El convento de clausura
de religiosas clarisas de Palma, todavía hoy recoleto y aislado, guarda entre
las páginas de su historia el testimonio de un sucedido que no consta en
antiguos pergaminos ni en la raídas páginas de los libros de archivo.
Juan Muntaner, que fuera
cronista oficial de la ciudad de Palma, lo recoge en sus apuntes como hecho
histórico aunque sin dar, lamentablemente, cronología ni nombres propios. Por
su parte, consultadas las monjas del monasterio, aún las más antiguas del
cenobio, no recuerdan haber oído jamás de labios de sus antecesoras ninguna
versión de esta historia, rayana casi en lo rocambolesco y que el lector puede
aderezar a su gusto, con los elementos ambien-tales necesarios para conseguir
una mejor composición de lugar.
Fallecida una encopetada
dama de la sociedad palmesana, todavía joven, el féretro es llevado en
procesión hasta el convento de religiosas, en cuya iglesia se instala la
capilla ardiente. Dos fervientes deseos había manifestado en vida la finada:
ser enterrada en Santa Clara, a lo
que le daba derecho su alcurnia, y que la valiosa sortija que siempre lució en
su mano, no se separara de ella ni aún después de su muerte, a lo que, es de
suponer, le daba derecho su capricho. Tal era la estima de la señora por
aquella alhaja, cuyo valor material sólo era superado por la carga de
recuerdos que llevaba consigo.
El desfile de familiares,
deudos, amigos y curiosos ante el cadáver había finalizado. La penumbra y el
silencio en el interior del templo, estaban solamente aliviadas por la ténue
claridad de cuatro hachones encendidos, cuyos resplandores ensayaban una danza
de sombras sobre el abierto féretro, y el bisbiseo de los rezos de los
sirvientes que debían velar, aquella noche, el descanso, eterno ya de su
señora.
Las avemarías se
espaciaban poco a poco. Las cuentas de los rosarios no se deslizaban ya entre
los dedos y el sueño y la fatiga iban rindiendo uno tras otro, a los veladores.
Sólo uno, con la mirada fija en los tentadores destellos de la sortija, mantenía
el ánimo tenso esperando el momento de llevar a cabo su macabro propósito.
Cerciorado de que sus compañeros duermen ya profundamente, asciende con sigilo
los tres peldaños del túmulo, se asoma al ataúd y, retirando la gasa que cubre
el cadáver, intenta ávidamente des-prender de su yerta mano la preciada joya.
El anillo sin embargo como si conociera el destino que le había marcado la
voluntad de quien fuera su dueña, no quiere separarse ya de ella resistiéndose-
al ladrón, quien, en un desesperado intento, presa ya de sus desatados
nervios, intenta de un mordisco cortar el dedo a la difunta.
Un grito de dolor rompe
el silencio del templo y la dama, saliendo del extraño letargo que llevara a
los demás a creerla muerta, se incorpora de golpe en su féretro, con el espanto
de la escena pintado en sus ojos, desmesuradamente abiertos. Huyen despavoridos
los criados y el ocasional salteador de cadáveres se desploma desencajado el
rostro, paralizado por el miedo y la frustración.
Desde aquél día, a los
muchos recuerdos que atesoraba ya la sortija, unió su propietaria uno más, tal
vez el más importante: no haber sido enterrada viva gracias a ella.
Fuentes:
J. Muntaner Bujosa: Recopilación de leyendas, costumbres y otros
temas folklóricos.
092. anonimo (balear-mallorca-palma)
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