Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 4 de agosto de 2012

En rotget


Las carretas, regresaban vacías de la ciudad, dibujando con sus pesadas ruedas nuevos surcos en el barro del camino. Los hombres, arrebujados en sus capas de burell. parecían dormitar, acurrucados en un rincón del carro, confiando el itinerario al cer­tero instinto de las bestias que parecían tirar de los armatostes, con un inmenso aburrimiento. Pero, lejos de dormir, apretaban contra su pecho la bolsa repleta de monedas, escudriñando cada recodo del camino, con las manos crispadas sobre el cañón de sus escopetas o las empuña-duras de sus pistolones.
La emboscada se produjo con tanta rapidez que, antes de salir de su asombro, los mercaderes habían sido reducidos, amor­dazados y atados al atalaje de las carretas que siguieron hacia el pueblo, con su monorrítmica marcha. No había sonado ni un tiro, no había sido preciso. Rotget y sus hombres se daban maña en es­tos asaltos, poniendo especial cuidado en no herir innecesariamen­te a sus víctimas, mientras vaciaban de monedas sus faltriqueras. Sólo si se le resistían o se le enfrentaban era implacable Rotget; su trabuco vomitaba fuego y plomo sin fallar jamás, exponién­dose temeraria-mente, seguro de su fuerza y de su invulnerabili­dad, mientras llevara colgada del cuello aquella cajita de plata que le hacía -según decían- inmune a los peligros y a la acción de la justicia.
Rotget estaba en todas partes. Cualquier escenario era bueno para el bandolero que, sabía escoger sus presas entre los payeses más acomodados y no olvidaba nunca socorrer al pobre ni al ne­cesi-tado.
No eran tranquilos aquellos tiempos para Mallorca y en el revuelto río, pescaban con éxito varios centenares de forajidos, hasta que una enérgica acción de la justicia organizó una gigan­tesca batida y logró hacerse con más de cuatrocientos de ellos. Se llenaron a rebosar las mazmorras de Bellver y de la Torre del Angel, añadiendo con ello un nuevo problema a los ya existentes pues, para mantener a aquella multitud reclusa «se recurrió -es­criben los papeles- a los PP. de la Compañía de Jesús, del Co­legio de Monte Sión, los que, con los congregantes salieron de la ciudad a pedir limosna para dichos encarcelados lo que sirvió de algún alivio, aunque momentáneo».
Pero entre ellos no estaba Rotget. Con su inseparable cajita colgada del cuello, aparecía y desaparecía sin dejar más rastro que la reventada arca de algún importante señor o una despensa limpia de vituallas, con las que más de un desgraciado acallaría durante algunos días los ruidos de sus tripas. Por eso no era fácil dar con el bandolero, porque el pueblo llano se convirtió en su encubridor, mitad por agradecimiento y mitad por el miedo a su venganza si un intento de delación hubiera resultado fallido. Ade­más existía el supersticioso temor al amuleto del bandido -«En Rotget té fullet», se decía- en el que residía todo el secreto de sus éxitos. Para aprehen-derle, se imponía jugar con astucia. Y así se hizo.

* * *
El mayor aliciente en la gran explanada de Lluc era el baile. Hacía horas que las danzas se sucedían con el regocijo de los jóvenes disputándose el favor de las muchachas que rivalizaban en la belleza de sus indumentarias. Sólo una, extraordinariamente hermosa y desconocida de todos, rechazaba las continuas invita­ciones de los mozos, como si esperara pacientemente la llegada de uno en especial.
De pronto, un rumor empezó a correr a media voz entre los presentes. Tres hombres descabalgaban junto a las últimas casas de la plaza y se acercaban, con paso seguro, hacia el centro de la fiesta. Uno de ellos, el más alto, llevaba por todo adorno una cajita de plata colgada del cuello, sin que se advirtiera en ningu­no la desafiante señal de pistolas ni cuchillos. «¡En Rotget!, ¡Es En Rotget!». Y un escalofrío recorrió los espinazos de la concu­rrencia.
Al fin la hermosa muchacha aceptaba bailar, pero parecía poner una condición. Con una mano sostenía el amuleto,, todavía colgado del cuello del hombre que dudaba entre negarse y perder así la compañía de la joven o entregarle su valiosísimo tesoro y correr el riesgo. Después de todo -debió pensar- no era muy grande el peligro y accedió.
Casi no había terminado Rotget de descolgarse su cajita cuan­do cayeron sobre él cuatro hombres que le atenazaron entre sus brazos. El bandolero se revolvió como una bestia acorralada. Dos de sus agresores salieron despedidos contra los curiosos, mientras los otros dos intentaban sujetar, a duras penas, la corpulenta hu­manidad de su prisionero. Era desesperada, la lucha del legen­dario bandido que veía su historia terminada en un momento, de una manera inapelable y estúpida.
Nadie movió un dedo por ayudarle, nadie se puso a su favor y Rotget, indefenso, sin su talismán, cubierto de sangre y de pol­vo, se alejó para siempre de sus montañas, de sus bosques, de sus caminos, atado a una carreta, en un viaje sin regreso.
Una breve nota, fechada en 15 de Enero de 1729 dice así: Fue ahorcado el famoso bandido Mateo Reus Rotget. Su cabeza fue llevada a Alaró de donde era natural, y se colocó en un lugar muy visible, cerca de la Rectoría, hasta que, andando el tiempo, se la quitó de allí y se la enterró en la fosa común de Binissalem. Había sido sorprendido en un baile en Ntra. Sra, de Lluch, en el que tomaba parte desarmado».
Aún hoy, en aquellos parajes, un hombre del campo se refe­rirá a un viejo olivo definiéndolo como s'olivera d'en Rotget. Son árboles con el tronco hueco donde cuentan que se escondía el ban­dido y donde depositaba el producto de sus rapiñas que, aún hoy, busca con avidez algún iluso.

Fuentes:
José Mª Tous y Maroto: Bosquejos de antaño.
A. Campaner: Cronicón Mayoricense.

092. anonimo (balear-mallorca-lluc)

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