Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 10 de junio de 2012

El acueducto de segovia, puente del diablo

Ésta es la leyenda que aún cuentan las viejas sentadas al sol en la plaza del Azoguejo. En esa misma plaza, en tiempos muy remotos, cuando no existía aún el acueducto, se alzaba la mansión de un poderoso guerrero. De la servidumbre de ese noble señor formaba parte una apuesta moza, que fue empleada por el mayordomo para acarrear el agua necesaria desde una fuente, para ir a la cual había de descender a la plaza y volver a subir otro tanto. Un día, en que la población celebrara una de sus principales fiestas, después de haber hecho muchos viajes llevando cántaros, la muchacha se disponía a dejar la ropa vieja por las galas de fiesta y marchar pon sus amigas a la alegre diversión, cuando recibió orden de seguir trayendo más agua. Desesperada, volvió con el cántaro a cuestas a subir y a bajar, hasta que, sentándose a descansar y respirando fatigada, pensó en la dureza de su tra­bajo y sintió una envidia atroz hacia sus amigas, que, libres de toda ocupación, bailarían alegres en aquellos momentos. La tarde había sido hermosa, y el sol, al ocultarse, había teñido de fuertes tonos las enormes nubes viajeras. Cuando hubo descansado la muchacha, pensando de nuevo en la agotadora tarea que la esperaba, dijo con ira:
-¡Daría el alma al Diablo si me trajese el agua hasta el Azoguejo!
Antes de incorporarse para seguir, notó el con­tacto de una mano y oyó una voz que le decía:
-¡Donde tú desees tendrás el agua!
Volvióse sorprendida y encontró a un caballero vestido con un ajustado traje de color púrpura, una pluma de gallo en el sombrero y botas altas que ocultaban mal la deformidad de sus pies.
-Sí, hermosa doncella -continuó el extraño caballero-, puedo cumplir tus deseos, si tú accedes a los míos. Y cuenta con que te ahorraré para siem­pre ese trabajo que tanto te hace padecer. Yo todo lo puedo.
-Pero -contestó temblando la muchacha­- ¿sois el Diablo, o sois sencilla-mente un bromista? Id, id, pues, a la fiesta y no os burléis de una pobre sirvienta.
De nuevo se inclinó el caballero y dijo, mirando a la moza, que ya sentía desvanecer sus sentidos:
-El Diablo soy, y puedo traerte el agua, si tú a cambio me das tu alma. Yo puedo hacerlo, y lo verás si aceptas.
-Acepto -decidió la moza-. Mas ha de ser pronto. Mira: aún hay en el horizonte el rastro del sol, que se ha puesto. Antes de que vuelva a salir, ha de estar cumplida tu obra. Si no es así, mi alma quedará libre de tu poder.
-Acepto a mi vez -dijo el Diablo, sin reparar en la magnitud de lo que prometía, y sacando un per­gamino ya escrito y una pluma, se los ofreció para que firmara. Y en seguida desapareció.
Ya era de noche cuando estalló una terrible tor­menta. De la sierra venían torbellinos de nieve y viento que batían las casas atemo-rizando con su ulular a los buenos segovianos. En el aire se alza­ban legiones de demonios que venían a ayudar a su señor a cumplir el pacto. Unos golpeaban tallando las piedras. Y sus martillos despedían chispas que .parecían relámpagos. Otros cavaban afanosamente el cauce para que el agua llegase desde la sierra. Y el golpe de sus azadas resonaba como un trueno. Los más hábiles subían la piedra a toda prisa, con exactitud y sin necesidad de emplear cal ni mor­tero.
Y así pasaba el tiempo y se iba elevando en la plaza del Azoguejo el maravilloso acueducto. Mas a pesar de las fuerzas mágicas de los diablos, pasa­ba y pasaba el tiempo. Ya habían cantado los gallos primos, ya había silbado muchas veces la coruja desde las torres vecinas. Ya las cabrillas se inclinaban para señalar la proximidad del día. Y se ponían entre sordos gritos de victoria las últimas piedras. Y el mismo Satanás, queriendo coronar por su mano la ingente obra, tomó el último canto y, al ir a colocarlo, un gallo cantó con agudo cacareo; una suave claridad apareció en el horizon­te, y de pronto un rayo de sol surgió sobre las cres­tas nevadas de la sierra y llenó de luz el aire, ilumi­nando la enorme construcción. Y el Diablo, al ver­se vencido después de tan terribles esfuerzos, se hundió en la tierra, y con él desaparecieron, como por arte de encantamiento, aquellas animosas bri­gadas de obreros diabólicos, que bajaron confundi­dos a las mansiones de las tinieblas.
Ya entrada la mañana, cuando los primeros veci­nos abrieron las puertas y contemplaron el acue­ducto, quedaron mudos de sorpresa. Pronto se extendió la noticia por la ciudad, y todos los sego­vianos acudieron a contemplar la maravilla. Y nadie podía explicarse cómo surgiera, hasta que la moza, que había pasado la noche en oración, acu­dió, trémula y espantada a confesar al regidor có­mo fuera. Y desde entonces llaman al acueducto «el puente del Diablo».

058 anonimo (castilla y leon)


El aceitero y la zorra

2. Cuento popular castellano

Iba un aceitero por un camino vendiendo aceite a cuenta de buevos -como así se acostumbraba en siglos pasados. Y de dos arrobas de aceite que llevaba, llevaba el importe en buevos.
Una zorra muerta de hambre, viendo venir al aceitero, que, llevaba las aguaderas llenas de buevos, se fingió la muerta, y se tendió en medio del camino, esperando a que llegara el aceitero. Y al ver éste a la zorra, que la creyó muerta, para poder aprove­char la piel, la tiró encima de su carga.
La zorra, que lo que tenía era hambre -no que estaba muer­ta-, se enredó a cascar buevos de la carga. Y el aceitero, como iba con su mulo del ramal, no se daba cuenta de que la zorra era viva, no muerta. Pero después que comió todos los buevos que la fueron necesarios para llenar el vientre, la zorra empezó a can­tarle al aceitero:
-¡Tunturuntera!
¡Harta de buevos y bien caballera! ¡Tunturuntera!
¡Harta de buevos y bien caballera!
Quiso el pobre aceitero echar mano a la zorra; pero quedó burlado. Porque la zorra se meó el rabo, le dio dos guisopazos y le cegó los ojos. Y sin saber por dónde, se le escapó.

Aldeonsancho, Segovia.
Narrador II, 21 de abril, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058 anonimo (castilla y leon)


Dos monjas quieren ser confesoras

219. Cuento popular castellano

Eran dos monjas que fueron ande el señor obispo a pedirle permiso para confesar, pues decían que lo más propio era con­fesar las mujeres a las mujeres. Y el señor obispo les dijo que no podía ser, que las mujeres eran muy habladoras, que todo estaría en la calle. Y ellas dijon que por qué, que no, que guar­darían los secretos lo mismo que los hombres.
-Bueno, bueno... Si ustedes se empeñan, lo miraré a ver, y ya veremos a ver si se arregla para ser ustedes confesoras. Pero antes tengo que consultarlo con el Padre Santo... Y mientras tanto van ustedes a hacerme un favor. Van a llevar una cajita, que les voy a dar, al señor obispo de Salamanca. Se la entregan a él mismo, al mismo obispo, y le dicen ustedes que de mi parte le entregan ese regalito.
Y les entregó una cajita, cerrada con llave, la llave de la caja, y una esquela del objeto que llevaban, para que la entregaran con la caja. Pero les mandó que aunque les daba la llave, que no mi­raran ellas la cajita ni la enseñaran a nadie.
Y ya ellas, por el camino, todo se les volvía:
-¿Qué será? ¿Qué haremos? ¿Lo miraremos? Como llevamos la llave, lo abrimos, y no lo sabrá nadie.
-Pues, ¡a mirarlo!
Lo abrieron, y, al levantar la tapa, salió un ruinseñor y se les fue volando. Y al volárseles dice una de las monjas, ya aturdida:
-¿Qué haremos ahora? ¿Le entregamos la caja al señor obispo? Y dice la otra:
-No tenemos otro remedio que entregársela. Si no, quedamos en una fealdad.
Llegaron y entregaron la cajita al señor obispo, diciéndole:
-Ahí tiene usted este regalo que nos ha dao para usted el señor obispo de tal parte.
Destapó, abrió, y no había nada.
-¿Qué es lo que me traen ustedes? Miró la esquela.
-Pero, ahí no viene lo que dice esta esquela.
Y les devolvió la cajita, diciendo:
-Tengan ustedes. Se la devuelvan a ese señor obispo y le digan que el objeto que pone en la esquela que no viene. Conque así lo hizon. Le llevaron la cajita al señor obispo,
y les dijo:
-Pero, ¿qué han hecho ustedes, que no ha llegao el pájaro? ¿Qué han hecho ustedes?
Pues, confesaron el hecho:
-Señor, que hemos tenido la debilidad de abrir la cajita, y se nos ha volao el pájaro.
-¿Ven ustedes? Pues, ¿cómo van a ser confesoras si no pue­den tener un secreto?

Astudillo, Palencia.
Narrador XXIV, 14 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058 anonimo (castilla y leon)

¿Dónde está mi áaamo?

47. Cuento popular castellano

En el tiempo de la siega, se van los labradores al campo, y los pobres animales lo pasan mal. El gato de un labriego decía, lasti­moso, mientras se paseaba por la casa:
-¿Dónde está mi áaamo? ¿Dónde está mi áaamo? ¿Dónde está mi áaamo?
Esto lo oía un gallo del mismo dueño, y desde el corral le contestó:
-¡A segáaar! ¡A segáaar! ¡A segáaar!

Matabuena, Segovia.
Narrador XXVIII, 27 de marzo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058 anonimo (castilla y leon)


¿Dónde está el áaama?

46. Cuento popular castellano

En el verano el gallo sentía decir a la gata:
-¿Dónde está el áaama?
Porque en el verano el ama se iba al campo a segar, y no hacía caso de ella. Y así la gata repetía:
-¿Dónde está el áaama? ¿Dónde está el áaama?
Y entonces contestaba el gallo, muy contento, porque le traían las espigas:
-¡Está a espigáaar! ¡Está a espigáaar! ¡Muy contento!
Luego viene el invierno, que no hacen caso del gallo, porque andan en las matanzas. Y anda la gata comiendo los mondongos tan contenta. Y está nevando y dice la gata, para que esté triste el gallo:
-¡Ha neváaao! ¡Ha neváaao! ¡Ha neváaao! Y el gallo, como está enfadao, dice:
 -¡Pues no lo véees! ¡Pues no lo véees!

Nava de la Asunción, Segovia.
Narrador XXVI, 18 de abril, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058 anonimo (castilla y leon)


Chiva chivatis

35. Cuento popular castellano

Estaba una chiva chivatis encima de una fuente fuentatis. Y pasó por allí un lobo lobatis y dice:
-¿Qué haces ahí, chiva chivatis?
-Bebiendo agua de la fuente fuentatis. Y la dice el lobo lobatis:
-Baja de ahí, chiva chivatis.
-No, lobo, lobatis, que me agarrarás del gaznatis.
-No tengas miedo, chiva, chivatis, que es vernatis, y no se puede comer carnatis. Confiada la chiva chivatis en que la decía el lobo lobatis que era vernatis y no se podía comer carnatis, baja de la fuente fuentatis, y la agarra del gaznatis.
-¿Qué haces, lobo lobatis?
¿No me decías que era vernatis, y no se podía comer carnatis?
-Chiva chivatis, al necesitatis no hay pecatis.

Astudillo, Palencia.
Narrador XXIV, 14 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058 anonimo (castilla y leon)




Chinas se le volveran

183. Cuento popular castellano

Estaba un labrador sembrando en una tierra trigo. Y pasó un pobre por allí y le preguntó:
-¿Qué siembra ustez, buen señor?
-Chinas, amigo.
Y dijo el pobre:
-Pues, ¡chinas se le volverán! Y no le nació nada.
Y luego pasó el pobre por otro sitio donde estaba otro sem­brando. Y le preguntó:
-Señor, ¿qué siembra ustez?
-Amigo, siembro trigo.
-Pues, ¡vaya ustez por la hoz a casa, para segarlo!
-¡Señor! ¡Si lo estoy sembrando!
-¡No es tanto! Vaya ustez a por la hoz!
Y el señor fue a por la hoz. Y cuando vino, ya estaba el trigo crecido y seco. Y se puso a segarlo. Y dijo:
-¡Señor, un milagro de Dios! ¡Si sería Dios el que me lo dijo!

Puentelapeña, Zamora.
2 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058 anonimo (castilla y leon)


Como la sal en el agua (2)

124. Cuento popular castellano

Era un rey y tenía tres hijas. Y un día estaban comiendo, y fue y dijo a la mayor:
-Dime, hija, y ¿cómo me quieres?
-Yo, padre, ¡como a mi vida! Y va y dice a la segunda:
-Y tú, ¿cómo me quieres?
-Yo, padre -dice-, ¡como a mi alma! Y llega a la más chiquitita y va y la dice: -Y tú, ¿cómo me quieres?
-Yo, padre, como a la sal en el agua.
Y desde aquel día, como la mayor había dicho «como a mi vida», y la segunda había dicho «como a mi alma», les pareció que la pequeña no le quería, porque había dicho «como a la sal en el agua». Y ellas la empezaron a despreciar; no la hacían caso ni nada. Y un día, viendo ella que era despreciada por todos, re­cogió su ropa y se marchó de casa.
Y en el campo, pues encontró a una mujer que estaba guar­dando pavos. Y la dijo que si quería cambiar un vestido de ella -de la pavera- por el de ella. Y el de ella, como era de raso -todo bordado y todo, pues fue y lo cambió en seguida por el suyo la pavera. Y fue andando y llegó al palacio del rey de un país vecino. Preguntó que si hacía falta alguna pavera. Como la vieron tan jovencita y tan guapa, pues dijeron que sí. Y la echa­ron a cuidar los pavos.
Y aquel rey tenía un hijo, y quería casarse. Y fue su padre y dio unos bailes en su casa y invitó a todos los hijos de todos los reyes para que fueran al baile para que su hijo escogiera novia. Y la pavera, pues se enteró y fue y se vistió ella con un traje de ella que llevaba y subió al baile.
No hizo más que verla el hijo del rey y en seguida pues la sacó a bailar. La dijo que era muy guapa, que él se quería casar con ella y tenía que ir con ella a casa. Y fue la pavera y antes de que el hijo del rey se diera cuenta, desapareció del baile. Por más que la buscaba, no sabía por dónde se había ido.
Y a la noche siguiente, pues se puso otro vestido mucho más elegante, y mucho más guapa estaba ella. Así que la vio el hijo del rey, en seguida se fue a ella, la dijo que adónde se había ido, que no la había visto marcharse y que él se había quedao pues muy desconsolao. Pero que ya que no había podido ser aquella noche, que sería ésta.
Y fue ella y hizo lo mismo. Antes de que terminara el baile, pues ella se bajó y desapareció del baile.
Y ya dijo el hijo del rey que si iba al baile el día siguiente, que tenía que saber quién era. Y a la otra noche se puso ella otro traje mucho más elegante y se subió al baile. Y en seguida el hijo del rey se fue a ella. Y según estaba bailando con ella, pues la metió un anillo en el dedo y la dijo que esa noche tenía que ir con ella por fuerza. Y puso dos centinelas en la escalera. Y ella, pues volvió a hacer lo mismo. Antes de que vieran los centinelas por dónde se iba a meter, les cegó los ojos con un puñado de arena. Mas como no supieron por dónde se había ido ni nada, se quedaron sin saber de quién se había enamorao el hijo del rey.
Y él enfermó de pena. Y iban a verle, pues, todos los médicos de todas las partes, pues él era hijo del rey. Ya dijeron que no le encontraban nada; no sabían lo que tenía. Pero que se moría.
Al ver la pavera tan apenada a la reina, la dijo que qué la pa­saba. Y dijo que su hijo, que estaba muy malito, que decían los médicos que se moría de pena. Y no sabían de lo que era. Y dijo la pavera que si la dejaba ella hacerle un remedio para su hijo. Y la dijo la reina que ella sabría de cuidar los pavos, pero no de cuidar a su hijo.
Y tanto insistió la pavera el quererle hacer el remedio que la reina cedió. Y le hizo un bizcocho. Y en medio del bizcocho pues le metió el anillo que él la había metido en el dedo. Al llevar la reina el bizcocho a su hijo, insistió en que le comiera. Y al irle a partir, salió el anillo. Y dijo el hijo del rey:
-¡Ay, madre, ya estoy bueno! ¿Quién me ha hecho este biz­cocho?
Dijo su madre:
-Yo, hijo, ,yo.
-No, madre, no -dijo. Usted no me ha hecho este bizco­
cho. Dígame quién me lo ha hecho, que con ella me caso.
-¡Jesús, hijo, tú casarte con una pavera!
-Pues, ¿ha sido la pavera?
-Sí -dice la reina.
Dice:
-Pues, llámela usted; pues con ella me caso.
La llamaron a la pavera. Y la reina dijo que se tenía que casar con su hijo. Y dijo ella que bueno; pero que tenían que convidar a todos los reyes a la boda.
Y entonces era costumbre de dar un caldo en las bodas. Y dijo la pavera que al rey Fulano se le pusieran sin sal el caldo. Y ya estaban todos en la mesa tomando el caldo y aquel rey, pues dio un suspiro muy grande y empezó a llorar. Y dijeron que qué le pasaba. Dijo él que como en su vida había echao de menos la sal en nada, no sabía lo que valía. Y que en una ocasión había des­preciao él a su hija porque le preguntó que cómo le quería, y le dijo que «como la sal en el agua». Y que aquello les pareció a ellos un desprecio. Y ahora veía que era lo que más se puede querer, lo más necesario.
Y fue cuando la pavera se presentó a él y dijo que era ella su hija. Al ver su padre lo que le quería y todo, ya se abrazaron. Le perdonó ella, y celebraron la boda de reyes. Y colorín colore­te, por la chimenea un cohete; y por el portal siete.

Medina del Campo, Valladolid.
4 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058 anonimo (castilla y leon)

Como la sal en el agua (1)

123. Cuento popular castellano

Este era un rey que tenía tres hijas. Un día las llamó y les dijo:
-De las tres hijas que tengo, quiero saber cuál es la que me quiere más.
-Pues yo como mi vida -contestó la hija mayor.
-Yo como mi alma -dijo la segunda. Y la más pequeña dijo:
-Y yo, como la sal en el agua.
Por haber dicho eso, el padre se enfadó mucho con ella y la dijo:
-Véte de aquí, que no me quieres.
Entonces la pobre niña se marchó de la casa. Y por fin llegó en ca de una reina viuda que tenía un hijo. Y preguntó si hacía falta una criada. Y dijeron que no, pero que necesitaban una pavera para criar pavas. Y ella dijo que estaba bien, que se que­daría. Pues ya la reina la dio la zamarra y la echó a la cuadra.
Se ha levantao por la mañana, y la ha echao a la era con los pavos. Y estando en la era ha empezado eha:

-¡Paví, paví, paví, paví!
Si el hijo del rey me viera, ¿se enamoraría de mí?

Y todos los pavos venían corriendo y hacían:
-Sí, sí, sí, sí, sí...
Y una media vuelta... y uno muerto.
Ha cogido el pavo ella y ha ido corriendo al palacio:
-¡Ama, se me ha muerto un pavo!
-¡Jesús, qué pavera! A usted la tengo que echar como a la otra. ¡Véte a la cuadra con los pavos!
Y la tiró la escoba.
Ya por la noche iba a haber una función. Y ella tenía la varita de la virtud para hablar con ella. Esa noche dijo:
-Varita la virtud, con la virtud que Dios te ha dado, que me presentes con un traje de terciopelo negro que no le haiga en el salón como el mío.
Y esa noche ha ido al baile. Y el hijo de su ama ha ido a bai­larla, sin conocerla. Y se ha enamorao de ella. Al bailar, como el hijo no la conocía, la preguntó que de qué pueblo era.
-Del pueblo del Escobazo.
-Pues no recuerdo de ese pueblo.
-Pues está muy cercano de aquí.
Y echó mano y le regaló el reloj. Ella, cuando le vio distraído,
dio una media vuelta y se volvió para la cuadra.
Al siguiente día salió otra vez con los pavos y ha empezao:
-¡Paví, paví, paví, paví!
Si el hijo del rey me viera, ¿se enamoraría de mí?
-Sí, sí, sí, sí, sí... -los pavos.
Y una media vuelta.., y otro pavo muerto.
Ha cogido el pavo ella y ha subido a la cocina. Y ha entregao
el pavo muerto.
-¡Ama, otro pavo muerto!
-Jesús, ¡qué pavera! ¡A usted la voy a echar! ¡Véte a la cuadra! Y le ha tirao las tenazas.
Y por la noche iba a haber otro baile, y dice ella:
-Varita la virtud, con la virtud que Dios te ha dado, que me presentes con un traje blanco como la nieve, que no le haiga en el salón como el mío.
Esa noche va al baile, y se ha acercado el hijo de su ama a ella. Y dice:
-Esta noche tengo que observar de dónde es para ir con ella. Y la preguntó que de qué pueblo era:
-¿De qué pueblo eres, que no recuerdo del pueblo que me dijistes la otra noche?
-Del pueblo del Tenazazo.
-Esta noche -dice-, aunque no baile, la tengo que acom­pañar.
Y la ha regalao una pulsera. Cuando ella le vio distraído, pues pescó el dos y se marchó.
Al siguiente día salió otra vez con los pavos y ha empezao:

-¡Paví, paví, paví, paví!
Si el hijo del rey me viera, ¿se enamoraría de mí?

-Sí, sí, sí, sí, sí... -los pavos.
Y una media vuelta... y otro pavo muerto. Ha cogido el pavo y ha subido arriba: -¡Ama, otro pavo muerto!
-¡Jesús, qué pavera! A usted no la puedo resistir más. ¡La voy a echar mañana!
Y le tiró el badil y la dijo:
-¡Véte a la cuadra!
Y esa noche iba a haber otra función. Ha subido ella y ha hablado con la varita de la virtud:
-Varita la virtud, con la virtud que Dios te ha dado, que me presentes con un traje negro que no le haiga en el salón como el mío.
Y esa noche ya era la última noche. Y la ha bailado el hijo de la reina. Y la volvió a preguntar de qué pueblo era.
-Del pueblo del Badilazo.
Ha llegao y le ha regalao un anillo. Una vez ya que le vio ella
distraído, se marchó. Ha llegao a casa él.
-¡Madre, vengo malo!
-Hijo, ¿qué te pasa?
-Pues, vengo malo -dice. Y al oír esto, la pavera dice:
-Pues, ¿qué le pasa?
-¡Véte de aquí -dice la madre, no sea que se ponga peor! Y dice la reina:
-Le voy a hacer un merengue. Ha saltao la pavera:
-¿Quiere que se lo haga yo? Dice la reina:
-¿Porque se ponga peor? Y saltó la pavera:
-Porque se ponga mejor. Conque dice la reina:
-Pues házsele, y no diremos que tú le has hecho.
Metió el reloj, la pulsera y el anillo en el merengue. Ha llegao su madre a dársele. Al partirle con el cuchillo, ha llamado a su madre:
-¿Quién ha hecho el merengue? Yo.
Saltó él:
-¡No pue ser!
Dice otra vez:
-Pues, ¿quién le ha hecho?
-¡La pavera!
-Diga usted que entre.
Ha entrao con el traje de terciopelo negro. Y le dice ella:
-¿Tal noche no me regalastes el reloj? Dice:
-Sí. Y, ¿cómo me decías que eras del pueblo del Escobazo?
-Porque subí a la cocina -dice-, y tu madre me tiró la escoba.
Volvió otra vez a salir. Se puso su traje blanco como la nieve, que no le había como el suyo. Ha entrao y dice:
-¿Tal noche no me regalastes una pulsera? Dice:
-Sí. Y, ¿cómo me decías que eras del pueblo del Tenazazo? Dice ella:
-Porque yo subí a la cocina y tu madre me las tiró.
Volvió otra vez a salir y volvió con el traje negro. Y le dijo:
-¿Tal noche no me has regalao el anillo?
-Sí -dice-. ¿Cómo me decías que eras del pueblo del Ba­dilazo?
-Porque como subí yo a la cocina -dice, pos tu madre me tiró el badil.
Dice:
-Tú serás mi esposa.
Ha sido cuando su madre ha entra y dijo que cómo no se había declarao a ellos de la familia que venía.
Se arregló la boda y trataron de convidar a su padre y sus hermanas. Y lo primero que dijo la pavera fue:
-A mi padre hay que ponerle la comida sin sal.
Ya estando en la mesa todos los convidados, se sirvió la co­mida. Y ella observó que su padre no comía. Se ha dirigido a su padre:
-Padre, ¿cómo no come usted? Y dijo el padre a la hija:
-Hija, una cosa sin sal no se pue comer. Y dice ella:
-Pues, ¿qué le decía yo a usted? Mi hermana mayor le decía que le quería como su vida; la segunda que como su alma. Y yo le decía que como la sal en el agua. Por eso yo le quería más que ninguna, porque la comida sin sal no se pue comer.
-Es verdad, hija mía -dijo el rey. Ahora me convences: una cosa sin sal no se puede comer. Tú me querías más que ninguna.

Tordesillas, Valladolid.
Narrador XXV, 3 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058 anonimo (castilla y leon)



Catalina, la zorra


24. Cuento popular castellano

Una vez Catalina, la zorra, que es tan golosa y le gustan tanto las gallinas, pues entró en un pueblo. Y a la entrada, en unos praos, había muchas gallinas paciendo, y con ellas, pues estaba un gallo.
Las gallinas, al ver a la zorra, pues todas se asustaron y se subieron a los árboles. Pero la zorra las decía por engañarlas:
-Gallinicas, ¿por qué sos espantáis? Si ha venido una orden que todos los animalicos tenemos que andar juntos.
Pero el gallo, que estaba en un chopo, no cesaba de cantar:
-¡Cacaracacá! ¡Cacaracacá!
Y dice entonces la zorra:
-Y tú, alcaraván, ¿por qué chillas tanto? Y la dice el gallo:
-Chillo porque vienen allí dos podencos.
La zorra, que los ve, pilla pitos y echa a correr. Y el gallo la decía desde el chopo:
-¡Catalina, comunica la orden a los galgos! ¡Comunícasela! Y ella decía:
-¡No puedo! ¡No puedo!
En su carrera, que llevaba tan fuerte, se encontró con la gaita de un ciego, que allí se había quedao a descansar y se había dor­mido. Al pasar la zorra, pisó con las patas las cuerdas de la gaita, y la gaita tocó: ¡Tiro, liro, liro, liro!... Y dice entonces la zorra:
-¡Sí! ¡Pues pa sones voy yo ahora!
Los galgos iban corriendo detrás de ella, y corriendo llegó la zorra a unas eras donde estaba trillando un hombre que se lla­maba Rafael. Y le dice la zorra:
-¡Ay, Rafael! ¡Por Dios, por Dios, escóndeme! ¡Escóndeme, por Dios, que no te he de comer ningún cordero! ¡Porque vienen ahí dos galgos que me quieren quitar el pellejo!
Y entonces el tío Rafael la dice:
-Métete en ese montón de paja.
La zorra se escondió en el montón de paja; pero como es tan astuta, dejó un ojo fuera para ver lo que hacía el tío Rafael. Lle­garon los galgos y le dicen:
-Tío Rafael, tío Rafael, ¿no has visto pasar por aquí a Cata­lina, la zorra?
Y el tío Rafael decía:
-No, no. No la he visto, no.
Y apuntaba pa donde estaba la zorra.
Los galgos no entendieron las señas del tío Rafael y se mar­charon siguiendo a la zorra.
-Vamos, Catalina, ya te puedes salir -la dice el tío Rafael a la zorra-. Si no es por mí, hoy te quitan el sayo.
Pero la zorra, que estaba viendo todo lo que el tío Rafael ha­cía, le dice:
-¡Ay, Rafael, Rafael! ¡Las palabras buenas eran, pero qué mal me las mangueabas!
Y, de rebeldecha, se fue para donde el tío Rafael tenía los cor­deros, y le comió cuatro en agradecimiento del favor que la había prestao.

Morgovejo, Riaño, León.
Narrador LXV, 20 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058.01 anonimo (castilla y leon)


Verlioka

Una vez vivía un matrimonio anciano con dos nietos huérfanos, tan hermosos, tan dóciles y buenos, que el matrimonio los quería sin medida. Un buen día se le ocurrió al abuelo llevar a los nietos al campo para enseñarles un plantío de guisante, y vieron que los guisantes crecían espléndidos. El abuelo se regocijó al ver aquella bendición y dijo:
-No hallaréis guisantes mejores en todo el mundo. Cuando estén bien granados, haremos de vez en cuando sopa y tortilla de guisantes.
Al día siguiente, el abuelo mandó a su nieta, diciendo:
-¡Anda y ahuyenta a los gorriones de los guisantes! La nieta se sentó junto al plantío, agitando una rama seca y diciendo:
-¡Fuera, fuera, gorriones que picoteáis los guisantes del abuelo hasta que os hartáis!
De pronto oyó un retumbar de pasos en el bosque y se le presentó Verlioka, un gigante de enorme estatura, con un ojo, nariz ganchuda, barbas como zarzas, bigotes de una cana de largo, pelos como cerdas, cojeando de un pie, apoyándose en una muleta, enseñando los dientes y sonriendo. Se acercó a la preciosa niña, la cogió y se la llevó detrás del lago.
El abuelo espera que espera, y al ver que la nieta no volvía mandó al nieto en su busca. Pero Verlioka se lo llevó también. El abuelo espera que espera, hasta que dijo a su mujer:
-¡Cuánto tardan nuestros nietos! ¡Se habrán entretenido retozando por el campo o cazando estorninos con algún muchacho, y entretanto los gorriones darán cuenta de nuestros guisantes! ¡Anda, mujer, y enséñales a tener juicio!
La anciana dejó el fogón, cogió el palo que guardaba en un rincón y se alejó; pero no volvió. En cuanto Verlioka la vio en el campo, se le acercó gritando:
-¿Qué buscas aquí, bruja? ¿Vienes a desgranar guisantes? ¡Si tanto te gustan, voy a dejarte entre los guisantes para siempre!
Y levantando la muleta, empezó a golpear a la anciana hasta que la pobre perdió el sentido y se quedó tumbada en el suelo, más muerta que viva.
El abuelo esperó en vano la vuelta de los nietos y de su mujer, y empezó a murmurar contra ellos, diciendo: "¿Dónde, demonios, estarán? Bien dicen que un hombre nada bueno puede esperar de su costilla". El viejo resolvió ir en persona al plantío de guisantes, y allí encontró a su mujer en tan lastimoso estado, que apenas la conocía; pero de sus nietos no vio ni rastro. El abuelo gritó, cogió a la anciana y poco a poco la arrastró hasta casa. Allí le roció el rostro con agua fría y la reanimó. La abuela abrió los ojos, y contó al marido lo que le había pasado. El abuelo se puso furioso contra Verlioka y gritó:
-¡Eso pasa de broma! Espera un poco, amigo, y te demostraré que también tenemos brazos. ¡Ten mucho cuidado, Verlioka, y procura que no te retuerza los bigotes! ¡Tú has hecho el mal con tus manos y lo pagarás con tu cabeza!
Y como la abuela no trató de retenerlo, el abuelo cogió su bastón de hierro y salió en busca de Verlioka.
Anda que andarás, anda que andarás, llegó ante un pequeño estanque donde nadaba un pato sin cola, que al ver al abuelo dijo:
-¡Cuac, cuac, cuac! ¡Dios te conserve la vida cien años, abuelo! ¡Hace mucho tiempo que te esperaba aquí!
-¡Salud, pato! ¿Por qué me esperabas?
-¡Sé que buscas a tus nietos y que quieres ajustar las cuentas con Verlioka!
-¿Cómo conoces a ese monstruo?
-¡Cuac, cuac, cuac! -graznó el pato-. ¿Cómo quieres que no lo conozca, si fue él quien me arrancó la cola?
-Entonces, tal vez puedas decirme dónde vive.
-¡Cuac, cuac, cuac! No soy más que un ave pequeñita, pero me daré el gusto de hacerle pagar mi cola. Te diré dónde vive.
-¿Quieres ir delante y enseñarme el camino? ¡Aunque te falte la cola veo que no te falta cabeza!
El pato salió del agua y se puso a caminar contoneándose.
Anda que andarás, anda que andarás, llegaron ante un trozo de cuerda tirado en el camino, que dijo:
-¡Hola, abuelito juicioso!
-¡Hola, cuerdecita!
-¿De dónde vienes, y adónde vas?
-Vengo de tal y tal parte y voy a vérmelos con Verlioka, que ha pegado a mi mujer y se ha llevado a mis dos nietos, y ¡qué nietos, si los vieses!
- Llévame y tal vez pueda ayudarte.
El abuelo pensó: "Podría llevármela y quizá me serviría para ahorcar a Verlioka". Y contestó a la cuerda:
-Ven con nosotros, si sabes el camino.
Y he aquí que la cuerda se puso en movimiento ante ellos arrastrándose como una culebra.
Anda que andarás, anda que andarás, llegaron ante un molino de agua, que dijo:
-¡Hola, abuelito juicioso!
-¡Hola, molinito de agua!
-¿De dónde vienes y adónde vas?
-Vengo de tal y tal parte a ajustarle las cuentas a Verlioka. Figúrate que ha molido a palos a mi mujer y se ha llevado a mis nietos, y ¡qué nietos, si los vieses!
-¡Llévame contigo y tal vez pueda ayudarte!
Y el abuelito pensó: "El molino de agua también puede ser útil".
Entonces el molino se levantó y apoyándose en la turbina echó a andar delante del abuelo.
Anda que andarás, anda que andarás, llegaron ante una bellota tirada en el camino, que dijo:
-¡Hola, abuelito narizotas!
-¡Hola, bellota robliza!
-¿Dónde vas tan aprisa?
-Voy a zurrar a Verlioka. ¿Lo conoces?
-¡Ya lo creo! ¡Llévame contigo y te ayudaré!
-¿Pero en qué puedes ayudarme?
-¡No escupas en el pozo si no quieres tenerte que beber tú solo el agua!
El abuelo pensó: "¿Por qué no llevármela?" Y dijo a la bellota:
-¡Síguenos rodando!
Pero aquello fue un rodar extraordinario, porque la bellota se puso de pie y marchó dando brincos delante de todos.
Llegaron a un espeso bosque tan tenebroso que daba horror, y en el bosque había una cabaña solitaria, ¡y tan solitaria! La estufa estaba apagada y había un potaje de trigo cocido con leche para seis. La bellota que sabía de qué se trataba, dio un salto y se metió en el potaje. La cuerda se puso tirante en el umbral. El abuelo colocó el molinito en el banco. El pato se situó sobre la estufa, y el abuelo fue a colocarse en un rincón.
De pronto se oyó un retumbar que venía del bosque, y Verlioka apareció caminando sobre un pie calzado de madera y apoyándose en la muleta; entró en la cabaña, dejó en el suelo una carga de leña que traía y se puso a encender la estufa. Pero la bellota que estaba en el potaje se puso a silbar una canción:
¡Pi, pii, piii!
¡Para moler a Verlioka estamos aquí!
Verlioka se enfureció y cogió la olla por el asa, pero el asa se rompió y todo el potaje se esparció por el suelo. La bellota dio un brinco y vació a Verlioka el único ojo. Verlioka lanzó un rugido, agitó el aire con los brazos y de buena gana hubiera salido de allí corriendo. Pero por vueltas que daba, no podía encontrar la puerta. Entonces la cuerdecita se le enredó entre las piernas y lo hizo caer de espaldas contra el umbral, derribando sobre él el molino que cayó con fuerza del banco. Entonces el abuelo salió del rincón y con su bastón de hierro empezó a darle golpes con toda su alma, mientras el pato gritaba desde la estufa con toda la fuerza de sus pulmones: "¡cuac, cuac, cuac! ¡Mátalo, mátalo!" Ni valor ni fuerza fueron de ninguna utilidad para Verlioka. El abuelo le dio golpes hasta dejarlo muerto y luego derribó la cabaña y abrió el calabozo y del calabozo sacó a sus nietos. Luego recogió todo el tesoro de Verlioka y se lo llevó a su mujer. Y vivió feliz con ella y sus nietos, cultivando los guisantes y cerniéndolos en paz y tranquilidad. Y yo que lo conté y vosotros que lo escuchasteis también merecemos probarlos.

062. Anonimo (rusia)