«Mi hermana nunca nos
dijo que quisiera ser monja. Es más, yo creo que nunca había tenido intención
de profesar. Era una joven alegre, trabajadora y llena de vitalidad. Tenía
novio, bueno, no puede decirse que Tomeu y ella fueran novios formales
todavía, pero se veían, paseaban juntos y en el pueblo, ya se sabe, esto basta
para adelantar las cosas. Más de una vez me dijo que el muchacho no le era
indiferente y pienso que, de no haber tomado las cosas otro rumbo, hubieran
llegado a casarse.
»Pero un día Margarita
empezó a sentir unos fuertes dolores en la espalda; al principio, ninguno en
casa le dimos importancia pero a los dolores siguió una parálisis que nos
alarmó. El médico confirmó más tarde nuestros temores y, a partir de aquel día,
pareció como si en un momento se hubiera esfumado la alegría que solía ser
habitual en nuestro hogar. Mi hermana comenzaba un calvario que había de
durarle tres interminables años, sin poder moverse, acostada siempre sobre un
lecho de tablas. Tenía entonces veintidós años y yo comprendo que aquella
enfermedad le produjera tristeza y deses-peranza.
»Más o menos al cabo de
un año, no me acuerdo exactamente, se presentó una bronquitis como
consecuencia de su inmovilidad. En pocos días Margarita se agravó tanto que
temimos por su vida hasta que le administraron la Extremaunción. Fueron
días penosos. En casa no hacíamos más que rezar y llorar. Tomeu, el que yo
creía iba a ser mi cuñado, pretextaba cualquier excusa para acercarse y
preguntar por mi hermana. Así un día y otro, noches interminables, esperando
siempre la muerte.
»Poco a poco amainó el
peligro y ella volvió a su estado de postración. Otro larguísimo año más y de
nuevo otro sobresalto, un tumor en un pecho que precisó de amputación y otra
vez la sombra de la muerte al acecho, presintiéndola cerca cada día, temiéndola
cada vez más.
»Pero Margarita no era
todavía para el otro mundo. Recuerdo que tenía algunos libros, no muchos, que
había leído no sé cuántas veces, pero sobre todo uno le llamaba poderosamente la
atención. Se lo había dejado un amigo de mi padre y contaba hechos milagrosos
de un Cristo venerado en un convento de monjas de clausura en Palma. Mi
hermana llegó a tomarle devoción y confesó haber hecho promesa de ir a la
ciudad conmigo y con nuestra madre -si llegaba a curarse- a postrarse ante esa
imagen la del Cristo del Nogal. Al final Margarita sanó.
»Fuimos a Palma y cuando
entramos las tres en la iglesia de la Concepción , algo iba a cambiar en la vida de mi
hermana. El Cristo,objeto principal de nuestra visita, pasó a segundo lugar,
al encontrarnos ante un espectáculo insólito para nosotras. En el centro de la
nave, frente al altar mayor, cubierto de flores y brotes de jazmín y flanqueado
por gruesos hachones, estaba el cadáver de una monja. Una expresión de infinita
serenidad, se desprendía del semblante de aquella mujer de avanzada edad que
parecía haber recibido la muerte como un ansiado premio.
»Llegamos luego hasta la
capilla del Cristo y nos arrodillamos frente a la imagen. Al poco rato
Margarita no estaba a nuestro lado. Se había levantado y se hallaba de pié,
como hipnotizada, junto al túmulo. No fue fácil llevárnosla de allí: «¿Verdad
que es hermosa?, decía. ¿No os parece una santa?», repetía.
»Al regresar a Sa Fobia
mi hermana lo tenía todo decidido: Romper definitivamente su compromiso con
Tomeu y anunciarnos su decisión de profesar como monja claustrada en la Con cepción. Fueron inútiles
los ruegos de mis padres, nada le hizo cambiar su determinación que había
tomado de manera incontestable. A mi me dio por llorar y estuve insoportable
unos cuantos días. Perder a mi hermana -porque encerrarse en un convento era
como perderla- me parecía una prueba insuperable. Y volvimos, las tres, a
Palma.
»El padre visitador del
convento era un anciano que vivía en un pisito, cerca del Hospital. Las futuras
novicias debían someterse a una entrevista con él, como acto previo para
entrar en la comunidad. Era una charla en la que el sacerdote inquiría los
motivos que habían provocado la vocación de la aspirante. Margarita le contó
la historia de su larga enfermedad, sus lecturas sobre el Cristo del Nogal y
finalmente su impresión de aquella mañana, ante la extraña hermo-sura del cadáver
de la religiosa. Esto -aseguró, acabó de decidir su Voluntad.
»El visitador se quedó un
momento pensativo. «No me cabe ya la menor duda de que tu vocación es auténtica
-dijo al fin- si te la provocó la visión de aquella religiosa. Su agonía fue
un suplicio, soportado con la más piadosa resignación. Fueron largos años de
yacer, con el cuerpo lleno de llagas que debían causarle un gran sufrimiento.
Todo lo aceptó con la misma entrega, yo diría que con la misma alegría, que
había sido siempre la norma de su vida, hasta que al final, piadosamente, se
la llevó la muerte. En estos casos -añadió el sacerdote, la comunidad entera
acude al aposento de la moribunda, acompañándola con sus rezos hasta que
expira. Una compañera le cierra los ojos; la visten con el hábito que será su
mortaja y se canta seguidamente un responso. Pues bien, al finalizar aquel
cántico, la anciana monja se incorporó en su lecho mortuorio, elevó sus brazos
al cielo y, sonriendo a sus hermanas, quedó de nuevo tendida y con el cuerpo limpio
de las purulentas llagas. Aquella monja, para mí, aseguró el cura, es una
santa.
»Margarita tomó los
hábitos agustinos poco tiempo después con el nombre de sor Consolación.»
Aquí el relato de
Catalina Socías Saletas se interrumpe. La mujer, su hermana no puede contener
las lágrimas, recordando aquellos días ya lejanos; que no podrá olvidar nunca.
Si la historia fue realmente así podría decírnoslo Sor Consolación (viviente,
cuando escribo), religiosa agustina en un convento de Valencia.
Fuentes
Catalina Socías Saletas,
de Sa Pobla. Relato oral.
092. anonimo (balear-mallorca-sa pobla)
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