A la historia de
Nuredduna le falta, tal vez, la pátina que sólo el paso de los siglos confiere
a los relatos, para elevarlos a la categoría de leyendas. Su autor, Costa y
Llobera, el clásico más genial de la poesía mallorquina, no echó mano en esta
ocasión de una antigua tradición para recrearla en una composición poética -La deixa del geni grec- de elegante
versificación y con fondo de tragedia helénica.
La impresionante belleza
de las cuevas de Artá, los cuantiosos vestigios de talayóticas civilizaciones
que por aquellos entornos existen y la figura de Melesigeni -más tarde
conocido como Homero- viajando por el Mediterráneo, según Herodoto, desde
Esmirna hasta las riberas de Hesperia sugirieron a Costa -o le hicieron
entrever- la posible existencia de una Nuredduna, sacerdotisca, vestal y,
acaso también, sibila en el dramático ocaso de la última tribu prehistórica de
Mallorca
Sea como fuere, el relato
tiene, tal vez como ningún otro, el necesario carisma de identidad,
genuinamente mallorquina que le coloca por propio derecho en cualquier
colección de tradiciones y leyendas de la Isla. Es éste:
Bajo las inmensas ramas
de una gigantesca encina, el último clan talayótico, postrera reminiscencia de
los altivos mallorquines pre-históricos, se disponía a ofrecer un cruento
sacrificio a sus dioses. Revestidos de pieles, adornadas sus cabezas con plumas
de águilas y buitres, los fieros guerreros danzaban alrededor del árbol
sagrado, haciendo girar sobre ellos el torbellino de sus hondas.
Nueve prisioneros
griegos, venidos en son, de paz desde una nave fondeada en la cercana playa,
aguardaban aterrorizados el momento de verse liberados de sus ataduras para ser
inmolados, uno a uno, en el altar del talayot. La gran hoguera que iba a
consumir después sus desangrados cadáveres, esparcía una claridad rojiza sobre
la escena que congregaba a la tribu entera, en un desesperado intento de
aplacar con sangre a las deidades que habían permitido el ocaso de aquella
raza, bajo las dominaciones llegadas de lejanos países.
Junto al anciano cacique,
impresionantemente hermosa en su hierática austeridad, Nuredduna, la
sacerdotisa sagrada, el intocable tabernáculo de aquella bárbara religión,
asistía impasible a los preparativos del sacrificio.
De pronto, entre la
alagarabía de los cánticos guerreros, surgió una melodía extraña. Como podía, a
pesar de sus ligamentos, el más joven de los prisioneros tañía una pequeña
lira, acompañando las estrofas de un canto triste y lleno de nostalgia. Aunque
ininteligible para la tribu, aquella canción de extraña belleza animó el rostro
de Nuredduna con un atisbo de humanidad y, a una señal suya, cesaron de golpe
el griterío y las invocaciones. Sólo la voz del cantor Melesigeni y las dulcísimas
notas de su lira, se oían ahora bajo la encina sagrada subrayadas por el crepitar
de las llamas.
Algo muy extraño debió
ocurrir en el ánimo de Nuredduna porque, como presa de una inspiración,
dirigiéndose a lo más alto del talayot, hizo seña de que iba a hablar a su
pueblo. ¡Nuredduna la sagrada virgen, iba a hablar! ¡Los dioses iban a manifestarse
a través de su sacerdotisa!
-«¡Oidme bien sacerdotes
y guerreros!: la sangre de este joven extranjero no debe ser vertida, ni su
cuerpo quemado en la hoguera purificadora. Los dioses lo quieren para sí, como
víctima escogida, y mandan eritregarlo vivo en el altar de la Gran Caverna. Esta
es la voluntad divina. ¡Que así se cumpla!»
Uno a uno fueron
sacrificados los ocho griegos ante los espantados ojos del joven cantor que,
sin comprender nada, vióse de pronto envuelto en guirnaldas de romero y
obligado a emprender la marha, a través del bosque. La tribu, formada en dos
largas hileras y portando antorchas encendidas, le acompañaba salmodiando
canciones de una monotonía ominosa y lúgubre.
La oquedad de la gruta se
vislumbraba ya al final del camino y, como una monstruosa boca, fue tragándose
lentamente aquél extraño cortejo. Melesigeni, agarrotado por el pánico, veía
por vez primera el alucinante paisaje de aquella caverna, donde las formas,
cerúleas y húmedas a la oscilante claridad de las antorchas, parecíatl bailar
una danza de espectros. Nuredduna, siempre -impenetrable y misteriosa
aguardaba ya junto a un gran altar de piedra y contempló imperturbable cómo
ataban sobre él al joven griego,, depositando luego sobre su pecho la lira que
no había abandonado.
Antes de desvanecerse,
Melesigeni alcanzó a escuchar como se alejaba despaciosamente la comitiva que
le había acompañado. Luego fue la oscuridad absoluta, el más denso silencio, y
una sensación de indefinible letargo le invadió profundamente.
Cuando despertó, aterido
de frío, sólo Nuredduna estaba junto a él. Melesigeni parpadeó incrédulo; la
hermosa sacerdotisa, abando-nada su inexpresividad de esfinge, le sonreía. Era
inútil hablar, ella no comprendía nada, no entendía su lenguaje, sólo asentía
una y otra vez con la cabeza, sin dejar de sonreir, mientras iba liberando al
joven, de sus ataduras.
Pronto estuvieron fuera.
A la claridad del sol de la mañana, Melesigeni comprendió al fin. Una balsa
esperaba cerca de allí, amarrada a la orilla, en la que sería muy fácil
alejarse y llegar al seguro cobijo de la nave griega que aguardaba, todavía, el
regreso de los que no volverían jamás. Arrodillado a sus pies, el joven besó
emocionado la orla de la túnica de la vestal y, llorando agradecido, emprendió
el camino de su salvación. Sólo un instante volvió su rostro. La lira, el
instrumento que acom,pañara aquel canto triste que había sido su salvación, quedaba
atrás, olvidada en lo más profundo de la gruta.
Era tarde ya. Arriba,
sobre las rocas, recortándose contra el cielo, Nuredduna le enviaba aún su
último saludo, mientras un griterío infernal emergía de la arboleda.
La primera pedrada dio de
lleno en la frente de la muchacha. La tribu, percatada de la estratagema de la
sacerdotisa, había vuelto sobre sus pasos. Ahora no contaba ya el carácter sagrado
de la mujer. Su traición había desatado la ira de los dioses, sentenciando el
destino de su raza, condenándola al exterminio y al olvido.
Herida de muerte,
rasgadas sus carnes por la lluvia de piedras lanzada por los terribles
honderos, Nuredduna buscó la protección de la Cueva Sagrada. Un
rastro de sangre quedaba tras sus pasos que pronto se perdieron en la cerrada
oscuridad de la caverna. Nadie osó seguirla aunque, de haberlo hecho, sólo
hubieran hallado su cadáver, tendido al pile del monolítico altar de los
sacrificios.
Poco tiempo después, el
poderoso ejército de Boken-Rau desembarcaba en los dominios de la Tribu de la Encina. De nada
sirvieron, contra las modernas armas de hierro, las pedradas de los honderos ni
sus espadas de cobre. El poblado ardió por los cuatro costados y el gigantesco
árbol, convertido en una inmensa antorcha, iluminaba un espectáculo de
destrucción y muerte. Era el definitivo ocaso de una raza que volvía así la
última página de su historia.
El anciano jefe, los
sacerdotes, las mujeres y los niños, cubierta la retirada por el holocausto de
sus guerreros, se encaminaron a la cueva por última vez. Alrededor de una
hoguera de monstruosas proporciones, arrancándose los cabellos y desgarrando
sus vestidos, entonaron un postrer canto junto al altar de piedra, arrojándose
luego masivamente a las llamas.
La última visión del
anciano, antes de ofrecerse él también en la comunitaria inmolación, fue la de
una Nuredduna, hermosa y fría, sentada muy cerca de la Gran Divinidad. De
su frente de alabastro, una abierta herida manaba, lentamente, la sangre que
teñía de rojo las cuerdas de un lira.
La pira ardió hasta
consumir los últimos rescoldos de aquel gigantesco sacrificio del que, todavía
hoy, la ennegrecida bóveda de las cuevas de Artá, parece dar testimonio.
Es imposible dejar de
transcribir las últimas estrofas de la versifi-cación de Costa y Llobera, que
suenan como un aldabonazo en lo más profundo de la conciencia mallorquina,
como una convocatoria, una llamada al reencuentro de, una raza con los más
puros y genuinos valores de su estirpe:
Així de dol vestides estau, coves d'Artá.
Així dins tes entranyes retens, Illa daurada,
l'eterna lira grega deis genis enve jada,
do de l'antic monarca dels ideals cantors
a la flor de ton poble capaç de ses amors...
Mes ai, ta filla augusta, que la gran lira porta,
dins ton fondal poétic roman imrrióbil morta!
Fuentes:
M. Costa y Llobera: La deixa del Geni Grec.
092. anonimo (balear-mallorca-artá)
No hay comentarios:
Publicar un comentario