Morus ja venen,
ja mus tenen.
Morus vindran
i'ns'gafarán.
(Canción popular)
Menorca conservará por
siempre, de forma imborrable, la huella de los zarpazos que la piratería
sarracena le infirió a lo largo de su historia. La proverbial tranquilidad de
sus gentes y la serena calma de su entorno, que fueron y son aún -quiera Dios
que por muchos años- proverbiales en la isla, se vieron sacudidas en demasiadas
ocasiones, como para que el pueblo no haya borrado de su tradición los episodios
que un día hirieron la retina de su espíritu, con ura marca de sangre, fuego y
muerte.
La inmolación de
Ciutadella, el 9 de Julio de 1558, pasada a cuchillo por los otomanos y
convertida en un montón de humeantes escombros, tras nueve días de espantoso
asedio, marca un hito imposible de soslayar en la historia de la villa. A sólo
veintitrés años del saqueo de Maó, por parte de Barbarroja, sembrando el luto
en la ciudad y secuestrando miles de cautivos, le llegó a la hermosa
Ciutadella la hora del sacrificio. Fueron días de saqueo, pillaje y masacre
sin tregua. Cuando los moros se retiraron, al fin, ni una sola casa quedaba en
pie hasta el punto que –cuentan- el gobernador, recién llegado, tuvo que
pernoctar varias noches en el interior de una cueva.
De entre los escombros,
con los rostros desencajados por el miedo, iban emergiendo los supervivientes
que vagaban de un lado a otro buscando inútilmente hogar y familia. Poco a
poco, sin embargo, Ciutadella fue resurgiendo de sus cenizas. Del horror vivido
quedó sólo el recuerdo, inmortalizado muchos años después en un obelisco -sa pirámide- con una frase de
Quadrado: «Pro aris et focis hic sustinuimus usque ad mortem» (por la religión
y la fe, resistimos aquí hasta la muerte).
El resto de la isla,
sobre la que se esparcían numerosos predios y alquerías, no corrió mejor suerte
que la de sus dos ciudades representativas. Las incursiones de los piratas se
producían en el momento más impensado y solían dejar siempre una secuela de
dolor y rabia. Es imaginable la sensación que experimentaría el payés cuando,
alejado de su casa y dedicado al laboreo de la tierra, llegaría hasta sus oídos
el lastimero sonido de la caracola, el gemido del corn con el que su mujer -sa madona- intentaba avisarle del
peligro en que se hallaba.
Las robustas torres de
cantos y argamasa, de las que Menorca conserva aún bastantes a lo largo de su
perímetro costero, servían a la madona
de refugio para ella y sus hijos. Una escala de madera les permitía subir al
piso superior y, una vez recogida desde aquí alcanzar la terraza por el mismo
procedimiento. Allí no faltaban nunca las gruesas piedras para lanzar a los
asaltantes, el corn para esparcir la
alarma por el contorno y el teant o
hacha con el que la madona iba
abriendo la cabeza a los moros que conseguían alcanzar el agujero de entrada,
mientras esperaba la llegada de los payeses.
Del paso de los moros
conserva Menorca el recuerdo, convertido en leyenda por la permanencia de las
viejas piedras de las torres, testificado por los curiosos topónimos,
esparcidos a lo largo y ancho de su geografía y por historias de argumento más
o menos similar que se conservan, como un eco no apagado del grito guerrero -¡morus en terra!- de los menorquines.
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. anonimo (balear-menorca)
No hay comentarios:
Publicar un comentario