Siempre con la conjura
que es necesario superar, como motivo central, conserva la tradición menorquina
una considerable colección de relatos. Un anciano venerable o una misteriosa
y, en cierto modo, atractiva mujer, sorprenden la inocencia de un pobre
pastor, apareciéndosele insospechadamente en el bosque.
En ningún caso pretenden
asustarle sino que, obsequiosos, le ayudan en sus trabajos o le ofrecen
regalos de valor: un peine de oro, un puñado de monedas... Así un día y otro,
hasta lograr ganarse su confianza.
Por fin llega la prueba
definitiva. De la elección del pastor depen-derá el resultado final. La dama
encantada se aparece, en esta ocasión, extra-ordinariamente hermosa y, sin
mostrarse remisa en sus insinuaciones, ofrece al zagal un regalo aún mejor que
los de días anteriores y le pregunta: «¿Prefieres esto o me prefieres a mí?»
La respuesta del pastor
es de una lógica aplastante. ¿Qué diablos iba a hacer él con aquella deslumbrante
mujer? Alarga la mano, toma el obsequio y sigue caminando tras su rebaño.
La dama, contrariada,
refunfuña cuatro imprecaciones y desapa-rece, esta vez para siempre. Ha perdido
su oportunidad de ser desencantada. La ha desaprovechado, mejor dicho.
Evidentemente, cuando el
aparecido no era una dama sino un renqueante vejete, la proposición no era la
misma. Tras unos cuantos ensayos, el anciano anunciaba al embobado pastor que,
en una próxima ocasión, iba a aparecérsele en forma de monstruo espeluznante.
Por más espantosa que le pareciera la visión, no debía asustarse, sino aguantar
sin desmayo, la amenazadora proximidad del encanto.
Las fuerzas flaqueaban
siempre en última instancia y el pastor, como el buscador de tesoros de Santa
Águeda, salía a la carrera perdiendo la oportunidad de convertirse en un hombre
rico y dejando a su oponente más encantado que nunca.
Sin embargo, un
desencantamiento que no tenía nada que ver con los anteriores se produjo en una
ocasión en Menorca.
Cuentan que fue en el
predio de Rumá Vell donde las hormigas,
convertidas en auténtica plaga, no sólo hacían incómodo el trabajo en la era,
sino que la vaciaban, devorando el grano o llevándolo a sus hormigueros. En Rumá desistieron al fin y abandonaron la
era. Allí evidentemente había algún encantamiento y era inútil oponérsele.
Un día, al encontrarse
frente a Cala Pregonda una nave que
pasaba bordeando la costa, alguien comentó a bordo el problema de aquella era
encantada. Un santo varón -un arzobispo, dicen algunos- que iba como pasajero,
bendijo desde la cubierta el lejano lugar y anuló la maldición.
En Rumá afirmaban algunos que nunca más volvieron a ver hormigas.
Otros decían que sí, hormigas sí había, pero, guiadas por un extraño instinto,
jamás tocaron un grano de trigo. Cargaban con todas las semillas extrañas, las
llevaban a sus hormigueros y colaboraban así con los campesinos.
Como si quisieran expiar
los trastornos causados...
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. anonimo (balear-menorca)
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