La costa mallorquina de
poniente, tan cargada de historia y de leyendas desde los primeros momentos de
la presencia cristiana en la
Isla , tiene muy poco que ver con la que pisaron las huestes
del rey Jaime.
Los bosques de tupidos
pinares que vieran pasar a los conquistadores, han ido cediendo su terreno a
edificios, carreteras y autopistas o han desaparecido, calcinados por la mano
del pirómano. Una cruz de hierro recuerda el lugar donde perdieron la vida los
Moncada y donde el rey lloró por aquellos sus caballeros que pagaron el primer
tributo de sangre a la recién comenzada aventura.
La leyenda de Bendinat una de las más populares y
conocidas, ha conseguido perpetuar a través del tiempo el nombre de aquél
lugar donde Oliverio de Termes plantó su tienda y, convidando al rey a cenar,
ofrecióle por todo alimento lo único que tenía: Una humilde, cabeza de ajos. Be hem dinat cuentan que exclamó don
Jaime luego de concluir tan frugal condumio. Y el nombre, aplicado a los
terrenos de aquel predio, ha perdurado hasta nuestros días.
Mucho tiempo después,
aquella zona costera conservaba aún intocado el maravilloso tesoro de su
paisaje, en los que se estaba ordenando ya el cultivo. Un buen número de aparceros,
pastores y labriegos abandonaban cada día el refugio de los sólidos muros de Santa Ponça para dedicarse a la diaria
labor en las tierras y en los pastos.
Más que una finca rural, Santa Ponça tenía el aspecto -conservado
en gran parte hasta hoy- de una fortaleza. Sus gruesos paredones con barbacanas
y matacanes, artillados y provistos de armas arrojadizas, circundaban todo el
recinto de las casas de labor. Sobre el conjunto, la alta torre cuadrada,
constituía el último reducto donde los habitantes del predio podían hallar
refugio, hasta ser liberados o hasta. que los asaltantes tomaran de nuevo el
camino del mar.
Fue el destino de la isla
durante muchos siglos. Los habitantes de las zonas costeras debían manejar con
igual destreza el arado que la espada o laa ballesta. El riesgo de invasión era
un peligro constante que obligaba a los hombres a tener un ojo en el surco y el
otro escrutando constantemente el lejano trazo del horizonte.
* * *
Más que un pirata,
Alhamar era un soiiador. A través de generaciones, una sucesión de sugerentes
historias que hablaban de la legendaria belleza de una isla del Mediterráneo,
habían espoleado su curiosidad. Alhamar era joven, impetuoso, posiblemente
irrefle-xivo y, más que prepararse para las tareas de gobierno a las que le
tenía destinado su padre, gustaba hacerse a la mar con su galera, en busca de
aventuras. Por eso, aquella noche, con la brisa y el mar dormidos en apacible
calma y las hileras de remos chapoteando en el agua, Alhamar miraba ensimismado
la oscura silueta de Mallorca recortarse muy cerca, bajo la claridad de la
luna.
La tierra de sus mayores
estaba al fin allí, casi al alcance de su mano, y el joven soñaba con
inverosímiles gestas al frente de su reducida hueste de guerreros.
La playa próxima,
silenciosa y tranquila, le llamaba con una irressitible atracción. Alhamar
ordenó poner proa hacia ella y aprestó sus hombres para el desembarco. El
difuminado perfil de unas casas y una alta torre se habían convertido ya en el
objetivo de su empresa y, sigilosos como fantasmas, empuñando sus cimitarras,
los moros llegaron hasta el portón de madera, amparados en las sombras de la
noche.
Todo sucedió en un
momento. Una lluvia de piedras y flechas cayó sobre los asoltantes; el tronar
de los arcabuces arrancaba. centelleos de fuego en lo alto de los paredones y
la campana de la torre repicaba frenéticamente esparciendo la alarma por el
contorno.
Alhamar replegó a sus
hombres y volvió a la carga con peor suerte aún. Un fuerte griterío se
levantaba de los campos y bosques próximos de los que emergía una vociferante
masa de payeses blandiendo toda clase de armas y dispuestos a hacer pagar caro
el atrevimiento de los piratas. Ellos no sabían que la alarma había cundido
mucho antes de que saltaran a tierra.
La empresa era ya inútil.
En franca desbandada diezmados por los defensores, los sarracenos huyeron hacia
el mar, buscando la protección de la galera. Pero el viento no soplaba y toda
la fuerza de los remeros no fue capaz de arrancarla del lecho de arena en que
había encallado.
Aquél fué el fin de
Alhamar, sobre la blanca arena de «Santa Ponça». Llegado desde muy lejos movido
más por la nostalgia que por la rapiña, se quedó para siempre, pero sin haber
podido verla,.en aquella isla que las viejas consejas de un pueblo cantaban en
añoradizos relatos.
Unos maderos carcomidos,
en los que podía adivinarse aún la atrevida forma del mascarón de proa de una
galera, eran visibles hace cincuenta años, en la bóveda de la robusta torre de
la finca Santa Ponça. Siempre se dijo
de ellos que eran los restos de la galera de Alhamar. Y bien: ¿por qué no iban
a serlo?
Fuentes:
José Mª Tous y Maroto: Bosquejos de antaño.
092. anonimo (balear-mallorca-calviá)
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