Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 30 de julio de 2012

Una cola de oveja


Una vez un pastor fue a la colina para poner al resguardo las ovejas. Había neblina, hacía frío, y fue agotador reunirlas a todas. Cuando terminó, las contó y se dio cuenta de que falta­ba una.
Salió a buscarla. Después de dar mil vueltas, la encontró me­dio ahogada en un pantano. Sólo asomaban del barro la cabeza y la cola.
En cuanto vio a la oveja, el pastor la cogió de la cola y tiró con fuerza. Pero la lana de la oveja estaba empapada y el animal pesaba muchísimo. El pastor se quitó la capa, cogió de nuevo la cola de la oveja y tiró de ella aún con más fuerza.
Pero la oveja continuaba pesando mucho. Entonces el pastor se quitó la zamarra, cogió de nuevo la cola de la oveja y tiró de ella aún con más fuerza. Pero la oveja seguía pesando mucho.
El pastor se echó saliva en sus manos, aferró con fuerza la cola y tiró de nuevo con mucho vigor.
La oveja seguía pesando demasiado y, de tanto tirar, el pas­tor le arrancó la cola. Si no la hubiera arrancado, el pastor habría seguido tirando y quién sabe cuán larga se habría hecho nuestra historia.
Pero con la cola arrancada, la historia ha terminado.

035. anonimo (escocia)

El extraño visitante


Una vieja devanaba, devanaba una noche en su devanadera, y la devanadera giraba, giraba, y la vieja una compañía invocaba. De improviso la puerta se abrió, un par de enormes pies entró y de­recho hacia el hogar se encaminó. Y la vieja devanaba y una compañía invocaba, mientras la devanadera giraba, giraba.
De nuevo la puerta se abrió y un par de piernas finas, finas, entró y sobre los enormes pies al fin se instaló.
Y la vieja devanaba y una compañía invocaba, mientras la deva-nadera giraba, giraba.
De nuevo la puerta se abrió y un par de rodillas gruesas, muy gruesas, entró y sobre las piernas finas, finas, al fin se instaló.
Y la vieja devanaba y una compañía invocaba, mientras la deva-nadera giraba, giraba.
La puerta de nuevo se abrió y un par de muslos delgados, delgados, entró, y sobre las rodillas gruesas, muy gruesas, al fin se instaló.
Y la vieja devanaba y una compañía invocaba, mientras la deva-nadera giraba, giraba.
De nuevo la puerta se abrió y un par de ijares anchos, muy anchos, entró, y sobre los muslos delgados, delgados, al fin se instaló.
Y la vieja devanaba y una compañía invocaba, mientras la devanadera giraba, giraba.
De nuevo la puerta se abrió y un pecho fino, muy fino, en­tró, y sobre los ijares anchos, muy anchos, al fin se instaló.
Y la vieja devanaba y una compañía invocaba, mientras la devanadera giraba, giraba.
De nuevo la puerta se abrió y un par de hombros grandes, grandes, entró, y sobre el pecho fino, muy fino, al fin se instaló.
Y la vieja devanaba y una compañía invocaba, mientras la devanadera giraba, giraba.
De nuevo la puerta se abrió y un par de brazos cortos, cor­tos, entró, y en los hombros grandes, grandes, al fin se instaló.
Y la vieja devanaba y una compañía invocaba, mientras la devanadera giraba, giraba.
De nuevo la puerta se abrió y un par de manos enormes en­tró, y en el extremo de los brazos cortos, cortos, al fin se instaló.
Y la vieja devanaba y una compañía invocaba, mientras la devanadera giraba, giraba.
De nuevo la puerta se abrió y un cuello largo, largo, entró, y sobre los hombros grandes, grandes, al fin se instaló.
Y la vieja devanaba y una compañía invocaba, mientras la devanadera giraba, giraba.
De nuevo la puerta se abrió y una cabeza gorda, gorda, en­tró, y sobre el cuello largo, largo, al fin se instaló.
Y la vieja devanaba y una compañía invocaba, mientras la devanadera giraba, giraba.
-¿Por qué tienes unos pies tan enormes? -la vieja preguntó.
-Por mucho caminar, por mucho caminar -respondió una voz frágil.
-¿Por qué tienes piernas tan finas? -la vieja preguntó.
-Del mucho velar y el poco comer -respondió una voz débil.
-¿Por qué tienes rodillas tan gruesas? -la vieja preguntó.
-De mucho rezar, de mucho rezar -respondió una voz frágil.
-¿Por qué tienes muslos tan delgados? -la vieja preguntó.
-Del mucho velar y el poco comer -respondió una voz débil.
-¿Por qué tienes los ijares tan anchos? -la vieja preguntó.
-De estar tanto tiempo sentado, sentado -respondió una voz frágil.
-¿Por qué tienes un pecho tan delgado? -la vieja preguntó.
-Del mucho velar y el poco comer -respondió una voz débil.
-¿Por qué tienes hombros tan grandes? -la vieja preguntó.
-De tanto barrer, de tanto barrer -respondió una voz frágil.
-¿Por qué tienes brazos tan cortos? -la vieja preguntó.
-Del mucho velar y el poco comer -respondió una voz débil.
-¿Por qué tienes manos tan enormes? -la vieja preguntó.
-De moler el trigo, de moler el trigo -respondió una voz frágil
-¿Por qué tienes un cuello tan fino? -la vieja preguntó.
-Del mucho velar y el poco comer -respondió una voz débil.
-¿Por qué tienes una cabeza tan gorda? -la vieja preguntó.
-Porque sé muchas cosas, porque sé muchas cosas -respon­dió una voz frágil.
-¿Por qué has venido aquí? -la vieja preguntó.
-¡Para llevarte conmigo, para llevarte conmigo! -gritó el ex­traño visitante con toda la voz que podía, tendiendo sus enormes manos para agarrar a la mujer.
Pero la vieja no cedió: se apoderó de una maza y comenzó a golpear al extraño visitante. Y así fue desapareciendo: primero la cabeza, después el cuello, luego las manos, después los brazos, luego los hombros, después el pecho, luego los ijares, después los muslos, luego las rodillas, después las piernas y, por último, los enormes pies.
Y la vieja devanaba y una compañía invocaba, mientras la devanadera giraba, giraba.

Fuente: Gianni Rodari

035. anonimo (escocia)

domingo, 27 de mayo de 2012

Oro encantado

Un pobre campesino soñó tres noches seguidas que al pie de una mata situada a corta distancia de su casa, estaba enterrado un saco lleno de oro.
‑Es muy posible ‑pensó que mi sueño no sea verdadero, pero no me costará nada ir a cavar un poco por allí. Y si encuentro un tesoro, bien recompensado quedará mi tra­bajo.
A nadie comunicó sus intenciones, de igual modo como tampoco había referido su sueño. Al obscurecer del día siguiente, tomó una azada y se dirigió a la mata que viera en sueños. En cuanto hubo dado algunos azadonazos, tropezó con algo duro y ello le dió la esperanza de que había hecho un importante hallazgo.
En efecto, al poco rato puso al descubierto un saco lleno de lingotes de oro y de magníficas piedras preciosas. Contento a más no poder, se cargó el tesoro al hombro, aunque a causa del peso apenas podía andar y, mientras tanto, pensé en lo que haría con aquella riqueza.
Al llegar a la casa, se dirigió al establo y dejó el saco frente a las tres vacas que tenía, pues deseaba evitar la posibilidad de que algún vecino se enterase de lo ocurrido.
Anduvo acertado al tomar esta precaución, porque, al entrar en su casa, vió a dos desconocidos sentados ante el fuego y que, al parecer, no tenían ninguna prisa por marcharse. Aquellos viajeros hablaban muy bien inglés, pero, en cambio, desconocían el dialecto que usaban el campesino y su mujer. Por eso el primero pudo dirigirse a la segunda y en voz baja y seguro de no ser comprendido más que por ella, le dijo:
‑En el establo tengo un magnífico tesoro. Es un saco lleno de lingotes de oro y de piedras preciosas.
‑¡Oh, tráelo aquí! ‑contestó ella. ¡No sabes cuánto me gustaría ver eso!
‑No quiero que nadie se entere de mi hallazgo -replicó él. Espera a que se hayan marchado estos dos hombres. Entonces traeré el saco aquí.
En cuanto se hubieron marchado los dos viajeros, marido y mujer fueron a contemplar el saco y ambos se quedaron pasmados y sin saber lo que les pasaba.
‑¿Has escupido sobre el tesoro? ‑preguntó la mujer.
‑No ‑contestó él.
Entonces ella le demostró que había cometido una grave equivocación.
‑¿Cómo es posible? ‑preguntó sorprendido el marido.
‑Mi padre ‑le dijo la mujer ‑era muy entendido en esas cosas y con frecuencia le oí decir que esos tesoros suelen estar encantados y que si no se tornan las precauciones debidas pueden desaparecer por completo. En cambio, cuando el que hace el hallazgo tiene la precaución de escupir sobre el tesoro, no hay duda de que ya no sufre ninguna transformación.
‑Sería una verdadera lástima ‑replicó él que, después de haberlo traído aquí y de que tengo la espalda molida por el peso, desapareciese sin quedar nada. Por ahora no hay, afortunadamente, la menor señal de que el tesoro haya de desaparecer, sino que, por el contrario, pesa lo mismo que antes y estoy seguro de que hay aquí más de doscientas libras de oro y joyas.
Luego ambos se dirigieron al establo y pudieron observar que las tres vacas tiraban de sus ronzales como si quisieran huir.
‑No hay duda de que tienen miedo del contenido del saco ‑observó la mujer. El ganado tiene más sentido común de lo que parece y muchas veces ve cosas que los hombres no son capaces de descubrir.
‑Mira, no digas más tonterías acerca de las vacas -observó el marido. Fíjate en ese hermoso saco que está lleno a más no poder.
Pero cuando estuvieron a menor distancia de aquel saco, la mujer profirió un grito de miedo.
-¿Qué demonios has traído aquí? ‑preguntó al marido­. Estoy segura de que dentro del saco hay algo vivo. Ten la seguridad de que ahí no hay ningún tesoro.
‑¡Cállate, mujer! ‑exclamó el marido, enojado y aun temeroso a causa de las palabras de su esposa.
‑Pero ¿no ves que el saco está rodando por el suelo?­ -preguntó ella.
El marido se dio cuenta de que la mujer decía la verdad, pero, sin embargo, no quiso reconocerlo y menos aun dejarse asustar por sus palabras.
-Seguramente ‑dijo una rata se ha metido dentro del saco y ahora, como no puede salir, se revuelve de un lado a otro.
‑Tú abre el saco y, mientras tanto, yo rezaré pidiendo a Dios que nos proteja. Estoy segura de que ahí dentro hay algo muy raro y espantoso ‑dijo la mujer.
Mientras tanto, el marido se inclinó sobre el saco, lo levantó y lo apoyó en la pared. Y cuando se disponía a abrirlo, las vacas parecían estar muy asustadas, tirando de sus ronzales, mugiendo y pateando en su deseo de huir.
Cuando el hombre metió la mano en el saco, asomó la cabeza de una anguila enorme. Tenía los ojos del color de fuego y tan resplandecientes, que deslumbraban como si fuesen dos soles. El campesino dió un salto hacia atrás, yendo a parar casi a la puerta y allí se quedó inmóvil por el terror. Ella, por su parte, profirió un grito que habría podido oírse desde el pueblo vecino, pero no se movió de donde se hallaba, porque la habían abandonado las fuerzas.
La anguila, mientras tanto, salió del saco retorciéndose y empezó a arrastrarse por el suelo. Luego se retorció sobre si misma, de un modo espantoso, y su cuerpo, que sin duda alcanzaba la longitud de un metro treinta centímetros, parecía ser todavía mucho más largo. Luego levantó la cabeza y el cuello, balanceándose ligeramente de un lado a otro. Marido y mujer se hallaban al lado de la puerta, pero era tal su miedo, que ni siquiera pensaron en atravesarla. Con los ojos desorbitados contemplaban la anguila y pronto vieron cómo se encaramaba por un poste que habla en el centro de la cuadra, hasta tocar el tejado con la cabeza. Y entonces atravesó el tejado, se desvaneció o se ocultó en algún lugar. Los dos espectadores no pudieron darse cuenta de ello. Pero aquella anguila enorme y espantosa fué todo el tesoro que salió del saco, que el hombre desenterró y luego llevó a hombros hasta el establo. Así se desvaneció el tesoro.

035. Anónimo (escocia)

Manopla roja

Roberto Redgauntlet, o sea Roberto Manopla Roja, era un laird, es decir, un señor feudal escocés, que habla guerreado en el siglo XVII durante el reinado de Carlos II, cuyo favor conquistó por el apoyo que le diera antes de subir al trono. El laird Roberto era hombre cruel y violento, y cuando salía de su castillo, acompañado de su séquito y de sus perros, no había colina, valle ni gruta donde pudieran creerse seguros sus vasallos sus enemigos, pues a unos y a otros perseguía como si fuesen ciervos.
Por esta razón era odiado y temido, a la vez, en la comarca. Muchos aseguraban que había hecho pacto con el diablo y que era in­vulnerable hasta el punto de que las balas rebotaban en su cota de búfalo y que las armas blancas no podían penetrar en su cuerpo. A la yegua que montaba se le atribuían tales condiciones de resistencia y de ligereza, que, según se decía, aventajaba a las liebres a la carrera.
Así, pues, los mejores deseos que se expresaban con respecto a él eran que se lo llevasen los diablos. Solamente trataba bien a sus arrendadores y también a sus criados,
Entre los habitantes de la aldea que rodeaba el castillo, había un tal Steenie Steenson, famoso por su habilidad en tocar la gaita, de modo que cuantas veces se celebraba algún festín en el castillo era llamado allí para que amenizase la fiesta. Y en tales ocasiones era ya sabido que el laird Roberto no sabía prescindir de él.
El tal Steenie Steenson era hombre de alegre carácter, que ignoraba en absoluto el arte de economizar. Por esta causa se había retrasado en el pago de sus alquileres al laird, por lo menos en dos anualidades. Salió del paso con respecto a la primera, gracias a sus buenas palabras y tocando la gaita en algunos de los banquetes que diera su señor. Pero, al fin, el laird le advirtió que si no pagaba en un plazo corto las cantidades que debía, sería desposeído de la casa en que habitaba y tendria que marchar a otra parte.
Steenie comprendió que la cosa iba de veras y como no deseaba vivir en otro lugar, donde sería desconocido y no podria gozar del trato de sus amigos, empezó a buscar la manera de pagar su deuda. Algunos de sus amigos le hicieron pequeños préstamos y, entre todos, pudo reunir la suma conveniente, que ascendía a mil marcos.
Con el corazón alegre y libre ya de toda preocupación, Steenie se dirigió al castillo de Manopla Roja, cargado con una pesada talega y sin temer ya la cólera del laird. Al llegar al castillo, se enteró de que sir Roberto acababa de sufrir un ataque de gota, a causa de la irritación que le ocasionó el hecho de que Steenie no se hubiese presentado allí antes de las doce. Pero Dougal, que era el criado favorito del laird, opinaba que su irritación se debía no al dinero que el gaitero había de pagarle, sino porque a su amo le disgustaba no gozar de la compañía del buen Steenie.
Este fué llevado directamente al gran salón antiguo del castillo y allí vió al laird sentado en un sillón y con una de sus piernas muy bien envuelta en vendajes y apoyada en un taburete. A la espalda del señor vió también un mono bastante grande, que era su favorito y que estaba dotado de la mayor malignidad que se pudiera imaginar. A veces aquel animal iba por el castillo gritando como un loco y mordiendo a cuantos hallaba al paso. Sir Roberto le puso el nombre de Mayor Weir y lo cierto era que nadie en el castillo, a excepción del amo, tenia la menor simpatía por aquel bicho.
Steenie experimentó cierta inquietud al observar que la puerta se cerraba a su espalda y que se quedaba a solas con sir Roberto y Dougal MacCallum, que era el criado principal del señor y, ademas, el mono, cosa que nunca le había sucedido en cuantas ocasiones visitó el castillo.
Como ya se ha indicado, sir Roberto estaba sentado, aunque mejor podría decirse tendido en un sillón. Vestía una bata de terciopelo y uno de sus pies estaba apoyado en un taburete acolchado, En aquel momento el rostro del laird tenía satánica expresión. El mono, sentado frente a él, lucía una chaquetilla roja y se había cubierto la cabeza con la peluca del laird, cuyas muecas de dolor remedaba malignamente.
En la pared estaba colgada la cota de búfalo del señor del castillo y sobre una mesa, a su alcance, veíase la espada de sir Roberto y sus pistolas, pues conservaba la antigua costumbre de tener las armas siempre pre­paradas y un caballo ensillado de día y de noche.
Sobre la mesa vió Stecnie un libro registro, con cierres de cobre y entre dos hojas de él había una señal para indicar donde estaba su cuenta.
Sir Roberto dirigió a su arrendatario una mirada penetrante y, arrugando el ceño, le preguntó:
‑¿Vienes, acaso, con las manos vacías, hijo de Belcebú? Si es así, ¡vive Dios que va a pesarte!
Pero Steenie no se asustó. Dió un paso hacia adelante, puso sobre la mesa la talega que contenla el dinero y el laird, al verlo, preguntó:
‑¿Está ahí toda la suma que me debes, Steenie?
‑Su señoria podrá convencerse de que está completa.
‑Dougal ‑dijo el laird‑, dad a Steenie una copa de aguardiente, mientras yo cuento el dinero y extiendo el recibo.
Pero apenas habían salido los dos hombres de la habitación, cuando sir Roberto profirió un grito espantoso, que se pudo oír en todo el castillo. Dougal retrocedió presuroso, seguido de otros criados y encontraron a su señor gritando como un loco.
Steenie, muy apurado, no sabía si continuar donde estaba o salir, pero, al fin, se aventuró a volver al salón, donde pudo entrar sin que nadie advirtiese su presencia. El laird aullaba como una fiera, pidiendo agua fria para su pie y vino para recobrar el ánimo. Y su boca vomitaba toda suerte de maldiciones.
Un criado acudió con un cubo de agua, donde metieron el pie del enfermo, pero ésto apenas sintió la frescura del liquido, empezó a gritar diciendo que se abrasaba, cosa que quizá era cierta, pues algunos aseguraron luego que el agua del cubo empezó a hervir como si estuviera al fuego. Sir Roberto, víctima de dolor espantoso, arrojó la copa de vino a la cabeza de Dougal, diciendo que, le había dado sangre, en vez de vino de Borgoña y lo cierto fue, también, que, al día si­guiente, se encontraron algunos coágulos de sangre en la alfombra.
En aquella escena terrible el mono gritaba, a su vez, como un condenado y cualquiera hubiese podido creer que se burlaba de sir Roberto.
Asustado, Steenie olvidó el dinero y el recibo y echó a correr escaleras abajo, pero a medida que se alejaba, oyó cómo los gritos del laird se debilitaban por momentos, para terminar, al fin, en un gemido tembloroso. Y a los pocos instantes circuló por el castillo la noticia de que el laird había muerto.
Una vez le hubo pasado la impresión que le produjera aquella escena, Steenie se alejó confiado en que Dougal había presenciado como dejó sobre la mesa la talega llena de monedas de plata y que también su señor había oído a hablar del recibo.
Dos días más tarde llegó a Edimburgo sir John hijo de sir Roberto a fin de hacerse cargo de la herencia y poner orden en los negocios y asuntos de su difunto padre. Nunca estuvo en buena armonía con él, a causa del mal carácter del laird, Por eso, cuando aun era muy joven, se dirigió a Edimburgo y estudió la carrera de leyes.
Dougal MacCallum, después de la muerte de su amo, se dejó invadir por una tristeza espantosa y empezó a recorrer el castillo como una sombra, aunque sin olvidar para nada sus deberes y sin dejar de dirigir el servicio de sus subordinados.

A la noche siguiente de la muerte de su amo, Dougal se debilitó en extremo, Mas, a pesar de todo, fué el último en acostarse. Su dormitorio estaba situado frente al de su amo, que allí yacía de cuerpo presente.
A media noche y cuando la casa estaba silenciosa, se oyó el sonido del silbato que en vida utilizaba sir Roberto para llamar a Dougal. Este, sin recordar en aquel momento el hecho de que su amo estaba muerto y obedeciendo tan sólo a la costumbre, se dirigió al dormitorio de su amo. Una vez allí vió al mono que se había sentado sobre el ataúd de sir Roberto y tal impresión le produjo el espectáculo, que cayó allí mismo inanimado. Y cuando, a la mañana siguiente, lo encontraron los criados de la casa, observaron que había exhalado el último suspiro.
A partir de entonces y durante varios días, los criados del castillo creyeron oír en la parte superior del edificio el sonido del silbato de sir Roberto, cosa que despertó la superstición de todos. Pero sir John, al enterarse del caso, prohibió que se hablase de él.
El entierro se celebró con la mayor sencillez posible en aquel caso. Y luego la vida en el castillo tomó el ritmo que le impuso su nuevo propietario.
El cual, dispuesto a enterarse del estado de la hacienda, llamó a todos los arrendatarios y les exigió el pago de sus atrasos. Y cuando Steenie acudió a presencia del nuevo señor, éste le conminó a pagar la cantidad por la cual aparecía en descubierto en el registro. Steenie le refirió la historia de lo ocurrido y el joven señor, por todo comentario replicó:
‑Siendo así, supongo que mi padre os dió el recibo de esta cantidad y que, por consiguiente, Podréis mostrármelo.
‑Lo cierto es -contestó Steenie -que no tuve tiempo de recogerlo, porque en cuanto hube dejado sobre la mesita la talega que contenía el dinero, vuestro padre, el laird, se vió acometido de terribles dolores y ya no tuvo ocasión de extender el documento.
‑Realmente ‑contestó sir John -es un caso extraordinario. Pero, en fin, confío en que, al menos, pagasteis en presencia de algún testigo. Yo sólo pido una prueba, por ligera que sea, pues no quiero mostrarme riguroso ni exigente con un hombre pobre.
‑En aquel momento -contestó Steenie -hallábase en compañía del laird su criado favorito, Dougal MacCallum, pero ya sabéis que el pobre hombre ha muerto,
‑Realmente, no estáis de suerte, amigo Steenie -­contestó sir John‑. No podéis presentarme ningún testigo de vuestro pago. ¿Cómo puedo creerlo?
‑Sólo puedo decir ‑replicó Steenie ‑que tengo nota de las monedas que había en la talega. Por cierto que ese dinero me ha sido prestado por varios amigos y todos ellos podrán jurar la verdad de lo que digo.
‑Yo no dudo ‑contestó sir John ‑que hayáis pedido prestado ese dinero, pero necesito alquna prueba de que hicisteis el pago a mi padre.
En vista de eso, sir John llamó a todos los criados de la casa, y les preguntó si estaban enterados del pago que Steenie aseguraba haber llevado a cabo. Pero todos contestaron negativamente, porque ninguno de ellos estaba enterado del caso.
La situación era, pues muy desagradable para Steenie y no sabía cómo salir de ella, de modo que, tras de despedirse con temblorosas palabras, de su señor, salió del castillo en extremo preocupado y triste, porque no hallaba el remedio de aquella situación tan molesta.
La noche era obscura. Steenie montó en su caballo, pero estaba tan disgustado y tris­te, que dejó al animal en libertad de tomar el camino que quisiera.
Cuando apenas había recorrido cosa de quinientos metros, el animal, fatigado o hambriento, dió tales señales de debilidad, que su jinete dudó de que pudiera sostenerlo en la silla. Y en aquel preciso instante, se presentó un jinete que parecía haber surgido de la tierra.
‑Muy debilitado está ese caballo, amigo ‑dijo el desconocido‑. Pero, si queréis, os lo compraré.
Mientras decía estas palabras, tocó el cuello del animal con el mango de su fusta y el caballo pareció recobrar milagrosamente su vigor.
‑Aunque de momento se haya reanimado ‑observó el desconocido‑ pronto volverá a perder las fuerzas.
Steenie apenas prestó atención a estas palabras y, espoleando su caballo, dio las buenas noches y trató de pasar de largo.
Pero el desconocido estaba, sin duda, deseoso de continuar la conversación, porque, siguiendo de cerca a Steenie, le dirigió nuevamente la palabra.
‑Decidme, de una vez, qué se os ofrece -replicó este último, dirigiéndose al desconocido‑. Si sois un ladrón, debo advertiros que no llevo conmigo ni una sola moneda. Y sí sois una buena persona que quiere compañía, sabed que no tengo humor de hablar. Y sí necesitarais un guía por desconocer el camino, yo me encuentro en el mismo caso.
‑Decidme cuáles son los motivos de vuestra preocupación, porque tal vez pueda consolaros y aun ayudaros ‑dijo el otro.
Steenie que, realmente, deseaba desahogar su pena, contán-dosela a otro, refirió al desconocido la historia de lo que le habla sucedido.
‑Mal asunto es ése ‑observó aquel jinete‑. Pero creo qué podré ayudaros.
-Si pudierais prestarme esa suma, caballero, concediéndome un largo plazo para su devolución ‑dijo Steenie‑, quizá consiguiera salir de la situación en que me hallo.
‑Yo podría prestaros esa cantidad ‑contestó el otro‑, pero tal vez no aceptarais mis condiciones. Sin embargo, puedo deciros una cosa interesante y es que vuestro laird está inquieto en su tumba por las maldiciones que le dirigís. Y sé, también, que si tuvieseis el valor necesario para ir a verlo, os daría el recibo que es falta.
Erizáronse los cabellos de Steenie al oír tal proposición. Pero en seguida creyó que el desconocido le hablaba en broma o que, tal vez, quería asustarlo un poco, antes de prestarle aquella cantidad.
Sonrió el desconocido y ambos continuaron el camino a través del bosque. De repente, el caballo de Steenie se detuvo a la puerta de un castillo y si el jinete no supiera que el del laird Roberto se hallaba a diez millas de distancia, hubiese jurado que era el mismo.
Los dos jinetes penetraron en el patio interior y Steenie observó que la fachada prin­cipal aparecia con las ventanas iluminadas; había algunos individuos que tocaban instrumentos músicos, de cuerda, y otros bailaban como era costumbre ver en algunos días señalados en el castillo de sir Roberto.
Apeáronse Steenie y su compañero y el primero arrendó su caballo a una anilla que le pareció la misma utilizada por él aquella mañana.
‑¡Dios mio! ‑murmuró para sí‑. ¿No habrá sido un sueño la muerte de sir Roberto?
Siguiendo las indicaciones de su compañero, Steenie llamó a la puerta, que abrió casi en el acto su conocido Dougal MacCallum.
‑¡Hola, gaitero Steenie! ¿Otra vez por aquí? Sir Roberto ha preguntado muchas ve­ces por vos.
Steenie creyó soñar. Volvió los ojos en busca de su compañero, pero observó que había desaparecido. Por fin hizo un esfuerzo y contestó:
‑iAh, Dougal! ¿Estáis vivo? Yo me figuraba que habíais muerto.
‑No os ocupéis de mí, sino de vos mismo ‑contestó Dougal‑. Y ahora voy a aconsejaros una cosa: no habléis a nadie de los demás. Limitaos a pedir el recibo que necesitáis.
Dichas estas palabras, Dougal condujo a Steenie a través de varios salones, y a lo largo de algunos corredores, hasta llegar, por fin, a la sala con arrimaderos de roble, donde se oían escandalosas canciones, improperios, choque de vasos y animadas conversaciones, como en los buenos tiempos de sir Roberto.
Este último estaba sentado en la sala, entre sus amigachos y, al ver a Steenie, con voz de trueno le ordenó que se acercara. El laird tenía las piernas apoyadas en una banqueta y muy bien envueltas con trapos de franela. A su lado se veían las pistolas y, apoyada en la silla, su gran espada, es decir, que todos aquellos detalles eran los acostumbrados. A su lado se hallaba, también, el almohadón destinado al mono, pero aquel maligno bicho no estaba allí.
‑¿No ha venido aún el Mayor? ‑preguntó sir Roberto al observar que se acercaba Steenie.
-El mono estará aquí antes de amanecer- contestó uno de los comensales.
Al aproximarse Steenie, sir Roberto o su fantasma gritó:
-¡Vamos, gaitero! ¿Has arreglado ya el asunto del pago del alquiler?
Steenie, haciendo un esfuerzo por contestar, replicó:
-El laird John no quiere dar por terminado el asunto, sin ver antes el recibo de Vuestra Señoría.
‑Pues te lo daré ‑contestó sir Roberto ‑siempre y cuando, antes, toques un poco la gaita.
-No la he traído conmigo -contestó Steenie.
-Tú, MacCallum, hijo de Satanás ‑gritó sir Roberto‑­. Trae la gaita que tengo guardada para Steenie.
El criado obedeció y, a los pocos momentos, regresó con la gaita, que ofreció a Steenie. Este observó que el instrumento era de acero y que estaba al rojo blanco, de modo que se abstuvo de tocarlo siquiera y se excusó diciendo que estaba muy fatigado y no podría siquiera hinchar de aire el odre de la gaita.
‑Bien, como quieras ‑contestó sir Roberto‑. Y ahora acércate. Come y bebe cuanto quieras, porque aquí apenas hacemos otra cosa. Además, no conviene hablar con el estómago vacío.
Pero Steenie, que no se fiaba de las amables invitaciones de su señor, se guardó muy bien de aceptar. Contestó que no había ido alli para comer ni beber y menos para tocar la gaita, sino con el único objeto de averiguar donde estaba el dinero que había pagado y obtener el recibo que acreditase la entrega de aquella suma.
Luego, Steenie, animándose hasta un punto que a él misrno le asombró, atrevióse a dirigir cargos a sir Roberto, por no haber cumplido con su deber y aun le aseguró que no gozaría de paz ni reposo mientras no aliviase su conciencia.
El fantasma sonrió rechinando los dientes, y luego, sacando una cartera de su bolsillo, extrajo de ella el recibo que entregó a Steenie.
‑Ahi tienes el documento que pides ‑dijo‑. En cuanto al dinero, mi hijo puede buscarlo, si quiere, en la Cuna del Gato.
Steenie dio las gracias y se disponía a retirarse, cuando sir Roberto le gritó:
‑¡Espera, idiota! Aun no he terminado contigo. Aqui no se da nada sin la justa correspondencia. Es preciso que dentro de un año, a contar del día de hoy, vuelvas para ofrecer tus respetos a tu amo, en agradecimiento de la protección que te dispenso.
‑Cumpliré con la voluntad de Dios y no con la vuestra ‑se atrevió a contestar entonces Steenie.
Apenas hubo pronunciado estas palabras, cuando desapareció todo y se vio sumido en la obscuridad. Luego sufrió una sacudida y se cayó al suelo sin sentido.
Al recobrarlo, no habría podido decir dónde se hallaba, ni cuanto tiempo llevaba allí. Pudo ver que estaba en el cementerio contiguo a una iglesia y ante la puerta del panteón de la familia de Manopla Roja, fácil de reconocer, gracias al escudo de sir Roberto esculpido sobre el dintel de la puerta. Una espesa niebla le ocultaba casi todo cuanto lo rodeaba, pero pudo ver que su caballo pacía tranquilamente la hierba, al lado de las dos vacas del cura.
Tentado estuvo de creer que todo aquello había sido un sueño, pero pronto se convenció de lo contrario, pues tenía en la mano su recibo escrito y firmado de puño y letra de sir Roberto, aunque las últimas letras de la firma estaban algo borrosas, como trazadas por un hombre a quien, de repente, le hubiese atacado un dolor repentino.
Con el ánimo perturbado, Steenie se alejó de aquel lugar y se dirigió al castillo de Manopla roja, donde, no sin hallar algunas dificultades, fué recibido por el joven laird.
‑¿Otra vez aquí? ‑preguntó sir John con acento de enojo-. ¿Traéis el dinero?
‑No, señor. Lo que traigo, contestó Steenie ‑es el recibo de sir Roberto.
‑¡Voto al diablo! ‑exclamó el joven laird?‑. ¿Cómo se entiende eso? ¿El recibo de mi padre? ¿No me dijisteis que no os lo había dado?
‑Tal vez Vuestra Señoria me hará el favor de ver si este documento está al corriente. Sir John leyó aquel papel, con la mayor atención y, por último, se fijó en la fecha, detalle que había pasado por alto a Steenie.
"En el lugar de mi destino" ‑leyó‑ “el 25 de noviembre del año...”
‑¿Cómo? ‑exclamó sir John‑. Eso fué ayer. ¡Tunante! Para obtener ese recibo, habría sido necesario ir al infierno.
Solamente sé que me lo entregó vuestro señor padre­ -contestó Steenie ‑e ignoro si se halla en el cielo o en el infierno.
‑Pues voy a denunciaros al Consejo Privado, como estafador ‑replicó el joven laird ‑y luego os enviaré al infierno, para que os reunáis con vuestro amo.
‑Yo mismo me denunciaré al Presbiterio ‑contestó Steenie ‑para dar cuenta de lo que vi anoche, porque allí podrán juzgar el asunto mucho mejor que un ignorante como soy yo.
Sir John se quedó pensativo. Al parecer, se había serenado un tanto. Luego quiso conocer detalladamente la aventura de Steenie y éste se la refirió punto por punto,
‑Esa historia ‑dijo, al fin, el joven laird, ‑interesa al honor de muchas nobles familias, aparte de la mia, lo cual es, para vos, un peligro tan grave, que lo menos que puede sucederos es que os taladren la lengua con un hierro al rojo. Sin embargo, cuanto acabáis de contarme podría ser cierto y si encontrásemos el dinero, no sabré qué pensar acerca del particular. ¿Dónde está esa Cuna del Gato? Ignoro por completo dónde puede hallarse.
Steenie aconsejó preguntar a alguno de los viejos servidores del castillo y el laird llamó al más viejo de ellos, para índagar el asunto. El criado contestó que había en el castillo una torrecilla ruinosa, adonde nadie iba hacía largo tiempo y que se llamaba la Cuna del Gato. Añadió que sólo era posible entrar por la parte exterior, puesto que la escalera que conducía allí estaba derruida desde muchos años atrás.
Sir John decidió ir inmediatamente allá. Tomó una pistola, le dirigió al lugar indicado y ordenó a sus criados que aplicaran una escalera de mano a la torrecilla.
Sin vacilar un instante, subió por la escalera penetró en la torre y, al hacerlo, algo saltó hacia él, rozándole el rostro. Sir John disparó su pistola y Steenie y el criado que subían tarabién por la escalera de mano, oyeron un grito.
Un momento después el joven laird arrojó al exterior el cadaver del mono. Luego se asomó y dijo a Steenie que acababa de descubrir la talega llena de monedas de plata.
Encontráronse también en aquel lugar muchas cosas que sucesivamente, se habían echado de menos. Luego sir John bajó y volviendo con Steenie al comedor, le ofreció excusas por el trato de que le había hecho objeto.
-Y ahora, Steenie –añadio el joven laird– aunque nuestra visión favorece, en cierto modo, el buen nombre de mi padre, conmo hombre honrado, puesto que aún después de su muerte ha querido hacer hacer justicia a un pobre como vos, conviene que guardéis silencio acerca de ello. En cuanto a ese recibo, me parece un documento muy extraño y creo que sería mejor arrojarlo al fuego.
‑Desde luego será extraño ‑contestó Steenie‑, pero justifica el pago de mis alquileres.
Sir John extendió inmediatamente otro recibo y, además, ofreció a Steenie rebajarle el precio del alquiler, a cambio de su silencio.
‑No hablaré con nadie de este asunto -contestó Steenie­, a excepción de que deseo confesarme con un sacerdote, pues no me gusta que vuestro padre me ordenara acudir nuevamente a su presencia dentro de un año.
‑Si tanto os inquieta eso, hablad con nuestro párroco­ -contestó sir John‑. Es una excelente: persona, que se interesa por el honor de nuestra familia y es posible que encuentre una solución.
Pronunciadas estas palabras, sir John arrojó el recibo al fuego, pero, por más que hizo, el papel no se quemó, sino que voló le­jos de la chimenea, dejando en su camino un rastro de chispas y produciendo un leve sil­bido.
Steenie se dirigió a casa del párroco y le refirió la historia de lo que había sucedido o de lo que creyó ver y oír. El sacerdote, después de escucharlo atentamente, le dijo que si bien Steenie se había comprometido en un asunto muy peligroso, como rehusó el ofrecimiento del diablo con respecto a comer y beber, y se llegó, además a rendirle homena­je, era evidente que Satanás no podría aprovecharse de lo ocurrido ni obligarlo a cosa alguna. Steenie resolvió no volver a tocar la gaita y no probar el aguardiente hasta que hubiese transcurrido el año, pero luego, si bien ya no bebió más, se dedicó, de nuevo, a tocar su instrumento favorito.
Sir John y su arrendatario fueron, desde entonces, muy buenos amigos y Steenie no tuvo de él ninguna queja y siempre le manifestó su agra-decimiento por el trato de que lo hacía objeto.

035. Anónimo (escocia)

La suegra del diablo

Los sucesos narrados en esta historia acontecieron a fines del siglo XVIII. Un escocés que había combatido en los ejércitos del rey Luis XVI, de Francia, una vez terminadas las guerras vióse sumido en la mayor pobreza, de igual modo como les ocurrió a muchos de sus compatriotas, que se hallaban en circunstancias parecidas.
Pero como el soldado a que nos referimos, llamado Patricio MacTavish, no se conformaba con vivir en la miseria que lo amenazaba, decidió irse a América, donde, según había averiguado en el curso de sus andanzas por el mundo, podía un hombre hallar trabajo, bien pagado y aun conquistar lo necesario para ponerse al abrigo de la miseria en sus últimos años.
En aquella época eran poco numerosos los europeos que emigraban hacia el Nuevo Continente y ésta era, precisamente, una razón de que la vida fuese allí mucho más fácil que en nuestros días. MacTavish buscó un velero que zarpando de Liverpool había de dirigirse a Norteamérica y, con más precisión, a Nueva York, y reuniendo todo el dinero que le fué posible conseguir, quedándose sin más que lo puesto, tomó pasaje y se embarcó confiando en la divina Providencia.
Nada de particular le ocurrió durante aquel viaje largo, incómodo y pesado. El tiempo fué bueno, no sufrieron ninguna calma chicha y con muy poca diferencia sobre el tiempo calculado, el barco fondeó ante Nueva York.
MacTavish desembarcó en una playa arenosa y a cierta distancia vió unos cuantos arbustos enanos, matas de plantas inútiles y ninguna vivienda en cuanto alcanzaba la mirada. Habíanle dicho que al desembarcar encontraría la ciudad de Nueva York a un extremo hacia la derecha y que allí un hombre de sus condiciones y deseoso de trabajar, no solamente podría ganarse muy bien el diario sustento, sino que todavía, con un poco de suerte, lograría hacer una fortunita.
Hacia el mediodia, MacTavish se sentó a la sombra de un arbusto, con objeto de tomar un poco de pan y de beber la última copa de vino que le quedaba. Una vez hubo terminado aquella ligera colación, oyó en la soledad que lo rodeaba una voz lamentable y quejumbrosa, que exclamaba:
‑¡Dejadme salirl ¡Oh, devolvedme la libertad!
MacTavish, muy extrañado, miró a su alrededor, pero no pudo ver a nadie a quien pudiera atribuirse aquella exclamación. Pero, al fijarse mejor, descubrió a corta distancia del lugar en que se hallaba una botella de vidrio, de color verde obscuro, muy bien tapada y provista de un sello muy curioso.
‑¡Oh, dejadme salir! ¡Devolvedme la libertad! ­volvió a exclamar aquella voz.
MacTavish se aproximó a la botella y pronto pudo tener la certeza de que la voz en cuestión procedía del interior de aquel recipiente.
‑Por mi parte ‑dijo MacTavish, dirigiéndose a quienquiera que estuviese dentro de la botella‑, no te dejaré salir. Si me dirijo ahora a Nueva York, provisto de una botella que habla, voy a ganarme una fortuna.
‑Si es dinero lo que andas buscando ‑replicó la voz­ -suéltame y nunca más volverás a tener el bolsillo vacío. Soy el Diablo y, desde luego, el dueño de las maravillosas riquezas de toda la Tierra.
‑Pues si eres el Diablo, según dices ‑replicó MacTavish-, ¿cómo te falta poder para salir?
‑Fijate en el sello que cubre el tapón de la botella­ -replicó la voz, con triste acento.
MacTavish obedeció y pudo observar unos extraños signos de aquel sello blanco, y dijo:
‑Sí, en efecto. Me parece que este sello, por sus virtudes mágicas, debe de ser capaz de retenerte encerrado. Pero yo podría romperlo fácilmente y sacar el corcho.
‑Hazlo ‑replicó la voz‑. Hazlo en seguida.
‑Ante todo, quiero saber por qué razón te hallas encerrado aquí.
Entonces la voz del Diablo, encerrado en la botella, empezó a relatar sus infortunios.
-Estaba ocupado en mis asuntos, es decir, en tentar a uno y a otro, y en engañar a varios, cuando, de pronto, y en el momento en que menos lo esperaba, me enamoré perdidamente de una muchacha de ojos azules, a quien su madre adiestraba para convertirla en bruja. Como te digo, me enamoré como un tonto y llegué al extremo de casarme con ella. Desde luego, como comprenderás muy bien, no es la única esposa que he tenido, sino que tiene el número siete mil novecientos seis en la lista de las que, sucesiva-mente, han sido mis mujeres, desde la creación del hombre. Ahora que desde luego, puedo asegurarte que ésta es la última, pues ni aun cuando me aspen me atreveré a reincidir. No. Nunca más me expondré a tales peligros. Estoy decidido.
El Diablo dió un suspiro de pena y tras de una ligera pausa añadió:
-Inmediatarnente después de la boda, mi mujer me metió en una habitación pequeña, donde vi algunas cosas que no podría nom­brar aunque quisiera. Había una sobre la chimenea y otra al lado de cada una de las dos ventanas.
‑iVamos, hombre! ‑exclamó mi suegra, desde el otro lado de la habitación‑. ¿Te figurabas, acaso, que ignorábamos quién eres? Has sido un idiota y ahora estás ya en nuestro poder.
Yo, tonto de mí, cometí el error tremendo de no sentir ningún miedo de aquellas dos mujeres. Nunca me perdonaré esta imbecilidad. En el acto adquirí mi aspecto verdadero, hermoso como un rayo y más mortífero que él. Pero mi mujer tuvo la necesaria inteligencia para no mirarme siquiera y en cuanto a la suegra se hallaba en el lado exterior de la puerta de la habitación. Yo me disponía a atravesarla, para destruir a la vieja, pero ella había tenido la precaución de poner sellos mágicos no sólo en las ventanas sino que también en el umbral de la puerta.
‑Sal si quieres ‑dijo m¡ suegra‑. Pasa por el agujero de la cerradura, porque todas las demás salidas están perfectamente cerradas.
Me convencí de que, en efecto, era así y, por lo tanto, no tenía más recurso que seguir la indicación de aquella maldita vieja. Con­trayendo mi cuerpo hasta adquirir la delga­dez que me permitiera atravesar el agujero de la cerradura, pasé por él, en forma de relámpago, pero la maldita tenía apoyado en el lado exterior de la cerradura el cuello de esta botella verde. Como un idiota, me metí en esta prisión y ella, sin darme tiempo de salir cuando noté la trampa en que acababa de caer, tapó y selló la botella, como la ves.
En el sello hay algo que no me atrevo a nombrar. ¡Oh, desdichado de mí! Esa mujer me ha burlado de un modo indigno, insultante.
Lo peor fué que mi mujer ayudó a aprisionarme. Luego ambas se dispusieron a salir de Nueva York, para ir a Boston, pero antes de emprender el viaje vinieron aquí y aban­donaron la botella donde ahora está, figurán­dose que nadie podría encontrarla.
MacTavish profirió una carcajada, que al Diablo le pareció una burla.
-No hay duda ‑dijo luego ‑que podré ganar mucho dinero enseñando la botella parlante y refiriendo, además, su historia.
El Diablo se asustó mucho al oír aquel propósito. Rogó una y otra vez a MacTavish con voz tan dulce como los sonidos de un arpa y, para acabar de convencer al ex soldado, le dijo:
‑El alcalde de Nueva York tiene gravemente enferma a su hija. La pobrecilla sufre mucho, tanto que si pudieras verla, no hay duda de que la compadecerías con toda tu alma. Tiene el cabello tan fino como hebras de seda, rubio como el oro, los ojos azules como el cielo y el alma mucho más pura que el agua del mejor manantial de toda América. Ahora bien, conviene decirte que yo soy la causa de su enfermedad. Me irritó mucho ver que no era capaz de hacerla caer en una de mis tentaciones y en venganza le clavé una espina de pescado en la parte posterior de la lengua. La dejé así y los doctores no han podido encontrar la causa de su mal. Su padre, desesperado y apenado a más no poder, ofrece como recompensa el peso de la joven en esmeraldas, en oro o en rubíes al que sea capaz de curarla. En cambio, si alguno se ofrece a curarla y no lo consigue, es condenado a muerte y ahorcado.
Toda Nueva York está rodeada de horcas y eso, te lo aseguro, es un espectáculo magnífico y muy curioso. Déjame salir de la botella y, en cuanto esté libre, me dirigiré a la ciudad, precediéndote, para ocultarme en la garganta de la jovencita. Tú te presentas luego al alcalde, para decirle que vas a curar a su hija, pero, antes de hacerlo, fija tus condiciones. Por ejemplo, podrías pedir la mano de la muchacha y su peso en diamantes. Más o menos su padre había prometido ya esa recompensa. Y cuando tú me lo ordenes, yo abandonaré su garganta, quitando, antes, la espina que allí tiene clavada. Y añadiré, pues conviene que lo sepas, que si logras casarte con esa joven, podrás envanecerte de tener la esposa más bella y más virtuosa del mundo entero. Ten en cuenta que perdí cinco años procurando hacerla caer en una tentación y no lo consegui a pesar de todos mis esfuerzos. No puedo, estoy convencido de ello, penetrar en su corazón.
En cuanto MacTavish oyó hablar al Diablo de la belleza y de la bondad de aquella joven desistió inmediatamente de su propósito de exhibir la botella parlante, en la que estaba encerrado el Diablo. Llevó los dedos hacia la Santa Hostia que constituía el sello cuyo nombre no podía pronunciar siquiera el Diablo y en cuanto la hubo quitado, saltó disparado el corcho y de la botella empezó a salir un espeso vapor, que se convirtió en la figura del Diablo. Luego éste, en alas del viento, emprendió su camino hacia Nueva York.
MacTavish echó a correr hacia allá y, en cuanto estuvo en la ciudad, no tardó en convencerse de que el Diablo le había dicho toda la verdad. Por doquier vio horcas de las que aun pendían los ajusticiados, rodeadas de cuervos que graznaban alegremente. En el acto se dirigió a la casa del alcalde y, presen-tándose a éste, manifestó su deseo de intentar la curación de la jovencita, aunque poniendo la condición de que, en el caso de lograrlo, además de recibir como premio su peso en piedras preciosas, le otorgarían, también, su mano. El alcalde aceptó aquellas condiciones e inmediatamente llevó a MacTavish a la habitación de la enferma.
La cual era tan hermosa, que el ex soldado se sintió enamorado de repente.
‑iOh! ‑exclamó ella ‑idos antes de perder la vida. Nunca vi a otro hombre de rostro más simpático y bondadoso que el vuestro y me apenaría mucho que os condenasen a muerte por mi causa.
‑Voy a curaros, sin ningún género de duda, hermosa doncella. Luego, si me aceptáis por esposo, seremos muy felices.
Y sin esperar respuesta, ordenó al Diablo que abandonase inmediatamente la garganta de la enferma, y le recomendó, además, no olvidarse de sacar la espina de pescado que estaba clavada en aquélla.
‑Estoy muy cómodo aquí ‑contestó el Diablo asomándose a los dientes de la joven, convertido en un diminuto hombrecillo que apenas media un centímetro de estatura.
MacTavish, irritado al observar aquella falta de formalidad, le dirigió ásperas palabras, pero el Diablo no le hizo ningún caso.
Al día siguiente el Diablo siguió desafiando las iras de MacTavish. Cada uno de los que habían intentado la curación de la joven, pudieron realizar tres tentativas. Y en vista del fracaso de la segunda, se erigió ya la horca destinada al escocés.
‑En fin, no me asusta la muerte ‑se dijo éste‑. Iré a su encuentro como valeroso soldado.
Al día siguiente, antes de dirigirse a la casa de enferma, MacTavish contrató a todos los músicos de Nueva York y los congregó en torno de aquella morada, en las azoteas, en los sótanos y, en una palabra, en cuantos sitios le fué posible. Luego Mac­Tavish se dispuso a realizar la última tentativa para curar a la enferma.
Al observar su llegada, el Diablo se asomó, de nuevo, mostrando la espina en su mano.
‑Aquí está, amigo mío ‑dijo en tono burlón‑. Y cuando te balancees, colgado de la cuerda, volveré a clavar la espina en la garganta de la enferma.
MacTavish no contestó, pero, obeciendo sus órdenes, empezó a resonar un estruendo infernal, producido por todos los instrumentos músicos reunidos a corta distancia.
‑¿Qué pasa? ‑preguntó el Diablo.
Sencillamente ‑contestó MacTavish-, que se han reunido todos los músicos de la ciudad para celebrar la llegada de tu suegra. Salió de Boston en dirección a Nueva York y, al parecer estará a punto de desembarcar.
Al oír estas palabras, el Diablo saltó al suelo, llevando en la mano la espina. Sin pensarlo dos veces, saltó por la ventana y emprendió el vuelo con la mayor rapidez posible. La hija del alcalde se levantó de la cama ya curada, y, de acuerdo con las condiciones aceptadas por su padre, a los pocos días se celebró la boda. Durante el banquete, todos los presentes rogaron al novio que pronunciara un brindis.
¡Por la mentira más grande que he dicho en toda mi vida! -exclamó.

035. Anónimo (escocia)