Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 4 de agosto de 2012

El tesoro del «puig de reig»


Los supuestos tesoros que los árabes mallorquines -con las huestes cristianas pisándoles los talones- escondieron precipita­damente en legenda-rios lugares han tenido siempre fama de fabu­losos y, claro está, han sido buscados tan afanosa como infruc­tuosa-mente, incluso en nuestros días.
Uno de ellos puede ser el tesoro de Zoraida, la princesa de Alfabia, que con su esposo vivía apaciblemente en la hermosa quinta, al pié de la serranía mallorquina, entre bancales de na­ranjos y caprichosos juegos de agua que adornaban sus jardines. Toda la alegría de Zoraida terminó un día cuando su esposo Abd­Allah fue llamado urgentemente a la corte para oponerse en pie de guerra a los pisanos que, cien años antes de la aventura de Jai­me I, intentaron la conquista de la Isla. Zoraida, cuya pasión por las joyas la había hecho dueña de un inmenso tesoro, buscaba afanosamente un lugar seguro donde esconderlo. Ninguno le pa­recía apropiado hasta que descubrió una vieja mina que, en al­gún lugar del jardín, se internaba en las entrañas de la montaña. Zoraida entró con sus joyas pero no volvió a salir. Un despren­dimiento de tierra cegó por completo la galería y allá quedó, se­pultada para siempre, junto a sus fabulosas riquezas que las vie­jas consejas populares conocen aún como es tresor de la reina mora.
También, según la leyenda, el Puig de na Fátima, no muy lejano de Alfabia, esconde en algún lugar el tesoro de la hija del último régulo de la isla. Y las montañas de Artá, Son Servera y aún Palma son supuestos puntos donde yacen ocultas fantásticas fortunas.
Pero sólo en un lugar geográfico, en el Puig de Reig, junto a Sineu, se facilita, además de la localización, la fórmula mágica para encontrar las riquezas enterradas.
Un día, ciertos moros huidizos recogen un inmenso botín y lo entierran en la vecina montaña. Algún santón a base de tauma­túrgicas conjuras, les asegurará la invulnerabilidad del escondri­jo pronunciando sobre el terreno un embrujado maleficio. Para deshacerlo, tendrá que concurrir una noche de tormenta, una in­tensa lluvia, el rugido de los truenos retumbando entre las mon­tañas y las tinieblas rasgadas por los relámpagos. El hombre que entonces (sin protección ninguna), llevando en su mano derecha un cesto agujereado y la boca llena de aceite virgen, acometa la ascensión del monte, siguiendo una trayectoria circular determi­ruida, tendrá el sobrehumano poder de romper el maleficio. Un rayo caerá a sus pies y la tierra se abrirá descubriendo, al fin, el inmenso tesoro en sus entrañas.
Cuentan que lo han intentado muchos a lo largo de los si­glos. Pero al escuchar algo así como el gemir de ánimas en pena y lastimeros llazitos, al sentir temblar la tierra bajo los pies, se agotan¡ las energías de los más esforzados que huyen o caen ful­minados allí mismo, con los ojos desmesuradamente abiertos, anegados de agua helada.

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Además de esta leyenda, tiene Sineu otras tradiciones des­provistas de misterio y tragedia y adornadas con el gracejo de la ingenuidad. Como la pintoresca teoría, sostenida en 1825 por un curioso personaje alemán. Herr Beuth-Schirckel, en efecto, cre­yó tocar el cielo con un dedo al demostrar públicamente que, en alguna época pretérita e indefinida, aquella villa mallorquina si­tuada en el corazón de la isla, había sido, ¡nada menos!, un im­portante puerto de mar. Los continuados hallazgos de fósiles mo­rinos encontrados en los terrenos de labrantío, calentaron los cas­cos al ocasional naturalista que vio definitivamente demostrada su tesis al comprobar, además, que una larga lista de vecinos lle­vaban apodos marineros: los llam-puguers, llempons, mariners, pi­lots, timoners, patrons, bussos, faros, copinyes, rems, barques, etc. etc, son malnoms con los que se conoce a ciertas familias de Sineu y que a nuestro hombre le parecieron irrefutable prueba de sus elucubraciones.

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También tiene su historia el famoso campanario de la parro­quia. Además de hallarse en su interior ¡nada menos! uno de los extremos del eje del mundo es pern d'el mon (que el sacristán engrasa cuidadosamente cada primero de año, evitando así un cataclismo mundial) una original fantasía explica el por qué la to­rre de las campanas está separada unos metros del cuerpo del templo. Resulta que un buen día los habitantes del vecino pueblo de San Juan, muertos de envidia, decidieron robarles el campa­nario a los de Sineu. Agarraron todas cuantas cuerdas encontra­ron y las ataron a la robusta torre con ánimo de arrastrarla hasta sus dominios. Tiraron con todas sus fuerzas y, cuando habían con­seguido separarla de la iglesia, se rompieron las amarras y los sanjuanenses pegaron tal culada en el suelo que formó un inmen­so hoyo: la hondonada conocida hoy como es cocons, muy cerca del lugar del suceso.
Los de Sineu no se molestaron en devolver el campanario a su sitio sino que se limitaron a observar la aturdida marcha de sus vecinos, abochornados por su fracasada empresa.
En Sineu se tiene una secular y cachazuda filosofía de la vi­da. Desde tiempos atrás, es frecuente escuchar el juramento ¡me cago en Sineu! que pronunciamos abreviadamente ¡cago'n Sineu! Un desahogo, la pequeña venganza de los payeses de la comarca al tener que acudir periódicamente allí a pagar sus molestos -y muchísimas veces excesivos- impuestos reales y señoriales, que luego se generalizó.
Pero esto no molesta a los sineurs; a los del pueblo. Como tampoco el que les digan aquello de que ellos ven la joroba de los demás pero no reparan en la suya: («a Sineu veuen es gep d'ets altres i no se veuva es seu»). Pues bien, lejos de contestar airadamente, cualquiera allí responderá que no se la ven, a su joroba, porque la llevan en la espalda. Así de sencillo.

Fuentes:
D. Bartolomé Mulet y Ramis, Pbro.

092. anonimo (balear-mallorca-sineu)

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