Al rey don Jaime, señor
ya de la ciudad y de casi toda la isla de Mallorca, le quitaban el sueño las
frecuentes escaramuzas de los moros huídos a las montañas, entre cuyos riscos
se estaban haciendo fuertes, representando una amenaza constante para la total
pacificación del territorio conquistado.
Xuaip, al frente de una
nada despreciable hueste, señoreaba por la sierra del norte y en sus correrías
se alejaba de su cuartel general de Almallutx (muchos siglos atrás poblado
pre-romanono y hoy sepultado bajo las agual del embalse del Gorg Blau) para
regresar siempre victorioso con el producto de sus rapiñas. De cada día más
fuerte, Xuaip era todavía para los conquistadores una presa demasiado difícil.
En la serranía de Artà,
recogiendo cuanto podían y en espera de poder pasar pronto a la vecina
Menorca, se agrupaban un buen número de fugitivos sarracenos, bien pertrechados
de provisiones custodiadas en cuevas inaccesibles para quien no conociera
palmo a palmo aquellos áridos parajes. Ganado y trigo en abundancia, hubieran
asegurado a los moros una larga resistencia de no haber sido por el denodado
empeño del rey Jaime, tocado en su amor propio por haber regresado con las
manos vacías de su primera incursión por el interior de la Isla. En esta ocasión no
debía suceder igual y estaba decidido a volver a Ciutat acompañado de un buen número de prisioneros y de sus
correspondientes pertenencias.
En plena cuaresma,
escoltado por algunos de ius barones y de una nutrida tropa de almogávares,
partió don Jaime desde Inca y, luego de algunas jornadas, trabó las primeras
escaramuzas con los moros cerca del pico de Ferrutx. Advertido el rey por sus
avanzadillas que eran muchos los fugitivos que allí se habían hecho fuertes,
decidió acosarles sin descanso hasta obtener una rendición sin condiciones. Se
sucedían a diario los escarceos armados y las estra-tégicas posiciones del
campamento cristiano, hacían imposible la retirada de los sarracenos que,
aunque bien defendidos en las cuevas de aquellos montes, veían más difícil
cada día poder resistir el asedio pese a la abundancia de su despensa.
Por el contrario, en el
campamento cristiano se estaba observando aquel año una cuaresma mucho más
rigurosa que la habitual por aquellas fechas. Escaseaban los víveres ante lo
prolongado de la expedición y ello indujo al rey Jaime a enviar un ultimátum
a los sitiados, exigiendo su inmediata rendición. Pidieron éstos un plazo de
ocho días y el rey -al que ninguno de sus biógrafos regateó nunca la virtud de
la benevolencia- accedió, aún a sabiendas de lo precaria de su intendencia que
se agotaba rápidamente. Dispensó en última instancia a los soldados de la
prohibición de comer carne, vigente aún en el trance de hallarse comprometidos
en una empresa bélica, y se dispuso a dejar transcurrir el plazo de gracia
concedido.
Pasados ya seis días
estaba acabada la provisión del ejército. Había quien vivía de sólo trigo sin
moler y de algunas hierbas cocidas por todo alimento. El hambre alcanzaba por
igual al soldado que al rey y a éste le preocupaba no poder aguantar las dos
jornadas que faltaban para concluir la trégua. Alguien entonces hizo saber al
soberano que en el campamento de don Guillermo de Moncada tenía aún éste en su
poder algunos panes. La perspectiva de llevarse algo sólido a la boca guió a
don Jaime, acompañado por más de cien caballeros, al campamento del noble a
quien habló en estos o parecidos términos: «Don Guillermo, yo quiero ser hoy
vuestro huésped y convidado porque he entendido que tenéis aquí algunos panes».
El de Moncada ante tan
inesperada visita y presumiblemente atribulado por la presencia de tan
hambrientos y numerosos comensales, extendió su capa de púrpura sobre el suelo
e hizo depositar en ella los únicos siete panes que tenía por toda provisión.
Es fácilmente imaginable la decepción del real huésped y de todo su séquito
ante tan sobrio banquete pero he aquí que, en aquel momento, el clérigo del
señor de Moncada impetrando la protección divina, bendijo los siete panes «y
fue grande el milagro que obró el Señor pues, sentándose el rey y sus
acompañantes, partieron los panes y comieron de ellos más de ciento cincuenta
caballeros». Así pudo don Jaime, aguantar el plazo de ocho días tras el que se
rindieron más de mil quinientos moros que se entregaron con sus personas,
bienes y cuantioso ganado.
Binimelis de cuya crónica
hemos extraído este suceso, sitúa en este momento la adopción por los Moncada
de los siete panes que campean en su escudo de armas. Sin embargo estos «panes»
no son otra cosa que los besantes que ya poseía en su heráldica esta familia de
nobles en el siglo XII, El rey Jaime por otra parte, más prudente o menos
imaginativo que Binimelis, refiere este hecho en su crónica pero sin entrar en
tantos detalles, dice simplemente que él, don Nuño, y cien hombres que comían,
pasaron el último día con siete panes.
Si les bastaron o no, es
cosa que no sabremos nunca.
Fuentes: Crónicas de la
Conquista de Mallorca.
(Marsilio, Desclot, Binimelis y Jaime l).
Antonio Furió: Panorama de las Islas Baleares.
092. anonimo (balear-mallorca-artá)
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