Las carretas, regresaban
vacías de la ciudad, dibujando con sus pesadas ruedas nuevos surcos en el barro
del camino. Los hombres, arrebujados en sus capas de burell. parecían dormitar, acurrucados en un rincón del carro,
confiando el itinerario al certero instinto de las bestias que parecían tirar
de los armatostes, con un inmenso aburrimiento. Pero, lejos de dormir,
apretaban contra su pecho la bolsa repleta de monedas, escudriñando cada recodo
del camino, con las manos crispadas sobre el cañón de sus escopetas o las
empuña-duras de sus pistolones.
La emboscada se produjo
con tanta rapidez que, antes de salir de su asombro, los mercaderes habían sido
reducidos, amordazados y atados al atalaje de las carretas que siguieron hacia
el pueblo, con su monorrítmica marcha. No había sonado ni un tiro, no había
sido preciso. Rotget y sus hombres se
daban maña en estos asaltos, poniendo especial cuidado en no herir
innecesariamente a sus víctimas, mientras vaciaban de monedas sus
faltriqueras. Sólo si se le resistían o se le enfrentaban era implacable Rotget; su trabuco vomitaba fuego y
plomo sin fallar jamás, exponiéndose temeraria-mente, seguro de su fuerza y de
su invulnerabilidad, mientras llevara colgada del cuello aquella cajita de
plata que le hacía -según decían- inmune a los peligros y a la acción de la
justicia.
Rotget estaba en todas partes.
Cualquier escenario era bueno para el bandolero que, sabía escoger sus presas
entre los payeses más acomodados y no olvidaba nunca socorrer al pobre ni al necesi-tado.
No eran tranquilos
aquellos tiempos para Mallorca y en el revuelto río, pescaban con éxito varios
centenares de forajidos, hasta que una enérgica acción de la justicia organizó
una gigantesca batida y logró hacerse con más de cuatrocientos de ellos. Se
llenaron a rebosar las mazmorras de Bellver y de la Torre del Angel, añadiendo
con ello un nuevo problema a los ya existentes pues, para mantener a aquella
multitud reclusa «se recurrió -escriben los papeles- a los PP. de la Compañía de Jesús, del Colegio
de Monte Sión, los que, con los congregantes salieron de la ciudad a pedir
limosna para dichos encarcelados lo que sirvió de algún alivio, aunque
momentáneo».
Pero entre ellos no
estaba Rotget. Con su inseparable
cajita colgada del cuello, aparecía y desaparecía sin dejar más rastro que la
reventada arca de algún importante señor o una despensa limpia de vituallas,
con las que más de un desgraciado acallaría durante algunos días los ruidos de
sus tripas. Por eso no era fácil dar con el bandolero, porque el pueblo llano
se convirtió en su encubridor, mitad por agradecimiento y mitad por el miedo a
su venganza si un intento de delación hubiera resultado fallido. Además
existía el supersticioso temor al amuleto del bandido -«En Rotget té fullet», se decía- en el que residía todo el secreto
de sus éxitos. Para aprehen-derle, se imponía jugar con astucia. Y así se hizo.
* * *
El mayor aliciente en la
gran explanada de Lluc era el baile. Hacía horas que las danzas se sucedían con
el regocijo de los jóvenes disputándose el favor de las muchachas que
rivalizaban en la belleza de sus indumentarias. Sólo una, extraordinariamente
hermosa y desconocida de todos, rechazaba las continuas invitaciones de los
mozos, como si esperara pacientemente la llegada de uno en especial.
De pronto, un rumor
empezó a correr a media voz entre los presentes. Tres hombres descabalgaban
junto a las últimas casas de la plaza y se acercaban, con paso seguro, hacia el
centro de la fiesta. Uno de ellos, el más alto, llevaba por todo adorno una
cajita de plata colgada del cuello, sin que se advirtiera en ninguno la
desafiante señal de pistolas ni cuchillos. «¡En
Rotget!, ¡Es En Rotget!». Y un escalofrío recorrió los espinazos de la
concurrencia.
Al fin la hermosa
muchacha aceptaba bailar, pero parecía poner una condición. Con una mano
sostenía el amuleto,, todavía colgado del cuello del hombre que dudaba entre
negarse y perder así la compañía de la joven o entregarle su valiosísimo tesoro
y correr el riesgo. Después de todo -debió pensar- no era muy grande el peligro
y accedió.
Casi no había terminado Rotget de descolgarse su cajita cuando
cayeron sobre él cuatro hombres que le atenazaron entre sus brazos. El
bandolero se revolvió como una bestia acorralada. Dos de sus agresores salieron
despedidos contra los curiosos, mientras los otros dos intentaban sujetar, a
duras penas, la corpulenta humanidad de su prisionero. Era desesperada, la
lucha del legendario bandido que veía su historia terminada en un momento, de
una manera inapelable y estúpida.
Nadie movió un dedo por
ayudarle, nadie se puso a su favor y Rotget,
indefenso, sin su talismán, cubierto de sangre y de polvo, se alejó para
siempre de sus montañas, de sus bosques, de sus caminos, atado a una carreta,
en un viaje sin regreso.
Una breve nota, fechada
en 15 de Enero de 1729 dice así: Fue ahorcado el famoso bandido Mateo Reus Rotget. Su cabeza fue llevada a Alaró de
donde era natural, y se colocó en un lugar muy visible, cerca de la Rectoría , hasta que,
andando el tiempo, se la quitó de allí y se la enterró en la fosa común de
Binissalem. Había sido sorprendido en un baile en Ntra. Sra, de Lluch, en el
que tomaba parte desarmado».
Aún hoy, en aquellos
parajes, un hombre del campo se referirá a un viejo olivo definiéndolo como s'olivera d'en Rotget. Son árboles con
el tronco hueco donde cuentan que se escondía el bandido y donde depositaba el
producto de sus rapiñas que, aún hoy, busca con avidez algún iluso.
Fuentes:
José Mª Tous y Maroto: Bosquejos de antaño.
A. Campaner: Cronicón Mayoricense.
092. anonimo (balear-mallorca-lluc)
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