Hace mucho tiempo vivía
en una aldehuela una humilde viuda. No tenía más que una pobre cabaña y un hijo
llamado Jaime. Jaime era un buen hijo, y sus vecinos solían admirar sus cualidades.
Era hábil, laborioso y todo lo que ganaba durante la semana se lo entregaba
los sábados a su madre. Si ella le dejaba unas monedas para el tabaco, él le
besaba la mano para darle las gracias. En la colina, detrás de la cabaña,
asomaba un viejo castillo medio derruido. Allí había vivido, tiempo atrás, un
poderoso señor, pero ahora lo habitaban solamente unos enanos. Así se decía,
y así debía de ser, porque en la noche de San Juan se expandían luces y
sonidos desde el castillo.
La imagen de aquellos
enanos no dejaba dormir a Jaime. Muchas veces vio las luces, oyó sus
canciones, y se sentía tremendamente curioso por saber cómo vivirían esos
extraños vecinos.
Cuando llegó el día de la
fiesta de San Juan, Jaime ya no pudo contenerse. Se puso el sombrero, fue hacia
la puerta y le dijo a su madre:
-Mamá, me voy al castillo
en busca de fortuna.
-¿Qué? -gritó la anciana.
¿Qué crees que vas a encontrar allí, desdichado? Los enanos te matarán, ¿y qué
haré yo, después, cuando me quede sola?
-No temas, mamá -la
consoló Jaime, ya verás que no me ocurrirá nada malo.
Y se encaminó derecho al
castillo. Hasta las hojas más pequeñas de los árboles y de los arbustos
parecían de oro a la luz que solía de las ventanas. Jaime se paró un momento a
escuchar en la linde del bosque. Del castillo le llegó un sonido de cantos y de
risas. Entonces Jaime avanzó animosamente y traspuso el portón.
Dentro del castillo había
un gran salón para las fiestas, repleto de invitados, pero todos eran
pequeños, minúsculos, no más altos que un niño de cinco años. Algunos estaban
sentados a la mesa comiendo y bebiendo; otros bailaban al son de flautas y
cornamusas.
Ante la aparición de
Jaime, se oyeron gritos de todos lados:
-¡Bienvenido, Jaime,
bienvenido!
Y los cariñosos enanitos,
cogiéndolo de la mano, lo llevaron a la mesa y lo hicieron sentarse en medio de
ellos. Jaime fue tratado como un rey. A medianoche, sin embargo, los enanos se
levantaron de improviso de la mesa y comenzaron a gritar:
-Vamos a la capital,
vamos a Dublín a buscar a la hermosa muchacha. Ven con nosotros, Jaime.
-¿Por qué no? -gritó
Jaime, levantándose también.
Junto al portón,
esperaban unos caballos. Jaime montó al primero y de inmediato el caballo se
alzó en vuelo. Abajo, a sus pies, divisó por un instante el tejado de su
cabaña, pero no pudo siquiera mirarlo muy bien, porque ya se había alejado
varias millas. Montes y valles, ríos p bosques, ciudades y países desfilaban
por debajo. Y tras cada monte, tras cada río, tras cada ciudad, los enanos
mencionaban el nombre del lugar que estaban sobrevolando.
Finalmente se pusieron
todos a gritar:
-¡Dublín, Dublín, Dublín!
Habían llegado. Los
enanos aterrizaron y se acercaron a la ventana de una espléndida casa. Por la
ventana, se veía una habitación y a una bella muchacha tendida en la cama.
Jaime la miró y de repente le pareció que su corazón dejaba de latir.
Los enanos sacaron de la
cama a la muchacha dormida q pusieron sobre las almohadas, en su lugar, un
leño. En cuanto el leño tocó la cama, se transformó en una muchacha idéntica a
la hermosa muchacha.
Los enanos reanudaron el
vuelo hacia su casa montados en los caballos. Llevaban a la muchacha dormida
por turnos, montada en la silla delante de ellos. Y, mientras tanto, seguían
diciendo los nombres de las ciudades, las montañas y los ríos que
sobrevolaban. Cuando Jaime, al oír esos nombres, comprendió que se estaban
acercando a su casa, dijo:
-Por qué no me dejáis que
yo también lleve a la muchacha? Todos vosotros ya la habéis llevado.
-No te preocupes, Jaime
-respondieron los enanos, justamente ahora te toca a ti.
Jaime tomó entre sus
brazos a la bella durmiente y enseguida, manteniéndola bien sujeta, descendió
con su caballo hasta la puerta de su cabaña.
-Jaime, Jaime -gritaban
los enanos, persiguiéndolo, no serás capaz de hacernos eso, ¿no?
Pero Jaime mantuvo sujeta
a la muchacha y no se desprendió de ella, ni siquiera cuando los enanos la
transformaron en un perro negro, después en un trozo de hierro candente, luego
en una bolsa de lana g sólo el diablo sabe en qué otras cosas más. Jaime cerró
los ojos y sólo los volvió a abrir cuando ella volvió a ser la hermosa
muchacha.
Entonces uno de los
enanos gritó con voz airada:
-Vale, quédate con ella,
pero te servirá de muy poco, porque se volverá sordomuda.
los enanos mencionaban el
nombre del lugar que estaban sobrevolando.
Finalmente se pusieron
todos a gritar:
-¡Dublín, Dublín, Dublín!
Habían llegado. Los
enanos aterrizaron y se acercaron a la ventana de una espléndida casa. Por la
ventana, se veía una habitación y a una bella muchacha tendida en la cama.
Jaime la miró y de repente le pareció que su corazón dejaba de latir.
Los enanos sacaron de la
cama a la muchacha dormida y pusieron sobre las almohadas, en su lugar, un
leño. En cuanto el leño tocó la cama, se transformó en una muchacha idéntica a
la hermosa muchacha.
Los enanos reanudaron el
vuelo hacia su casa montados en los caballos. Llevaban a la muchacha dormida
por turnos, montada en la silla delante de ellos. Y, mientras tanto, seguían
diciendo los nombres de las ciudades, las montañas y los ríos que
sobrevolaban. Cuando Jaime, al oír esos nombres, comprendió que se estaban
acercando a su casa, dijo:
-¿Por qué no me dejáis
que yo también lleve a la muchacha? Todos vosotros ga la habéis llevado.
-No te preocupes, Jaime -respondieron
los enanos, justamente ahora te toca a ti.
Jaime tomó entre sus
brazos a la bella durmiente y enseguida, manteniéndola bien sujeta, descendió
con su caballo hasta la puerta de su cabaña.
-Jaime, Jaime -gritaban
los enanos, persiguiéndolo, no serás capaz de hacernos eso, ¿no?
Pero Jaime mantuvo sujeta
a la muchacha y no se desprendió de ella, ni siquiera cuando los enanos la
transformaron en un perro negro, después en un trozo de hierro candente, luego
en una bolsa de lana y sólo el diablo sabe en qué otras cosas más. Jaime cerró
los ojos y sólo los volvió a abrir cuando ella volvió a ser la hermosa
muchacha.
Entonces uno de los
enanos gritó con voz airada:
-Vale, quédate con ella,
pero te servirá de muy poco, porque se volverá sordomuda.
Dicho eso, rozó a la
muchacha con su varita mágica. Los enanos desaparecieron. Jaime descorrió el
cerrojo y entró en la cabaña.
Jaime, hijo mío -lo
saludó su anciana madre, ¿dónde has pasado la noche? ¿Qué te han hecho?
-Nada malo, mamá
-respondió Jaime, he tenido suerte y te he traído también una dama de compañía.
-¡Santo cielo! -exclamó
la madre asustada, mirando a la hermosa muchacha que Jaime llevaba en sus
brazos. ¿Qué haremos con ella? Seguro que viene de una familia rica y nosotros
somos muy pobres.
-No te preocupes, mamá
-dijo Jaime-, estará mejor aquí que en cualquier otro sitio.
Y con el pulgar señaló el
castillo.
La hermosa muchacha
tembló y abrió los ojos.
-Pero debe de tener frío,
con sólo ese camisón encima -dijo la mujer, asustada, y fue hacia el arcón.
Poco después, la hermosa
muchacha estaba vestida con el antiguo traje de las fiestas que la madre de
Jaime guardaba para que se lo pusiesen el día de su muerte. Con aquel vestido,
la muchacha parecía una novia.
-¿Y ahora cómo nos
arreglaremos con ella? -se preocupaba la madre. ¿Qué le daremos de comer?
-Yo trabajaré el doble
-dijo Jaime, y también ella podrá hacer algo en cuanto se haya habituado a su
nueva vida.
Y así fue. Desde aquel
día, Jaime trabajó por dos y la hermosa muchacha se habituó muy pronto a su
nueva vida. Nadie pudo sacar una palabra de su boca, porque era sordomuda, pero
su tristeza desapareció muy pronto, y se convirtió en una hábil y laboriosa ama
de casa. Se ocupaba del cerdo, preparaba el pienso para los pollos, guisaba para
Jaime y para su madre, e incluso aprendió labores de punto.
Pasó así un año y estaba
muy próxima la fiesta de San Juan. Cuando cayó la noche, Jaime cogió su
sombrero, se dirigió a la puerta u dijo:
-Mamá, quiero ir al
castillo en busca de fortuna.
-Hijo mío -respondió la
mujer, te has vuelto loco. Seguro que te matarán por lo que les hiciste el año
pasado.
-No, no me matarán, no
tengas miedo -dijo Jaime y se fue derecho al castillo.
Antes de entrar, sin
embargo, se quedó escuchando bajo las ventanas. Precisamente los enanos estaban
hablando de él.
-¿Qué hará Jaime? ¿Os
acordáis de cómo nos tomó el pelo el año pasado? -decía uno de los enanos.
-Pero yo lo di un buen
castigo -decía el segundo: tiene a la muchacha, pero es sordomuda.
-Y pensar -se rió el tercero-
que bastarían tres gotas de mi vaso para devolverle el oído y el habla.
Jaime ya sabía bastante.
Entró en la sala con el corazón algo acelerado y de pronto, desde todos los
ángulos, como la primera vez, se oyó gritar:
-¡Bienvenido, Jaime,
bienvenido!
Uno de los enanos se le
acercó con un vaso y le dijo:
-¡Bebe con nosotros,
Jaime, a la salud de todos!
Antes de que el enano
pudiese llevarse el vaso a los labios, Jaime se lo arrebató de las manos y se
precipitó hacia la puerta como una flecha. No se detuvo hasta llegar a su
casa, junto al fuego, pero él mismo no habría sabido contar cómo había llegado y
cómo había hecho para escapar de los enanos que lo perseguían.
-Ay, qué pena, esta vez
sí que te matarán de verdad -se lamentaba su madre.
-Que no me matarán
-respondió Jaime y le entregó el vaso a la muchacha.
Aunque Jaime lo había
llevado corriendo a toda prisa, habían quedado tres gotas. La muchacha las
bebió y enseguida pudo hablar y oír de nuevo. Con lágrimas en los ojos, le dio
las gracias a Jaime y se quedaron levantados hasta el amanecer escuchando su
historia, quién era y de dónde venía.
-Y ahora debo volver a
casa de mis padres en Dublín -concluyó la muchacha cuando ya amanecía.
-Pero ¿cómo? -dijo el
pobre Jaime preocupado. No tengo dinero para que vallas en una carroza y a pie
tardarías mucho en llegar.
Pero la hermosa muchacha
no quiso ceder y tanto habló que acabó convenciendo a Jaime. A los tres días,
llegaron a Dublín.
El camino era largo, pero
Dios quiso que llegaran a destino. Jaime y la hermosa muchacha entraron en
Dublín, frente al portón de una magnífica casa, y llamaron.
Apareció un sirviente y
la muchacha le ordenó:
-Ve a decirle a mi padre
que su hija ha vuelto a casa.
-Nuestro amo no tiene
ninguna hija -respondió el sirviente. Tenía una, pero murió hace un año.
-¿Quiere decir que ya no
me conoces, Sullivan? -preguntó la muchacha.
El criado de nombre
Sullivan observó atentamente a la muchacha, que llevaba ropa de campesina, y
meneó la cabeza:
-No, no te reconozco.
-Llama a tu amo,
entonces.
Poco después, apareció en
la puerta el dueño de casa.
-Papá, ¿tampoco tú me
reconoces?
-No te atrevas a llamarme
papá -gritó el dueño de la casa, irritado. Yo no tengo ninguna hija.
-Llama a mamá, entonces.
Sin duda ella me reconocerá -dijo la hermosa muchacha echándose a llorar.
Al principio, el rico
señor no quería saber nada, pero por fin se decidió a ordenar que llamasen a su
mujer. Cuando apareció la anciana señora, la hermosa muchacha exclamó:
-Mamá, ¿será posible que
tú tampoco me reconozcas?
La anciana señora alzó la
cabeza, miró a la muchacha vestida con sus pobres ropas, extendió los brazos y
gritó:
-¡Hija, hija mía!
Todo lo que ocurrió
después cada uno puede imaginárselo. Jaime tuvo que contar con pelos q señales
todo lo que había ocurrido y, cuando terminó, los padres de la muchacha no sabían
cómo agra-decérselo. Jaime se quedó con ellos unos días y se despidió.
-Debo volver a casa, me
espera mi madre -respondió cuando intentaban retenerlo.
-Si Jaime se va, yo me
voy con él -dijo de repente la hermosa muchacha. Él me ha salvado la vida, lo
ha hecho todo por mí y yo quiero recompensarlo.
¿Qué hacer? Los ancianos
padres aceptaron a Jaime como yerno, enviaron una carroza a la aldea para
recoger a su madre y vivieron todos juntos, felices y contentos, en la
magnífica casa de Dublín.
124. anonimo (irlanda)
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