Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 4 de agosto de 2012

El ram y la santa faz


Es posible que nuestros nietos -si es que la vida nos depa­ra la suerte de conocer la etapa de una serena madurez- nos pi­dan, como hoy y como ayer, que les llevemos al Ram.
Quien sabe si para entonces, algún desvencijado tiovivo de caballitos de cartón, seguirá dando vueltas y vueltas, anacrónica­mente, entre un maremagnum de exóticas, sofisticadas y excitan­tes atracciones. Porque el Ram, esa itinerante feria anual de la diversión y la fantasía seguirá -tiene que seguir- acudiendo puntualmente a su cita con la ciudad, aunque se parezca, de cada vez menos, a aquella inicial manifestación nacida, tiempo atrás al socaire de una celebración litúrgica.

* * *
La comunidad de religiosas del convento de Santa Margari­ta, instituida en Palma en 1231, permutó su casa con la de los francisca-nos y se instaló en su definitiva residencia en 1278: Del caserón conventual de aquellas monjas nada queda hoy, salvo su iglesia que, restaurada no hace muchos años con respeto y dig­nidad, ha sido abierta nuevamente al culto, bajo la misma advo­cación como parroquia castrense, junto al Hospital Militar.
En Santa Margarita se guardó durante muchos años una pre­ciosa reliquia, la Santa Faz de Nuestro Señor, cuya procedenlcia no está aclarada del todo. Piensan unos que el cardenal mallor­quín Jaime Fou y Berard, que tenía una hermana profesa en aquel convento, envió desde Roma el preciado obsequio. Otros mantienen que no fué Pou, sino Antonio Cerdá, mallorquín y pur­purado también, natural de la villa de Santa Margarita, el que regaló la reliquia. Se suscitó entonces un pequeño pleito entre Santa Margarita pueblo y Santa Margarita convento ciudadano, reclamando ambos el lienzo. No pudo aclarar al malentendido el cardenal Cerdá a quien sobrevino la muerte en Roma en 1459, y fue el obispo de Mallorca el que zanjó la cuestión, adju-dicando la Santa Faz a las religiosas palmesanas, quienes tomaron la cos­tumbre de exhibirla al público el Domingo de Ramos, el Miérco­les Santo y el día de la Natividad de Nuestra Señora.
La costumbre de ir a venerar la reliquia el día de Ramos, to­mó aspctos de auténtica y masiva manifestación popular. Tal era la cantidad de gente que acudía, que -según las «Contarelles» de Jordi d'es Recó- los vendedores ambulantes vieron en la fiesta una oportunidad de colocar sus mercancías y allí se instalaban cada año, en lo alto de la calle de los Olmos, con sus tenderetes de figuritas de la Pasión, a los que pronto se añadieron ollas, pla­tos, cazuelas, jarras, siurells, campanillas, palmatorias, tiestos y otros objetos de barro cocido.
En 1835, por imperativos de las tajantes leyes sobre la des­amor-tización de bienes de la Iglesia, las monjas de Santa Marga­rita tuvie-ron que abandonar su convento y trasladarse al de la Concepción, al que se llevaron sus pertenencias y, naturalmente, la venerada Santa Faz que continuaron exponiendo al público, se­qún la costumbre ya tradicional, el domingo de Ramos. Allá se desvió la gente y allá también los vendedores que, -según «L'Ig­norancia»- en 1850, montaban una docena de mesas que alcan­zaban desde el convento hasta la casa del Gobernador (antiguo, colegio La Salle, derruído hoy, y en cuyo solar se levanta nuevo edificio). Añadieron los vendedores a las tradicionales ce­rámicas los dátiles confitados, las castañas pilongas, reproduccio­n es de la próxima Font del Sepulcre y los primeros juguetes, de escaso valor, hicieron aparición en la feria. «Atlot -dice L'Igno­rancia- qu'en juguetes hey gastava dos o tres sous, ja feya rum­bo». Fue aumentando de año en año el número de vendedores de tal forma, que pronto rebasaron los límites de la estrecha ca­lle de la Concepción, hasta que el Ayuntamiento dispuso la situa­ción de los feriantes y sus puestos en la Plaza del Hospital. De allí, siempre en aumento, fue bajando hacia la Rambla donde se instaló definitivamente durante muchos años.
Ya en nuestros días, el paseo de la Rambla, tradicionalmen­te desasistido de la concurrencia ciudadana, cambia de aspecto ra­dicalmente durante las fechas del Ram. Una doble hilera de ten­deretes, de puestos de avellanas, de juguetes de todo tipo, se prolonga Rambla arriba, para ir a parar a la explanada existen­te junto al Instituto Ramón Llull. Allí se instalaban las atraccio­nes, casetas de feria, ruidosas tómbolas, puestos de tiro al blan­co, montañas rusas, norias, churrerías, tiovivos y cien y una atracciones de cada año más modernas, más sofisticadas... y más peligrosas.
A golpe de disposiciones municipales el Ram ha ido cam­biendo de lugar, yendo y viniendo de un lado a otro de la ciu­dad sin conseguir un definitivo asentamiento, pero siempre, le­jos, muy lejos de su puesto de origen y sin más conexión con la inicial feria que las fechas de su celebración.
La Santa Faz, sigue exponiéndose aún el domingo de Ra­mos a la veneración ciudadana y el escaso número de fieles que acuden a reverenciarla -según testimonio de las religiosas que la custodian- no la hallan como en tiempos lejanos, expuesta al alcance de la gente, sino convenientemente resguardada en un manifestador, en el interior del templo.
Una medida de elemental precaución que han tomado las re­ligiosas agustinas, custodias, todavía, de la reliquia.
Esta devoción, minoritaria ya, al contrario que su consecuen­cia la feria, tuvo sin embargo durante siglos una aclamación popular. Fueron muchas las ocasiones en las que salió de su si­lencio con-ventual para ser paseada en procesiones en las que el pueblo clamaba al cielo, pidiendo lluvias o protección contra epi­demias, pestes, calamidades varias y guerras. Tal vez una de las más sona-das manifestaciones, portando en procesión a la Santa Faz, tuviera lugar el 31 de Julio de 1645, cuando fue sacada por el cabildo catedrático, seguido por más de mil mujeres descalzas y muchas personas con cilicios ceñidos al cuerpo. Se pedía en esta ocasión por la vida del Virrey de Mallorca, don José Torres de Mendoza que dos días antes, por la noche, cayera despeñado con su caballo al foso de las murallas, cerca de la «Porta Pintada Nova», junto al actual arranque de la calle Marqués de la Fuen­santa. ¿Qué actividades llevaron hasta allí y a aquellas horas al Virrey Torres? Alguien ha justificado esta salida diciendo que iba en persecución de unos huidizos bandoleros; por su parte, el «Cronicón» se limita a decir sólo que «salió a cierta diligencia» y algún otro cronista menos recatado, no oculta que el represen­tante real se hallaba prendido en los encantos de una moza del predio, Sa Vinyassa (hoy calle Viñaza) a la que prodigaba con asiduidad sus visitas.
Tal vez esta última versión explique la profusión de mujeres des-calzas en la procesión, rogando por la vida de aquel hombre que, de alguna manera, debía despertar una especial admiración entre las palmesanas del siglo XVII. O es que éstas unían sus ple­garias y su desconsuelo a los de la favorita de Sa Vinyassa que no volvería a ver a su apueso amante. El Virrey Torres de Mendoza murió al siguiente día.
Aún hoy una cruz de piedra, recientemente restaurada y un tanto desplazada del lugar de los hechos, recuerda al viandante la caída del caballero y evoca el desvanecido recuerdo de una Palma con fosos, murallas, devociones y misterio. Porque, bus­cando una disculpa tal vez, algún comentarista local no excluye la posibilidad de un aten-tado contra el Virrey, diciendo que al­guien echó azogue en las orejas de su caballo...

Fuentes:
Diego Zaforteza y Musoles: Del Puig de Pollensa al Puig del Sitiar.
Jordi d'es Recó: Contarelles.
A. Campaner: Cronicón Mayoricense.
Rda. M. Superiora del Convento de la Concepción, de Palma.

092. anonimo (balear-mallorca-palma)

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