Es posible que nuestros
nietos -si es que la vida nos depara la suerte de conocer la etapa de una
serena madurez- nos pidan, como hoy y como ayer, que les llevemos al Ram.
Quien sabe si para
entonces, algún desvencijado tiovivo de caballitos de cartón, seguirá dando
vueltas y vueltas, anacrónicamente, entre un maremagnum de exóticas,
sofisticadas y excitantes atracciones. Porque el Ram, esa itinerante feria anual de la diversión y la fantasía
seguirá -tiene que seguir- acudiendo puntualmente a su cita con la ciudad,
aunque se parezca, de cada vez menos, a aquella inicial manifestación nacida,
tiempo atrás al socaire de una celebración litúrgica.
* * *
La comunidad de
religiosas del convento de Santa Margarita, instituida en Palma en 1231,
permutó su casa con la de los francisca-nos y se instaló en su definitiva
residencia en 1278: Del caserón conventual de aquellas monjas nada queda hoy,
salvo su iglesia que, restaurada no hace muchos años con respeto y dignidad,
ha sido abierta nuevamente al culto, bajo la misma advocación como parroquia
castrense, junto al Hospital Militar.
En Santa Margarita se
guardó durante muchos años una preciosa reliquia, la Santa Faz de Nuestro
Señor, cuya procedenlcia no está aclarada del todo. Piensan unos que el
cardenal mallorquín Jaime Fou y Berard, que tenía una hermana profesa en aquel
convento, envió desde Roma el preciado obsequio. Otros mantienen que no fué
Pou, sino Antonio Cerdá, mallorquín y purpurado también, natural de la villa
de Santa Margarita, el que regaló la reliquia. Se suscitó entonces un pequeño
pleito entre Santa Margarita pueblo y Santa Margarita convento ciudadano,
reclamando ambos el lienzo. No pudo aclarar al malentendido el cardenal Cerdá a
quien sobrevino la muerte en Roma en 1459, y fue el obispo de Mallorca el que
zanjó la cuestión, adju-dicando la
Santa Faz a las religiosas palmesanas, quienes tomaron la costumbre
de exhibirla al público el Domingo de Ramos, el Miércoles Santo y el día de la Natividad de Nuestra
Señora.
La costumbre de ir a
venerar la reliquia el día de Ramos, tomó aspctos de auténtica y masiva
manifestación popular. Tal era la cantidad de gente que acudía, que -según las
«Contarelles» de Jordi d'es Recó- los vendedores ambulantes vieron en la fiesta
una oportunidad de colocar sus mercancías y allí se instalaban cada año, en lo
alto de la calle de los Olmos, con sus tenderetes de figuritas de la Pasión , a los que pronto se
añadieron ollas, platos, cazuelas, jarras, siurells,
campanillas, palmatorias, tiestos y otros objetos de barro cocido.
En 1835, por imperativos
de las tajantes leyes sobre la desamor-tización de bienes de la Iglesia , las monjas de
Santa Margarita tuvie-ron que abandonar su convento y trasladarse al de la Concepción , al que se
llevaron sus pertenencias y, naturalmente, la venerada Santa Faz que
continuaron exponiendo al público, seqún la costumbre ya tradicional, el
domingo de Ramos. Allá se desvió la gente y allá también los vendedores que,
-según «L'Ignorancia»- en 1850, montaban una docena de mesas que alcanzaban
desde el convento hasta la casa del Gobernador (antiguo, colegio La Salle , derruído hoy, y en
cuyo solar se levanta nuevo edificio). Añadieron los vendedores a las
tradicionales cerámicas los dátiles confitados, las castañas pilongas, reproduccion
es de la próxima Font del Sepulcre y
los primeros juguetes, de escaso valor, hicieron aparición en la feria. «Atlot -dice L'Ignorancia- qu'en juguetes
hey gastava dos o tres sous, ja feya rumbo». Fue aumentando de año en año
el número de vendedores de tal forma, que pronto rebasaron los límites de la
estrecha calle de la
Concepción , hasta que el Ayuntamiento dispuso la situación
de los feriantes y sus puestos en la
Plaza del Hospital. De allí, siempre en aumento, fue bajando
hacia la Rambla
donde se instaló definitivamente durante muchos años.
Ya en nuestros días, el
paseo de la Rambla ,
tradicionalmente desasistido de la concurrencia ciudadana, cambia de aspecto
radicalmente durante las fechas del Ram.
Una doble hilera de tenderetes, de puestos de avellanas, de juguetes de todo
tipo, se prolonga Rambla arriba, para ir a parar a la explanada existente
junto al Instituto Ramón Llull. Allí se instalaban las atracciones, casetas de
feria, ruidosas tómbolas, puestos de tiro al blanco, montañas rusas, norias,
churrerías, tiovivos y cien y una atracciones de cada año más modernas, más
sofisticadas... y más peligrosas.
A golpe de disposiciones
municipales el Ram ha ido cambiendo
de lugar, yendo y viniendo de un lado a otro de la ciudad sin conseguir un
definitivo asentamiento, pero siempre, lejos, muy lejos de su puesto de origen
y sin más conexión con la inicial feria que las fechas de su celebración.
Una medida de elemental
precaución que han tomado las religiosas agustinas, custodias, todavía, de la
reliquia.
Esta devoción,
minoritaria ya, al contrario que su consecuencia la feria, tuvo sin embargo
durante siglos una aclamación popular. Fueron muchas las ocasiones en las que
salió de su silencio con-ventual para ser paseada en procesiones en las que el
pueblo clamaba al cielo, pidiendo lluvias o protección contra epidemias,
pestes, calamidades varias y guerras. Tal vez una de las más sona-das
manifestaciones, portando en procesión a la Santa Faz , tuviera lugar
el 31 de Julio de 1645, cuando fue sacada por el cabildo catedrático, seguido
por más de mil mujeres descalzas y muchas personas con cilicios ceñidos al
cuerpo. Se pedía en esta ocasión por la vida del Virrey de Mallorca, don José
Torres de Mendoza que dos días antes, por la noche, cayera despeñado con su
caballo al foso de las murallas, cerca de la «Porta Pintada Nova», junto al
actual arranque de la calle Marqués de la Fuen santa. ¿Qué actividades llevaron hasta allí
y a aquellas horas al Virrey Torres? Alguien ha justificado esta salida
diciendo que iba en persecución de unos huidizos bandoleros; por su parte, el
«Cronicón» se limita a decir sólo que «salió a cierta diligencia» y algún otro
cronista menos recatado, no oculta que el representante real se hallaba
prendido en los encantos de una moza del predio, Sa Vinyassa (hoy calle Viñaza) a la que prodigaba con asiduidad sus
visitas.
Tal vez esta última
versión explique la profusión de mujeres des-calzas en la procesión, rogando
por la vida de aquel hombre que, de alguna manera, debía despertar una especial
admiración entre las palmesanas del siglo XVII. O es que éstas unían sus plegarias
y su desconsuelo a los de la favorita de Sa
Vinyassa que no volvería a ver a su apueso amante. El Virrey Torres de
Mendoza murió al siguiente día.
Aún hoy una cruz de
piedra, recientemente restaurada y un tanto desplazada del lugar de los hechos,
recuerda al viandante la caída del caballero y evoca el desvanecido recuerdo de
una Palma con fosos, murallas, devociones y misterio. Porque, buscando una
disculpa tal vez, algún comentarista local no excluye la posibilidad de un aten-tado
contra el Virrey, diciendo que alguien echó azogue en las orejas de su
caballo...
Fuentes:
Diego Zaforteza y
Musoles: Del Puig de Pollensa al Puig del
Sitiar.
Jordi d'es Recó: Contarelles.
A. Campaner: Cronicón Mayoricense.
Rda. M. Superiora del
Convento de la Concepción ,
de Palma.
092. anonimo (balear-mallorca-palma)
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