Sobre una parte de lo
que, mucho tiempo atrás, fuera el cauce de La Riera , está La Rambla. El paseo,
enmarcado entre severos caserones de conventos y sembrado de álamos y acacias,
termina con una vistosa fuente, hermoseada con adornos de mármol del país. De
los conventos de Reales Teresas, El Carmen y Santa Magdalena, este último
guarda también historias que, sin alcanzar el calificativo de legendarias, son
perfectamente incorporables a una colección de relatos ciudadanos. (Nótese que
estamos hablando en «otro tiempo». El convento del Carmen no existe ya y La Rambla , durante mucho
tiempo desasistida del favor de los palmesanos, está siendo «recuperada» por
la ciudad.)
La esposa del pobill Togores, falta de paz y sosiego
en el seno de su familia, se refugió en Santa Magdalena, al amparo de las
religiosas. Despechado el marido al fracasar en todos sus intentos de
entrevistarse con su esposa, ante el contundente rechazo de la superiora,
organizó con tres asalariados el escalo del recinto, una noche del mes de
Octubre.
Silenciosos como
fantasmas, los embozados arrancan las lenguas a las campanas, en evitación de
que se difunda la alarma que su inesperada presencia provoca en los pasillos de
la clausura y, sin miramientos de ninguna clase, registran, una a una, las celdas
de las religiosas. El convento es todo un alboroto de histerismo y gritos
entre los que destacan las imprecaciones del noble, reclamando a voces la
prensencia de su esposa. En uno de los aposentos, cuatro religiosas rodean el
camastro en el que una mujer yace, aprisionando un crucifijo entre sus manos.
La débil luz de la única vela que ilumina la escena, hace necesaria la explicación
de la superiora al exaltado caballero: «Es una hermana que igoniza», dice y el
hombre, por respeto, acalla sus furores, masculla una plegaria o un juramento y
prosigue su registro sin dar con el escondrijo de su huída esposa. Mientras, la
alarma. ha cundido ya. De madrugada, las autoridades y alguaciles esperan
fuera, en el pla del Carme, la salida
del caballero Togores y sus cómplices.
En la, clausura,
restablecida la calma, la atribulada esposa agradece a las monjas la fingida,
escena de la agonía y manifiesta sus deseos de seguir acogida a la comunidad.
Otra historia, la de sor
Isabel, monja de veintidos años, huída disfrazada de hombre con un oficial del
regimiento, de Dragones, no es patrimonio del convento sino que la recibió al
incorporarse a él la comunidad de la Misericordia en cuya casa (hoy carrer de ses Monges), cercana a la de la Inquisición , se
desarrolló la aventura. La nave en la que huían los amantes fue abordada por
la del legendario patrón Barceló, que los condujo de nuevo a Mallorca. El
teniente fue solemnemente decapitado en el Borne y la monja, reingresada en el
convento, llevó hasta su muerte a los setenta y un años una vida, de disciplina
y penitencia. Su entierro fue silencioso, anónimo, casi furtivo. En él no
doblaron las campanas para no reverdecer viejas historias. Pero el óbito trascendió
a la calle y el pueblo -cuentan- «lo comentó mucho».
Al final del paseo, La Rambla , nos devuelve,
nuevamente, a las murallas de la ciudad. La puerta que se abre aquí es la de
Jesús, el lugar preferido por los paseantes que salen por ella y, atravesando
el foso por encima del puente, llegan andando hasta ses quatre campanes, donde la gente se encuentra, se saluda y, si
se tercia, charla sin prisas.
Algo vendrá, sin embargo,
a cambiar estos hábitos. Terminó ya la costumbre de enterrar a los muertos en
las iglesias. La ciudad ha adquirido parte de los Terrenos de Son Trillo para instalar el cementerio
y los cortejos fúnebres salen, por la
Puerta de Jesús y pasan, camino del camposanto, por ses quatre campanes.
Cuatro hombres,
parientes, amigos o conocidos del difunto, se van turnado para llevar a hombros
el ataud forrado de bayeta negra, siguiendo al portador de un farol encendido.
Es ya de atardecida y el camino hasta Son
Trillo es largo. Hay que dosificar las fuerzas y reponerlas, en última
instancia, con dolçes de bescuit y
largos tragos de anís que llevan, en un cesto, los acompañantes que cierran el
cortejo. El duelo se ha despedido, como siempre en la Puerta -que ya ha perdido
sus tertulias y sus paseantes- y la comitiva de hombres sigue sola y a buen
paso hacia el cementerio...
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. anonimo (balear-mallorca-palma)
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