Abandonando en Ferreries la carretera principal que une
la isla de un extremo a otro, una ruta secundaria, que sigue también hacia
poniente, tiene igualmente a Ciutadella
como punto de destino. Tomar este estrecho -y a veces incómodo- camino, tiene
como contrapartida el aliciente de atravesar uno de los más bellos parajes de la Menorca interior: el Barranc d'Aljandar. Es un lugar, aún
hoy, de una belleza salvaje y primitiva, de rocas desnudas y cañadas profundas
donde, a trechos, las apretadas masas de pinos, acebuches y matorrales de
zarzas y helechos, desmienten la definición de «roca sembrada de tierra» con
que alguien -con no demasiada fortuna- ha querido designar a Menorca.
El camino se hace aún más
angosto al llegar a la altura de la quebrada conocida como sa penya fosca, discurriendo durante un trecho por una escotadura,
un difícil paso conocido como es pas
d'En Ravull. Allí tenía su inaccesible escondrijo un moro que, durante
años, ejerció el pillaje en solitario por los predios cercanos. Las veces, las
pocas veces que alguien consiguió verle, organizó inmediatamente una batida
que finalizaba, inevitablemente, al llegar al pas en el que el moro
desaparecía, sin dejar rastro, amparado en la densa maleza.
Al poco tiempo se
producía otro asalto y otra persecución con igual resultado, hasta que, un
día, alguien tuvo la decisión de terminar de una vez con aquella pesadilla.
Los payeses rodearon la zona y no buscaron, como en cada ocasión. Prendieron
fuego al bosque y pronto el lugar se convirtió en un inmenso pebetero,
consumiendo árboles, hierbas y maleza.
Del huidizo ladrón no
volvieron a contarse más fechorfas. A pesar de que nadie logró nunca acercarse
a él, se sabía que era moro -eso decían- y que tenía el cabello ensortijado, ravull, dicho en menorquín.
Este detalle y su
legendaria existencia sirvieron para conocer, desde entonces, con su apodo,
aquel rincón del Barranc d'Aljandar.
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. anonimo (balear-menorca)
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