijo Li-Men-Pao. ¿Es ésta la novia de este año?
La bruja mayor afirmó con la cabeza.
-Ciertamente es hermosa -prosiguió el gobernador. Pero ¿no os parece demasiado joven? Este río es muy viejo. Lleva milenios fluyendo por estas tierras.
Entonces pasó la vista por el grupo de brujas y señaló a una que ni era joven ni vieja.
-Tú me pareces más apropiada. Baja y despósate con el río. Verás cómo nos lo agradece.
Pero la corriente del río Dhzang no amainó. Continuó fluyendo con la misma fuerza de siempre.
-Es raro -exclamó Li-Men-Pao. He debido equivocarme de edad. Al río le gustan las esposas más entradas en años.
Otra vez volvió a pasar la vista por el grupo de brujas. Señaló a la mayor y añadió:
-El río se volverá loco de contento contigo. Te ha llegado la hora de desposarte -y ordenó arrojarla a las aguas.
De esta forma, fue deshaciéndose una a una de todas las brujas. Cuando llegó a la última, se arrodilló y dijo, señalando a los principales:
-Todo lo planearon esos hombres. Fueron ellos los que nos mandaron venir de las montañas de Dung-Ling y nos ordenaron contar esa historia de que el río se desbordaba, porque quería casarse.
Li-Men-Pao se volvió hacia ellos y decretó:
-Durante diez años haréis trabajos forzados. Además, restituiréis todo lo robado y vuestros bienes serán confiscados. Agradecidos, los principales se inclinaron hasta tocar el suelo con la frente. Todo el pueblo que asistía a la ceremonia empezó a dar gritos de alegría:
-¡Este es el gobernador que necesitábamos! ¡El rey de Wei jamás se olvidó de nosotros!
Pero Li-Men-Pao les regañó con crudeza:
-¿Por qué habéis sido tan crédulos? -les echó en cara. El río Dhzang se desborda, no porque desee tener más concubinas que el mismo emperador, sino porque su trazado es muy irregular.
Entonces les mostró los estudios que había hecho de su cauce.
En menos de tres años todos los diques y desvíos estaban terminados, y nunca más volvió a desbordarse.
Acabado su trabajo, Li-Men-Pao fue llamado de nuevo a la corte.
-No quiero que sigas lamentando no poder verme todos los días -le dijo el rey de Wei, y él sonrió, porque estas mismas habían sido sus palabras al partir hacia la provincia de Ye.

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La tragedia de las rosas

En la región de Sü vivía un leñador con sus tres hijas. Su vida era muy feliz, pero le apenaba que ninguna de ellas se hubiera casado todavía.
-No te preocupes -le consolaba la más pequeña. Pronto mis hermanas encontrarán al hombre de sus sueños. Entonces también yo podré darte nietos.
El leñador sonreía, emocionado. Pero el tiempo pasaba y nadie venía a pedir su mano. La pena del leñador se hacía cada vez mayor.
-¿Lo ves? -reñían las otras hermanas a la más pequeña
Si no le hubieras llenado de ilusiones la cabeza, ahora no estaría tan triste.
-Pero es que habéis perdido la esperanza? El mayor deber de una hija es dar descendencia a sus padres -decía la muchacha, volviendo a sus juegos.
En realidad, no parecía hermana suya. Era bellísima y se distinguía por su carácter dulce y tierno. Quizá por ello su padre la amaba más que a las otras.
Un día el leñador se marchó a un bosque lejano a cortar madera. Pensaba pasar varios días fuera de casa y, al partir, preguntó a sus hijas:
-Qué queréis que os traiga?
Las dos hermanas mayores se pusieron a murmurar:
-Qué hay de especial en un bosque? Todos son iguales. Lo único que tenemos que hacer es abrir la puerta y coger lo que nos dé la gana.
Pero la más pequeña se puso loca de contento y dijo a su padre:
-Tráeme rosas. Las de aquí son muy pequeñas y se marchitan en seguida.
El leñador sonrió complacido.
Pero en el bosque lejano tampoco había rosas. Lo recorrió de cabo a rabo y no pudo encontrar ni una sola flor. Cansado de tanto caminar, se sentó al lado de una fuente. Se inclinó para beber agua y, ¡oh, sorpresa!, en un pequeño agujero vio tres rosas. Eran hermosísimas y su perfume embriagaba el corazón. El leñador extendió la mano y las cortó.
-¿Quién te ha dado permiso para coger mis flores? -oyó que decía una voz ronca detrás de él.
El leñador volvió la cabeza y sólo pudo decir:
-Yo...
El que le hablaba era un personaje siniestro: todo su cuerpo estaba cubierto de escamas. Su boca era enorme, pero sus pies y sus manos tan pequeños como un capullo de cerezo.
-¿Es que nunca has visto a una serpiente que pueda transformarse en hombre? -preguntó en tono burlón. ¿Para quién has cortado esas rosas?
El leñador recobró un poco el aliento y respondió:
-Para mi madre, por supuesto. Le encantan las rosas.
El hombre-serpiente soltó la carcajada. Sus dientes eran afilados y desiguales como los de un pez.
-¿Y tú quieres que yo me crea ese embuste? ¡Para tu madre! Eres más viejo que una encina y todavía pretendes tener madre. ¿Por quién me has tomado?
El leñador bajó, avergonzado, la vista.
-Perdóname. Te he mentido. La verdad es que no sé por qué lo he hecho. Esas rosas son para mi mujer.
El hombre-serpiente le miró las arrugas de la cara con detenimiento. Después volvió la cabeza y dijo:
-Tu esposa murió hace más de diez años -le dijo volviendo la cabeza. Lo llevas escrito en tu rostro. Hay demasiada tristeza en la comisura de tus ojos. ¿Acaso piensas que no puedo leer el corazón?
El leñador le confesó entonces la verdad:
-Son para mis hijas. Las pobres sueñan con vestidos de seda, pero yo sólo puedo ofrecerles rosas.
El hombre-serpiente sonrió y su sonrisa era fría como la escarcha.
-Por haber cogido lo que no es tuyo -dijo en tono solemne, me casaré con una de tus hijas. Si no lo hacen, te mataré -y desapareció entre la maleza.
El leñador se puso muy triste porque no quería que ninguna de sus hijas compartiera su vida con un monstruo.
-¡Por supuesto que yo no acepto! -dijo la mayor. Las culebras tienen la sangre fría y su amor es como el invierno.
-Comparto totalmente tu opinión -afirmó la segunda. Prefiero quedarme soltera para siempre.
Pero la más pequeña, que amaba tiernamente a su padre, le dijo:
-Yo no quiero que mueras. Me casaré con el hombreserpiente.
-¡No, no! -protestó el leñador. Tu vida es aún larga y la mía está a punto de terminar.
La joven le consoló diciendo:
-El amor es siempre hermoso. Si ese monstruo es capaz de amar, su rostro será tan bello como los pétalos de las flores.
A la mañana siguiente el leñador partió hacia la fuente con su hija. Vestía galas de novia, pero en su corazón no florecía la felicidad.
El leñador tiró una piedra al agua y gritó:
-iHombre-serpiente, aquí te traigo a la más hermosa de mis hijas!
Al punto sacó la bestia la cabeza.
-¿Por qué has tirado una piedra? ¿Quieres volverme sordo? Cuando desees hablar conmigo, llama a mi puerta con una gota de agua.
En cuanto vio a la joven se olvidó del leñador. La tomó de la mano y desaparecieron en seguida por el agujero.
-No tengas miedo -le susurró al oído. Esto no es más que una entrada. Ya lo verás.
Cuando llegaron a la otra parte, los ojos de la muchacha se iluminaron. Allí había otro mundo. Las flores crecían por doquier y se oían los trinos de diez mil pájaros.
-¿Cómo es posible? -preguntó, asombrada.
Y, al volver, vio que el hombre-serpiente era, en realidad, un joven apuesto. La miraba con ojos tan cargados de amor que su corazón se hizo perfume de sándalo.
-¿De qué te extrañas? -le preguntó con ternura. Este es mi reino y tú eres su única princesa.
Entonces el hombre-serpiente la llevó a un palacio que se elevaba sobre un altozano. Allí estaban encerradas todas las riquezas del mundo. Sus muebles eran de oro y la plata relucía por todas partes.
-iY pensar que mi padre se está muriendo de pena, porque cree que me he desposado con un monstruo! -suspiró la muchacha.
El hombre-serpiente sonrió y dijo:
-No te preocupes. Dentro de tres días tu padre vendrá a verte y será tan feliz como tú ahora.
Así fue. El leñador recorrió todas las dependencias del palacio. Su asombro era tan grande que no pudo decir ni una sola palabra. Cuando se despidió de su hija, sus ojos brillaban como el amanecer.
-Es increíble que no te haya devorado la bestia -dijeron sus otras dos hijas al verle. Creíamos que no ibas a volver y nos hemos repartido la herencia.
-No importa -respondió el leñador. Todo lo mío es vuestro.
Y les contó lo que había visto en el reino del hombre-serpiente.
-Puedes volverte a él en seguida, porque aquí ya no te pertenece nada -gruñó la hermana mayor.
Pero la segunda, que era la más malvada, sonrió, zalamera, y dijo:
-Puedes quedarte con mi parte. Al fin y al cabo eres mi padre... ¿Y qué hay que hacer para entrar en ese mundo maravilloso?
-Nada. Golpear con una gota el agua de la fuente. Eso es todo -respondió el leñador.
A la mañana siguiente la hermana segunda se dirigió hacia la fuente e hizo cuanto le había dicho su padre. La esposa del hombre-serpiente la recibió con los brazos abiertos.
-¿Y todo esto es tuyo? -preguntó, al ver el oro, la plata y la seda.
La hermana pequeña afirmó con la cabeza.
-¡Qué vestido tan maravilloso! -se asombró la perversa hermana segunda. Siempre he soñado con tener uno como el que llevas ahora puesto.
La esposa del hombre-serpiente se lo quitó y se lo regaló.
-Debo estar hermosísima con él -dijo la hermana segunda. ¡Lástima que en este palacio no haya ningún espejo! ¿Por qué no bajamos al lago que hay detrás del palacio? Sus aguas son tan cristalinas que me podré ver en ellas sin ninguna dificultad.
Pero, cuando llegaron a la orilla, dio un empujón a su hermana y, como no sabía nadar, se ahogó.
Por la noche, el hombre-serpiente encontró algo raro en su esposa. La miró con detenimiento, pero no sabía decir qué era. Por fin, le preguntó:
-¿Eres tú la misma que has traído la felicidad a este reino?
La hermana segunda sonrió, coqueta, y respondió:
-¡Por supuesto que sí! ¿Por qué lo dudas? ¿No ves mis vestidos?
-Sí, son los mismos -pero la duda se le quedó clavada en el corazón.
Cuando estaban cenando, vino un pájaro de cristal y se puso a cantar sobre una rama, diciendo:
-Chiú-chiú, chiú-chiú. Las sedas son idénticas, pero el corazón no. Chiú-chiú, chiú-chiú.
-¿Qué es lo que canta ese pájaro? -preguntó, sobresaltado, el hombre-serpiente.
-Nada. No le hagas caso -respondió la hermana segunda. Son sólo locuras de quien siempre ve la vida desde la altura.
Pero el pájaro se posó sobre el hombro del príncipe-serpiente y continuó cantando lo mismo. A la mañana siguiente la hermana segunda le cazó y le mató.
-Creías que ibas a poder burlarte de mí, ¿eh? Nadie que vaya con ese cuento a mi esposo puede vivir para volver a contarlo.
Y, como hacía mucho tiempo que no probaba pajaritos, se lo comió. Pero olvidó que era de cristal y a las dos horas ella misma se murió. Cuando regresó el hombre-serpiente se puso muy triste.
-¿Es que este reino fue creado solamente para mí? se preguntaba, llorando.
Después tomó el cuerpo de la hermana segunda y la sepultó en el lago. Como aquel reino estaba bajo una fuente, no podía cavarse en su tierra.
-Te deposito en este espejo -dijo el hombre-serpiente para seguir mirándome en tus ojos -y no volvió a separarse de la orilla del lago.
A los tres días crecieron dentro del agua una rosa y una planta maligna. La planta era trepadora y parecía como si quisiera asfixiar a la rosa.
Entonces un pájaro de cristal se posó sobre la cabeza del hombre-serpiente y cantó, diciendo:
-Chiú-chiú. Las dos crecen en el agua, pero la más bella es la auténtica.
El hombre-serpiente arrancó la planta maligna y mimó a la rosa. Ya no volvió a quejarse de su soledad, porque sabía quién era aquella flor.
-Con tres rosas la compré. ¿No es natural que quiera seguir a mi lado siendo rosa?
Y jamás abandonó su reino bajo la fuente.

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La serpiente multicolor

Cuando el señor Sung era niño, le gustaba mucho la pesca. De hecho, se pasaba la mayor parte del día en el bosque, buscando orugas. Levantaba las piedras con un pequeño cuchillo que le había regalado su padre y en seguida las atrapaba. Pero una mañana, en vez de la oruga que pensaba coger, se encontró con una serpiente diminuta. Cuando iba a matarla con el pie oyó una voz que decía:
-¿Por qué quieres matarme? No está bien que abuses así de los más débiles.
El pequeño Sung vio entonces que la culebrita estaba llorando y le dio lástima. La cogió y la llevó a su casa. Su madre le vio tan contento que creyó conveniente recordarle lo que siempre le advertía:
-No me traigas bichos a casa, hijo mío. Los animales se mueren cuando se les roba la libertad.
-Son sólo orugas -mintió el pequeño Sung, y a partir de entonces se volvió más retraído.
Guardó a la culebrita en una pequeña caja de sándalo y la escondió en el patio de su casa. La serpiente lucía tantos colores sobre su lomo que el pequeño Sung decidió llamarla Colorines.
-¿Colorines? ¿Por qué ese nombre? -le preguntó el animal-. No tiene que ver mucho con la tierra, la madre de todas las culebras.
El pequeño Sung se lo explicó con todo detalle y a partir de entonces la serpiente soñó todas las noches con el arco iris.
Colorines se convirtió en su mejor amigo. El pequeño Sung comentaba con ella cuanto sucedía y apenas si jugaba con los otros niños.
Colorines creció tan deprisa que la caja de sándalo se le quedó pequeña. Lo mismo ocurrió con la cesta y con el arcón en los que la fue metiendo después. Hasta que su madre descubrió su secreto y le obligó a deshacerse de ella.
-¿Por qué nunca me haces caso? -dijo la mujer, dando un grito-. ¿Te imaginas lo que le ocurriría a tu serpiente si mordiera a alguien?
El pequeño Sung no tuvo más remedio que enroscarse a Colorines al cuerpo y abandonarla en el bosque.
-¿Por qué lloras así? -le consoló la serpiente, cuando hubo olido la tierra con su lengua. No es para tanto. Este bosque no está tan lejos de tu casa.
-Sí -admitió el muchacho, pero tú eres el único amigo que tengo.
Colorines se irguió, emocionada, sobre su cola y dijo:
-Nos veremos dentro de diez años. Tú vendrás a este lugar, gritarás mi nombre y yo acudiré en seguida.
Después se deslizó entre las hierbas y el pequeño Sung no la vio más.
Pasaron los años y aquel niño que tanto gustaba de la pesca se transformó en hombre.
Desgraciadamente, el joven Sung era orgulloso y egoísta como una araña. Su ambición eran tan grande que soñaba con llegar a ser funcionario real.
-¿Para qué permanecer de por vida en el mismo lugar? -dijo un día a sus padres-. El mundo es amplio y está lleno de riquezas.
-No comprendo cómo puedes renunciar a la tierra -se lamentó su madre, pero no pudo hacer nada por rebajar su orgullo y mermar sus ambiciones.
El joven Sung se preparó durante años para los exámenes reales, pero su concentración era tan escasa que apenas recordaba lo que había estudiado.
«No importa -se decía a sí mismo. La memoria no lo es todo en una persona inteligente.»
Los exámenes se anunciaron para el comienzo de la primavera. El joven Sung dejó la aldea dos meses antes, porque no estaba muy seguro de los caminos que conducían a la corte. Confundió el sur con el oeste y el norte con el este, así que, después de muchas vueltas, volvió a cruzar el bosque que había frecuentado tanto durante su infancia.
Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que habían pasado ya diez años desde que había visto por última vez a Colorines. Se encontraba tan solo que decidió gritar su nombre:
-¡Colorines! -repitió tres veces con todas sus fuerzas.
En seguida pareció producirse un terremoto en todo el bosque: la tierra temblaba y los árboles se movían como sacudidos por el viento. Una serpiente gigantesca se deslizó por entre las montañas y vino a detenerse delante del joven Sung.
-¿Me has llamado? -preguntó la bestia. Yo soy Colorines. ¿Cómo sabes tú mi nombre?
El joven Sung comenzó a acariciarle la cabeza como había hecho de pequeño y la serpiente se echó a llorar.
-Vamos, vamos. No es para tanto -la consoló el joven. Cualquiera diría que diez años son una eternidad.
-Me he emocionado. Discúlpame -respondió Colorines. Te debo la vida. Si no llega a ser por tus cuidados, nadie sería capaz ahora de alabar mi belleza.
La serpiente era, en verdad, hermosa. Todos los colores del mundo estaban presentes en su piel. Pero el orgulloso joven Sung fue incapaz de verlos y se echó a reír.
-¿Desde cuándo una serpiente es hermosa? -se burló delante de sus narices.
Colorines estaba tan emocionada que no oyó esas palabras. También ella empezó a reír, pero su risa era de felicidad. Rió tanto que no pudo sostener con la lengua la perla que siempre llevaba en la boca y la escupió sin querer. El joven Sung se quedó asombrado.
-¿Nunca la habías visto? -le preguntó la serpiente. Es una perla extraña, porque ha ido creciendo al mismo ritmo que mis dientes.
Era nacarada, redonda y más grande que un melón. Hasta la noche podía reflejarse en ella.
-Es preciosa -comentó el joven Sung, y empezó a tramar la manera de hacerse con ella.
Pero la serpiente estaba tan agradecida que se la regaló.
-Me volverá a salir otra en la boca -dijo. Ya lo verás. cuando volvamos a encontrarnos dentro de otros diez años -y sonrió con la dulzura de un sauce.
Después le indicó al joven Sung el camino de la corte y se escabulló entre las montañas.
El hombre ni siquiera le dio las gracias. Mientras caminaba. iba pensando:
«¡Qué buena suerte la mía! Si no apruebo los exámenes, daré esta perla al emperador y me hará funcionario en seguida.»
Así fue como ocurrió. Su examen fue el peor que jamás se había hecho en aquel reino, pero regaló la perla al emperador y le nombró funcionario.
-Dadle el puesto más bajo y vigiladle constantemente -ordenó a sus ministros. No es de fiar quien se aprovecha de sus riquezas para escalar hasta el cielo.
Pero el señor Sung era tan servil que terminaron por no hacerle el menor caso.
Un año el emperador se puso gravemente enfermo. Le trataron los mejores médicos del reino, pero ninguno pudo diagnosticar su enfermedad. El pueblo comenzó a llorarle y los ministros empezaron a hacer los preparativos de los funerales.
Entonces se presentó en la corte un bonzo muy virtuoso, que dijo:
-El emperador sanará, si come dos kilos de hígado de la misma serpiente.
-Eso es imposible -le replicaron los sabios del reino. Ninguna serpiente posee un hígado tan grande -y el bonzo se encogió de hombros.
El señor Sung, por el contrario, se frotó las dos manos. En seguida se dirigió al bosque en el que vivía Colorines y la llamó por su nombre. La culebra se presentó con la celeridad de un rayo.
-¿Ya han pasado diez años? -preguntó, extrañada. Debo estar volviéndome vieja. Apenas si soy ya consciente del paso del tiempo.
Pero el señor Sung la tranquilizó y le explicó el motivo de su visita.
-¿Darte parte de mi hígado? -protestó le culebra. ¿Sabes tú bien lo que me pides? ¡Eso es dolorosísimo!
-Acuérdate de que me debes la vida -le recordó el señor Sung. Tú misma lo dijiste. Es increíble que puedas ser tan egoísta.
Tanto insistió, que a la serpiente comenzó a remorderle la conciencia y terminó por acceder.
-Está bien, está bien -dijo al fin. Pero no cortes más que lo imprescindible. Ya sabes que sólo tenemos un hígado.
Entonces abrió la boca y el señor Sung se deslizó por ella como si fuera un túnel. Cuando llegó a donde estaba el hígado, sacó un cuchillo y le cortó dos kilos y medio. La serpiente dio un alarido, pero no cerró la boca hasta que el señor Sung hubo salido a la luz.
-Me he alegrado mucho de verte. Hasta dentro de otros diez años. Es posible que en ese tiempo me vuelva a crecer el trozo de carne que me has cortado -se despidió la serpiente con un hilo de voz.
Pero al señor Sung no le importaba el dolor de su amiga y no necesitaba, por tanto, de consuelos. Contento como un amanecer, le entregó el hígado al emperador y en menos de dos horas se curó del todo.
-Que le asciendan a ese hombre de rango -ordenó el emperador, pero que le vigilen constantemente. No es de fiar quien se aprovecha de las enferme-dades de los otros para hacer fortuna.
El señor Sung no volvió a acordarse de la serpiente Colorines. Ni siquiera acudió a verla en los cincuenta años siguientes.
Un día el emperador, anciano y decrépito, se puso a llorar. Le daba miedo la muerte y se resistía a abandonar este mundo.
-¿Para qué ser emperador, si uno tiene que morir como el más humilde de mis vasallos? -filosofaba con sus ministros.
Entonces volvió a presentarse el bonzo virtuoso y tras muchas cavilaciones dijo:
-Si el emperador toma tres kilos de hígado de una misma serpiente se tornará inmortal -y esta vez nadie le contradijo. porque bajo la luna todo es posible.
El señor Sung se acordó de Colorines e inmediatamente partió hacia el bosque.
«Si muere este emperador -se había dicho a sí mismo, me pondrán de patitas en la calle. Bien sé yo que me protege, porque le devolví la salud. Su sucesor prescindirá de mí porque soy un inútil.»
La serpiente se puso muy triste al oír lo que le pedía su amigo.
-Las culebras sólo tenemos un hígado y ya te di en cierta ocasión un cacho. ¿Recuerdas?
Pero el señor Sung volvió a tildarla de egoísta y no pudo resistirlo más.
-Corta sólo lo estrictamente necesario -dijo, sumisa. La otra vez desaparecieron muchos de los colores de mi piel. Si los pierdo todos, me moriré.
La serpiente, en efecto, era ahora casi parduzca. Pero el señor Sung ni siquiera se dio cuenta de ello. Se metió por la boca de la culebra y le cortó tres kilos de hígado. Entonces se dijo a sí mismo:
«¿Por qué no cortar otros tres kilos y hacerme también yo inmortal?»
Y así lo hizo.
Pero la serpiente no pudo soportar el dolor y cerró la boca.
El señor Sung se quedó para siempre allí dentro y murió. Colorines nunca lo supo, pero lo sospechó cuando vio que su piel volvía a adquirir su magnífica coloración de antaño. ¿Acaso no dicen que el hígado es la sede de la eterna amistad?

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La serpiente en la copa

El funcionario Wang-Chung era un calígrafo extraordinario. Pero, más que por su arte, era conocido por las fiestas que daba. A ellas acudían pintores, literatos y cuantos de verdad amaran el arte. Sólo imponía una condición: que antes de sentarse a la mesa tenían que haber terminado una de sus obras.
-Me gasto mucho dinero en esas fiestas. Es verdad -admitía el calígrafo Wang-Chung. Pero nadie puede gozar como yo de la belleza del arte.
Su colección aumentaba considerablemente con cada fiesta que daba. Un día, no obstante, se presentaron en su casa cinco arqueros que nadie había invitado. Se dedicaron a lanzar flechas a diestra y siniestra, pero afortunada-mente no hirieron a nadie.
-¿Qué hacen aquí esos bárbaros? -se preguntaban los literatos-. No podemos concentrarnos con semejante alboroto. Seguro que nos será imposible terminar hoy una de nuestras obras.
Y así ocurrió. Cuando la cena se hubo servido, nadie pudo ofrecer a Wang-Chung ni un poema de tan sólo dos versos.
-No importa -dijo el calígrafo. Hoy hemos descubierto la belleza de un arco bien tensado. Debemos agradecérselo a nuestros amigos los arqueros.
Pero aquellos jóvenes atletas no quisieron quedarse a cenar.
-Nuestra misión aquí ya está cumplida -dijeron a coro y partieron con la celeridad de un dardo.
Antes, sin embargo, tuvieron la delicadeza de regalarle a Wang-Chung uno de sus espléndidos arcos. Era de asta de ciervo y estaba adornado con incrustaciones de oro y marfil.
-No puedo aceptarlo -se excusó el calígrafo. Es hermoso, pero uno de vosotros va a quedarse para siempre sin su arco y yo no podría soportarlo.
Los arqueros no gastaron tiempo en cumplidos. Tomaron aquel extra-ordinario objeto y lo colgaron de la pared. Después desaparecieron tan misteriosamente como habían llegado.
La cena se animó y nadie se acordó de ellos. Ni siquiera el joven pintor Liou-Wen-Kwan los mentó una vez. Se había sentado al lado del arco y por fuerza tenía que ver con el rabillo del ojo.
A la hora de los brindis, Wang-Chung hizo traer el vino más añejo que guardaba en sus bodegas.
-Si el arte ha de durar diez mil años, ¿por qué no brindar por él con el vino más viejo?
Esta era una de sus frases más alabadas.
El vino se sirvió en espléndidas copas de cristal ahumado. Pero, al ir a beber, el joven Liou-Wen-Kwan descubrió una pequeña serpiente en el fondo de la suya.
«¿Cómo puede haber una culebra en el vino? -se preguntó, aterrado. Pero en seguida pensó: Esto es obra del extravagante Wang-Chung. Seguro que los demás también tienen una culebrilla en su copa.»
Y sin más remilgos se la bebió de un trago.
Sin embargo, pronto comenzó a sentir unos terribles dolores en el estómago.
«Es la culebra, que me está devorando las entrañas», se dijo a sí mismo y abandonó en seguida el banquete.
Los otros comensales se apenaron mucho de su marcha, pero no pudieron hacer nada por aliviarle.
El joven Liou-Wen-Kwan consultó a los mejores médicos. Ninguno supo dar razón de su enfermedad. Sus dolores, sin embargo, iban en aumento de día en día.
-Es extraño -comentaban entre sí los doctores. Este joven se muere y nosotros no encontramos nada anormal en él.
Liou-Wen-Kwan no les contó el incidente de la serpiente, porque no quería que se mancillara la buena fama de anfitrión de su amigo. Sin embargo, Wang-Chung terminó enterándose y en seguida acudió a visitarle.
-¿Una serpiente en cada copa? -preguntó, asombrado. ¿Cómo pudiste pensar una cosa así? Debiste haber rechazado mi brindis.
Pero ya era tarde. Wang-Chung se volvió, profundamente apenado, a su casa. Allí la reunión habitual de artistas resultó un completo fracaso. No había alegría y nadie pudo expresar la belleza que llevaba dentro.
-No importa -volvió a repetir Wang-Chung. Dicen que la tristeza es uno de los muchos rostros de la belleza.
Y a partir de entonces todos recordaban tan acertada frase.
A la hora de la cena, Wang-Chung ocupó el asiento al lado del arco. Toda la noche estuvo pensando en su amigo WenKwan. Para honrarle, a la hora de los brindis hizo traer el vino añejo de la fiesta anterior.
-Si la amistad es eterna, ¿por qué no brindar por ella con un vino que tiene siglos?
Todos los comensales aplaudieron tan brillante ocurrencia. Wang-Chung levantó la copa, pero, al ir a beber, ¡descubrió una serpiente en su fondo! Aterrorizado, dejó la copa sobre la mesa.
-¡No bebáis! -gritó con todas sus fuerzas. ¡Este vino cría culebras! Que nadie beba, si no quiere morir.
Sus amigos se miraron, incrédulos.
-¿Qué te pasa? ¿Has cogido alguna insolación? -se burlaron algunos de ellos.
-No os miento -respondió, más calmado, Wang-Chung. ¿No lo veis? En mi copa hay una serpiente.
Pero, cuando fueron a comprobarlo, no encontraron nada en el fondo del vino. Wang-Chung estaba desconcertado. De nuevo tomó la copa y ¡otra vez apareció un pequeño reptil en ella!
-¿Todavía te dura la resaca de sol? -volvieron a burlarse sus invitados. No está bien que no quieras dejarnos probar este vino tan delicioso.
Wang-Chung no insistió, porque, al mirar con más detenimiento su copa, vio que, en efecto, no había nada raro en ella. Sin embargo, al llevársela de nuevo a la boca, ¡por tercera vez vio a la pequeña serpiente! Pero en esta ocasión se armó de valor y no apartó los labios del cristal.
«No está bien que vuelva a alarmar a mis invitados -se dijo a sí mismo. Además, mi amigo Liou-Wen-Kwan también la vio y prefirió tragársela antes que dejarme en mal lugar. ¿Por qué no habría de hacer yo lo mismo?»
Un golpe de viento sacudió entonces el arco que estaba colgado de la pared. Inmediatamente la culebrilla en el fondo de la copa comenzó a moverse y pareció que no sólo había una, ¡sino dos o tres! Wang-Chung cayó en la cuenta de tan desconcertante misterio: ¡Las serpientes que él veía no eran más que el reflejo de la cuerda del arco en la pureza del cristal!
-¡Que traigan inmediatamente a Liou-Wen-Kwan! -ordenó, sin dejar de reír.
Pero nadie quería obedecerle, porque creían que se había vuelto loco. Wang-Chung les contó lo ocurrido y todos le consideraron un sabio.
Cuando Liou-Wen-Kwan se presentó en la sala del banquete, no quería creer la explicación de su amigo.
-¿Acaso insinúas que no sé distinguir entre una serpiente y el reflejo de una cuerda de arco? -preguntó, malhumorado. Para eso era mejor que no me hubieras molestado haciéndome traer hasta aquí. Tú sabes bien que me estoy muriendo.
Y se resistía a mirar en el fondo de la copa cuando Wang-Chung movía el arco.
«Es una lástima que muera por una ilusión», pensó para sus adentros el calígrafo, pero no pudo hacer nada más.
Entonces apareció el arquero que le había regalado el arco y se lo colgó del hombro. Algunos invitados protestaron, indignados.
-¡No puedes llevarte eso! ¡Ya no es tuyo! Tú mismo se lo regalaste al calígrafo amigo nuestro.
Pero el atleta, sin volver siquiera la cabeza, contestó:
-¿Para qué lo quiere ya, si ha aprendido una gran lección? No todo es como parece.
Y a partir de entonces Wang-Chung no celebró ninguna fiesta más.
-Ese arquero era una culebra disfrazada -decía Liou-WenKwan. ¿No habéis visto acaso con qué fuerza dejan las serpientes escapar sus lenguas? Parecen propulsadas por arcos. ¿No es asombroso?
Pero Wang-Chung no volvió a comentar el incidente. Se dedicó a su arte y dejó de envanecerse con el ingenio de los otros.

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La señorita pavo real

La familia Kung tenía dos hijos varones. Los dos eran muy trabajadores, pero, en cuanto murió la madre, Kung-Sin, el mayor, comenzó a dedicarse a la bebida y al juego. Todos los días regresaba a casa al amanecer y nunca traía ni una sola moneda de cobre en los bolsillos.
-No te preocupes -decía Kung-Ching, el hijo menor, a su padre. Se le pasará esta fiebre por el juego. Está triste por la muerte de nuestra madre. Eso es todo.
-Quisiera creerte -sollozaba el padre, pero jamás he conocido a nadie que haya podido librarse de esa maldición. El juego ha sido la ruina de muchas familias.
-Kung-Sin no es así. Tú lo sabes bien.
Pero, a medida que pasaba el tiempo, su afán por el majong* fue haciéndose cada vez mayor. Sus deudas aumentaron como las malas hierbas y apenas tenía dinero para pagarlas. Su carácter, además, se tornó agrio. Ya no pedía dinero a su padre; se lo exigía, como si fuera un vulgar bandido.
-Compréndelo -le reprendía el anciano con dulzura. Estos campos no son sólo tuyos. Tu hermano también tiene una parte en ellos. Además, es él quien ahora los trabaja.
-¿Por qué siempre tienes que echarme en cara la bondad de mi hermano? -replicaba, malhumorado, Kung-Sin. ¿Acaso no te he servido durante años?
Y el padre terminaba dándole a escondidas las monedas de plata que le exigía.
Pero llegó un momento en que ya no pudo seguir haciéndolo. Entonces Kung-Sin montó en cólera y gritó a su anciano padre:
-¡Si es que tanto te preocupa mi hermano, repartamos de una vez la herencia! ¡Ya haré yo con mi parte lo que más me convenga!
El padre se entristeció mucho, pero no pudo hacer nada. Además, el juez de la aldea era amigo de Kung-Sin y decidió totalmente a su favor. También él era un jugador empedernido.
-Siendo así que Kung-Sin es el mayor y que a él compete la transmisión del apellido Kung -declaró, solemne, no veo por qué su padre y su hermano han de quedarse con algo.
Kung-Ching y su padre se vieron, de esta forma, en la calle. Ya no poseían nada y eran más pobres que un mendigo. Sólo les permitieron llevarse un hatillo con ropa.
-Si te viera tu madre, se moriría de pena -sollozó, impotente, el padre. Ni siquiera las bestias del bosque arrojan a sus padres de sus madrigueras.
-No te preocupes, padre -le consoló Kung-Ching. Todavía me tienes a mí.
Y se volvió por última vez para ver las tablillas del altar de los antepasados. Entonces Kung-Sin agarró el cuadro que había a su izquierda y se lo arrojó a la cara. Era muy antiguo y desde siempre había estado en aquella casa. Representaba a un pavo real gigantesco. A sus pies una gallina diminuta le miraba con asombro.
-¿Para qué quiero yo una cosa de tan poco valor? -se burló Kung-Sin. Si quisiera venderlo, no me darían ni tres monedas de cobre por él.
Kung-Ching no dijo nada. Se agachó y lo enrolló con todo cuidado. Después salió a la calle con su padre.
-¿A dónde vamos a ir ahora? -preguntaba, desesperado, el anciano-. En esta aldea no hay ninguna casa vacía.
Entonces Kung-Ching se acordó del antiguo bonzorio*. Estaba tan derruido que ya nadie vivía en él. Sus paredes podían derrumbarse en cualquier momento, pero, como no tenían ningún otro sitio donde refugiarse, se fueron allí.
-Habrá espíritus entre estas ruinas -decía el padre. Este lugar lleva mucho tiempo deshabitado.
-Ni los espíritus se preocupan de los pobres -dijo Kung-Ching con amargura, y se dispuso a adecentar un rincón donde pasar la noche.
En cuanto estuvo un poco limpio, lo primero que hizo fue colgar el cuadro del pavo real. Lo desenrolló y los dos tuvieron la sensación de encontrarse en casa en aquel lugar.
-No tiene nada de extraño -explicó el anciano. Este cuadro ha estado al lado del altar de nuestros antepasados desde que existe el apellido Kung.
Y se le saltaron las lágrimas.
Kung-Ching encontró trabajo en los campos. En ellos pasaba los días de sol a sol. Cuando regresaba, rendido, al bonzorio, se dejaba caer en su rincón y contemplaba durante horas el cuadro del pavo real. La conducta de su hermano le producía tal tristeza que apenas podía dormir por las noches.
-¿Qué podrá significar esa pintura? -se preguntaba. ¿Por qué existe esa diferencia tan grande de tamaño entre la gallina y el pavo real?
Y así evitaba pensar en las cosas que le apenaban.
Una noche, sin embargo, cuando estaba a punto de conciliar el sueño, la habitación se iluminó. Al principio, Kung-Ching creyó que ya había amanecido, pero pronto se dio cuenta de que aún era noche cerrada. Entonces vio que el pavo gigante y la gallina diminuta habían abandonado su lugar en el cuadro.
-¿Quiénes sois? -preguntó, estupefacto. ¿Por qué tenéis esos poderes?
Pero no había terminado todavía de hablar, cuando el pavo real se transformó en una doncella bellísima. Su sonrisa era tan pura como la aurora.
-¿De qué te extrañas? -le dijo. Has sido muy bueno trayéndome contigo. Es natural que ahora te corresponda.
-Sí, pero ¿quiénes sois en realidad? -insistió Kung-Ching.
-Eso no importa -volvió a decir la doncella. Los nombres ya no tienen que ver nada con el carácter de las personas que los usan. Te lo acabo de decir: Sólo quiero agradecerte tu amistad.
Entonces acarició con dulzura la cabeza de la gallina. Esta cacareó diez veces y puso un huevo de oro. Kung-Ching no salía de su asombro.
-No me preguntes nada -le aconsejó la doncella. Sólo recuerda esto: la noche del último día del año vete a la colina que hay detrás del bonzorio y espérame allí. No te olvides. Lleva dos cintas tan largas como puedas: una de color blanco y otra de color amarillo.
Y, sin que Kung-Ching pudiera darle las gracias, volvió a meterse dentro del cuadro. Al principio creyó que todo había sido un sueño, pero el huevo de oro era tan real como su cansancio.
-No lo vendas -le aconsejó su padre. Si lo haces, pensarán que lo hemos robado. Es mejor que lo tengamos guardado cierto tiempo.
Sin embargo, nadie dudó de su honradez, porque se sabía que era un hombre muy trabajador. Kung-Ching compró una casa y un pequeño campo. En seguida lo transformó en un vergel y comenzó a prosperar. Pero, en cuanto se enteró Kung-Sin, le llevó ante el juez, diciendo:
-Aquí tienes a mi hermano, un villano que me robó la mitad de la herencia y ahora vive opíparamente. ¿No es eso reírse de la justicia?
El juez se alegró sobremanera, porque Kung-Sin le debía mucho dinero. Sabía que Kung-Ching era una persona honrada, pero sus intereses estaban por encima de todo. Además, aquel desafortunado joven no podía justificar de dónde había sacado tanto dinero en tan poco tiempo.
Es justo el pleito presentado por Kung-Sin -declaró.
Y por segunda vez su padre y su hermano volvieron a perderlo todo.
El anciano no pudo resistirlo. Murió antes de salir de la sala de audiencias. Su hijo mayor no quiso soltar ni una sola moneda para su entierro.
-¿Para qué, si se va a pudrir lo mismo? -preguntó, irrespetuoso.
Pero muchos le siguieron tratando, sólo porque tenía dinero.
Kung-Ching se hizo cargo de todo. Pidió prestado, se endeudó y le dio a su padre el mejor entierro que jamás había habido en la aldea.
-¡Qué buen hijo! -decían. admirados. Es un ejemplo para todos menos para el cabeza loca de su hermano.
Kung-Ching trabajó como un esclavo y fue devolviendo poco a poco el dinero que debía.
Así pasó el tiempo y llegó la última noche del año. Entonces recordó lo que le había dicho el pavo real y se fue a la colina que había detrás del bonzorio. Allí extendió el rollo de la pintura, y aún no habían dado las doce, cuando el enorme pavo real abandonó el papel del cuadro y se transformó en una doncella. Kung-Ching se echó a llorar.
¿Por qué lloras? -le preguntó la joven con dulzura. Esta es noche de alegrías y no de tristezas.
-Sí, pero es la primera vez que la paso solo -replicó Kung-Ching. Mi padre murió y mi hermano ha vuelto a robarme lo que tenía. La familia Kung se está extinguiendo.
Entonces la doncella tomó las dos cintas que había traído, la una blanca y la otra amarilla, y dijo:
-¿Por qué te preocupas del dinero? Eso es algo que habéis inventado los hombres para esclavizaros unos a otros. ¿Lo ves? -y la cinta blanca se convirtió en plata, y la amarilla en oro.
Pero Kung-Ching estaba todavía muy triste. La doncella le miró a los ojos y le preguntó:
-¿Qué más deseas?
-Lo que yo quiero -dijo Kung-Ching, bajando la vista- no puede dármelo nadie.
Tanto insistió la doncella, que terminó revelándole su secreto.
-Si te casaras conmigo -dijo, me harías el hombre más feliz del mundo. Estoy enamorado de ti desde el primer día en que te vi.
La doncella se puso roja como el atardecer. Su turbación era tan grande que se tapó la cara con un pañuelo de seda.
-Si me caso con un mortal -dijo finalmente, perderé todos mis poderes.
Pero no le importó y aceptó a Kung-Ching por esposo.
Los años pasaron y llegaron a ser más ricos de lo que había sido su padre. Su casa estaba llena de criados y sus campos eran los más extensos de toda la provincia. Kung-Sin no les molestó más. Tras la muerte de su padre dilapidó en seguida todo lo que tenía y desapareció de la aldea.
Un día se presentó un mendigo a su puerta. Su cuerpo estaba lleno de pústulas y sus vestidos no eran más que jirones. Los criados le encontraron tan repulsivo que se negaron a darle limosna. Kung-Ching lo vio y les reprendió severamente.
-¿Por qué tratáis así a un semejante? ¿No os he dicho mil veces que yo también fui mendigo?
Y le dio una bolsa llena de monedas de plata.
El mendigo sólo dijo «gracias», pero en aquella voz Kung-Ching reconoció a su hermano.
-No -negó el mendigo. Estáis equivocado, señor. Yo no soy de esta región. Jamás he estado aquí.
Sin embargo, al salir a la calle, comenzó a correr como un loco. Kung-Ching supo que le había engañado y le siguió. gritando:
-iKung-Sin, hermano mío, vuelve! ¡En mi casa hay lugar para los dos!
Pero Kung-Sin no se detuvo. Corrió por veredas y cañadas, hasta que tropezó con una piedra y se desnucó. Kung-Ching le lloró durante meses.
-¿Qué puedo hacer para alegraros? -le preguntaba su esposa. Cuando sólo era un pavo real os traía más alegría al corazón. ¿Os acordáis? Estaba colgada de la pared al lado del altar de nuestros antepasados.
Kung-Ching dio un salto en su asiento.
-¡Siempre das con la solución! -dijo, agradecido, e hizo grabar el nombre de Kung-Sin en las tablillas. Ahora la familia está junta otra vez.
Y la sonrisa volvió a su rostro.

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