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Era se una vez...

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sábado, 4 de agosto de 2012

Los siete panes de los moncada


Al rey don Jaime, señor ya de la ciudad y de casi toda la isla de Mallorca, le quitaban el sueño las frecuentes escaramuzas de los moros huídos a las montañas, entre cuyos riscos se estaban haciendo fuertes, representando una amenaza constante para la total pacificación del territorio conquistado.
Xuaip, al frente de una nada despreciable hueste, señorea­ba por la sierra del norte y en sus correrías se alejaba de su cuar­tel general de Almallutx (muchos siglos atrás poblado pre-roma­nono y hoy sepultado bajo las agual del embalse del Gorg Blau) para regresar siempre victorioso con el producto de sus rapiñas. De cada día más fuerte, Xuaip era todavía para los conquistado­res una presa demasiado difícil.
En la serranía de Artà, recogiendo cuanto podían y en es­pera de poder pasar pronto a la vecina Menorca, se agrupaban un buen número de fugitivos sarracenos, bien pertrechados de provi­siones custodiadas en cuevas inaccesibles para quien no conociera palmo a palmo aquellos áridos parajes. Ganado y trigo en abun­dancia, hubieran asegurado a los moros una larga resistencia de no haber sido por el denodado empeño del rey Jaime, tocado en su amor propio por haber regresado con las manos vacías de su primera incursión por el interior de la Isla. En esta ocasión no de­bía suceder igual y estaba decidido a volver a Ciutat acompaña­do de un buen número de prisioneros y de sus correspondientes pertenencias.
En plena cuaresma, escoltado por algunos de ius barones y de una nutrida tropa de almogávares, partió don Jaime desde Inca y, luego de algunas jornadas, trabó las primeras escaramuzas con los moros cerca del pico de Ferrutx. Advertido el rey por sus avanzadillas que eran muchos los fugitivos que allí se habían he­cho fuertes, decidió acosarles sin descanso hasta obtener una ren­dición sin condiciones. Se sucedían a diario los escarceos arma­dos y las estra-tégicas posiciones del campamento cristiano, hacían imposible la retirada de los sarracenos que, aunque bien defendi­dos en las cuevas de aquellos montes, veían más difícil cada día poder resistir el asedio pese a la abundancia de su despensa.
Por el contrario, en el campamento cristiano se estaba obser­vando aquel año una cuaresma mucho más rigurosa que la habi­tual por aquellas fechas. Escaseaban los víveres ante lo prolonga­do de la expedición y ello indujo al rey Jaime a enviar un ultimá­tum a los sitiados, exigiendo su inmediata rendición. Pidieron éstos un plazo de ocho días y el rey -al que ninguno de sus biógrafos regateó nunca la virtud de la benevolencia- accedió, aún a sabiendas de lo precaria de su intendencia que se agotaba rápidamente. Dispensó en última instancia a los soldados de la prohibición de comer carne, vigente aún en el trance de hallarse comprometidos en una empresa bélica, y se dispuso a dejar trans­currir el plazo de gracia concedido.
Pasados ya seis días estaba acabada la provisión del ejército. Había quien vivía de sólo trigo sin moler y de algunas hierbas cocidas por todo alimento. El hambre alcanzaba por igual al sol­dado que al rey y a éste le preocupaba no poder aguantar las dos jornadas que faltaban para concluir la trégua. Alguien entonces hizo saber al soberano que en el campamento de don Guillermo de Moncada tenía aún éste en su poder algunos panes. La pers­pectiva de llevarse algo sólido a la boca guió a don Jaime, acompañado por más de cien caballeros, al campamento del noble a quien habló en estos o parecidos términos: «Don Guillermo, yo quiero ser hoy vuestro huésped y convidado porque he entendido que tenéis aquí algunos panes».
El de Moncada ante tan inesperada visita y presumiblemente atribulado por la presencia de tan hambrientos y numerosos co­mensales, extendió su capa de púrpura sobre el suelo e hizo de­positar en ella los únicos siete panes que tenía por toda provisión. Es fácilmente imaginable la decepción del real huésped y de todo su séquito ante tan sobrio banquete pero he aquí que, en aquel momento, el clérigo del señor de Moncada impetrando la protección divina, bendijo los siete panes «y fue grande el milagro que obró el Señor pues, sentándose el rey y sus acompañantes, partie­ron los panes y comieron de ellos más de ciento cincuenta caba­lleros». Así pudo don Jaime, aguantar el plazo de ocho días tras el que se rindieron más de mil quinientos moros que se entregaron con sus personas, bienes y cuantioso ganado.
Binimelis de cuya crónica hemos extraído este suceso, sitúa en este momento la adopción por los Moncada de los siete panes que campean en su escudo de armas. Sin embargo estos «panes» no son otra cosa que los besantes que ya poseía en su heráldica esta familia de nobles en el siglo XII, El rey Jaime por otra parte, más prudente o menos imaginativo que Binimelis, refiere este he­cho en su crónica pero sin entrar en tantos detalles, dice simple­mente que él, don Nuño, y cien hombres que comían, pasaron el último día con siete panes.
Si les bastaron o no, es cosa que no sabremos nunca.

Fuentes: Crónicas de la Conquista de Mallorca. (Marsilio, Desclot, Binimelis y Jai­me l).
Antonio Furió: Panorama de las Islas Baleares.

092. anonimo (balear-mallorca-artá)

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