Pese a los rotundos
desmentidos de los historiadores locales, algunos se empeñan en ver, todavía,
unas gotas de sangre nórdica en las venas de los hombres de Formentera que son
-según se ha escrito- «de complexión más recia y, por lo regular, de mayor
estatura que el ibicenco».
Verdad o fantasía, lo
cierto es que la historia de Sigurd, el marino noruego, se cuenta aún en la
pequeña pitiusa, incorporada con pleno derecho al acervo de sus particulares
tradiciones.
Mohamed -que es una forma
muy convencional de denominar a un moro- era, allá por el año de 1108, el amo
y señor de Formentera. La isla, dejada de la mano de Dios y de los hombres, era
cobijo seguro para una partida de piratas sarracenos que, con el concurrido mar
balear como campo de acción, se refugiaban, luego de sus abordajes, en los
ásperos acantilados de La
Mola. Las múltiples cuevas que se abren allí, a media
distancia entre el mar y la cima del roquedal, eran absolutamente inaccesibles
para quienes no conocieran los complicados vericuetos que llevaban' hasha
agujeros donde iban almacenándose fabulosas riquezas.
Mohamed y su cuadrilla se
sentían muy seguros en su cueva y se hacían lenguas de la cantidad de oro,
fruto de sus rapiñas, que guardaban en ella.
Las bravuconadas de los
moros, como llevadas en volandas por el viento marinero, llegaron a ídos de
Sigurd. El rubio vikingo no dudó en poner proa a las Pitiusas, resuelto a
comprobar por sí mismo qué había de cierto en todo aquello y, a ser posible, a
regresar a sus fiordos con el oro de Mohamed.
Una mañana, cuando los
moros se asomaron a la boca de su cueva, se llevaron la sorpresa de ver,
fondeadas en las aguas del Caló, las extrañas naves de Sigurd. Los vikingos
habían desembarcado y estaban saqueando cuanto hallaban por allí cerca,
buscando el camino que les permitiera ascender hasta la gruta.
Mohamed frunció el ceño e
hizo sonar la alarma, soplando el corn
con todas sus fuerzas. Pronto el acantilado se cubrió de piratas y una nube de
flechas, piedras y armas arrojadizas, cayó sobre los vikingos. Ciertamente,
debió pensar Sigurd, la empresa no iba a ser fácil.
Una y otra vez intentaron
los noruegos la escalada, y una y otra vez se vieron rechazados por la morisma.
La cosa tenía muy mal cariz y al nórdico le preocupaba la matanza que los
sarracenos estaban haciendo entre sus filas. Se imponía la astucia y Sigurd
ordenó la retirada, poniendo a sus hombres fuera del alcance de los sitiados.
Mohamed y los suyos se
felicitaban, una vez más, de su imbatibilidad, cuando observaron un nuevo
intento de aproximación. Casi no tuvieron tiempo de empezar a defenderse. Una
lluvia de flechas cayó sobre ellos, pero esta vez no venían de abajo sino de
arriba. Sigurd había situado a sus hombres en lo alto del acantilado y, desde
allí, hacía descender a los guerreros, metidos en unas chalupas que los más
forzudos iban arriando, atadas con gruesas maromas. La sorpresa de los moros
fue mayúscula. Estaban cogidos entre dos fuegos y, sin poder hacer otra cosa,
buscaron refugio en el interior de la cueva.
Aquello fue su perdición.
Llegados los vikingos frente a la oquedad, empezaron a lanzar bolas de estopa,
impregnadas de brea ardiendo, al interior de la gruta. La humareda era
asfixiante; los moros se internaron aún más y, medio borrachos de humo,
acabaron allí, pasados por las armas de Sigurd y los suyos que, concluida la
matanza, cargaron con el tesoro de Mohamed y se lo llevaron a sus lejanas
tierras.
Formentera se quedó
desierta, una vez más. Y como testimonio de aquella hazaña queda una cueva -sa Cova d'es Fum- ennegrecida por el
humo y una teoría, curiosa aunque sobradamente desmentida, sobre la genealogía
de los isleños.
A lo mejor -¡quién sería
capaz de sostener lo contrario!- no todos los hombres de Sigurd regresaron a
casa...
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. anonimo (balear-formentera)
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