Las casas de Aljandar -dominando gran parte del paisaje
que, desde Ferreries, a través de
cortadas y escotaduras, va descendiendo hasta la playa de Santa Galdana- estaban en fiesta. El primogénito de la familia se
desposaba aquel día con una joven cuya belleza comentaba toda Menorca, y no
podía presentarse mejor ocasión para que la tradicional magnificencia del
predio luciera sus mejores galas.
Las mesas rebosaban con
las olorosas carnes, asadas en las hogueras del patio, las más refinadas
reposterías caseras y el vino, abundante y generoso, servido incesantemente
por los criados.
La general alegría
disimulaba el comentario que, a hurtadillas, circulaba entre los invitados.
Todos recordaban el romance vivido por la novia con aquel joven esclavo moro,
de familia importante -se decía- liberado tiempo atrás, a base de un crecido
rescate. Nadie se atrevía a hacer demasiado ostensibles sus conversaciones,
pero se esforzaban en buscar en la joven desposada cualquier gesto, tal vez una
inadvertida expresión, delatora del amor que -según rumores-profesaba aún por
el moro. Nada, sin embargo, en la conducta de la hermosa novia, parecía
recordar aquella pasada historia de la que habían circulado por la comarca las
más diversas versiones.
Cuando la fiesta
alcanzaba su plenitud, la inesperada aparición de una desconocida, de aspecto
miserable, encorvada bajo el peso de muchísimos años, vino a poner una nota
extraña en el ambiente. Caminando con dificultad, apoyada en una desgastada
rueca, la vieja se paseaba entre los comensales, mirando torvamente a los
recién casados y salmodiando una copla con su voz cascada:
La nuvía d'Aljandar
avuy es en terra,
demá será en mar;
avuy menja capons i gallines,
demá menjará sardines
a la vora de la mar.
La extrañeza que la
inesperada aparición de la anciana había provocado en novios e invitados
aumentó al escuchar las estrofas de aquella copla. Su contenido, aparentemente
incomprensible, entrañaba sin duda un mensaje, una premonición, al referirse
a la joven desposada.
No se había extinguido el
eco de la última estrofa recitada por la vieja y resonaban aún los golpes de
la rueca que le servía de bastón, cuando un tropel de moros invadió la clastra de Aljandar y, derriban-do muebles y personas, sembró el pánico entre
los comensales. Las hojas de los alfanjes cortaban el aire con silbidos
escalofriantes y herían sin compasión a los que, sin reponerse aún de su
sorpresa, intentaban hacer frente a los piratas. A punta de cuchillo, el que
parecía acaudillar la partida, llegó hasta la mesa de los novios y, tomando, de
la mano a la joven esposa, la obligó a seguirle sin que se advirtiera, por
parte de ella, la menor resistencia.
Poco después, una nave
abandonaba la ensenada de Santa Galdana
y ponía rumbo a África. En las casas de Aljandar,
entre el dolor y la tragedia, un sentimiento era compartido por todos: era él,
el antiguo esclavo enamorado, que había vuelto a Menorca en busca de la mujer
que amaba.
Sin embargo, la alegría
del reencuentro terminó pronto para los dos amantes. Cerca de las costas
africanas, el mar embravecido se ensañó con la embarcación y la hizo pedazos.
Del naufragio sólo se salvó la muchacha, recogida en la playa, a punto de
ahogarse, por un pescador, que la hizo objeto de sus vejaciones durante muchos
años.
Cuentan que, un día,
perdida ya toda la lozanía y dejadas muy atrás su juventud y su belleza, la
mujer, la antigua nuvía d'Aljandar,
consiguió escapar y embarcarse al azar en la primera nave que zarpaba de
aquellas costas. Permaneció escondida, como un polizón asustado, hasta que el
hambre la obligó a mostrarse, pidiendo la protección de los marinos. Nadie se
compadeció de ella y, a la primera ocasión, fue desembarcada en una playa
solitaria, donde la dejaron, abandonada a su suerte.
A pesar del tiempo
transcurrido, aquel lugar despertaba en la mujer dormidas evocaciones. El color
del agua, la blancura de aquella arena y aquel barranco profundo que se
alejaba, tierra adentro, como el cauce de un río desecado muchos siglos
atrás...
A lo lejos, las viejas
casas de un predio dominaban desde lo alto el abrupto paisaje. ¡Era Aljandar! Y la playa, la misma Santa
Galdana que, mucho tiempo atrás, la viera partir un día en el comienzo de una
aventura que tenía que ser un inacabable sueño de amor.
Al reconocer el lugar,
presa de una desesperanza sin límites, la mujer enloqueció. Desde entonces, la
imagen de una vieja desharrapada, vagando en busca de limosna, de predio en
predio, aparecía en cualquier lugar de la isla.
Nadie hubiera podido
precisar su edad. Delgada, cubierta de miseria y suciedad, apoyaba su caminar
cansino en una vieja rueca, mientras tendía la otra mano en demanda de la
moneda o el mendrugo de pan. No hablaba, no pedía, sólo salmodiaba una extraña
cantinela, mientras sus ojos extraviados se perdían en algún remoto lugar del
tiempo:
Sa nuvia d'Aljandar
avuy es en terra,
demá será en mar;
avuy menja capons i gallines,
demás menjará sardines
a la vora de la mar.
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. anonimo (balear-menorca)
No hay comentarios:
Publicar un comentario