Un mozalbete de Sant Adeodat tenía en jaque a la chusma
pirata, encargada de incordiar, con sus habituales correrías, a los pacíficos
habitantes de la comarca.
El muchacho no era ningún
esforzado guerreador, ni tan sólo un hábil emboscado, pero tenía la facultad de
correr como un gamo y, al advertir un desembarco de piratas en algún lugar de
la costa, recorría toda la zona haciendo sonar el corn y poniendo sobre aviso a los payeses.
En un santiamén el territorio
se levantaba en pie de guerra. Las hoces y los dais dejaban de ser simples herramientas de faena y se convertían
en temibles armas ofensivas, con las que los labriegos desbarataban,
frecuente-mente, los planes de la piratería.
Por eso, el desembarco de
aquel día tenía como único objetivo la caza del rápido corredor. Los moros
rodearon una amplia zona y, cuando el muchacho quiso empezar su carrera, se
encontró con los caminos cortados en cualquier dirección. Los moros fueron
estre-chando el cerco pero, al concluir su maniobra, el muchacho se había
esfumado. Los pocos escondites existentes en aquella zona, llana y arenosa,
fueron minuciosamente registrados con igual resultado: al dichoso muchacho
parecía habérselo tragado la tierra.
Y, más o menos, así había
sido. Porque cuando la morisma, cansada y fastidiada, se retiraba a
reembarcarse, un cercano pozo les brindaba, al menos, la oportunidad de calmar
su sed. ¡Oh sorpresa! al inclinarse para beber, el agua del fondo devolvió la
imagen del perseguido, acurrucado en un saliente del agujero, en un intento de
zafarse de sus perseguidores.
Los moros, a los que la
leyenda nos pinta en ocasiones bastante más ingenuos que pragmáticos, no
embarcaron seguidamente con su prisionero, con su catiu. En aquella ocasión se habían traídó de su tierra a los
mejores velocistas con la idea de retar al menorquín a una carrera. Cuidaron de
situar la meta en la orilla del mar, en evitación de sorpresas desagradables,
dieron el ¡sús! a los corredores...
y los moros ganaron sin mucha dificultad al legendario isleño.
Seguros ya de su
imbatibilidad, no tuvieron inconveniente en repetir la prueba, pero esta vez
tierra adentro. El muchacho, como si tuviera alas en los pies, salió disparado
y se perdió en la lejanía en menos tiempo del que se tarda en contarlo.
Antes de que los moros
salieran de su asombro, el sonido de la caracola se dejaba oír sobre Trebelúger, Binigaus y Sant Adeodat. Aquello significaba ¡morus en terra! y equivalía a salir al
galope hacia la nave, desplegar el trapo y poner proa al mar abierto. Eso fue,
más o menos, lo que hicieron.
En Sant Adeodat, cerca del mar, un pozo de agua dulce, situado en el canaló de ses illes, se conoce desde
entonces como es pou d'es catiu.
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. anonimo (balear-menorca)
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