En una ciudad del este, a
la orilla de un gran río, vivían dos amigos: un ceramista y un tintorero.
Vivieron en armonía hasta que la mala fortuna hizo que se empobrecieran y no
tuviesen comida suficiente. Pero cuando el tintorero, trabajando duramente, logró
una posición más holgada, la amistad terminó. El perezoso ceramista comenzó a
envidiar a su amigo y su envidia fue creciendo año tras año, a medida que su
amigo se hacía más rico y él más pobre.
Un día, el ceramista ya
no pudo tolerar la fortuna de su amigo y decidió vengarse.
-Ya que eres un tintorero
tan bueno -dijo para sus adentros, yo te conseguiré el trabajo adecuado.
Fue al palacio real, se
inclinó hasta el suelo ante el rey y le dijo:
-Majestad, sé que deseáis
poseer un raro elefante blanco, como aquel que tiene sólo el rey de la India. ¡Si me escucháis, os
diré cómo hacer para conseguir uno!
El rey, feliz de escuchar
que se convertiría en dueño de un precioso elefante blanco, ordenó al ceramista
que prosiguiese:
-Poderoso rey -dijo el
ceramista-, mi vecino, el tintorero, conoce el secreto para que todas las cosas
del mundo se vuelvan blancas. Llamadlo y ordenadle que torne blanco a vuestro
elefante negro. Al principio se negará, pero no os dejéis disuadir. Asustadlo
y veréis que, al fin, os obedecerá.
El rey, que en realidad
no era muy inteligente, dio las gracias al ceramista por su consejo e hizo
llamar enseguida al tintorero a su presencia. Cuando el tintorero llegó al
palacio, el rey clamó:
-Tintorero, me he
enterado de que conoces el secreto de volver blanco todo lo que deseas. Por
ello te ordeno que vuelvas blanco a mi elefante negro y, si no me obedeces,
haré que te corten la cabeza.
El tintorero pensó, al
principio, que el rey estaba bromeando, pero después comprendió que hablaba en
serio y se asustó muchísimo. Sabía muy bien, como el ceramista, que semejante
secreto no existe y que la empresa era imposible. Estaba por echarse a llorar a
los pies del soberano para pedirle clemencia, cuando descubrió la expresión
maliciosa de su vecino el ceramista y comprendió lo que había ocurrido. Se
incorporó ante el rey y le dijo:
-Poderoso señor, deseo de
todo corazón satisfacer vuestros deseos. Pero, como sabéis, si algo debe ser
teñido o blanqueado, debe antes introducirse, durante un tiempo, en una tinaja
de barro. Naturalmente, yo no tengo una tinaja lo bastante grande para que
quepa en ella vuestro elefante.
El rey no lo pensó dos
veces y dijo:
-¡Eso es fácil,
tintorero! ¡Sé quién puede fabricarla!
Se volvió hacia el
ceramista, que le había dado ese buen consejo, y le dijo:
-Ceramista, amigo mío,
has oído lo que le ocurre al tintorero. Ve y fabrica una tinaja tan ancha que
quepa en ella mi elefante.
¡El ceramista tenía lo
que se merecía! En vano intentó resistirse; en vano presentó excusas. No había
escapatoria ante una orden del rey. Y así el ceramista tuvo que resignarse a
fabricar una tinaja en la que cupiese un elefante.
Pero ¿quién, en este
mundo, puede construir una tinaja tan enorme? Sin duda, no nuestro ceramista.
La primera vez que lo intentó, la tinaja se hizo pedazos antes de que pudiese
cocerla; la segunda vez se estropeó el horno; la tercera vez se rompió mientras
la transportaban; la cuarta vez se hizo añicos cuando entró el elefante.
Durante varios meses, el
pobre ceramista no hizo otra cosa que esforzarse por construir una tinaja en la
que cupiese un elefante sin romperse, hasta que acabó en la ruina. Y, si no
hubiese sido por el tintorero, que se apiadó de él e intercedió a su favor ante
el rey, habría acabado, sin duda, muriéndose de hambre.
137. anonimo (birmania)
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