Ca'n Fita era, por entonces, una
casa importante en Sant Jordi, a poca distancia de la ciudad de Eivissa. Poco a
poco, había sido ampliada a base de añadirle estancias, las características
dependencias en forma de cubo, cuyas aristas iban redondeándose, año tras año,
a base de sucesivas capas de cal. Ca'n
Fita, además, tenía un piso -sa casa
alta- sobre su irregular planta, y su conjunto de reverberante blancura, se
destacaba con elegancia en el caserío.
A sa casa alta, precisamente, fue a vivir el hijo mayor -l'hereu- desde el mismo día de su boda.
Todo se hubiera desarrollado dentro de la más absoluta normalidad, si su mujer
no hubiera descubierto la marca de una ventana tapiada, cerca de la cabecera
de la cama, insistiendo desde entonces para que se abriera de nuevo.
La ventana estaba tapiada
por ambas caras y, por el ruido de la maza al golpear el tabique, podía
presumirse que su parte interior estaba hueca.
Sin demasiado esfuerzo,
el condescendiente marido echó abajo la delgada mampostería. Complacer a su
esposa no suponía demasiadas complicaciones hasta que algo inespera,do le
dejó estupefacto: al retirar los escombros del alféizar, aparecieron dos
calaveras que, por su aspecto, parecían llevar un montón de años emparedadas
en aquella ventana.
Recuperado de su
sorpresa, el primogénito tomó resueltamente los dos cráneos, los metió en un
saco y marchó al cementerio donde los dejó abandonados, junto a una de las
tumbas. Por la noche, al reunirse la familia en la cocina para la cena, el
joven matrimonio dio cuenta del macabro hallazgo y de la solución adoptada.
Hizo una pausa, miró al
hijo mayor y, retomando la palabra, añadió:
-Malo -gruñó el viejo,
malo. No servirá de nada.
-No debías haber
destapado la ventana.
Desde sa casa alta llegó entonces un ruido
extraño, como el entrechocar de unos huesos contra la piedra. El hereu se levantó de un salto y
desapareció, escaleras arriba. Todos, alrededor de la mesa, estaban tensos,
menos el viejo payés que, parsimoniosa-mente, continuaba desmenuzando la rebanada
de pan y la engullía, acompañada de gruesos tacos de queso.
Instantes después
reaparecía el joven en la cocina. Su mujer ahogó un grito y se santiguó,
nerviosamente. El hombre, con el rostro contraído por una mueca de miedo y
rabia, sostenía en sus manos las dos calaveras.
-Ya te lo he dicho
-sentenció su padre. No debías haberlas alejado jamás de la ventana. Cuantas
veces te las lleves lejos, volverán. Aunque las entierres, aunque las hagas
padazos, aunque las quemes y esparzas sus cenizas, volverán. Volverán siempre,
porque la ventana es su sitio y la maldición no las dejará, jamás,
abandonarla.
-¿La maldición? ¿Qué
maldición es ésa?
Y el anciano contó la
historia, con voz monótona, como si por centésima vez relatara una lección
demasiado sabida. La historia de las dos muchachas que, muchos años atrás,
vivieron en Ca'n Fita. No había forma
de que jamás ayudaran a los quehaceres de la casa. Se pasaban la vida junto a
la ventana, peinándose y mirándose al espejo, acicalándose continuamente, en
espera de la visita de los jóvenes que acudían a galantearlas. En vano la madre
las instaba a trabajar obteniendo, por toda respuesta, una burla o un
desprecio. Un día, agotada la paciencia, la mujer perdió el control: «Así dejarais
vuestras cabezas en esa ventana y no pudierais sacarlas jamás. ¡Os lo juro por
mi vida!». A la mañana siguiente, la madre y las dos hijas fueron halladas
misteriosamente muertas.
-Cómo fueron a parar sus
cabezas allí, ni quién las emparedó, no lo sé -concluyó el viejo. Sólo puedo
deciros, y vuestra madre es testigo, que yo también intenté abrir aquella
ventana y hacer desaparecer los cráneos. Fue inútil. Al final, volví a
dejarlas donde estaban y nunca más me ocupé de ellas.
El hereu tomó de nuevo las paletas y tapió la ventana, cuidando de
depositar en ella las dos calaveras.
Cuentan que durmió allí,
junto a ellas, el resto de su vida y que, desde aquella noche, jamás
experimentó por ello el menor sobresalto.
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. anonimo (balear-eivissa)
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