Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

sábado, 4 de agosto de 2012

Nuredduna

A la historia de Nuredduna le falta, tal vez, la pátina que sólo el paso de los siglos confiere a los relatos, para elevarlos a la categoría de leyendas. Su autor, Costa y Llobera, el clásico más genial de la poesía mallorquina, no echó mano en esta oca­sión de una antigua tradición para recrearla en una composición poética -La deixa del geni grec- de elegante versificación y con fondo de tragedia helénica.
La impresionante belleza de las cuevas de Artá, los cuantio­sos vestigios de talayóticas civilizaciones que por aquellos entor­nos existen y la figura de Melesigeni -más tarde conocido como Homero- viajando por el Mediterráneo, según Herodoto, desde Esmirna hasta las riberas de Hesperia sugirieron a Costa -o le hicieron entrever- la posible existencia de una Nuredduna, sa­cerdotisca, vestal y, acaso también, sibila en el dramático oca­so de la última tribu prehistórica de Mallorca
Sea como fuere, el relato tiene, tal vez como ningún otro, el necesario carisma de identidad, genuinamente mallorquina que le coloca por propio derecho en cualquier colección de tradiciones y leyendas de la Isla. Es éste:
Bajo las inmensas ramas de una gigantesca encina, el últi­mo clan talayótico, postrera reminiscencia de los altivos mallor­quines pre-históricos, se disponía a ofrecer un cruento sacrificio a sus dioses. Revestidos de pieles, adornadas sus cabezas con plu­mas de águilas y buitres, los fieros guerreros danzaban alrededor del árbol sagrado, haciendo girar sobre ellos el torbellino de sus hondas.
Nueve prisioneros griegos, venidos en son, de paz desde una nave fondeada en la cercana playa, aguardaban aterrorizados el momento de verse liberados de sus ataduras para ser inmolados, uno a uno, en el altar del talayot. La gran hoguera que iba a consumir después sus desangrados cadáveres, esparcía una clari­dad rojiza sobre la escena que congregaba a la tribu entera, en un desesperado intento de aplacar con sangre a las deidades que habían permitido el ocaso de aquella raza, bajo las dominaciones llegadas de lejanos países.
Junto al anciano cacique, impresionantemente hermosa en su hierática austeridad, Nuredduna, la sacerdotisa sagrada, el into­cable tabernáculo de aquella bárbara religión, asistía impasible a los preparativos del sacrificio.
De pronto, entre la alagarabía de los cánticos guerreros, surgió una melodía extraña. Como podía, a pesar de sus ligamen­tos, el más joven de los prisioneros tañía una pequeña lira, acom­pañando las estrofas de un canto triste y lleno de nostalgia. Aun­que ininteligible para la tribu, aquella canción de extraña belleza animó el rostro de Nuredduna con un atisbo de humanidad y, a una señal suya, cesaron de golpe el griterío y las invocaciones. Sólo la voz del cantor Melesigeni y las dulcísimas notas de su li­ra, se oían ahora bajo la encina sagrada subrayadas por el crepi­tar de las llamas.
Algo muy extraño debió ocurrir en el ánimo de Nuredduna porque, como presa de una inspiración, dirigiéndose a lo más alto del talayot, hizo seña de que iba a hablar a su pueblo. ¡Nu­redduna la sagrada virgen, iba a hablar! ¡Los dioses iban a ma­nifestarse a través de su sacerdotisa!
-«¡Oidme bien sacerdotes y guerreros!: la sangre de este joven extranjero no debe ser vertida, ni su cuerpo quemado en la hoguera purificadora. Los dioses lo quieren para sí, como víc­tima escogida, y mandan eritregarlo vivo en el altar de la Gran Caverna. Esta es la voluntad divina. ¡Que así se cumpla!»
Uno a uno fueron sacrificados los ocho griegos ante los es­pantados ojos del joven cantor que, sin comprender nada, vióse de pronto envuelto en guirnaldas de romero y obligado a empren­der la marha, a través del bosque. La tribu, formada en dos lar­gas hileras y portando antorchas encendidas, le acompañaba sal­modiando canciones de una monotonía ominosa y lúgubre.
La oquedad de la gruta se vislumbraba ya al final del ca­mino y, como una monstruosa boca, fue tragándose lentamente aquél extraño cortejo. Melesigeni, agarrotado por el pánico, veía por vez primera el alucinante paisaje de aquella caverna, donde las formas, cerúleas y húmedas a la oscilante claridad de las an­torchas, parecíatl bailar una danza de espectros. Nuredduna, siem­pre -impenetrable y misteriosa aguardaba ya junto a un gran al­tar de piedra y contempló imperturbable cómo ataban sobre él al joven griego,, depositando luego sobre su pecho la lira que no había abandonado.
Antes de desvanecerse, Melesigeni alcanzó a escuchar como se alejaba despaciosamente la comitiva que le había acompañado. Luego fue la oscuridad absoluta, el más denso silencio, y una sensación de indefinible letargo le invadió profundamente.
Cuando despertó, aterido de frío, sólo Nuredduna estaba junto a él. Melesigeni parpadeó incrédulo; la hermosa sacerdoti­sa, abando-nada su inexpresividad de esfinge, le sonreía. Era inútil hablar, ella no comprendía nada, no entendía su lenguaje, sólo asentía una y otra vez con la cabeza, sin dejar de sonreir, mien­tras iba liberando al joven, de sus ataduras.
Pronto estuvieron fuera. A la claridad del sol de la mañana, Melesigeni comprendió al fin. Una balsa esperaba cerca de allí, amarrada a la orilla, en la que sería muy fácil alejarse y llegar al seguro cobijo de la nave griega que aguardaba, todavía, el re­greso de los que no volverían jamás. Arrodillado a sus pies, el joven besó emocionado la orla de la túnica de la vestal y, llo­rando agradecido, emprendió el camino de su salvación. Sólo un instante volvió su rostro. La lira, el instrumento que acom,pañara aquel canto triste que había sido su salvación, quedaba atrás, ol­vidada en lo más profundo de la gruta.
Era tarde ya. Arriba, sobre las rocas, recortándose contra el cielo, Nuredduna le enviaba aún su último saludo, mientras un griterío infernal emergía de la arboleda.
La primera pedrada dio de lleno en la frente de la mucha­cha. La tribu, percatada de la estratagema de la sacerdotisa, había vuelto sobre sus pasos. Ahora no contaba ya el carácter sa­grado de la mujer. Su traición había desatado la ira de los dio­ses, sentenciando el destino de su raza, condenándola al extermi­nio y al olvido.
Herida de muerte, rasgadas sus carnes por la lluvia de pie­dras lanzada por los terribles honderos, Nuredduna buscó la pro­tección de la Cueva Sagrada. Un rastro de sangre quedaba tras sus pasos que pronto se perdieron en la cerrada oscuridad de la caverna. Nadie osó seguirla aunque, de haberlo hecho, sólo hubie­ran hallado su cadáver, tendido al pile del monolítico altar de los sacrificios.
Poco tiempo después, el poderoso ejército de Boken-Rau desembarcaba en los dominios de la Tribu de la Encina. De nada sirvieron, contra las modernas armas de hierro, las pedradas de los honderos ni sus espadas de cobre. El poblado ardió por los cuatro costados y el gigantesco árbol, convertido en una inmensa antorcha, iluminaba un espectáculo de destrucción y muerte. Era el definitivo ocaso de una raza que volvía así la última página de su historia.
El anciano jefe, los sacerdotes, las mujeres y los niños, cu­bierta la retirada por el holocausto de sus guerreros, se encamina­ron a la cueva por última vez. Alrededor de una hoguera de mons­truosas proporciones, arrancándose los cabellos y desgarrando sus vestidos, entonaron un postrer canto junto al altar de piedra, arrojándose luego masivamente a las llamas.
La última visión del anciano, antes de ofrecerse él también en la comunitaria inmolación, fue la de una Nuredduna, hermosa y fría, sentada muy cerca de la Gran Divinidad. De su frente de alabastro, una abierta herida manaba, lentamente, la sangre que teñía de rojo las cuerdas de un lira.
La pira ardió hasta consumir los últimos rescoldos de aquel gigantesco sacrificio del que, todavía hoy, la ennegrecida bóveda de las cuevas de Artá, parece dar testimonio.
Es imposible dejar de transcribir las últimas estrofas de la versifi-cación de Costa y Llobera, que suenan como un aldabona­zo en lo más profundo de la conciencia mallorquina, como una convocatoria, una llamada al reencuentro de, una raza con los más puros y genuinos valores de su estirpe:

Així de dol vestides estau, coves d'Artá.
Així dins tes entranyes retens, Illa daurada,
l'eterna lira grega deis genis enve jada,
do de l'antic monarca dels ideals cantors
a la flor de ton poble capaç de ses amors...
Mes ai, ta filla augusta, que la gran lira porta,
dins ton fondal poétic roman imrrióbil morta!

Fuentes:
M. Costa y Llobera: La deixa del Geni Grec.

092. anonimo (balear-mallorca-artá)

No hay comentarios:

Publicar un comentario